este noviembre de 2015



Libro de cuentos


Por fin creo que he terminado un libro de cuentos, no tengo establecido el título, pero me gusta un cuento contenido allí, se llama “Las tres vendas”.

Mis ocho publicaciones impresas realizadas todas años atrás, la última de 2005, no tuvieron dificultades para editarse, en muchos casos estuvieron a cargo de editores profesionales, interesados en su divulgación, en sus negocios. Ahora que los propios escritores y poetas se han convertido en editores, es más difícil publicar, a menos que pagues tu edición, lo que me convierte en un inédito escritor on line.

(Cómo extraño el mimeógrafo)

Claro que prefiero los libros en peso, con el inconfundible olor del papel, aunque alguien me dice que no hago el esfuerzo suficiente para publicar otros dos libros que siguen esperando tal soporte, uno para niños y el otro, mi estudio sobre cien años de teatro en el Perú. Qué hay que hacer.

Mientras tanto, aquí un fragmento de dos cuentos: “La tercera vía” y “Dónde está mi novia”



DÓNDE ESTÁ MI NOVIA


No diré su nombre, pero debo confesar que no he querido tanto a una mujer como la quise a ella. Era mi capulí, mi pequeña. La veía todos los días pasar por la puerta de mi casa con su uniforme escolar, sus cuadernos y el cabello sujeto en una cola de caballo. Me sonreía. Años atrás yo ya había terminado los estudios secundarios, y me resistía a ingresar a una universidad, uno porque no ingresé cuando lo intenté, y otra porque más de diez años de mi vida las pasé en el colegio frente a profesores, sentado en una carpeta diciendo sí a las lecciones. Me gustaba el arte, la música. Y a ella también, a veces la veía con una radio a transistores escuchando huaynos ayacuchanos. ¿Tocas guitarra? me preguntó un día en el paradero cuando me vio con mi instrumento a la espalda. Siiiií, corazón. Creo que allí fue cuando me decidí por la música. Hace tiempo tocaba con un grupo canciones de contenido social, como les llamaban, música latinoamericana que llegaba de Argentina, de Chile, de Cuba. Así nos hicimos asiduos a esos bellos poemas cantados, y pronto tuvimos invitaciones y al poco tiempo el compromiso con una conocida peña folklórica para tocar los viernes por la noche. Nuestras fotos comenzaron a salir en la página cultural de los periódicos de izquierda, éramos conocidos. Y se nos acercaban las muchachas después de las funciones, nos rodeaban con sus sonrisas y lisonjas, y entre cerveza y cerveza besamos a más de una.

Pero un día me dije alto.

A mí me gustaba ella, esa muchachita que me sonreía y tan dulcemente aquella vez me preguntó por la guitarra, y si era cantante. Pronto la invité a mi presentación donde me vio con mis compañeros, y así, inventando excusas para que sus padres le den permiso, en la misma mesa con el grupo y luego conmigo a solas, temiendo que el rumor creciente de nuestra complicidad llegara a los demás, un día la besé, y tuve el cielo en mis manos. Pronto la peña donde tocábamos se fue convirtiendo en un punto de obligada reunión de estudiantes, jóvenes y gente de otras generaciones que llenaban el salón  artesanalmente diseñado con caña, bambú y esteras en el interior de la vieja casona donde funcionaba. Ya no estábamos únicamente los viernes, sino todo el fin de semana, el público pedía nuestros temas y nos sentíamos coronados por el éxito. Ella no reclamaba nada, ni se oponía a nada, lo pensaba brevemente y decía sí, vamos. Aunque sabía que mi música le había impactado, estaba seguro que en otros aspectos yo tenía razones para cultivar su corazón y soñar una vida junto a ella. Las circunstancias se desarrollaron muy a favor del grupo y era frecuente salir en gira a las ciudades del interior, por eso mismo los integrantes pronto nos preguntamos si había llegado el momento de salir al extranjero, quién sabe, ir hasta Europa, porqué no.

Creo que esa inquietud comenzó a quebrar la unidad que hasta entonces teníamos en todo. Uno de ellos, tampoco conviene decir su nombre, se opuso a ese plan desde un principio alegando que la música peruana y latinoamericana que nos caracterizaba tenía sentido solo ante el pueblo que teníamos al frente. Los otros estábamos más por la difusión internacional y mundial, queríamos ser famosos. Quién sabe qué problemas tenía cada cual en su casa, qué historias nos impedían o nos alentaban a volar. Al poco tiempo, el director del grupo, tampoco diré su nombre, conoció a una joven europea, se enamoraron y pronto se fueron a España. Desde allí nos desafió a todos para que preparemos nuestros papeles y vayamos también, y de a pocos restituyéramos el grupo allá. Ese reto sí me sublevaba, tendría que dejar a mi capulí, y eso no, no sabía si tenía valor.

Mientras gestionaba mis documentos, le explicaba a ella que volvería, o que mandaría dinero y me alcanzaría allí donde esté. Algún pesar ensombreció su corazón una de esas noches, porque aquella vez me suplicó que la llevara, que no la abandone, llorando. Ella era la mujer de mi vida, mi bella y dulce capulí, cómo iba a abandonarla. Aunque en esos días inciertos muchos queríamos irnos del Perú: un terrible incendio estaba ardiendo en la sierra, la guerra popular. Decían algunos que los indios se habían levantado y degollaban sin miramientos a los que se oponían a su proyecto milenarista. Al contrario, otros creían que éste era el partido de los comunistas y que estaba dirigiendo una larga guerra contra el Estado. Para la prensa, eran simplemente los terroristas de “Sendero Luminoso”, el grupo armado más sanguinario de la historia del Perú. Yo estaba delante de cruzar el gran charco, como le llamábamos al Océano Atlántico, en una fecha indefinida que poco después se fue definiendo. Y a  ella parecía no importarle nada más que estar conmigo.

Una noche de barra y farra le propuse hacer el amor.

Mi amor, era tan joven, tan pura. Dijo sí alegremente, pero al rato en un hotel de mala muerte, cuando ya estábamos desnudos uno frente al otro, ella rompió a llorar, yo no sabía qué hacer, y después, secas las lágrimas, firme y resuelta exclamó: ¡soy virgen! Se me quitaron todas las ganas de estar con ella, todavía era una menor de edad y lo que yo menos pensaba era que a los dieciocho años en estos tiempos de audacias sexuales ella nunca hubiera tenido un encuentro sexual, porqué iba a ser yo el primero, me dio miedo. Sentí que podía perjudicarla, que sus padres podrían denunciarme o algo así. Después de un largo y silencioso camino, la dejé en la puerta de su casa. Qué tonto fui, si estaba seguro que ella podía ser la madre de mis hijos, porqué no aceptaba este regalo que me daba la vida y que me quitaba el sueño. Entonces, unos días después la llevé al cuarto que me prestó un amigo, y ella se debe acordar, la pasamos sorteando el dolor hasta que por fin con una poca sangre que mancharon las sábanas, la abracé fuertemente y le prometí otra vez que si viajaba a Europa mandaría por ella, y le pedí que en ese mismo momento se venga a vivir conmigo.

Se le prendió la cara de sorpresa, pero pronto me dijo sí. Y me contó que estaba cansada de los problemas en su casa, la mayoría tenían como motivo la cuestión económica. Su padre era empleado de una conocida empresa pero igual había discusiones a la hora de afrontar los gastos. Y que casi siempre era ella la que jalonaban por un lado su mamá y por otro el padre, poniéndola de testigo porque hacían lo mejor por la familia y por los hijos, quejándose uno del otro. Por eso tenía pensado hacía tiempo ponerse a trabajar y buscar su independencia, pero que le había faltado valor. Pero sí, que ahora sí, que se venía a vivir conmigo.

Como vivíamos a unas dos cuadras de distancia, yo me pregunté también si debía dejar a mi familia. Mis otros dos hermanos también trabajaban, uno para la policía y el mayor en “trabajos particulares como obrero” dijo éste siempre, así que en mi casa no eran problemas económicos los que agobiaban a mi madre. Éramos los hijos los que sosteníamos la casa,  y salvo algunas pequeñas y eventuales diferencias por la elección de nuestras labores, todo iba bien en mi familia, especialmente ahora que mi foto junto al grupo salía en los periódicos. Cada uno tenía su cuarto y mi mamita también, equipado de los aparatos de entretenimiento que pude regalarle, de modo que cada cual tenía su espacio. Cuando ella se quedó en mi cuarto la primera vez instalé una cama portátil y le dije a mi madre que esa noche tenía un huésped de emergencia. Todos estaban tan ocupados en sus asuntos que al día siguiente nadie se dio cuenta cuando salimos muy temprano.

A los pocos días en la cocina mi madre murmuró una señal de aprobación o de indiferencia, pero cuando la presenté la saludó amablemente y yo dije listo, ahora faltaba que conociera a mis hermanos. El que trabajaba para la policía andaba siempre huraño, era de pocas palabras, aunque el otro, tampoco diré sus nombres, era más atento y cortés, pero igual no era muy conversador. Ambos y también mi madre sabían de quién era hija y dónde vivía, pero después de la muerte de mi padre todos adquirimos un respeto por la vida de cada cual, siempre que no alterara el ambiente de amor por la mamá, convertida ahora en el centro de la familia, a pesar de sus achaques y sus quejas de dolor en el colon. Mi novia estaba muy contenta con su nueva familia y una vez en el desayuno les contó qué proyectos tenía, quería estudiar y trabajar, ser independiente, que les había mandado una carta a sus padres y que pronto iría a verlos, a explicarles que su decisión de venir a vivir conmigo era enteramente suya y que no se preocuparan. Después supe que mi madre, tan diplomática ella, había ido a charlar con ellos, al mismo tiempo que apuraba a mi pareja a enfrentar personalmente la situación. Ese día por la noche hubo llanto en nuestro cuarto y después una enorme alegría porque ella sentía que ahora sí era una mujer, dueña de su vida, y sin darse cuenta también de la mía.

Fueron los seis o siete meses más felices aquellos que viví con ella. No he podido olvidarlos a pesar del tiempo transcurrido, de vez en vez vuelven a mi mente y ahora quise contarlo por escrito. La quise tanto, la extrañé tanto cuando tuve que viajar al poco tiempo. Todos la querían en la casa, pronto se matriculó en un instituto para estudiar secretariado y consiguió trabajo en una tienda de artesanía, andaba súper contenta, derrochando una simpatía contagiosa. Quién iba a saber en lo que se convertiría después. Yo me dedicaba a ella por entero y estaba tan enamorado que a veces pensaba que si salía embarazada con todo gusto le decía adiós a mi viaje. Lo hablamos, ella sonreía, me decía que teníamos que cuidarnos porque si se presentaba la oportunidad no podía desperdiciarla, que ella me esperaría también. Era sincera con sus palabras, un artista como yo se da cuenta. Pronto llegó la invitación del amigo que estaba en España para que participáramos en un festival de música latinoamericana, todos los gastos cubiertos, excepto los pasajes. Di un salto de contento pero después caí en una profunda depresión.

Porque uno no se va del Perú un año ni dos, se va por muchos años y a veces para siempre. Dejaría mi barrio, mis calles, tanta esquina recorrida, esos bellos paisajes serranos y tanta selva desconocida. Y mi capulí iba a quedarse sola, dedicada a sus estudios y su trabajo, pero solita. El sobre con la carta de invitación permaneció entreabierto en la mesita de noche por varios días. Ella me alentaba cariñosamente, pero cuando vio enrojecer mis ojos le salió una firmeza que nunca le había visto, y terminó por convencerme que debía preparar mis maletas.  

Volvería, volví. Le aseguré que en poco tiempo estaría de vuelta, o mandaría por ella. Le supliqué a mi madre que la cuide, cartas y llamadas no iban a faltar, en esos días no había correos electrónicos como ahora. Les prometí que sentirían mi presencia a pesar de la distancia. Y así fue, casi todas las semanas intercambiamos cartas, o llamaba y enviaba dinero, a pesar que los altos precios de todo en Europa me hicieron ver que no estaba en mi país. Pero teníamos muchas presentaciones, la mayoría de ellas en los parques de Barcelona, y también en los círculos de latinoamericanos donde destacaban especialmente los ecuatorianos, así que tuvimos que ensayar pasillos y boleros quiteños. También aquí el éxito nos acompañaba y los latinos hospedados en la pensión donde vivíamos podíamos ahorrar y pagar los gastos. En uno de los cuartos se hospedaba mi amigo y su pareja, y la verdad que extrañaba tanto mi capulí.

Los meses fueron pasando de carta en carta hasta que sucedió algo inexplicable. Los coches bomba y los apagones comenzaron a ser cotidianos en Lima, con heridos y muertos. Una noche una tropa de policías armados de ametralladoras allanó nuestra casa, rebuscó todos los rincones, especialmente el cuarto de mi hermano mayor. Lo detuvieron, se lo llevaron esposado en medio del llanto de mi madre. Lo acusaban de terrorista. Después del operativo muy violento que duró unos pocos minutos, a gritos destemplados los guardias a la fuerza subieron a mi hermano al toldo de una camioneta. Me pregunté si los papeles que le había visto leer en muchas ocasiones tenían alguna relación con la acusación. Mi otro hermano, el policía, consiguió información de que había sido señalado como integrante de una célula guerrillera, apuró todos los trámites con abogados amigos para que lo dejen salir y atienda el asunto bajo comparecencia, pero el caso era muy serio. Quince días después........................... 



LA TERCERA VIA

¿Elecciones? ¿Convocatoria a elecciones generales por parte del gobierno militar? Muchos se preguntaban si era cierto. ¿Ahora tú con tu voto decides las autoridades? Habían pasado tantos años de “revolución de las fuerzas armadas”, ¡doce años! En el 68 el general Velasco Alvarado había dado un golpe de estado, nacionalizó inmensos pozos petroleros a una empresa norteamericana y se ganó la simpatía de tantos. “¡Dónde se ha visto!” exclamó mi padre entonces. Como en buena parte del mundo, las ideas sociales se multiplicaron, las noticias estimularon la imaginación y la fe en una nueva sociedad. Pero ocho años después, en una revuelta de las fuerzas armadas el general Morales Bermúdez desplazó a Velasco en un golpe de estado interno, y aunque fuera el mismo régimen militar e invocara la continuación de la revolución, en realidad puso el énfasis en la represión de los reclamos y la contramarcha de las medidas sociales que la gente había aplaudido. Olas de huelgas, paralizaciones y tomas de tierras estremecieron el territorio, y en julio de 1977 una gran movilización convulsionó todo el país, el gobierno se vio obligado a convocar elecciones generales, primero para elegir representantes de una nueva constituyente, y poco después al próximo presidente civil del Perú. Era una nueva situación, era el retorno a la “democracia”. En esos doce años todos quedamos convencidos que había que cambiar la sociedad, a la buena o a la mala.

La música y las chicas eran el tema favorito de los muchachos de mi barrio, pero poco a poco empezamos a hablar de política, no podíamos ignorar las discusiones que generaban las decisiones del gobierno de Velasco, las nacionalizaciones, la defensa del quechua y los ardientes discursos en favor de los pueblos. Era evidente que la gente que más lo rechazaba era la adinerada, la gente de los barrios residenciales, los “pitucos”. Muchos simpatizaban con el gobierno aunque no vieran en sus vidas cotidianas mayores cambios, y en esa nueva atmosfera yo discurría entre la indiferencia y la atención. Hasta que los acontecimientos se fueron precipitando y pronto me vi obligado a bajar del balcón.  
En los años finales de Velasco conocí a Lalo. Como muchos muchachos nuestro camino estaba definiéndose entre el arte y la política. Él estaba conectado a la misma banda de música que yo, una banda de fusión con el folklore. No recuerdo que tocara algún instrumento pero por la vehemencia con la que discutía las propuestas y contenidos supuse que, como yo, quería formar su propia banda. Tenía toda la pinta de rockero, el pelo largo, vaqueros gastados y una mochila andina llena de papeles y libros. Una noche en el grupo tuvimos una gran polémica que continuó con otros amigos en una cantina del centro, y por supuesto hablamos del gobierno de Velasco. Aunque Lalo en ese momento no se definió a su favor, durante las cuatro o cinco cervezas que bebimos, mientras los otros lucieron sus conocimientos de la revolución rusa o de la cubana, él anotó en un cuaderno las opiniones y al poco rato las refutó con reflexiones que los demás rematamos con bromas o llamándole “loco”, cuando nos contaba su definición de las palabras evolución y revolución, y preguntaba por la política cultural del gobierno, por su ideología.
Esa noche al salir de la cantina caminamos juntos hasta el paradero de su bus. Yo vivía cerca del centro y él en San Juan de Miraflores. La charla continuó pero ahora solos me planteó que “si verdaderamente éste era un proceso revolucionario nos lo estamos perdiendo, y actuamos como reaccionarios poniendo nuestra juventud al servicio de la inacción y la indiferencia”. Eso me alarmó, porque si algo me inculcaron mis padres es que en esta vida uno está para ser útil.
-Es posible que este proceso no tenga la épica de Moscú o de La Habana. ¿Y por qué tendría que tenerlo?- preguntó. Hay que estar en los hechos, no podemos saber nada si no participamos.
Quedamos en vernos otros días, en un parque, en la puerta de la biblioteca nacional, en algún restaurante, y siempre la política era el tema principal, y su cuaderno se llenaba de notas y me prestaba libros sobre actualidad nacional e internacional, con artículos que defendía acaloradamente porque así como en el arte él quería tener un lugar en la política del país. Todos los prejuicios que yo tenía contra el gobierno fueron cayendo uno a uno delante de sus argumentaciones, no porque él creyera que fuera el mejor, sino que era una puerta abierta para avanzar, una posibilidad de empujarlo hacia los intereses del pueblo, decía.
-Por eso debemos estar allí, penetrarlo- concluyó.

Una mañana, poco después de reunirnos en un punto acordado, convenientemente vestidos y peinados, con otros jóvenes que él había contactado, nos presentamos en un gran edificio del Centro Cívico recién inaugurado donde quedaba la sede principal del organismo movilizador del gobierno. Para unos éste era una especie de policía secreta del gobierno, y para otros su brazo revolucionario. Se llamaba “Sinamos”, y no era que propusiera con ese nombre una existencia sin patrones, sino que eran las abreviaturas del Sistema Nacional de Movilización Social. Nos postulamos como “voluntarios”, hablamos en una oficina con algunas personas que él conocía previamente, y después de la intensa charla que nos diera un funcionario con entrega de algunos documentos, nos asignaron a otro edificio, no muy lejos de éste, en un noveno piso, al departamento de cultura. Conocimos allí a Augusto Z. que era nuestro jefe, un hombre poco mayor que nosotros, dueño de una sonrisa apaciguadora y al que veíamos solo en reuniones de coordinación, y a Lidia Muñoz y Elvita Zamorano, secretarias de Antonio Ladrón de Guevara, el subjefe que sí estaba todos los días en la oficina acicalándose los bigotes, hablando por teléfono con su familia que vivía en el Cuzco y paseándose por las oficinas con papeles en la mano. Ellos eran los “oficiales” en el departamento, habían sido sacados de sus puestos en otras instituciones públicas y destacados allí en mérito a su experiencia, su lealtad al régimen o alguna influencia política que los llevó hasta este paraíso de nueve pisos. Porque aquí con la firma de Lidia en unos formularios amarillos lo necesario se hacía realidad, movilidad en la ciudad o en el interior del país, gastos de viáticos, todo lo que demandaran los planes culturales establecidos por el departamento.
Las demás oficinas de los otros pisos del edificio atendían asuntos laborales, agrarios y vecinales, estaban llenas de escritorios y estantes, de gente de todos los aspectos, y no tan jóvenes pero todos convencidos de la revolución de las fuerzas armadas. Algunas mujeres destacaban por sus iniciativas políticas en sus áreas. Este era el caso de Lidia, en los hechos ella era la jefa de nuestro departamento como nos lo hizo ver desde el principio llevando adelante solicitudes de agrupaciones vecinales que se acercaban a la oficina buscando apoyo para realizar ferias artesanales o festivales de comida popular y donde el equipo de voluntarios llevábamos los toldos, los parlantes del sonido y las sillas, papel para volantes y banderolas de adhesión. Ella insistía siempre en apoyarlos además con víveres y otros gastos, y si la comisión de vecinos llegaba en marcha hasta la puerta del edificio vivando la revolución peruana, Lidia en persona les ahorraba el viaje hasta la oficina y abajo se ponía a la cabeza de la solicitud por que “el gobierno revolucionario era sensible a las necesidades del pueblo”. Algunos periodistas se habían referido a ella por su alborozado entusiasmo.
Los requerimientos prácticos convirtieron a Lalo en adjunto de Lidia, y yo atendía las demandas del escritorio de Elvita. Ambas mujeres eran mayores, Lidia tenía una hija quizá de mi misma edad, y Elvita era soltera. El escritorio de Lidia siempre estaba vacío, mientras el de Elvita, sobre un mantel con motivos incaicos, estaba lleno de retratos y adornos que su novio le regalaba. Lidia era de voz firme y grandilocuente en sus ademanes, la otra serena y discreta, aunque tuviera la misma jerarquía, prefería esperar las indicaciones de Lidia, y quizá por temor a equivocarse siempre estaba consultando conmigo. De este modo, en el curso de unos pocos meses, Lalo y yo fuimos la parte operativa de aquel departamento revolucionario.
Esta condición se fortaleció más cuando hubo que discutir propuestas de verdad movilizadoras. Como consecuencia de las opiniones que expresamos en torno a los conceptos cultura y pueblo, tanto Lidia, como Elvita y los jefes alentaron nuestra presencia en una reunión importante con los directivos del Sinamos, y allí aprobaron nuestra propuesta de organizar un festival de arte con la participación de genuinos representantes de la cultura popular, aquellos que no conocían de galerías y grandes escenarios y que jamás iban a aparecer en las páginas culturales de los diarios, a pesar que el gobierno revolucionario recientemente los había expropiado.
El Jefe, entusiasmado con la idea, se comprometió a hacer las coordinaciones y aseguró que ya era hora que la fuerza aérea pusiera los aviones al servicio del pueblo, si fuera necesario traer a los artistas desde puntos alejados del país. Ladrón de Guevara y otros funcionarios presentes pusieron en duda el proyecto, pero arrastrados por las palabras emocionadas de Lidia, terminaron convencidos de su necesidad política. El clima de determinación al respecto hizo que los jefes de otras oficinas también ofrecieran su participación y después de muchos preparativos, en medio de los cuales entraron nuevos voluntarios, se estableció la fecha. Todos salimos contentos de la reunión.
-Creo que el único departamento que realmente funciona en el edificio es el nuestro. Toma, estudia esto- me dijo Lalo, y me alcanzó discretamente unos documentos.
Lalo siempre andaba dándome documentos, pero ahora no había tiempo para discutirlos. En realidad eran papeles de conocimiento público, las “bases doctrinarias” de la revolución, textos donde se planteaban las ideas fundamentales del gobierno velasquista, es decir, la llamada “tercera vía”, un destino que no era el socialista de los países que encabezaba la Unión Soviética y China, ni el camino capitalista de las sociedades dirigidas por Estados Unidos. Ese era el tema pendiente que siempre teníamos con Lalo. Ya solo nos veíamos en la oficina y allí estaban siempre Lidia o Elvita, de modo que nunca evaluamos nuestra participación en el Sinamos y cumplíamos los trabajos, siempre pertinentes por nuestra condición de voluntarios del régimen. Ya no había tiempo más que para llevar adelante lo planeado y ver si podíamos convertir la ciudad en una efectiva vitrina de arte popular. A través de Lidia, el Jefe nos dijo a Lalo y a mí que no dudáramos del apoyo resuelto del Sistema, y efectivamente con anticipación se entregaron las partidas que contemplaban aspectos como hospedajes y alimentos, transporte de delegaciones numerosas que venían del interior con obras de artes plásticas, esculturas, artesanías, grupos de música, danzas y teatro. Durante un fin de semana todas las agrupaciones simultáneamente se presentarían en varias galerías y escenarios instalados en el Campo de Marte. Se coordinó con el Colegio Guadalupe para que los artistas se hospeden en sus salones, y luego de atender su alimentación y otros aspectos no propiamente artísticos, devolverlos a sus lugares de origen.
Así fue efectivamente. Todo marchó tal como estaba planificado, se arrimaron los escritorios y las oficinas se convirtieron en almacenes provisionales de viandas, de vestuarios, de refrescos. Lidia no cesaba de moverse, como todos en realidad, “porque debemos darnos cuenta quiénes están a favor del pueblo y quienes en su contra”, me dijo en un aparte.
-Los reaccionarios nos quieren ver muertos- agregó después, mientras firmaba las papeletas con órdenes para los choferes y formularios que autorizaban diversas compras.
Mucha gente asistió. Fue un gran acontecimiento cultural que fortaleció nuestra presencia en el departamento, por lo que recibimos la felicitación de los directivos, en especial de un alto jefe militar que vestido de civil llegó hasta la oficina para saludar nuestro servicio a la revolución. Se esforzó en ser amable con todos, pero en la parte de atrás de la cintura le vi la pistola que llevaba oculta.
Lidia muy contenta nos dijo que para celebrar iba a hacer una fiesta en su casa.

Ya desde años atrás las viejas casonas de Lima fueron abandonadas por sus habitantes que se fueron yendo de a pocos a San Isidro, Miraflores y Surco, de manera que al otro lado de la avenida Javier Prado podría decirse que quedaban ahora los barrios residenciales, en uno de esos vivía Lidia, en Chama. Hubiera querido llegar a la casa con Lalo, pero para él era favorable ir desde su barrio. Así que preguntando llegué al centro comercial frente al que estaba el edificio de Lidia. Pude reconocerlo porque ella nos había contado que no era muy querida en el vecindario desde que en su ventana puso un cartel con la foto de Velasco Alvarado. A los pocos días apedrearon el vidrio y ella tuvo que cambiarlo, pero igual volvió a poner el retrato. Adentro, olía a incienso y el portero me indicó que podía tomar el ascensor para ir al tercer piso.
Toqué el timbre, y me abrió una señora alta y muy guapa con un vaso en la mano.
-¡Lidia! –gritó- ¡uno de tus invitados en la puerta!... pero pasa, adelante, dijo sonriente............................





"Yo soy el rio" de Javier Heraud y Taller de Teatro Peruano Contemporáneo

a pedido de arturo berrospi, ahora residente en pucallpa, y con quien -junto a otros jovenes actores-. recorrimos los barrios de lima con estos versos de heraud, estas fotos y textos, el dibujo pertenece a eduardo tokeshi



















sigues mirando la piedra...


sigues mirando la piedra

no el agua
todavía el alpiste necesario
y las cercas
no quieres ver más allá
allí donde salpica luz
el firmamento
estas detenido en el momento
pero en lucha
con tus tú 
y sus pregones
alcanzarás a remontar los límites
divisar el mundo nuevo
que anuncian las escrituras


Taller de teatro en el Museo de Arte



En el año 1983, cuando nuestra actividad tenía como sede el Museo de Arte de Lima, ahora conocido como MALI, y realizábamos allí temporadas de teatro para niños, hice este taller de teatro para jóvenes y adultos que se convirtió en un espacio de experimentación y búsqueda cuyos logros se plasmarían más tarde pero en un ambiente de teatro popular.






EVIDENCIAS

EVIDENCIAS

* las personas que se ahogan en un vaso de agua
   no saben nadar
* en la corriente de la vida
   no escoges tú
   la gota que perlará tu frente
* tu mente diseña tu entorno
   y tu entorno refleja tu corazón
* el que todo lo puede con dinero
   nada puede con el corazón
* es necio no ver en las multitudes, grandes o pequeñas, que claman por justicia, paz, elevación, el latido de la masa. como el mar que discrimina lo que no le corresponde, esa visión precaria e individualista termina siempre en el basurero de la historia
* no se si lo escuché por allí
no es más rico el que más tiene
sino el que menos necesita
si pues
cuantas cosas dejamos atrás
cuantas más
ligero el pasaje