Por fin creo que he terminado un libro de cuentos, no tengo
establecido el título, pero me gusta un cuento contenido allí, se llama “Las
tres vendas”.
Mis ocho publicaciones impresas realizadas todas años atrás,
la última de 2005, no tuvieron dificultades para editarse, en muchos casos
estuvieron a cargo de editores profesionales, interesados en su divulgación, en
sus negocios. Ahora que los propios escritores y poetas se han convertido en
editores, es más difícil publicar, a menos que pagues tu edición, lo que me
convierte en un inédito escritor on line.
(Cómo extraño el mimeógrafo)
Claro que prefiero los libros en peso, con el inconfundible
olor del papel, aunque alguien me dice que no hago el esfuerzo suficiente para
publicar otros dos libros que siguen esperando tal soporte, uno para niños y el
otro, mi estudio sobre cien años de teatro en el Perú. Qué hay que hacer.
Mientras tanto, aquí un fragmento de dos cuentos: “La tercera vía” y “Dónde está mi novia”
DÓNDE ESTÁ MI NOVIA
No
diré su nombre, pero debo confesar que no he querido tanto a una mujer como la
quise a ella. Era mi capulí, mi pequeña. La veía todos los días pasar por la
puerta de mi casa con su uniforme escolar, sus cuadernos y el cabello sujeto en
una cola de caballo. Me sonreía. Años atrás yo ya había terminado los estudios
secundarios, y me resistía a ingresar a una universidad, uno porque no ingresé
cuando lo intenté, y otra porque más de diez años de mi vida las pasé en el
colegio frente a profesores, sentado en una carpeta diciendo sí a las
lecciones. Me gustaba el arte, la música. Y a ella también, a veces la veía con
una radio a transistores escuchando huaynos ayacuchanos. ¿Tocas guitarra? me
preguntó un día en el paradero cuando me vio con mi instrumento a la espalda.
Siiiií, corazón. Creo que allí fue cuando me decidí por la música. Hace tiempo
tocaba con un grupo canciones de contenido social, como les llamaban, música
latinoamericana que llegaba de Argentina, de Chile, de Cuba. Así nos hicimos
asiduos a esos bellos poemas cantados, y pronto tuvimos invitaciones y al poco
tiempo el compromiso con una conocida peña folklórica para tocar los viernes
por la noche. Nuestras fotos comenzaron a salir en la página cultural de los
periódicos de izquierda, éramos conocidos. Y se nos acercaban las muchachas
después de las funciones, nos rodeaban con sus sonrisas y lisonjas, y entre
cerveza y cerveza besamos a más de una.
Pero
un día me dije alto.
A
mí me gustaba ella, esa muchachita que me sonreía y tan dulcemente aquella vez
me preguntó por la guitarra, y si era cantante. Pronto la invité a mi
presentación donde me vio con mis compañeros, y así, inventando excusas para
que sus padres le den permiso, en la misma mesa con el grupo y luego conmigo a
solas, temiendo que el rumor creciente de nuestra complicidad llegara a los
demás, un día la besé, y tuve el cielo en mis manos. Pronto la peña donde
tocábamos se fue convirtiendo en un punto de obligada reunión de estudiantes,
jóvenes y gente de otras generaciones que llenaban el salón artesanalmente
diseñado con caña, bambú y esteras en el interior de la vieja casona donde funcionaba.
Ya no estábamos únicamente los viernes, sino todo el fin de semana, el público
pedía nuestros temas y nos sentíamos coronados por el éxito. Ella no reclamaba
nada, ni se oponía a nada, lo pensaba brevemente y decía sí, vamos. Aunque
sabía que mi música le había impactado, estaba seguro que en otros aspectos yo
tenía razones para cultivar su corazón y soñar una vida junto a ella. Las
circunstancias se desarrollaron muy a favor del grupo y era frecuente salir en
gira a las ciudades del interior, por eso mismo los integrantes pronto nos
preguntamos si había llegado el momento de salir al extranjero, quién sabe, ir
hasta Europa, porqué no.
Creo
que esa inquietud comenzó a quebrar la unidad que hasta entonces teníamos en
todo. Uno de ellos, tampoco conviene decir su nombre, se opuso a ese plan desde
un principio alegando que la música peruana y latinoamericana que nos
caracterizaba tenía sentido solo ante el pueblo que teníamos al frente. Los
otros estábamos más por la difusión internacional y mundial, queríamos ser
famosos. Quién sabe qué problemas tenía cada cual en su casa, qué historias nos
impedían o nos alentaban a volar. Al poco tiempo, el director del grupo,
tampoco diré su nombre, conoció a una joven europea, se enamoraron y pronto se
fueron a España. Desde allí nos desafió a todos para que preparemos nuestros
papeles y vayamos también, y de a pocos restituyéramos el grupo allá. Ese reto
sí me sublevaba, tendría que dejar a mi capulí, y eso no, no sabía si tenía
valor.
Mientras
gestionaba mis documentos, le explicaba a ella que volvería, o que mandaría
dinero y me alcanzaría allí donde esté. Algún pesar ensombreció su corazón una
de esas noches, porque aquella vez me suplicó que la llevara, que no la
abandone, llorando. Ella era la mujer de mi vida, mi bella y dulce capulí, cómo
iba a abandonarla. Aunque en esos días inciertos muchos queríamos irnos del
Perú: un terrible incendio estaba ardiendo en la sierra, la guerra popular. Decían
algunos que los indios se habían levantado y degollaban sin miramientos a los
que se oponían a su proyecto milenarista. Al contrario, otros creían que éste
era el partido de los comunistas y que estaba dirigiendo una larga guerra
contra el Estado. Para la prensa, eran simplemente los terroristas de “Sendero
Luminoso”, el grupo armado más sanguinario de la historia del Perú. Yo estaba
delante de cruzar el gran charco, como le llamábamos al Océano Atlántico, en
una fecha indefinida que poco después se fue definiendo. Y a ella parecía
no importarle nada más que estar conmigo.
Una
noche de barra y farra le propuse hacer el amor.
Mi
amor, era tan joven, tan pura. Dijo sí alegremente, pero al rato en un hotel de
mala muerte, cuando ya estábamos desnudos uno frente al otro, ella rompió a
llorar, yo no sabía qué hacer, y después, secas las lágrimas, firme y resuelta
exclamó: ¡soy virgen! Se me quitaron todas las ganas de estar con ella, todavía
era una menor de edad y lo que yo menos pensaba era que a los dieciocho años en
estos tiempos de audacias sexuales ella nunca hubiera tenido un encuentro
sexual, porqué iba a ser yo el primero, me dio miedo. Sentí que podía
perjudicarla, que sus padres podrían denunciarme o algo así. Después de un
largo y silencioso camino, la dejé en la puerta de su casa. Qué tonto fui, si
estaba seguro que ella podía ser la madre de mis hijos, porqué no aceptaba este
regalo que me daba la vida y que me quitaba el sueño. Entonces, unos días
después la llevé al cuarto que me prestó un amigo, y ella se debe acordar, la
pasamos sorteando el dolor hasta que por fin con una poca sangre que mancharon
las sábanas, la abracé fuertemente y le prometí otra vez que si viajaba a
Europa mandaría por ella, y le pedí que en ese mismo momento se venga a vivir
conmigo.
Se
le prendió la cara de sorpresa, pero pronto me dijo sí. Y me contó que estaba cansada
de los problemas en su casa, la mayoría tenían como motivo la cuestión
económica. Su padre era empleado de una conocida empresa pero igual había
discusiones a la hora de afrontar los gastos. Y que casi siempre era ella la
que jalonaban por un lado su mamá y por otro el padre, poniéndola de testigo
porque hacían lo mejor por la familia y por los hijos, quejándose uno del otro.
Por eso tenía pensado hacía tiempo ponerse a trabajar y buscar su
independencia, pero que le había faltado valor. Pero sí, que ahora sí, que se
venía a vivir conmigo.
Como
vivíamos a unas dos cuadras de distancia, yo me pregunté también si debía dejar
a mi familia. Mis otros dos hermanos también trabajaban, uno para la policía y
el mayor en “trabajos particulares como obrero” dijo éste siempre, así que en
mi casa no eran problemas económicos los que agobiaban a mi madre. Éramos los
hijos los que sosteníamos la casa, y salvo algunas pequeñas y eventuales
diferencias por la elección de nuestras labores, todo iba bien en mi familia,
especialmente ahora que mi foto junto al grupo salía en los periódicos. Cada
uno tenía su cuarto y mi mamita también, equipado de los aparatos de entretenimiento
que pude regalarle, de modo que cada cual tenía su espacio. Cuando ella se
quedó en mi cuarto la primera vez instalé una cama portátil y le dije a mi
madre que esa noche tenía un huésped de emergencia. Todos estaban tan ocupados
en sus asuntos que al día siguiente nadie se dio cuenta cuando salimos muy
temprano.
A
los pocos días en la cocina mi madre murmuró una señal de aprobación o de
indiferencia, pero cuando la presenté la saludó amablemente y yo dije listo,
ahora faltaba que conociera a mis hermanos. El que trabajaba para la policía
andaba siempre huraño, era de pocas palabras, aunque el otro, tampoco diré sus
nombres, era más atento y cortés, pero igual no era muy conversador. Ambos y
también mi madre sabían de quién era hija y dónde vivía, pero después de la
muerte de mi padre todos adquirimos un respeto por la vida de cada cual,
siempre que no alterara el ambiente de amor por la mamá, convertida ahora en el
centro de la familia, a pesar de sus achaques y sus quejas de dolor en el
colon. Mi novia estaba muy contenta con su nueva familia y una vez en el
desayuno les contó qué proyectos tenía, quería estudiar y trabajar, ser
independiente, que les había mandado una carta a sus padres y que pronto iría a
verlos, a explicarles que su decisión de venir a vivir conmigo era enteramente
suya y que no se preocuparan. Después supe que mi madre, tan diplomática ella,
había ido a charlar con ellos, al mismo tiempo que apuraba a mi pareja a
enfrentar personalmente la situación. Ese día por la noche hubo llanto en
nuestro cuarto y después una enorme alegría porque ella sentía que ahora sí era
una mujer, dueña de su vida, y sin darse cuenta también de la mía.
Fueron
los seis o siete meses más felices aquellos que viví con ella. No he podido
olvidarlos a pesar del tiempo transcurrido, de vez en vez vuelven a mi mente y
ahora quise contarlo por escrito. La quise tanto, la extrañé tanto cuando tuve
que viajar al poco tiempo. Todos la querían en la casa, pronto se matriculó en
un instituto para estudiar secretariado y consiguió trabajo en una tienda de
artesanía, andaba súper contenta, derrochando una simpatía contagiosa. Quién
iba a saber en lo que se convertiría después. Yo me dedicaba a ella por entero
y estaba tan enamorado que a veces pensaba que si salía embarazada con todo
gusto le decía adiós a mi viaje. Lo hablamos, ella sonreía, me decía que teníamos
que cuidarnos porque si se presentaba la oportunidad no podía desperdiciarla,
que ella me esperaría también. Era sincera con sus palabras, un artista como yo
se da cuenta. Pronto llegó la invitación del amigo que estaba en España para
que participáramos en un festival de música latinoamericana, todos los gastos
cubiertos, excepto los pasajes. Di un salto de contento pero después caí en una
profunda depresión.
Porque
uno no se va del Perú un año ni dos, se va por muchos años y a veces para
siempre. Dejaría mi barrio, mis calles, tanta esquina recorrida, esos bellos
paisajes serranos y tanta selva desconocida. Y mi capulí iba a quedarse sola,
dedicada a sus estudios y su trabajo, pero solita. El sobre con la carta de
invitación permaneció entreabierto en la mesita de noche por varios días. Ella
me alentaba cariñosamente, pero cuando vio enrojecer mis ojos le salió una
firmeza que nunca le había visto, y terminó por convencerme que debía preparar
mis maletas.
Volvería,
volví. Le aseguré que en poco tiempo estaría de vuelta, o mandaría por ella. Le
supliqué a mi madre que la cuide, cartas y llamadas no iban a faltar, en esos
días no había correos electrónicos como ahora. Les prometí que sentirían mi
presencia a pesar de la distancia. Y así fue, casi todas las semanas
intercambiamos cartas, o llamaba y enviaba dinero, a pesar que los altos
precios de todo en Europa me hicieron ver que no estaba en mi país. Pero
teníamos muchas presentaciones, la mayoría de ellas en los parques de
Barcelona, y también en los círculos de latinoamericanos donde destacaban
especialmente los ecuatorianos, así que tuvimos que ensayar pasillos y boleros
quiteños. También aquí el éxito nos acompañaba y los latinos hospedados en la
pensión donde vivíamos podíamos ahorrar y pagar los gastos. En uno de los
cuartos se hospedaba mi amigo y su pareja, y la verdad que extrañaba tanto mi
capulí.
LA TERCERA VIA
¿Elecciones? ¿Convocatoria a
elecciones generales por parte del gobierno militar? Muchos se preguntaban si
era cierto. ¿Ahora tú con tu voto decides las autoridades? Habían pasado tantos
años de “revolución de las fuerzas armadas”, ¡doce años! En el 68 el general
Velasco Alvarado había dado un golpe de estado, nacionalizó inmensos pozos
petroleros a una empresa norteamericana y se ganó la simpatía de tantos. “¡Dónde
se ha visto!” exclamó mi padre entonces. Como en buena parte del mundo, las
ideas sociales se multiplicaron, las noticias estimularon la imaginación y la
fe en una nueva sociedad. Pero ocho años después, en una revuelta de las
fuerzas armadas el general Morales Bermúdez desplazó a Velasco en un golpe de
estado interno, y aunque fuera el mismo régimen militar e invocara la
continuación de la revolución, en realidad puso el énfasis en la represión de
los reclamos y la contramarcha de las medidas sociales que la gente había
aplaudido. Olas de huelgas, paralizaciones y tomas de tierras estremecieron el
territorio, y en julio de 1977 una gran movilización convulsionó todo el país,
el gobierno se vio obligado a convocar elecciones generales, primero para
elegir representantes de una nueva constituyente, y poco después al próximo
presidente civil del Perú. Era una nueva situación, era el retorno a la
“democracia”. En esos doce años todos quedamos convencidos que había que
cambiar la sociedad, a la buena o a la mala.
La música y las chicas eran el tema
favorito de los muchachos de mi barrio, pero poco a poco empezamos a hablar de
política, no podíamos ignorar las discusiones que generaban las decisiones del
gobierno de Velasco, las nacionalizaciones, la defensa del quechua y los
ardientes discursos en favor de los pueblos. Era evidente que la gente que más lo
rechazaba era la adinerada, la gente de los barrios residenciales, los
“pitucos”. Muchos simpatizaban con el gobierno aunque no vieran en sus vidas
cotidianas mayores cambios, y en esa nueva atmosfera yo discurría entre la
indiferencia y la atención. Hasta que los acontecimientos se fueron
precipitando y pronto me vi obligado a bajar del balcón.
En los años finales de Velasco conocí
a Lalo. Como muchos muchachos nuestro camino estaba definiéndose entre el arte
y la política. Él estaba conectado a la misma banda de música que yo, una banda
de fusión con el folklore. No recuerdo que tocara algún instrumento pero por la
vehemencia con la que discutía las propuestas y contenidos supuse que, como yo,
quería formar su propia banda. Tenía toda la pinta de rockero, el pelo largo,
vaqueros gastados y una mochila andina llena de papeles y libros. Una noche en
el grupo tuvimos una gran polémica que continuó con otros amigos en una cantina
del centro, y por supuesto hablamos del gobierno de Velasco. Aunque Lalo en ese
momento no se definió a su favor, durante las cuatro o cinco cervezas que
bebimos, mientras los otros lucieron sus conocimientos de la revolución rusa o
de la cubana, él anotó en un cuaderno las opiniones y al poco rato las refutó con
reflexiones que los demás rematamos con bromas o llamándole “loco”, cuando nos
contaba su definición de las palabras evolución y revolución, y preguntaba por
la política cultural del gobierno, por su ideología.
Esa noche al salir de la cantina
caminamos juntos hasta el paradero de su bus. Yo vivía cerca del centro y él en
San Juan de Miraflores. La charla continuó pero ahora solos me planteó que “si
verdaderamente éste era un proceso revolucionario nos lo estamos perdiendo, y
actuamos como reaccionarios poniendo nuestra juventud al servicio de la
inacción y la indiferencia”. Eso me alarmó, porque si algo me inculcaron mis
padres es que en esta vida uno está para ser útil.
-Es posible que este proceso no tenga
la épica de Moscú o de La Habana.
¿Y por qué tendría que tenerlo?- preguntó. Hay que estar en los hechos, no
podemos saber nada si no participamos.
Quedamos en vernos otros días, en un
parque, en la puerta de la biblioteca nacional, en algún restaurante, y siempre
la política era el tema principal, y su cuaderno se llenaba de notas y me
prestaba libros sobre actualidad nacional e internacional, con artículos que defendía
acaloradamente porque así como en el arte él quería tener un lugar en la
política del país. Todos los prejuicios que yo tenía contra el gobierno fueron
cayendo uno a uno delante de sus argumentaciones, no porque él creyera que
fuera el mejor, sino que era una puerta abierta para avanzar, una posibilidad
de empujarlo hacia los intereses del pueblo, decía.
-Por eso debemos estar allí, penetrarlo-
concluyó.
Una mañana, poco después de reunirnos
en un punto acordado, convenientemente vestidos y peinados, con otros jóvenes
que él había contactado, nos presentamos en un gran edificio del Centro Cívico
recién inaugurado donde quedaba la sede principal del organismo movilizador del
gobierno. Para unos éste era una especie de policía secreta del gobierno, y
para otros su brazo revolucionario. Se llamaba “Sinamos”, y no era que
propusiera con ese nombre una existencia sin patrones, sino que eran las
abreviaturas del Sistema Nacional de Movilización Social. Nos postulamos como
“voluntarios”, hablamos en una oficina con algunas personas que él conocía
previamente, y después de la intensa charla que nos diera un funcionario con
entrega de algunos documentos, nos asignaron a otro edificio, no muy lejos de
éste, en un noveno piso, al departamento de cultura. Conocimos allí a Augusto
Z. que era nuestro jefe, un hombre poco mayor que nosotros, dueño de una
sonrisa apaciguadora y al que veíamos solo en reuniones de coordinación, y a
Lidia Muñoz y Elvita Zamorano, secretarias de Antonio Ladrón de Guevara, el
subjefe que sí estaba todos los días en la oficina acicalándose los bigotes,
hablando por teléfono con su familia que vivía en el Cuzco y paseándose por las
oficinas con papeles en la mano. Ellos eran los “oficiales” en el departamento,
habían sido sacados de sus puestos en otras instituciones públicas y destacados
allí en mérito a su experiencia, su lealtad al régimen o alguna influencia
política que los llevó hasta este paraíso de nueve pisos. Porque aquí con la
firma de Lidia en unos formularios amarillos lo necesario se hacía realidad,
movilidad en la ciudad o en el interior del país, gastos de viáticos, todo lo
que demandaran los planes culturales establecidos por el departamento.
Las demás oficinas de los otros pisos
del edificio atendían asuntos laborales, agrarios y vecinales, estaban llenas
de escritorios y estantes, de gente de todos los aspectos, y no tan jóvenes
pero todos convencidos de la revolución de las fuerzas armadas. Algunas mujeres
destacaban por sus iniciativas políticas en sus áreas.
Este era el caso de Lidia, en los hechos ella era la jefa de nuestro
departamento como nos lo hizo ver desde el principio llevando adelante
solicitudes de agrupaciones vecinales que se acercaban a la oficina buscando apoyo
para realizar ferias artesanales o festivales de comida popular y donde el
equipo de voluntarios llevábamos los toldos, los parlantes del sonido y las sillas,
papel para volantes y banderolas de adhesión. Ella insistía siempre en
apoyarlos además con víveres y otros gastos, y si la comisión de vecinos
llegaba en marcha hasta la puerta del edificio vivando la revolución peruana,
Lidia en persona les ahorraba el viaje hasta la oficina y abajo se ponía a la
cabeza de la solicitud por que “el gobierno revolucionario era sensible a las
necesidades del pueblo”. Algunos periodistas se habían referido a ella por su
alborozado entusiasmo.
Los requerimientos prácticos
convirtieron a Lalo en adjunto de Lidia, y yo atendía las demandas del
escritorio de Elvita. Ambas mujeres eran mayores, Lidia tenía una hija quizá de
mi misma edad, y Elvita era soltera. El escritorio de Lidia siempre estaba vacío,
mientras el de Elvita, sobre un mantel con motivos incaicos, estaba lleno de
retratos y adornos que su novio le regalaba. Lidia era de voz firme y
grandilocuente en sus ademanes, la otra serena y discreta, aunque tuviera la
misma jerarquía, prefería esperar las indicaciones de Lidia, y quizá por temor
a equivocarse siempre estaba consultando conmigo. De este modo, en el curso de
unos pocos meses, Lalo y yo fuimos la parte operativa de aquel departamento
revolucionario.
Esta condición se fortaleció más
cuando hubo que discutir propuestas de verdad movilizadoras. Como consecuencia
de las opiniones que expresamos en torno a los conceptos cultura y pueblo,
tanto Lidia, como Elvita y los jefes alentaron nuestra presencia en una reunión
importante con los directivos del Sinamos, y allí aprobaron nuestra propuesta
de organizar un festival de arte con la participación de genuinos
representantes de la cultura popular, aquellos que no conocían de galerías y
grandes escenarios y que jamás iban a aparecer en las páginas culturales de los
diarios, a pesar que el gobierno revolucionario recientemente los había
expropiado.
El Jefe, entusiasmado con la idea, se
comprometió a hacer las coordinaciones y aseguró que ya era hora que la fuerza
aérea pusiera los aviones al servicio del pueblo, si fuera necesario traer a
los artistas desde puntos alejados del país. Ladrón de Guevara y otros
funcionarios presentes pusieron en duda el proyecto, pero arrastrados por las
palabras emocionadas de Lidia, terminaron convencidos de su necesidad política.
El clima de determinación al respecto hizo que los jefes de otras oficinas también
ofrecieran su participación y después de muchos preparativos, en medio de los
cuales entraron nuevos voluntarios, se estableció la fecha. Todos salimos contentos
de la reunión.
-Creo que el único departamento que
realmente funciona en el edificio es el nuestro. Toma, estudia esto- me dijo
Lalo, y me alcanzó discretamente unos documentos.
Lalo siempre andaba dándome
documentos, pero ahora no había tiempo para discutirlos. En realidad eran
papeles de conocimiento público, las “bases doctrinarias” de la revolución,
textos donde se planteaban las ideas fundamentales del gobierno velasquista, es
decir, la llamada “tercera vía”, un destino que no era el socialista de los
países que encabezaba la
Unión Soviética y China, ni el camino capitalista de las
sociedades dirigidas por Estados Unidos. Ese era el tema pendiente que siempre
teníamos con Lalo. Ya solo nos veíamos en la oficina y allí estaban siempre Lidia
o Elvita, de modo que nunca evaluamos nuestra participación en el Sinamos y cumplíamos
los trabajos, siempre pertinentes por nuestra condición de voluntarios del
régimen. Ya no había tiempo más que para llevar adelante lo planeado y ver si
podíamos convertir la ciudad en una efectiva vitrina de arte popular. A través
de Lidia, el Jefe nos dijo a Lalo y a mí que no dudáramos del apoyo resuelto
del Sistema, y efectivamente con anticipación se entregaron las partidas que
contemplaban aspectos como hospedajes y alimentos, transporte de delegaciones
numerosas que venían del interior con obras de artes plásticas, esculturas,
artesanías, grupos de música, danzas y teatro. Durante un fin de semana todas
las agrupaciones simultáneamente se presentarían en varias galerías y
escenarios instalados en el Campo de Marte. Se coordinó con el Colegio
Guadalupe para que los artistas se hospeden en sus salones, y luego de atender
su alimentación y otros aspectos no propiamente artísticos, devolverlos a sus
lugares de origen.
Así fue efectivamente. Todo marchó
tal como estaba planificado, se arrimaron los escritorios y las oficinas se
convirtieron en almacenes provisionales de viandas, de vestuarios, de
refrescos. Lidia no cesaba de moverse, como todos en realidad, “porque debemos
darnos cuenta quiénes están a favor del pueblo y quienes en su contra”, me dijo
en un aparte.
-Los reaccionarios nos quieren ver
muertos- agregó después, mientras firmaba las papeletas con órdenes para los
choferes y formularios que autorizaban diversas compras.
Mucha gente asistió. Fue un gran acontecimiento
cultural que fortaleció nuestra presencia en el departamento, por lo que recibimos
la felicitación de los directivos, en especial de un alto jefe militar que
vestido de civil llegó hasta la oficina para saludar nuestro servicio a la
revolución. Se esforzó en ser amable con todos, pero en la parte de atrás de la
cintura le vi la pistola que llevaba oculta.
Lidia muy contenta nos dijo que para
celebrar iba a hacer una fiesta en su casa.
Ya desde años atrás las viejas casonas
de Lima fueron abandonadas por sus habitantes que se fueron yendo de a pocos a
San Isidro, Miraflores y Surco, de manera que al otro lado de la avenida Javier
Prado podría decirse que quedaban ahora los barrios residenciales, en uno de
esos vivía Lidia, en Chama. Hubiera querido llegar a la casa con Lalo, pero
para él era favorable ir desde su barrio. Así que preguntando llegué al centro
comercial frente al que estaba el edificio de Lidia. Pude reconocerlo porque
ella nos había contado que no era muy querida en el vecindario desde que en su
ventana puso un cartel con la foto de Velasco Alvarado. A los pocos días
apedrearon el vidrio y ella tuvo que cambiarlo, pero igual volvió a poner el
retrato. Adentro, olía a incienso y el portero me indicó que podía tomar el
ascensor para ir al tercer piso.
Toqué el timbre, y me abrió una
señora alta y muy guapa con un vaso en la mano.
-¡Lidia! –gritó- ¡uno de tus
invitados en la puerta!... pero pasa, adelante, dijo sonriente............................
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