Hacia una DRAMATURGIA POPULAR

En su más amplio sentido, Dramaturgia es el tratamiento integral de la teatralidad. Dramaturgia no es solamente el aspecto referido al texto dramático, como se entiende de manera habitual, o como deliberadamente se nos hace creer. El concepto Dramaturgia guarda su significado en la relación del conjunto: idea, logos y acción.

Teatro de la UNI. Obra “Vampiro, ven conmigo”. Actuación en la Central de Campesinos del Perú (CCP).
En escena, Edward Romero, Jean Zumaeta y Tita Zavala. Dirección: Alberto Mego. Año 2009.

LA ACHIRANA DEL INCA PACHACUTEC

TEATRO PARA LA ESCUELA




traté por todos los medios de publicar este conjunto de obras para niños y jóvenes en alguna editorial de Perú,
fueron cinco o poco más, no las voy a mencionar aquí
pero, a pesar que a lo largo de los años
éstas obras fueron ampliamente representadas y escritas o adaptadas directamente desde la acción dramática
para los grupos concretos,
no tuve nunca una respuesta favorable.
quizá en la vitrina de los autores teatrales de mi país no tengo el cartel más atractivo, lo entiendo, así es el fútbol.
no importa, la tecnología, oh tecnología, me salva
y gracias a Amazon aquí está el libro,
dedicado a la memoria de Gina López Follegatti
con quien compartí tanto teatro
(y dos niños, ahora hombres) y tanta vida.
la versión papel puede ser un poco cara
pero pronto sale la versión digital más económica
como mis otros libros que tuvieron
siempre un precio asequible.
podría contar tantas cosas de cada obra,
de los grupos y circunstancias en que las hice,
pero ese es otro cantar.
quisiera que llegue a quienes deseen mover las inquietudes
de los niños y jóvenes, esos que mañana nomás
tendrán el timón del mundo



Sobre una tradición de Ricardo Palma, 
versión libre y guión original de Alberto Mego
(Depósito Legal Nº 2011-16027)



Unos jóvenes universitarios de Ica con quienes hace años hice un taller de teatro, ahora profesionales, me invitaron a participar en un programa turístico con el atractivo de la representación de esta “tradición” de Ricardo Palma.  Con todo gusto, sin mediar más interés que el ver concretado tal propósito, me hice cargo del guión.  Como se comprenderá el texto original tiene como principales protagonistas al Inca Pachacutec y a la princesa Chimbuyaya (en realidad, a ésta ni siquiera se le recuerda por su nombre, sea real o ficticio). Mientras que nuestro deseo es poner en relieve la lucha de resistencia de los habitantes locales a punto de sucumbir a la fuerza imperial del ejército inca, y cómo a través del desdén de la princesa el pueblo logra su cometido. Fue una labor acelerada y no exenta de contrariedad, pero apenas acabado el borrador lo colgué en el blog, pensando que no debiera volver a aquellos años juveniles cuando entregaba ejercicios dramáticos hasta sin firma, y después muy fastidiado los veía representados y firmados con otro nombre. Así puse el borrador en el blog, esperando la opinión de los principales interesados. Ellos saludaron el guión sin reservas. Pero hecho público en el blog, de otro lado, recibí críticas feroces, algunas más sutiles y otras muy amables. En general, esas opiniones provenían de quienes ignoran  que originalmente la obra iba a representarse en quechua, y las palabras no tenían que ser precisas. Además no siempre puedo andar contestando que un guión teatral es una guía –es redundante- para la acción teatral, a menos que se trate de Shakespeare, y no es el caso. Un texto teatral puede y debe manejarse en función a la idea que quiere poner en relieve.
La representación, en las faldas de un cerro, se llevará a cabo el 12 o 13 de noviembre, aún hay algo de pan que rebanar, y muchos años por delante pues este evento cultural pretende ser un acontecimiento anual. En principio, se realizará con un promedio de 300 personas –jóvenes de dos colegios- y vecinos del municipio auspiciador, ubicado a 30 o 40 minutos del centro de Ica. Es un trabajo pionero y colectivo donde cumplen principal papel los jóvenes profesionales de turismo que han encendido esta chispa en la población.
          
            EN LO MAS ALTO DEL ESCENARIO NATURAL, APARECE UN NATIVO TOCANDO FUERTEMENTE UN PUTUTO. A SU LADO IZQUIERDO, MÁS ABAJO, APARECE OTRO, IGUALMENTE TOCANDO UN PUTUTO. POCO DESPUÉS, UN TERCERO, MÁS ABAJO, A LA DERECHA, IGUALMENTE OTRO NATIVO TOCANDO EL PUTUTO. UN RATO DESPUÉS, YA EN LA PARTE BAJA, EN EL MEDIO Y CERCA DEL PÚBLICO, UN CUARTO NATIVO DA LA SEÑAL DE INICIO DEL ESPECTACULO.
            SE ESCUCHA MÚSICA ANDINA CARACTERISTICA DE LA EPOCA.
            DE UN EXTREMO DEL ESCENARIO, SALEN EN FILA, UNA HILERA DE VEINTE MUJERES, ATAVIADAS A LA MANERA ANDINA, REPRESENTAN A LA NOBLEZA LOCAL FEMENINA, CON LOS BRAZOS EN ALTO, HOMENAJEANDO AL SOL. ESTÁN PRESIDIDAS POR UNA COLLA QUE ENARBOLA EN ALTO UN EMBLEMA SOLAR.
           SE DESARROLLA UNA DANZA QUE TIENE COMO MOTIVO LA FECUNDIDAD DE LA TIERRA.
            DEL OTRO EXTREMO, INSTRUMENTOS DE VIENTO O PERCUSIÓN DE POR MEDIO, TAMBIÉN EN FILA, APARECE OTRA HILERA DE VEINTE HOMBRES, REPRESENTANDO LA NOBLEZA LOCAL MASCULINA, CON ANTORCHAS EN LA MANO. ESTE GRUPO APARECE PRESIDIDO POR UN NOBLE QUE LLEVA TAMBIÉN UN GRAN DISTINTIVO DEL SOL, DEIDAD GENERAL DEL LUGAR.
            SE DESARROLLA UNA DANZA QUE TIENE COMO MOTIVO LA ADORACIÓN AL DIOS SOL
            A CONTINUACIÓN, INSTRUMENTOS DE VIENTO O PERCUSIÓN DE POR MEDIO, APARECEN EN UN NÚMERO DE CINCUENTA PERSONAS, INDISTINTAMENTE HOMBRES Y MUJERES, QUE REPRESENTAN AL PUEBLO, CON SUS INSTRUMENTOS DE LABRANZA, SE INSTALAN A LA DERECHA DEL ESCENARIO, Y COMIENZAN LA LABOR AGRÍCOLA, EN UNA FAENA COREOGRÁFICA QUE REPRESENTA LA LABORIOSIDAD EN EL TRABAJO. DURANTE ESTA ESCENA, MIENTRAS HOMBRES Y MUJERES DEL PUEBLO TRABAJAN, LOS NOBLES -HOMBRES Y MUJERES-, LOS RODEAN Y DAN ÓRDENES QUE PAUTAN LA LABOR DEL PUEBLO.
            SE DESARROLLA ESTA ESCENA, ACOMPAÑADA DE MÚSICA, DONDE ALGUNAS MUJERES SE HACEN CARGO DE DAR DE BEBER A LOS TRABAJADORES, OTROS ASISTEN A ALGÚN ACCIDENTADO O ENSEÑAN LA MANERA APROPIADA DE MANEJAR LOS INSTRUMENTOS DE TRABAJO.
            LOS QUE TOCABAN EL PUTUTO SE HAN CONCENTRADO EN UN PUNTO, HASTA QUE OTRA VEZ Y EN CONJUNTO VUELVEN A EJECUTAR SU INSTRUMENTO, ANUNCIANDO LA LLEGADA DE UN CHASKI.
RUMOR GENERAL: ¡Un mensajero, viene un mensajero! ¡Un mensajero! ¡Viene un mensajero!
CHASQUI.-  (APARECIENDO DESDE LO ALTO, ALARMADO) ¡Atención, comuneros, atención!
            TODAS LAS ACCIONES SE INTERRUMPEN POR ORDEN DE LOS NOBLES PRINCIPALES. GRAN ESPECTATIVA DEL PUEBLO.
NOBLE.-  ¡Atención! …¡Qué dice el mensajero!
            LA ATENCIÓN SE CONCENTRA EN EL MENSAJERO QUE DESCIENDE DEL CERRO. MÚSICA DE PUTUTOS, MIENTRAS TANTO. AL LLEGAR EL MENSAJERO, DESPUÉS DEL SALUDO PROTOCOLAR, SE ACERCA AL NOBLE PRINCIPAL Y LE HABLA AL OÍDO. EL NOBLE ALARMADO, CORRE HASTA OTRO NOBLE, UN PREGONERO.
PREGONERO.- (ANUNCIANDO) ¡El ejercito Inka está llegando! ¡Vienen a guerrear! ¡Nuestro pueblo quiere dominar! ¡El Inca Pachacutec en persona está a la cabeza!
RUMOR GENERAL: ¡Los Inkas están llegando! ¡El Inca Pachacutec a la cabeza!
NOBLE.- (AL LADO DE LA NOBLE PRINCIPAL FEMENINA) ¡Estamos listos para la guerra!... ¡No nos someterán¡
TODOS GRITAN A CORO: ¡No nos someterán! ¡No nos someterán!
NOBLE.- ¡Listos estamos! ¡Ponemos la libertad de nuestro pueblo a la decisión del sol, nuestro dios!
NOBLE MUJER.- ¡Sí, señor! ¡Las mujeres también listas estamos!
LAS MUJERES REPLICAN AFIRMATIVAMENTE.
CORO DE MUJERES: ¡Listas estamos! ¡Listas estamos!
NOBLE.- ¡Sí! ¡Que nuestra suerte sea decidida por el calor de nuestro dios! ¡Listos estamos! … (LLAMA A LA AVANZADA MILITAR, OTRA VEZ SONIDOS DE PUTUTOS) ¡Ejército del pueblo de Tate! ¡Preséntense!
            ENTRAN CINCUENTA GUERREROS ARMADOS Y MAQUILLADOS, LISTOS PARA EL COMBATE CON SUS BANDERAS Y ARMAS RUDIMENTARIAS.
DANZA GUERRERA DE LOS COMBATIENTES DE TATE.
            DE PRONTO, ALGUIEN SEÑALA EL CIELO, Y TODOS ALARMADOS FIJAN LA VISTA EN LO ALTO DEL CERRO, ALLI SE VE FLAMEAR DE MANOS DE UN MIEMBRO DEL EJERCITO INCA LA BANDERA DEL TAHUANTINSUYO. AL POCO RATO, EN EL LADO OPUESTO, APARECE OTRA BANDERA, Y POCO DESPUES OTRAS EN OTROS PUNTOS. SEGUIDAMENTE, DESCIENDEN DEL CERRO EN FILA LOS MIEMBROS DEL EJERCITO INCA, SIMULTANEAMENTE EN VARIAS FILAS, EXCLAMANDO GRITOS DE GUERRA. SON NUMEROSOS, PUEDEN SER CINCUENTA EN CADA FILA, ES DECIR, NO MENOS DE CIENTO CINCUENTA COMBATIENTES INCAS.
            MIENTRAS VAN DESCENDIENDO, SE PRODUCE ALARMA E INDECISIÓN EN EL PUEBLO, POR EL NÚMERO DE SOLDADOS QUE BAJAN A GUERREAR CONTRA ELLOS. ALGUNOS RECHAZAN A GRITOS LA PRESENCIA DEL EJÉRCITO INVASOR.
            EL NOBLE SE REUNE RAPIDAMENTE CON LOS DEMAS NOBLES. ENTRE LOS TRABAJADORES TAMBIÉN HAY CÍRCULOS DE PERSONAS QUE SE PASAN LA VOZ EN UNA POSTA DE MENSAJES, TODOS ESTÁN MOVILIZADOS.
            AL POCO RATO, LOS DOS CONJUNTOS ESTÁN FRENTE A FRENTE, Y SE APRESTAN AL COMBATE. LOS NOBLES ESTÁN ENTRE LA GENTE DE TATE QUE AHORA ES UNA MASA COMPACTA, CON SUS INSTRUMENTOS EN MANOS ALZADAS.
MASA I.- ¡Lucharemos en defensa de nuestro pueblo, sus dioses y sus costumbres!
TODOS REPLICAN: ¡Lucharemos en defensa de nuestro pueblo, sus dioses y sus costumbres!
            EVIDENTEMENTE, LOS VESTUARIOS, LAS ARMAS, LOS ORNAMENTOS DEL CONJUNTO QUE REPRESENTA A LOS INCAS SON MÁS ELABORADOS. VIENEN ADEMÁS ACOMPAÑADOS DE UNA BANDA GUERRERA QUE AHORA EJECUTA UNA MELODÍA BELICOSA, MIENTRAS UN GRUPO DE GUERREROS DANZA DICHA MÚSICA.
            PAUSA. DE PRONTO, SE INTERRUMPE LA DANZA Y UN GENERAL INCA GRITA:
GENERAL INCA.- ¡Pueblo de Tate!... ¡En nombre de nuestro padre Pachacutec, gran conquistador, poderoso señor del Tawuantinsuyo, les invocamos a no dar resistencia a nuestra fuerza inca…!
VOCES DE LA MASA LOCAL: ¡No dejaremos que arrasen nuestras tierras! ¡Las defenderemos hasta el final! ¡Fuera! ¡Regresa a tus tierras!
GENERAL INCA: Nuestro padre Pachacutec guía nuestras fuerzas, ¡que son superiores…! ¡El los invita a someterse!...
MASA LOCAL.- ¡Nunca! ¡Nunca! ¡Nosotros somos hijos del sol y de la luna! ¡No nos vencerán!
GENERAL INCA CONSULTA CON OTROS GENERALES, LUEGO DA UNA SEÑAL, Y UN SOLDADO GRITA DESDE LO ALTO:
SOLDADO.-  (A LA TROPA) ¡Se resisten!... ¡Atacaremos!
            A LA VEZ QUE REPLICAN “¡ATACAREMOS!”, TODOS LOS SOLDADOS INCAS SE AGRUPAN Y SE ENFRENTAN A LA MASA LOCAL EN MOVIMIENTOS FIRMES PERO ESTUDIADOS, DE MANERA QUE RAPIDAMENTE EL ESPACIO SE CONVIERTE EN UN CAMPO DE BATALLA DONDE HOMBRES Y MUJERES DE TATE SE ENFRENTAN AL EJÉRCITO INVASOR, A PESAR DE SER NUMERICAMENTE INFERIORES. CAEN ALGUNOS, LAS MUJERES LOS SOCORREN. LA ESCENA SE INTERUMPE A LA VOZ DE OTRO NOBLE.
NOBLE II.- ¡Alto!... ¡Alto a la lucha! ¡Negociaremos!
LA MASA DA UN SUSPIRO. PAUSA.
MASA.- ¡Negociaremos! ¡negociaremos!
            MIENTRAS  SE REAGRUPAN TODOS, DE UN LADO EL EJÉRCITO INCA, DEL OTRO EL EJÉRCITO Y LA MASA LOCAL, SE ESCUCHAN LAS DOLOROSAS VOCES DE MUJERES CON TONALIDADES HUANCAVELICANAS, LLORANDO POR LOS MUERTOS.
            LOS NOBLES SE PONEN A LA CABEZA Y ESPERAN CON ATENCIÓN LAS PALABRAS DEL GENERAL INCA.
GENERAL INCA.- ¡Bien hace el pueblo de Tate…! ¡Fuerza superior somos nosotros, los Incas!.. ¡Superior es nuestro credo, nuestro pensamiento y nuestra finalidad!  ¡Somos una gran nación!  ¡La nación Tawantinsuyo! 
  
   

“¿DE QUE SE RÍEN LOS CUERVOS?” capítulo 3




EDICIONES COLECTIVO VALLEJO
LIMA 2005

“¿DE QUE SE RÍEN LOS CUERVOS?”

Capítulo 3


      DESPUES DE CAMINAR Y CAMINAR por las calles redondas del barrio, de reconocer nuevamente la arboleda tras las casas, y de atreverme a recorrer el camino de brea, destinado a los ciclistas en medio del bosque, me dirigí a la casa, teniendo como referencia la gran pista que cruzaba la fachada. Ya era las ocho o nueve de la noche.

     Pensando que era un atajo, tomé un camino que estaba seguro me llevaba por el lado del jardín. Volví a dar vueltas y vueltas, a esa hora en la que ya desaparecía toda huella de la luz. Yendo y regresando a un mismo punto, me di cuenta que estaba rodeando la casa, pero nunca llegaba a pesar que a través del follaje y de los árboles alcanzaba a verla muy cerca.

     Por fin, poco después estuve delante de la puerta trasera. Vi encendidas las luces del cuarto del tío Abel, como las de otros cuartos, arriba y en el sótano. Solamente, el mío estaba con las luces apagadas. También había luz en la cocina.

     La voz nocturna del bosque con sus cientos de susurros y un viento suave remecían el ramaje. Algunas aves apresuradas por volver a sus nidos atravesaron el cielo soltando algún trino tardío, mientras yo no sabía qué iba a decirle al tío, acaso confesarle que ya tenía mis documentos “chuecos”, y que podía empezar mañana mismo a trabajar. Tenía la cabeza hecha un embrollo, y en buena cuenta se lo debía a esa muchacha que empezaba a desconcertarme, con su encanto y sus sorpresas.

     No quería tener ningún problema con el tío Abel a causa de ella, ni que él los tuviera a causa mía. Tenía un pasaje de regreso cuya fecha no había vencido y por un segundo me atravesó la idea de regresar al Perú, quizá podía retomar mis clases en el instituto donde trabajaba, y esperar pacientemente que acontecieran las elecciones, quién sabe, las fuerzas democráticas podían acabar con la dictadura de Fujimori. Pero a estas alturas no tenía por qué adelantarme a nada, ni siquiera había hablado con el tío Abel, aunque tampoco podía contarle que fui a Washington con su mujer. Tendría que esperar a mirarle la cara para saber qué hacer.

      Supuse que estaban los dos en la cocina, conversando sobre el día, y ella le contaba que fuimos a Washington. Esa idea me abrumó, y quise volver a perderme en el bosque. Pero, ya en los escalones de madera del recibo, delante de las banderitas americanas que lo adornaban, se apagó la luz de la cocina, y al instante volvió a encenderse.

     Esperé unos segundos, luego toqué. Como nadie contestó, giré el picaporte y abrí la puerta muy despacio. Ya era tarde para inventar una historia, además “esta tarde nunca existió”. La sala estaba a oscuras. Pero de la cocina salía una larga barra de luz blanca que se prolongaba sobre la sala. El alfombrado tragó mis pasos cautelosos. Parecía que no había nadie en la cocina, me acerqué. El tío Abel, con los ojos en blanco, estaba sentado inmóvil delante de una cerveza, un cenicero y un vaso medio lleno. Estaba muerto.

     Esta historia puede resultar inverosímil, pero en Estados Unidos muchas personas llevan consigo una aureola de muerte, y la llevan a todas partes, allí donde vivan o trabajen. Tuve tremendo susto cuando el tío Abel se levantó como impulsado por un resorte y me dijo al paso:

     -Que tal, sírvete, come algo, voy a dormir un poco, mañana entro a las tres.

     Y desapareció sin hacer ruido.

     Todavía sin reponerme, di una mirada en torno a la cocina. Algunos platos sucios en el lavador, una puerta del aparador entreabierta, y el resto de cerveza que quedó en la botella. Me senté en el mismo asiento aún tibio que había abandonado el tío Abel. Me levanté para lavar el vaso. Volví a sentarme y me serví la cerveza.

     -Salud -escuché por atrás.

     Maggie cruzó la cocina de tres largos pasos y se puso a lavar los platos. Me sentí incómodo sorprendido en ese trance.

     -No te asustes, solamente vine a hacer esto.

     -Te tocaba asustarme a ti. Vi al tío Abel durmiendo como un muerto.

     -No puede cerrar los ojos cuando duerme- dijo Maggie, secándose las manos.

     Sonreí y la invité a sentarse. Tomó asiento frente a mi, le dije que era extraño que una persona no cerrara los ojos para dormir. Maggie me contó que el trabajo de su marido casi siempre era por la madrugada. Recorría todas las zonas del condado, que distaban media y una hora cada una, para reparar o supervisar las máquinas que la empresa tenía instaladas en cientos de lugares. La madrugada y el conducir una buena parte de su jornada en plena noche, lo había convertido en un auténtico noctámbulo. 

     -Es un trabajo muy duro- le dije.

     -Gana bien.

     -Está alterando su salud.

     -No. Solamente que no cierra los ojos cuando duerme. Hasta mañana. Apagas la luz.



     Alrededor de la misma mesa, la mañana siguiente nos volvimos a encontrar los tres. Por la radio se escuchaban noticias en inglés. Maggie preparó la mesa, tomamos café, tostadas con mermelada, huevos con jamón y unos panecillos de maíz que según la tradición se embadurnaban con almíbar de caña. Había mucho silencio entre nosotros. De pronto, el tío Abel se puso a hablar del clima, de la importancia que tienen los vaticinios del tiempo, del canal y la emisora dedicada solamente a dar información sobre el clima en los Estados de la Unión. Y en el tono académico que no sé por qué adoptaba el tío Abel supe que los norteamericanos están siempre preocupados de estar con la ropa adecuada si sale el sol o con paraguas si los sorprende un chubasco tropical. Tanto Maggie como yo, permanecimos callados escuchando el comentario erudito del tío Abel, al que agregó estadísticas actuales sobre accidentes causados por no atender las noticias del clima.

     De pronto, casi al mismo tiempo miraron sus relojes, se pusieron de pie, y salieron uno detrás del otro. Nos despedimos. Al poco rato escuché los motores de sus autos.

    

     Pasé unos días de desolación, tratando de comunicarme con los Ramírez, de una u otra manera. Era evidente que pasaba algo entre él y ella o entre ellos y yo. Ciertamente, pensé que mi visita no era del todo bienvenida. Era curioso, Maggie comenzó a ser más amable que él. Y por el contrario, el tío estaba siempre apurado, o hablaba en un tono académico que no siempre podía seguirle el hilo.

     En esos días seguí saliendo a dar vueltas por las calles, a reconocerlas. Me crucé con los otros inquilinos de la casa, nos saludamos brevemente en inglés, y siguieron sus caminos. A unas calles de la casa, descubrí un centro comercial, lleno de tiendas de todo tipo, markets, grifos, y por supuesto Mc Donald, Burger King y pizzerías, con un gran estacionamiento delante.

     Me asomé por sus vitrinas y, mientras la gente masticaba sus sandwichs, sus papitas fritas y bebía sus sodas, o pagaba en silencio, enseñando su tarjeta de crédito, yo pensé: “aquí nadie necesita de nadie”.

     Estaba decidido a preguntar, si es preciso en inglés, en cuanto viera el primer letrero de trabajo. Pero ni siquiera había un lugar en las paredes donde pudiera leerse tal aviso. Más tarde sabría que para trabajar uno debía acercarse a la oficina de empleos, o hablar con el manager si se trataba de un negocio. Y debía solicitar la hoja de aplication, es decir, el formulario para solicitar un empleo.

     El sol se asomaba con dificultad algunas tardes, la primavera recién empezaba. En el mismo centro comercial, había un market más o menos grande: “The Super Giant”, el gigante superior o el gran gigante. En un rincón apartado en una esquina había una banca, unos enormes ceniceros. Arriba un letrero, “smog here”, era el rincón de los fumadores.

     Estaba terminantemente prohibido fumar en lugares públicos, salvo en lugares establecidos. En general, el hábito de fumar era combatido a través de los medios de comunicación. Evidentemente, la drogadicción es uno de los problemas más notables de las sociedades ricas, y también de esta ciudad. La venta y el consumo de drogas también tienen un sistema establecido, generalmente, muy discreto.

     La vida en USA ocurre hacia adentro, salvo las pocas veces que la ciudadanía se exalta por las informaciones que vienen de la TV y a la que son tan aficionados, como a los videos y las películas en casa. Siempre están en sus trabajos, en sus casas o metidos en sus carros. Siempre adentro. Y tienen el auto del año o uno que se le parezca. Es raro ver un modelo antiguo en las autopistas. Creo que Faulkner, ese escritor norteamericano, dijo que el verdadero amor de los americanos es su auto.

     Me senté en una de las bancas y encendí un cigarro, mirando los autos que llegaban y se iban, después que rubias señoras acomodaban sus bultos en las maleteras. Algunos boys, muchachos solícitos, las ayudaban guiando los carritos hasta los autos. Otros, limpiaban la acera o ordenaban la fila de carritos de alambre atracados en las puertas.

     Uno de ellos se sentó a mi lado. Con una lata de soda y su sandwich en la mano, y se puso a comer. Vestía el uniforme con membrete del Giant. Evidentemente era latino.

     -Qué tal, brother -dijo, estirando las piernas.

     -Fumando mi último cigarrito. Qué caros son los cigarros aquí.

     -Cinco dólares, la cajetilla. ¿Recién llegaste?

     -Pocos días.

     -¿Y cómo entraste?

     -¿Cómo? Tengo visa.

     -Ah, ¿dónde trabajas?

     -Estoy buscando trabajo.

     -Trabajo hay, aquí mismo se necesita gente. Pero hay que darle duro al trapo, al almacén.

     Era de Guatemala, y se llamaba Gregorio. Había entrado como “espalda mojada” por México. Me contó que ya había venido antes, cuando era más joven. Por su aspecto, no tenía más de treinta años, pero era la tercera vez que vivía en Estados Unidos. No se acostumbró a la primera, no se acostumbró a la segunda, pero ahora estaba convencido que debía trabajar, y ahorrar y volver a su país, eso sí. Con los miles de dólares que ahorraría en un plazo de tres años tenía pensado comprar una flota de “camiones” para dedicarlos al transporte en su país. Dejan buena ganancia, me contó. Ahora sí tenía que dejarse de tonterías, antes había preferido los amigos, las fiestas en el barrio latino, era muy joven, ahora hay que ponerse serio, brother.

     De pronto, lo llamaron por el alto parlante que estaba exactamente encima de nuestras cabezas.

     -Se acabó el break, me voy -dijo Gregorio.

     -Sí, nos vemos cualquier día. ¡Para aplicar!

     Lo vi alejarse. Una señora tomó el asiento que él dejó vacío. Una señora rubia, muy nerviosa, que fumó dos o tres cigarrillos en el breve minuto que todavía permanecí allí.



     Al día siguiente, hubo un pequeño barullo en mi puerta. Abrí, y encontré al tío Abel hablando en inglés con George, el marido de Juanita, y a ella, envuelta en una ropa inapropiada para la temporada, muy abrigada, con el cuello cubierto y un sombrero de lana en la cabeza. Como su madre, Juanita era una mujer de origen andino, pero con el pensamiento American way of live. Nos saludamos, y tanto ella como el marido me hicieron algunas preguntas referidas al trabajo que iba a conseguir cuanto antes para pagarle a fin de mes, a la familiaridad con el tío Abel. Se refirieron a la confianza que tenían en él, ya vivía allí muchos años, y siempre había tenido una conducta correcta con ellos, y con su madre. Después nos despedimos, y ellos bajaron al sótano mientras el tío Abel se fue a su cuarto. Por un rato, me quedé sólo en la cocina. Más tarde, escuché voces alteradas abajo, era la voz de Juanita, discutiendo con su madre en inglés.

     Decidí tocar la puerta del tío y decirle que comenzaría a trabajar al día siguiente, no podía seguir así.

     -Me dijo Maggie que ya tienes tus papeles- dijo el tío.

     Quedé desconcertado, supuestamente la tarde que fui a Washington no existió nunca. No supe qué cara poner y no sé si se dio cuenta de mi azoramiento.

     -¿Sabes manejar? -me preguntó.

     -Manejé una temporada en Lima, hace tiempo, y no me gusta.

     El tío Abel sonrió. Fuimos otra vez a la cocina. Se sirvió un café, tomó asiento en una de las sillas, y dijo, muy ceremonioso:

     -Raúl, esto es América. Si no manejas, tienes poca opción para conseguir trabajo. Todo el mundo maneja, tienes que sacar tu licencia de conducir.

     Me dijo que podía obtenerla legalmente en una mañana, previo examen y pago de unos 50 dólares. Bastaba enseñar mi pasaporte con la visa en una oficina cerca de allí. Es un documento de uso cotidiano, y si era una licencia falsificada no podría jamás mostrárselo a un policía de tránsito, como ningún otro documento, sin riesgo a que me envíen a la cárcel.

     -Donde trabajo se necesitan dos choferes, para trasladar las máquinas. Es un trabajo diurno y, para comenzar, te pueden pagar ocho dólares la hora. Acompáñame, tengo que ir a dos centros comerciales, a unos treinta minutos de aquí.

     Poco después salimos. No me gustaba nada la idea de manejar y menos, en medio de estas autopistas para robots. Pero no conseguiría trabajo como profesor, por el idioma, ni de oficina, simplemente porque yo era un latino, y los latinos, por más proveídos de títulos que lleguen, están destinados a los trabajos manuales en USA, a menos que con los años uno se convierta en un americano, y el inglés fluya de sus bocas con la misma rapidez de sus aspiraciones en USA.

     Ciertamente, no podía eludir cualquier trabajo que se me presentara. No es que extrañara un escritorio con lapiceros de colores y adornitos en la mesa llena de papeles, pero no quería conducir un auto, transferir mis movimientos a esa caja mecánica que en USA no puede conducirse a menos de 50 kilómetros por hora. Aunque también sabía que estaba aquí para reunir los dólares que me permitieran seguir viajando, alejarme cuanto más lejos del Perú.

     Así que, pensándolo bien, no podía hacerme de rogar si veía aparecer un cartel requiriendo un verdugo experto en la guillotina, o uno que bajara sin escrúpulos la llave de la silla eléctrica.

     Con una deuda de 500 dólares que, gracias a mi amable tío yo tenía encima, y pensando en la situación que se me presentaba, mientras dejábamos atrás cientos de altísimos pinos y abetos que empezaban a verdear, me pregunté si hubiera sido otra mi suerte si no me dedicaba a mirar mujeres en el aeropuerto de Miami, y buscaba a la buena gordita que me esperaba con mi chompa de motivos incaicos en un piso que quizá no era el más apropiado para iniciar esta aventura sin nombre.

     El tío manejaba en silencio, atento a las señales del tráfico, a los semáforos ocasionales y al carro de adelante. Otra vez me esforcé en iniciar una conversación que le permitiera lucir su tono académico, como le gustaba evidentemente. Pero de pronto se puso muy juvenil, buscó en el dial de la radio una canción rockera, y sonrió diciéndome:

     -Ahora vas a conocer dónde trabajo. ¡El King Cafe! Es una empresa que tiene máquinas en casi todos los Estados, y para mí, en realidad, es un trabajo suave, lo único malo es el horario, casi siempre por las noches. Es que la empresa no quiere molestar a los clientes, hay que dar una buena imagen del servicio. ¡Nunca vas a ver un técnico operando de día! ¡Que la magia se cumpla! ¡Ja!

     Pensé que el tío Abel quería justificar sus insomnios. Pero yo no veía razón para ilusionar a la gente, y que los técnicos no atendieran su trabajo de día. Sin embargo, empezaba a creer que no debía preguntarme por los absurdos que en este hemisferio eran “razones de mercado”.

     -No sé qué te ha contado Maggie sobre Estados Unidos. Tú sabes cómo son las mujeres. Ellas quisieran dedicarse a sus casas. Aquí las cosas no son así.

     Dije dos o tres palabras para darle a entender que quería escucharlo también a él, a Maggie, como a la ardillita que durante un segundo se detuvo en la pista o a los cuervos que en ese momento sobrevolaron entre rama y rama de un árbol riéndose a carcajadas como siempre. Yo también quería saber cuál era la bendita gracia de este país.  

     -Quizá no estás listo para estos trabajos- prosiguió-. Quizá debas comenzar con algo más sencillo, en un restaurante, quizá. Aquí poco a poco se llega lejos. Pero tienes que comenzar por el primer piso.

     Me pareció que estaba pidiéndome disculpas, pero no le di importancia. Después sabría que en USA, los latinos llaman “pagar el piso” a los primeros tiempos, que podían  durar años, viviendo en las condiciones más duras, en trabajos de servidumbre doméstica, antes de avizorar una cierta seguridad. ”¡Pero no tengo problema para trabajar en lo que sea! !Tengo manos para eso!”, le dije. Hablaría con unos amigos para conseguirme un trabajo, dijo, que si no quería manejar era difícil emplearme en su empresa de robots y máquinas. Mientras hablaba, bajaba o subía el volumen de la radio, su celular podía sonar en cualquier momento, su jefe siempre estaba preguntándole dónde estaba, cuánto le faltaba para llegar a su destino. A través del celular, con sus vips de cambio, donde estuviera, el jefe le “monitoreaba” el programa para el día: “now Centerville, after Vienna, ¿okey, Abel? It’s ten o’clock”.

     Me alegró no tener que trabajar con él. Y estuve a punto de decirle que no necesitaría de sus amigos, confiaba que en los días siguientes, si todo era como lo pintaban, con la ayuda de mis propios amigos, estaría caminando por mi cuenta la senda del progreso, reluciente y auspiciosa. Pero no me dejó hablar.

     -Ven -me dijo, después de estacionarse en un grifo.

     Nos acercamos a la máquina del café, que estaba junto a la de refrescos, y a la de golosinas y papitas fritas. Se puso un casco del que salía una luz de linterna, y unos anteojos especiales, sacó un enorme llavero, destapó la máquina dejando al descubierto cientos de circuitos electrónicos que se puso a escudriñar con unas pinzas. Yo lo miraba, al principio atento y curioso, maravillado por la tecnología porque allí estaban las claves de la voluntad si uno quería que el café que le servían por un dólar fuera con leche, con azúcar, con crema, frío, tibio o caliente. Bastaba sólo apretar el botón correspondiente. Pasaron largos minutos y yo volví a mis pesares. El tío Abel estaba empapado de sudor, era el calor o la especie de babero plástico, cargado de pequeñas herramientas, que le colgaba del cuello para que un corto circuito no le queme la corbata.

      Siguió concentrado en la máquina. Al rato, el tío Abel dio un silbido y cerró la compuerta. “¡Listo!” exclamó. Apretó unos botones del tablero exterior, metió una moneda y me preguntó:

     -¿Frío, tibio o caliente?

     -Prefiero caliente.

     Y al instante me extendió un café humeante y negro. Solamente debía tomarlo.

     De vuelta en el carro, al frente del volante, con unos diez o veinte años menos, buscó una estación de radio y alzó el volumen.

     -Es el rock de mi época -dijo.

     Y se puso a cantar en inglés. Conocía algunas canciones de esa época y, al calor juvenil del tío Abel, canté con él a viva voz. Sentí por un momento que compartíamos el mismo gusto por la música, por la vida y acaso también podía apostarme a alguna buena idea suya.

     -Satisfaction! Satisfaction! -reclamaban los Rolling Stone desde la radio. Y nosotros también.

     La arboleda desfilaba salvaje, dejando a veces espacio a paisajes desolados, llenos de agua, eran lagos, pequeños o enormes que reflejaban el cielo azul y algodonado del área metropolitana de Washington. ¿Dónde íbamos ahora? No lo sabía, quizá a otro grifo. Solamente las máquinas de los grifos podían repararse en el día, el tío estaba reemplazando al trabajador destinado a ellas, porque él trabajaba sólo de noche. Me contó que el dueño de la empresa era un hindú, y que en esta área eran decenas los trabajadores, la mayoría latinos y que, “no lo vas a creer, -dijo-, ¡no nos conocemos!”.

     Había visto solamente una vez al dueño, no era necesario ningún encuentro, cada uno cumple con su labor.

     -En este trabajo no tiene que estar el manager detrás de ti, él confía en tu sentido del deber.

     Por celular, escuchaba las instrucciones para otros trabajadores y entre ellos hacían comentarios risueños en inglés. El tío Abel sabía que en la empresa había salvadoreños, guatemaltecos, iraníes, un peruano más, varios pakistaníes, y todos, semanalmente, veían sus pagos en las tarjetas bancarias, y si se cruzaba con ellos en algún supermercado, no podría reconocerlos.

     -Cada uno ve por lo suyo, Raúl. Me pagan bien, es verdad que el dueño es exigente, pero esto es América, no vas a encontrar un jefe contento con tu trabajo. Pero yo estoy contento con el mío, qué diablos.

     Verdaderamente, era un buen técnico, y lo vi contento con lo suyo.

     -Este país me ha dado todo lo que en el Perú no iba a tener ni viviendo dos veces. He tenido casas, autos del año, tantos trabajos, y sigo aquí porque me conviene: ahora quiero ahorrar, y después, volver al Perú, y vivir de mis rentas, ¿por qué no? Además en este trabajo, tengo algunas ventajas que no tienen otros trabajadores, a mí me pagan quince la hora. Eso sí, estoy listo las veinticuatro horas.

     Esa disposición al trabajo era la que yo debía aprender.

     -Maggie no quiere entender que estamos en América, se resiste a integrarse al sistema. Aquí no te queda otra. Porque hay una fecha en la que debes pagar impuestos, y si eres legal, como yo, hay que pagar. Claro, otra sería la historia si ella tuviera que pagar. Pero como es ilegal...

     Se detuvo bruscamente, y agregó:

     -¿Sabes que es ilegal, no?

     No supe qué decirle.

     -Sí, sí -balbuceé.

    

     Pasaron los días, y yo ya conocía más o menos la zona con la ayuda de una bicicleta que encontré en la basura. Es frecuente ver tirado en las calles los televisores y artefactos de todo tipo, incluyendo monitores, computadoras, teclados y demás, que ya no tienen lugar en casa cuando son reemplazados por el último modelo. La fiebre del consumismo puede verse en las esquinas establecidas para la basura, es el rincón de lo que ya no sirve. Y me pregunté por la inmensa distancia entre mi país y este enorme monstruo en cuya panza yo no estaba seguro si duraría mucho. Por eso, nunca recogí nada más que esa bicicleta.

     Con la bicicleta recorrí todos los barrios cercanos. Ciertamente me vi obligado a ello buscando un lugar donde encontrar un parche para la cámara de una rueda. Porque los americanos no reparan sus artefactos ¿para qué? más barato es comprarse otro. Los técnicos americanos cobran tanto como vale uno nuevo. Por eso son tan requeridos los técnicos hispanos, especialmente los obreros, aquellos aventureros que vienen de todo el mundo, principalmente de Latinoamérica, dispuestos a todo. Yo estaba dispuesto a encontrar un lugar donde me vendieran el parche y el pegamento. Y, en uno o dos días, lo conseguí. Reparé la bicicleta y cubrí con ella las distancias.



     Gregorio, el amigo del Giant, me contó que la primera vez que vino a USA, tuvo el viaje más asombroso de su vida. Entraron por México, como tantos. En el grupo que le tocó eran más de quince, entre guatemaltecos, hondureños y salvadoreños; por varios meses había tenido que vivir encerrado en una habitación en México, aprenderse de memoria la historia del país, porque la policía podía detenerlos y devolverlos a sus lugares de origen si en un interrogatorio no conocían los héroes mexicanos, las instituciones tutelares y los valores patrióticos. Muerto de risa, Gregorio recordó a gritos la historia de algunos inolvidables personajes mexicanos, anécdotas de los alcaldes de esos años, y el verdadero nombre del emperador azteca antes de la llegada de los conquistadores.

     Pasó la frontera en medio de un tiroteo, pero alcanzó a cruzar, nadando el río Bravo, ¡por eso les llaman los “espaldas mojadas”! Después de una larga caminata de madrugada por el desierto, llegaron a Houston, donde se pegó la primera borrachera de su vida. Apenas tenía quince años y tremendas ganas de triunfar.

     -Vamos al Burger King, te invito a almorzar- me dijo Gregorio.

     Pagaba trescientos dólares por su cuarto. El dueño era peruano, pero no permitía compartir los cuartos, “si no lo pagábamos juntos”, como hacían tantos. Le dije que yo estaba pagando cuatrocientos, y que también la dueña era peruana. Y nos sentamos a la mesa del Burger King.

     -Espérame aquí -dijo- voy a pedir.

     Se levantó y se puso a la breve fila, delante de los cajeros y las computadoras. Al rato, apareció con una bandeja conteniendo dos sandwichs, dos bolsas de papas fritas y dos sodas.

     -Esto es lo que almuerzan millones de americanos todos los días -dijo, ceremonioso-. Es el plato típico norteamericano.

     Y nos pusimos a comer, echándole a los sandwichs las cremas de tomate y mayonesa que convenientemente Gregorio trajo consigo. Al poco rato, alzó la mirada y se puso de pie para saludar a un extraño viejito que cruzó el ambiente.

     - Mister Cárdenas...¡mis respetos!

     A pesar de sus años, las canas y de sus gruesos lentes, el hombre se mantenía firme, y me dio un apretón de manos cuando nos presentaron.

     -Este es Raúl, su paisano- le dijo Gregorio-. Acaba de llegar, no le cuente la historia del andamio, porque se regresa mañana a su país. Siéntese, siéntese.

      Mister Cárdenas tenía en la mano un vaso de plástico, lleno de café. Se sentó y me dijo:

     -Bienvenido bienvenido, Raúl. ¿Cuándo llegaste? ¿Ya estás trabajando?... Porque, mira hijo, este lugar es un buen lugar para trabajar, nada más, porque si andas como me ha contado Gregorio que anduvo alguna vez, entonces vas a sufrir mucho.

     -No tengo por qué sufrir- le dije a Mister Cárdenas.

     -Claro claro, buena respuesta, me gusta.

     Gregorio nos miraba sonriente, mientras masticaba su sandwich.

     -Ya tengo los papeles, supongo que mañana llenaré la aplicación en el “Giant.”, ¿no Gregorio?

     -¿Quieres lavar los pisos como éste? No, hombre, entra en un negocio de comida, aquí te alimentas bien, y el trabajo es sencillo.

     -¿Sencillo, Mister?... Este trabajo es tan duro como todos, parado todo el día, las ocho horas legales, delante del horno de las carnes, o en el freidor de papas.

     -¿Quieres empezar a trabajar mañana?- me dijo Mister Cárdenas, seriamente.

     Le dije que sí. Y se puso a contarme que había venido muchos años atrás, que ya nada lo unía al Perú, porque murieron sus padres mientras él trabajaba aquí, en la construcción, y que esos años les mandaba tantos dólares. El dinero no pudo contener el avance del tiempo, y ahora era un huérfano de setenta años, y encima viudo. Su mujer, peruana como él, había muerto el año pasado. Sus hijos trabajaban en otro Estado, así que se dedicaba a darle consejos a los jóvenes y a vivir de su dinero del seguro social. “Qué buen presidente es ese Fujimori, ¿no?”

     -Si quieres puedo hablar con la manager. A lo mejor puedes comenzar ahora mismo. Yo la conozco, es peruana, vengo a tomar café a este burger hace años. He visto a los pequeños dependientes convertirse en manager en poco tiempo. Depende de tu trabajo, hijo, aquí te están chequeando siempre.

     Miré a Gregorio que escuchaba sonriendo.

     -Oye, brother, éste es el país de la democracia, tú eliges, si quieres pagar tus deudas, comienza ahora- dijo.

     -Claro, adelante Mister Cárdenas- me animé a decirle.

     El viejo se levantó de la mesa y nos dejó solos a Gregorio y a mí.

     -¿Qué te parece? -le pregunté.

     -Todo el mundo trabaja en los Mc Donald, en los Burger King, en los Seven Eleven, es el primer trabajo de los latinos. Hay muchos peruanos trabajando en estos restaurantes.

     -¿Cuántas horas se trabaja?

     -En la hoja de aplicación te preguntan cuántas horas quieres trabajar, un part time, de una a cuatro horas, o un full time, de ocho horas, depende de ti. No puedes trabajar más en un mismo lugar, en otro sí. Hay gente que trabaja dieciséis horas. Pero nadie te obliga a trabajar, salvo tus deudas, claro, y la ambición, brother.

     -Que me den las horas que quieran, creo que puedo hacer bien el trabajo.

     -Además, la primera semana es de instrucción, y te la pagan.

     -Mientras me alimento convenientemente -sonreí, poniendo en orden los restos de comida de mi individual.

     Al rato volvió Mister Cárdenas con una risa de oreja a oreja. Entendí que traía buenas noticias para mí. Otra vez se sentó en la silla de plástico, traía en la mano otro café.

     -Me encontré con Gustavo, un panameño que no veía hace años, fue mi compañero en la construcción de un rascacielos en Nueva York, claro que yo sólo trabajé hasta el piso diez. Qué buena plata se ganaba en ese tiempo, ahora hay mucha competencia. Me da pena decirlo pero hay muchos latinos. Me dio gusto volver a ver al buen Gustavo, está más viejo que yo, pero siempre parado el Gustavito. Hemos recordado a los compañeros que murieron, algunos aquí en el incinerador del asilo, y a los que se fueron a morir a su patria.

     Supongo que mis ojos inquisitivos le hicieron decirme:

     -No hay problema, anda, busca a Emperatriz, es la manager, es una buena peruana, tienes suerte. Dice que necesita gente, cinco la hora, ¿sabes inglés?

     -Of course! -dije, y también thank you, very much.

     -No necesitas más en este trabajo. Anda, búscala. Dile que tienes tus papeles.

     Di un último sorbo a la soda y me levanté, alentado por Gregorio que gritaba: “!Hey, work work!, peruchito”.



     Así me inicié en la ronda de los sandwichs. Ya nada fue igual después de ese día. A veces olvidaba pasar por la respectiva computadora donde todos los días debía registrar los números de mi social segurity, no sabía para qué, si todo el mundo sabía que era falso. Las hamburger, esas losetas congeladas que se convertían después en suculentas carnes a la parrilla, eran el negocio principal. Y yo, bien uniformado con un pantalón negro, una coqueta camisita verde, en el pecho mi nombre escrito en plástico, y mi gorrita “sanguchera”, por unos días fui el “nuevo”.

     Shadim, la gorda pakistaní, descendía de su auto puntualmente a las cinco de la mañana para abrir conmigo la tienda. Había que preparar el desayuno. A las seis el local estaba siempre lleno de gente apurada. La gorda se hartó de mí o yo me harté de ella, especialmente porque no entendía sus órdenes. En mi semana de trainner, ella me pedía una bandeja con quince panes, yo le llevaba quince huevos, mientras el timbre avisaba que las papas estaban listas y los clientes en la cola tenían cara de no haber dormido nunca en su vida. Yo me preguntaba si la gorda tendría la paciencia suficiente, porque los panes se quemaban si no corría a sacarlos del horno, hasta que a los pocos días, a punto de volverme loco entre tantas pequeñas máquinas, me cambiaron de turno. Fui reemplazado en la apertura de la tienda, y me junté con otros, porque ya no era un “nuevo”. Pusieron la cámara refrigeradora a mi cargo.

     Regresaba por la tarde a descansar a mi cuarto. Y ya casi no salía para nada, con las ocho horas que andaba de pie haciendo toda clase de trabajos, en la parrilla, donde nadie quería estar, en la tostadora, unos días en el almacén refrigerado de ocho a once de la mañana, en el trapeado, en las verduras. Ni hablar de la caja o la atención en la barra, para eso se necesitaba hablar perfectamente english. No era un trabajo propiamente pesado, pero sí rutinario hasta el hartazgo. A la hora del descanso, en el break que por media hora teníamos todos en el momento que a la manager se le ocurriera, de acuerdo a la demanda del público, salía a tumbarme en alguna esquina del bosque, con un sandwich en la mano, y tantas ganas de dormir. Estaba agotándome, pero ya podía pagar mi cuarto.

     Durante largas semanas, dueño de una pequeña autonomía, llegaba a mi cuarto sólo a dormir, a tumbarme en la cama, mientras esperaba el día siguiente. Una y otra vez saludé a mis vecinos de cuarto, los conocí al paso, cambiamos algunas palabras delante del refrigerador, donde coincidíamos buscando alguna hamburguesa o una botella de vino californiano, al que me hice adicto en esos días estériles.



     La manager era de Huacho, y muy joven. Me dio todas las facilidades para que acceda al ritmo del trabajo. Mis compañeros eran filipinos, bolivianos, venezolanos, coreanos, había un peruano y un norteamericano de origen latino, y todos, con nuestra camisetita verde, a la hora de full busy éramos una máquina productora de sandwichs.

     A veces se percibía en el ambiente un clima de tenso silencio. Algunas rivalidades entre los managers de los diferentes turnos, durante las reuniones que los días de pago a puerta cerrada tenían con sus jefes, llenaban el ambiente de tensión. Todos sabíamos que no nos echarían del trabajo, porque éstos son los comedores públicos de USA. Pero nadie quería estar delante de un nuevo jefe, podía ser más duro que el anterior.

     En un freeday me encontré afuera con Emperatriz. Ya habíamos cambiado algunas palabras sobre el Perú, y sobre Fujimori. Ella creía que debía volver a ser presidente, así terminara siendo el emperador del Perú por mil años. Pero estaba triste, me dijo, porque nos despedíamos. Iba a ser removida a otro burger, y no le convenía porque le pagaban igual y estaba lejos.

     -La gente es envidiosa, no te dejan trabajar, tienes que ser mala, despótica. Para que avances, tienes que hundir al mejor. Quisiera irme a otro trabajo, aunque es igual. Viene Cam, la filipina, ella será la manager.

     Me dio su teléfono, le di el mío, y nos despedimos. Al día siguiente conocí a la Cam.

     La Cam solamente sabía dar órdenes, vestía como hombre. Sin embargo no podía ocultar su barriga de seis o siete meses de embarazo ni su rostro heráldico. Los trabajadores nos poníamos nerviosos cuando pasaba cerca de nosotros. Con sus palabras incomprensibles y sus largos dedos señalaba la tarea que asignaba, así no se hubiera terminado de hacer la anterior. Nadie tenía ningún puesto cuando estaba ella allí, hacíamos muchas tareas a la vez, y por pocos minutos, luego volvíamos a la misma, y permanecíamos más tiempo en la parrilla, o en la freidora de papas, o en el congelador, atentos al monitor que nos informaba los pedidos del público.

     Me convertí en un “bueno para todo”. En un segmento de la mañana yo era el único varón y la Cam me daba los trabajos más pesados, aunque a pesar de su barriga a veces cargó conmigo las cajas de papas picadas que iban directamente a la nevera. Ernie, otro filipino trabajaba conmigo en el mismo turno pero nunca le daban trabajo pesado alguno, era hermano de la Cam. En el mismo Burger trabajaba también otra hermana y hasta los padres de la Cam. Y se decía que el local dependía de la supervisión de otro filipino, también hermano de la Cam.

     -You need to study english, Raúl -me decía constantemente Ernie, moviendo la cabeza, mientras saboreaba alguna hamburguesa, mirándome cargar las cajas de papas.

     El más necio nepotismo cundía en el burger, estrella de la comida doméstica del país más poderoso del mundo.

     Cuando vieron que podía atender sin problemas la demanda, me dieron además la máquina tostadora que debía proveer, metiéndolas por lo alto, sucesivas veinte o treinta mitades de panes, y recogerlas abajo. Yo proveía a un obrero venezolano de panes y carnes fritas, él se encargaba de las ensaladas que picaba cerca de mí. 

     La Cam pasaba agitándonos, diciendo en español las únicas palabras que sabía: “¡más rápido, más rápido!”. Solamente le faltaba un chicote de tres puntas, y más de una vez me pregunté si esa barriguita no era un señuelo conmovedor.



     Una noche, tumbado en mi cama, cansado, con un vaso de vino en la mano, la radio prendida para que no se oigan mis pensamientos en el silencio de la casa, me pareció escuchar unos pasos afuera. Abrí la puerta. Era Maggie, volviendo de la ducha, envuelta en una enorme toalla floreada.

     -¿Cómo estás? -me preguntó, sonriente.

     -Bien.

     -¿Quieres ir con nosotros a Alexandria?

     -¿Cuándo?

     -El domingo.

     -Sí, claro.

     -Nos vemos.

     Más tarde, escuché unos gemidos que fueron creciendo hasta casi convertirse en gritos ahogados. No era primera vez que los escuchaba en esa casa. Indudablemente, estaban haciendo el amor, impunemente, sin considerar la soledad de los demás. Mis vecinos vivían solos, así que deduje que era el tío Abel y su mujer.

     Los gritos y susurros se prolongaron por casi una hora. Al rato, prosiguieron por una hora más. Así que, sin quererlo, reconocí la cualidad que explicaba la unión de los Ramírez.

     La mañana siguiente me crucé con el tío Abel y con Maggie. Era evidente que no habían dormido bien. Se quejaron del ruido que toda la noche había salido del cuarto de Davy, el chofer escolar, y su video erótico a todo volumen.      

     Mientras salían, Maggie volteó y me guiñó un ojo.