CUERDAS Y TAMBORES





                                                CUERDAS Y TAMBORES
Por Alberto Mego
En la década del 70 sucedieron muchas cosas. Terremoto aparte, pocos años antes el Perú se había remecido con la presencia de una cadena de levantamientos en el campo y con la aparición de un movimiento insurreccional que trató de captarlos y que, si bien se explica en la influencia de la Revolución Cubana y la aprehensión de nuevas corrientes del pensamiento político mundial, encontró fácilmente las condiciones necesarias para sostener su ideal dada la eterna miseria en que ha vivido especialmente la zona andina del Perú. Pero este movimiento fracasó. Poco después el gobierno plutocrático del arquitecto Belaunde Terry fue interrumpido justamente por las  mismas fuerzas armadas encargadas de reprimirlo. Alegando una nueva conciencia y con la jefatura del general Velasco Alvarado, se inicia un periodo donde es cierto que todos los ejes de la propiedad fueron reformados y en medio de un innegable nacionalismo expandido en casi toda Latinoamérica, prosperó un elemental reconocimiento a la realidad. Este es el sencillo valor que la historia se encargará de evaluar con justicia.
Indudablemente, fue un periodo contradictorio. Por eso mismo, lleno de una vitalidad que inauguró una atmósfera social efervescente y creativa. Es que en los intersticios de los abismos conceptuales que después socavaron el régimen militar, consiguieron objetivarse las más puras preocupaciones nacionales, las más auténticas formas de la cultura popular. Y sobretodo, el país comenzó a perfilar los caminos de su definición.
Es en este contexto donde aparecen muchos grupos musicales integrados por migrantes, básicamente de la sierra central, quienes conservando los ritmos fundamentales de la tierra lejana, traían también una gran expectativa por los nuevos aires de una modernidad siempre negada. Hasta entonces la música que predominaba en las zonas populares de la urbe era la cumbia colombiana, el guaguancó y la música heredada de la Sonora Matancera y Pérez Prado. Pero el caudal cada vez más numeroso de un público proveniente de los sectores más humildes y provincianos, ansiosos de identificarse consigo mismos durante la tregua laboral de fin de semana, hicieron que rápidamente se desplazara en el mercado discográfico cualquier otra música y el huayno instrumentado con guitarras eléctricas adquiriera características muy peculiares.
Así aparecieron los primeros salones de baile en la Plaza Bolognesi y en el Paseo Colón, con sus banderolas de todos los colores, anunciando la fiesta en el mismo lugar que alguna vez fuera el barrio más aristocrático de Lima. Indudablemente el desarrollo de esta corriente musical está ligado a la descomposición social de Lima, como ciudad metropolitana, a la migración provinciana y al crecimiento de una economía de supervivencia que en todos los aspectos ha dado un nuevo rostro a la capital, permitiendo que mientras uno se come sus tallarines al paso, el ambulante de al lado ofrezca impunemente sus casettes de producción informal con música “chicha”, como se le llama, de “Chacalón”, “Alegría”, “Karicia”, “Pintura Roja”, “Los Ilusionistas”, etc.
Durante esta misma época los sectores “progresistas” de la clase media –que así nomás no se iban a quedar atrás- ponderando un pragmatismo político y cultural mal aprendido en los manuales de marxismo, propiciaron la formación de grupos folklóricos con efusivos nombres en quechua que interpretaban canciones de protesta, himnos revolucionarios o huaynos a la criolla para amenizar en noches de peña la nostalgia serrana de los intelectuales de “izquierda”. Lamentablemente, estas inquietudes no lograron conquistar el gusto popular y, en cambio, sí los aplausos de pequeñas sectas culturales que les corresponden por naturaleza.
Pero también en la década del 70 otra música de migrantes ganó un lugar importante en el mundo discográfico de Estados Unidos: los latinoamericanos que en busca de un mejor futuro rompieron sus chanchos y sus sueños para recalar en Nueva York o Miami y que no pudieron romper los invisibles lazos que los unían a sus ciudades de origen, también en los altos de la dura jornada laboral, fueron reconociendo en los salones de baile un espíritu que a pesar de sus diferentes procedencias los identificaba en la misma música: la “salsa”. (Después de “Pedro Navaja”, quién no ha reparado en su calle, en las sirenas que la quiebran en dos, y hasta en su diente de oro?).
Así pues, la “salsa” como la “chicha” han expandido sus dominios en vastos territorios del mundo. Especialmente entre la juventud, cumpliendo ambas una función integradora. Los criollos en EEUU y los andinos en Lima han puesto en relieve dos influencias fundamentales: lo afro-cubano y lo inca. Y en la música que las expresa, dos instrumentos destacan: tambores en la salsa, cuerdas en la chicha. Pero en el fondo de estas corrientes musicales aparecen los mismos migrantes signados por diferentes aventuras: la vida en la tierra prometida.
En ambas corrientes, canta este migrante desde su óptica de su ilusión primera, de aquella que no consigue encontrarse con la realidad. Entonces, es la desazón cotidiana, la adversidad a que los somete una decadencia ajena, los infinitos roles que se ve obligado a asumir, y con el resto de una robusta fe, la conciencia optimista de deber ocupar un rol principal en la tierra negada, jugarse el pellejo y construir el futuro. Y todo bajo acordes que nos atraviesan de punta a punta y en el torrente mismo de la sangre, nos devuelven a la danza, integrándonos al mundo y a la vida.
Sin duda alguna, aparte de los movimientos musicales que motiva la angustia de la descomposición, estas corrientes del espíritu movilizan grandes masas del público peruano y reflejan, como todo verdadero acto cultural y artístico, los sucesos de una sociedad cuyos elementos pugnan por mestizarse de verdad. Esta circunstancia, evidente e innegable hace bastante tiempo, ha sido recientemente aprovechada por la nueva administración del Instituto Nacional de Cultura quienes propiciaron un homenaje al músico peruano (que merece 800 veces más que un simple reconocimiento) en el que la fecha de encuentro y discusión de lo que es “chicha”, de lo que es “salsa” fue prácticamente la más concurrida y saludada, y donde lo único que quedó en claro, como en todo fórum sobre arte, fue que ambas formas musicales tienen la simpatía popular, aún cuando una se origina y fecunda en EEUU y Centroamérica, y la otra, aquí nomás, en la esquina.
Sin embargo, esta disyuntiva es, a nuestro profano parecer, absolutamente artificial pues la música es la música, y salvo en el plano de lo real, la mejor arma es una buena canción que por la oreja llegue a la sangre de su oyente, sobretodo si se tiene en cuenta que los tambores del corazón y las cuerdas de la conciencia hace tiempo en este país están reclamando una música auténticamente nacional.
Pero también valdría reconocer que, efectivamente, la chicha está necesitando un poeta. Alguien que goce y sufra esta nueva música, un compositor que enfoque a partir de su sensibilidad la sociedad, y no a la inversa: el esquema y la generalización son veredas demasiado trajinadas por los políticos de profesión, y también por los aficionados,  como bien lo sabe ese poeta que está más seguro que nosotros del lugar que le corresponde. Sólo él (quizá ellos) y sobretodo en un género donde el bicho de la creación colectiva no ha logrado despersonalizar el sustrato humano del fenómeno artístico, puede contribuir a superar los actuales límites de la chicha y referirse con propiedad a la gesta nacional desde su particular punto de vista, allí donde converge la historia y la imaginación. Ya después vendrá la ópera (y ojalá que allí nos encontremos).

Publicado en el Diario de Marka, el 10 de diciembre de 1985




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