RETABLO EL DORADO Cps 16, 17, 18




 "Juan conoció a Hortensia en una de las primeras fábricas que aparecieron en El Dorado. Trabajaban la caña que venía del norte, la miel y el azúcar. Ella era también obrera como él, dulce como todo lo que hacían allí y laboriosa como las demás. Al principio, tenían los mismos problemas que se les presentaba a los jóvenes enamorados de esta ciudad, es decir, buscando un lugar donde estar solos, iban de parque en parque al encuentro de sus cuerpos amantes. Pero el asunto del dinero, de los gastos en sus comidas pasanderas, de los pasajes y sobretodo de las camas que alquilaban en los hoteluchos del centro, los decidió a participar en la invasión para después irse a vivir juntos".

Ilustraciones: Francisco Izquierdo

16


     Como tantos en este mundo de asombro, luz y oscuridad, Camilo iba por las calles de El Dorado haciéndose preguntas que horadaban su alma, llenando de turbidez su pensamiento y su cielo. Eran años difíciles, cambios notorios y veloces se veían en todas las cosas.
     Obligados por la situación en el campo, muchos llegaban a El Dorado, la ciudad más importante, esperanzados, como tantos otros que llegaron en el pasado. Las calles eran una fiesta de colores, con vestuarios y formas llamativas, el encuentro de todas las sangres, de todos los dialectos, de todas las sabidurías, de todas las ilusiones. Todos los pueblos se habían convertido en un mismo pueblo, en una misma voz. Al calor húmedo del mediodía, en las horas congestionadas, cuando no era posible trasladarse de un punto a otro, sin tropezar con los ambulantes, Camilo se preguntaba ¿porque la gente de El Dorado no tiene un mismo propósito, a través de tantas cosas, con una misma confianza?
     Todo parecía un paisaje multicolor, como el basural de la pampa, pero sin sentido alguno.
     ”¿Como el Loco?”, se preguntó.
     Habían tantos locos en las calles, arrastraban el peso de sus confusiones, con los cabellos apelmazados y grasientos, vestidos con harapos, llenos de piojos y granos en la piel, con el sexo mugriento al descubierto. Hombres y mujeres, jóvenes, y niños. Locos de todos los tamaños y locuras.
     Camilo se acercaba para preguntarles por su estado de salud, y ellos contestaban de diversos modos, evasivos unos, mesándose la barba y otros rascándose la cabeza greñuda, molestos por la impertinencia que los arrancaba de profundas meditaciones. Algunos, haciendo una serena pausa en su conciencia, le dijeron que el día de recuperarse estaba cerca, que lo veían venir los domingos en las calles del mercado y, aunque la gente los mirara con indiferencia, reconstruirían sus infancias o sus adolescencias a la luz de pensamientos superiores, optimizados en el silencio del atardecer que con un intenso esfuerzo interior, brevemente, volverían al ardoroso momento donde, dueños de sus cuerpos, conductores de sus ideas, miradas las cosas en exacto equilibrio, comprenderían que los hombres somos provisional mezcla de carne, hueso y una especie de gas licuado que escapa siempre de la realidad, y que la locura es resultado del amor o del desamor y puede convertirse en un amor a los demás, en un egoísmo al revés.
     ¿Qué sería del Loco? Desde que andaba conversando con otros locos no sabía nada de él. Justamente el loco le había dicho claramente que conversara con los locos y no con él, ya está bien de tontería. Después de ese día, Camilo no lo vio más. Fue sucesivas veces a buscarlo, esperaba encontrarlo volviendo de su recorrido por los mercados donde recogía una que otra fruta maltratada pero comestible. Llegó a pensar que lo capturaron las batidas del Ministerio de Salud. Se dio una vuelta por el manicomio, sabía que después de unos días encerrados, les dejaban la puerta abierta para que escapen. Pero nunca estuvo allí.
     -Aquí estamos los que comprendemos el sentido del cautiverio- le dijeron los locos.     
     En la casa de la locura, mirando tanta humanidad inútil, Camilo se preguntó por su familia. Trabajando en el taller de costura, su madre iba menos al puesto del mercado, pero andaba contenta, riendo, conversaba con sus compañeras. Estaba bueno eso, ya no la veía murmurando sus asuntos con Elías. Ese tío era tan extraño, ¿porqué todavía vivía con ellos?, “¿no tiene un buen trabajo?”.
     Pero si eso no le preocupaba a su padre, porqué tenía que preocuparlo a él. Y en qué andaría su padre con eso de la Fraternidad y los obreros. Su madre dijo una vez que estaba metido en política, y eso no lo entendía Camilo, como los libros y folletos que leía Juan, hablaban de los obreros y sus luchas por un mundo mejor. Ignoraba si su padre era dirigente o enemigo de los dirigentes donde trabajaba. Tenía reuniones con obreros como él. A veces regresó a casa apaleado y herido, después de participar en marchas de protesta, en movilizaciones contra los abusos del gobierno. Tumbado en su camastro, Camilo lo vio mojado y sangrando.

     Ultimamente nunca había nadie en casa. La madre en el taller de costura o en el mercado, su padre en el trabajo y en sus asuntos, sus hermanos correteando en la calle o en casa de sus amigos, jugando, y hasta el perro desaparecía. Camilo sentía en su casa un vacío, la sensación de una estéril conclusión. Y este vacío le oprimía el pecho. Entonces, levantaba la mirada y el oscuro techo de la noche, a pesar del humo que habitualmente invadía la ciudad, a veces le permitía ver la luna sesgada de sombras, blanquecina y cercana. Otras veces, desde la cumbre más alta de La Candela, una que otra estrella titilando en el firmamento de su barrio, o los focos de luz pública que se multiplicaban allá abajo.
     No veía a sus amigos como antes, estaban todos más grandes, ¿cuándo los vio por última vez? no se acordaba. Pero sí recordó su encuentro con Perico. Esa mañana yendo al colegio, como todos los días, con el mismo desgano de volver al aula donde los profesores batallaban contra los alumnos y los alumnos contra los profesores, en una guerra absurda. Y Perico, que cargaba un costal de arena, hizo un descanso.
     -Qué tal templadera- le dijo, resoplando.
     Camilo lo miró, fastidiado. ¿A qué se refería?
     -La hija de Camacho no te va dar bola- agregó-. Eres un huevón.
     No recuerda quién dio el primer golpe. Seguramente él, la sangre se apelotonó en su cabeza, y quizá buscaba descargarse en alguien. Pero enseguida le devolvieron el golpe, y los dos en el suelo, apuntaron los puños en sus caras. No recuerda quién los separó. Todavía pasaron algunos minutos para que volviera a encontrarse consigo mismo, caminando hacia el colegio. Sí recordaba los buenos puñetes que recibió, las manos de Perico eran como combas, manos de albañil. Ese día decidió ir al grano de sus preocupaciones. Tenía que buscar a Lady y decirle cuánto la quería y que se alistara a escaparse de su casa con él. Listo.
     Pero sin oportunidad a la vista, Pulga, "a veces es mejor tragarse sus emociones y seguir para adelante, donde nos lleven las cosas".
-Así se porta el pescado muerto, va donde lo lleva la corriente, pero tarde o temprano termina podrido en la playa, el mar no tolera a los pescados muertos- le dijo Pulga aquella vez.
     Nadie podía acusarlo de guardar sentimientos mezquinos para Lady, allí estaban sus poemas efusivamente escritos en las últimas páginas de sus cuadernos, sus estados de melancolía en verso, allí estaban. Aunque, si la fuerza de las palabras pensadas con emoción, ni los suspiros consecutivos, lograron llegar hasta Lady, por lo menos podían demostrar que tenía un corazón apasionado.

     Sacando la cuenta, Perico tenía razón. ¿Acaso tenía algún indicio de ser correspondido, como dice la canción? No. Cierto que se miraban largamente. ¿Se daba cuenta que él además suspiraba? Dudaba de su buena vista desde que la madre de Lady apareció en la calle, con su copete de siempre y unos lentes gruesos. "A lo mejor también la hija es corta de vista".
-¿Ves que te estás haciendo ilusiones?- dijo Pulga.
Pero cuando se vieron de cerca esa tarde en la tienda de Armandina no hubo duda alguna. Ella salió después al balcón. Justamente él terminó temprano en el grifo, y se puso en la puerta a ver la tarde pasar. Había pasado tanto tiempo desde la vez que le devolvió la pelota en las manos, y se hablaron, y sus ojos se volcaron a los de ella. Su hermana Lucy, fastidiándolo porque demoraba mucho aseándose un día le dijo “¿Lady, no?”.
     En realidad, no había nada. “Nada”, como tituló una colección de sus poemas. No la había estrechado contra él tomándola por la cintura, ni siquiera un beso, una caricia. No había nada, todo era adivinanza, incertidumbre, poemas y suspiros. Aunque tratando de ser justo, pensaba que sus poemas tenían música y, después de leer o escuchar otros, no les envidiaba ni las palabras ni la música. Y eso sin estudiar nada sobre las palabras, nada que aprendiera en el colegio. Allí estaba con sus hojas dispersas por aquí y por allá, llenas de frases melodiosas que nadie había escuchado. Decidió reunir sus poemas en un sólo cuaderno, después lo forró con plástico y lo escondió bajo su colchón, cuidando que nadie lo lea y se burle eternamente de él.
     Pero en un libro de su padre, escrito por un poeta desconocido, leyó que las palabras bien escritas podían sonar como murmullo de piedras que el mar arrastra hasta la orilla, como latigazos si resultaban de la indignación y como estruendo de pólvora si estallan contra la injusticia. Buscó inútilmente otras obras del mismo poeta en la vieja biblioteca del municipio, no lo conocían ni sabían nada de él. En el mismo libro leyó que las palabras solamente se forjan al calor de una intensa emoción, con la cabeza fría y el corazón ardiendo, mirando adelante, que se debía ajustarlas para que expresen fielmente los pensamientos más profundos, que sujetarlas con exactitud para que sus asperezas no obstaculicen el camino de la mente, que echarlas a la basura si no eran suficientes para fundirse con una realidad superior.
     Camilo suponía que el poeta trataba en sus obras de testimoniar el paso de los hombres, en su larga evolución, del arco y la flecha a los zapatos de pasadores. Animado por la lectura y algunas reflexiones sobre el papel que cumplen las ideas, Camilo avanzó en sus preocupaciones literarias y hasta se compró un lapicero de tinta líquida para escribir sus versos. Los guardaba en su memoria durante buen tiempo, los saboreaba, y después de mucho rumiarlos, recién los escribía en su cuaderno ya forrado de plástico verde. Al principio, solamente escribía canciones y versos de amor, pero después combinaba sus emociones diarias en las calles de El Dorado, frente a los rostros de los habitantes, la dura vida de los dorados. Y eso lo hacía pensar. ¿Qué importancia tenían todos su poemas de amor? A solas, confusamente, a veces se sentía culpable por los momentos de ilusión que le robaba a la realidad.
     Pero volvía a los versos de amor, y después a los versos "reales", y así, una y otra vez, mirando todos los lados de las cosas, pero siempre empeñado en expresar sus sentimientos y pensamientos con exactitud. Con todo, si acaso toda esa historia de Lady era una inútil pérdida de tiempo, pensaba que ya nada podría quitarle el gusto por dominar las palabras contra un papel.

     Buscando distraer sus pensamientos, revisaba por costumbre adquirida viejas revistas que llegaban a los puestos no sabía desde qué países lejanos. Eran revistas ilustradas con paisajes remotos, extensas planicies de arena y sol, ciudades enormes y más antiguas que El Dorado, al otro lado del océano. Pero fueron las ilustraciones de las provincias de El Dorado las que ganaron su interés, de allí venía la mayoría de los habitantes de El Dorado, los cientos de pequeños valles y quebradas de la costa, de los pueblos enclavados en las altas montañas. Allí comenzó a investigar su propio origen.
     Huantarí era un pueblo pobre del norte del país, entre la sierra y las montañas, el campo era el trabajo principal y los campesinos sucumbían a la eterna sequía que asolaba sus tierras. De allí venía su padre. Mientras su madre, también de origen campesino, venía de otro pueblo más cercano, de pequeños parceleros que cultivaban sólo caña de azúcar, algodón, algunos frutales. La familia de Lady era de Lasitú, una región próspera de la sierra, al otro lado de las montañas, donde había otro clima y llovía todo el año, y la vegetación era abundante y generosa. Muchos campesinos de Lasitú vendiendo sus terrenos, se desplazaron hasta la ciudad y se convirtieron en pequeños comerciantes.
     Algunos lasituneños ocupaban puestos de importancia en el gobierno, al lado de los mineros y otros grupos de éxito económico. Salían en las primeras planas de los periódicos fotografiados en reuniones importantes. La gente decía que eran los títeres favoritos del ingeniero Secada por la fidelidad y admiración que tenían por él, pero no era cierto, los lasituneños no eran iguales. A El Dorado llegaban noticias de algunos que formaban parte de los levantamientos en las montañas.
     Que no se podían dar opiniones adelantadas de nadie, pensaba Camilo, hasta no ver qué hace en este mundo y, aunque no sabía a qué se dedicaba el padre de Lady, por lo menos ella era una estudiante aplicada y muy seria cuando salía de su casa, abrazando sus cuadernos y luciendo sus trenzas, sus largas trenzas escolares.

     Pero debía acelerar, ya era bastante, no había árbol en el camino sin su nombre y el de ella, encerrados en un corazón, tajados con el cuchillo que le regaló el Loco, y que convirtió en su herramienta. Para sacar la mugre de los filos de las ventanas, en el grifo, cuando lo mandaban lavar carros modernos, de esos que tenían jebe en los bordes de los vidrios y el viento les acumulaba un polvillo grasiento. Había perdido la cuenta de sus huellas marcadas a cuchilladas, así en los árboles como en las carpetas. Tenía que decidirse a buscarla y hablarle, declararle su amor.
     “El momento ha llegado”, pensaba.
     Volvía a sacar la cuenta, y cambiaba de opinión. ¿Y si se inventó un cuento idiota? No se expondría a que lo desprecie, a que le diga que no le importan sus poemas o su corazón henchido de amor. De todos modos no dejaría de escribir sus poemas secretamente, como un diálogo con el mundo o con su mala suerte, suspiraba. A veces tenía la tentación de meterlos todos en un sobre, y mandárselos por correo, aunque era absurdo si ella vivía a unas cuantas puertas de su casa. !Tenía que reconocer que era un cobarde si de una buena vez no se resolvía¡ No podía seguir mandándole mensajes telepáticos a Lady, en un tonto diálogo de silencios correspondidos. Tenía que estrecharla con todas sus fuerzas, y besarla en la boca. Debía sofocar esa llama caliente que le sancochaba el pecho.
     Pensó hacerse amigo de los primos de Lady, -a veces se acercaban los más pequeños y conversaban o les contaba alguna cosa- pero no serviría de nada. Lo saludaban, y él les contestaba, y hasta Erick con su mirada torva y siempre provocador, una tarde se cruzó con él y le dijo:
     -Hola, templado- y siguió.
     Y poco después, volteó.
     -No te hagas ilusiones, mi hermana tiene novio. Ni se te ocurra meterte con ella, miserable- le dijo, alejándose.
     El impacto le cayó como una pedrada. Caminó de regreso a casa, con la cabeza colgándole sobre los hombros como un ahorcado, y una presión en el pecho que no lo dejaba llorar o gritar o lo que fuere. Después pensó que era mentira, una mentira cruel que Erick había inventado para darle cólera, porque estaba celoso de su hermana, todos ya sabían que Lady era su amor secreto que todo el mundo conoce. Quizá era una buena noticia, un buen trecho recorrido antes de llegar al matrimonio. Porque sacando otra cuenta, él quería pasar hasta el último de sus días a su lado, incluidos los domingos y feriados, agarrados de la mano o abrazados tiernamente.
     Además, nada indicaba que de verdad tuviera un novio, ni siquiera un amigo que la visitara a la hora autorizada a salir hasta la puerta, al atardecer de los viernes, como había observado y anotado. Aún con la sangre recorriéndole el cuerpo a una velocidad vertiginosa y el corazón dándole saltos, abrió la puerta de su casa. Adentro, las luces estaban apagadas, pero se produjeron algunos ruidos y murmullos crispados. Al encender la luz, parpadeando con dificultad, su madre cubrió apresuradamente su cuerpo desnudo. Camilo pensó que por andar sacando otras cuentas, había perdido la de las horas, que a lo mejor ya estaban todos durmiendo. Pero eso no explicaba qué hacía Elías al lado de su madre, mirándolo con sus ojos de muerto.    

  17
             

     Ocasionalmente, El Dorado cruje con las primeras horas del día. Por estar en el medio mismo de la Gran Canaleta del Sur, este breve fenómeno es frecuentemente estudiado por los especialistas. Los perros, sin embargo, son los primeros en notarlo. Por vivir al ras del suelo, quizá. Como tantos, Jack también había reparado en esos crujidos de la tierra, en su eco sombrío.
     Es la vida de perro, suspiraba, mientras iba por las calles inmensas, interminables, llenas de autos, asombrosas para su cerebro de perro. Con tantos edificios, no se puede andar por allí, levantando la pata, ni orinar. Los muladares en el centro mismo de la ciudad aumentaban, y eso era favorable, ya no tenía que ir hasta la pampa, allá arriba, para almorzar. Podía quedarse en las calles del centro, subir unas calles hasta los barrios residenciales, y cruzar el bosque de eucaliptos, allí los basurales estaban llenos de comida, ¡huesos! ¡dónde se ha visto! Pero pronto los erradicaban. Había que estar listo, tener suerte, suerte de perros.
     La verdad que a veces la pasaba sin probar bocado, una yuca, un pedazo de pan duro. De un lado a otro, iba buscando cómo saciar su hambre, mirando sin decidirse las carretas de los vendedores de comida al paso. Pocas noches atrás, Jack se atragantó con unos camotes sancochados, arrojados en una bolsa de plástico. Todavía le quedaban en el cogote pedazos de plástico que lo hicieron vomitar dos noches seguidas. Cuando se tiene hambre, se come cualquier cosa. Jack recordaba la leche caliente que le daba Susana. La verdad que la leche caliente le recordaba tanto a Susana.
     ¿Dónde quedaba su casa? Por allá, sí, por allá, no le funcionaba igual el olfato, era por las calles donde se comía bien. Podría darse una vuelta por allí, aunque temía los autos y motocicletas que corren sin detenerse en las esquinas. Se veían muchos perros muertos en las vermas de las avenidas, hinchados como camotes, morados, con las patas levantadas al borde de la pista o sus esqueletos aplastados. Se había salvado tantas veces y, otras, lo aventaron con tal fuerza que apareció diez metros abajo, aullando y corriendo del peligro. No imaginaba su propia carne masticada por los gusanos, al aire de la tarde.
     No, la casa de Susana era por allá.
     Volvía a casa de Susana a veces, desde la noche que caminando por una calle, al mismo paso que ella, unos hombres trataron de asaltarla. Creyendo que lo atacaban a él, se puso a ladrar nerviosamente y hasta se abalanzó sobre uno, mordiéndole la pierna. Fue un escándalo, la gente salió en ayuda de Susana y los hombres corrieron. Ella, agradecida por su arrojo, abrió su cartera, sacó un paquete de galletas, y le dio una. Jack vio la galleta sin ganas de comerla. La miró a ella, tratando de decirle ¿no tienes nada más en tu cartera?
     Susana lo llevó a su casa, estaba cerca. Allí le dio pan remojado en leche tibia y un poco de la comida que sobró del almuerzo. Relamiéndose antes de empezar, Jack aceptó de buen gusto. A pesar que el plato no tenía buen aspecto, olía bien y un huesito asomaba bajo el arroz. Cuando acabó de comer, Susana le preguntó su nombre cariñosamente. El no pudo decirle que no tenía nombre o que lo había olvidado. Ella le dijo que lo llamaría Jack, como otro perro que había tenido cuando era niña. Pero su nuevo nombre sólo le duraría esa noche, en la casa no tenía sitio para él, por ahora podía acomodarse en el jardín, encima de un cartón, Jack. El le lamió las manos, y se dejó llevar al lugar destinado.
     Hacía tanto que no comía, pronto cayó dormido y la noche sobrevino. Al día siguiente, cuando despertó, por un momento no supo dónde estaba. El rocío perlaba su pelo, pero estaba mejor cobijado que cuando amanecía en un parque o bajo las ruedas de algún carro abandonado. Ahora estaba en una casa, recordó fugazmente los hechos y se emocionó pensando que podía quedarse a vivir allí. La atención no era mala. Pero una violenta patada en el trasero no lo dejó seguir haciendo planes. Un hombre lo gritaba, abriendo la reja que daba a la calle, muy molesto. Jack no sabía qué hacer ni por dónde salir, el tipo se puso en la puerta. Y no le toleraría otra patada.
     Pero apareció Susana, arrojándose al suelo para calmarle a Jack la ira que le acogotaba el cuello. Con la lengua afuera, el perro miró al hombre. Estaba agitado realmente, hacía tiempo no le pasaba nada parecido. Ya más tranquilo, cuando el hombre se fue, pensó recostarse un rato más, todavía tenía un poco de sueño. Se sintió más seguro con las palabras afectuosas que le decía Susana, acariciándole la espalda y la cabeza. De pronto, con el mismo afecto, ella abrió la puerta y dijo no puedes quedarte, Jack, pero puedes volver cuando quieras. Y, como él no entendió nada, tuvo que empujarlo, suavemente es verdad, pero ya afuera, le cerró la puerta.
     Y se fue. Sin saber si ladrar o llorar, esperó sentado un rato, temiendo que volviera el hombre, allí sí tendría que lanzarse a morderlo, pero no salió nadie. Y él se quedó en la puerta, mirando la nada. Hasta que pasó una perra olorosa y, olvidándose de Susana, se echó a seguirla.

     Para sus amigos cercanos, y también para los lejanos, Jack era un perro distinguido. En realidad era un perro como cualquiera, atravesado por todas las razas de perros que se conocen en esta tierra. Siempre listo para pelear, eso sí, y se libró de muchos peligros a mordida limpio. No tenía miedo, así se tratara de un perro más grande. De la muerte, sí, sobretodo cuando caía por sorpresa en las pistas.
     Las personas le regalaban caricias que él recibía orgulloso en su pelambre. Prefería a las mujeres y a los niños, reían más si les agitaba la cola de contento mientras le pasaban las manos por el pescuezo. No le gustaba el olisqueo de otros perros cuando se acercaban a medirse con él, tratando de conocerlo mejor, quién sabe, de conocer sus secretos. A veces no podía contenerse y los mordía rabiosamente, sin aviso previo. Por eso vagaba solo por las calles, sin más ánimo que encontrar algo para comer o alguna hembra que le quitara las ganas de morder por morder. Aunque su vida solitaria y libre, sin collares en el cuello ni correa de paseo, tenía riesgos.
     En los últimos días, una epidemia producida por alimentos descompuestos, enfermaba a la población en cantidades ni siquiera calculadas. Como siempre, los niños morían más rápidamente. Los adultos en cuarenta y ocho horas. En medio de la basura, los perros vagos y sin destino, se atragantaban y morían botando espuma y baba verde por la boca. Además, cada cierto tiempo las oficinas de Salud hacían campañas de exterminación, el crecimiento de la población canina en El Dorado era desmesurado. Los perreros eran jóvenes desocupados contratados para la caza de perros. Les pagaban por perro. Naturalmente, estaban empeñados en atrapar más perros. Con los rostros cubiertos, de barrio en barrio en un camión, recorrían mercados y basurales, con redes o lanzas, según los casos, y condenaban en el acto a los perros vagabundos.
     Algunos decían que los perros muertos terminaban en las fábricas de conservas. Los perros no podían confirmar esos rumores. Aunque el olfato de los perros es capaz de horadar el aire y llegar hasta la muerte misma, a su olor más penetrante, desde distancias imposibles para el hombre común.
     ¿Por eso en los alrededores de los laboratorios, donde se experimentaba con perros, ninguno se acercaba a menos de un kilómetro? Sabían que allí no querían a los perros, tampoco los mataban, sino los abrían del cuello hasta la verga y, después de anesteciarlos, les exprimían el hígado. No se sabe para qué, después los cosían, los alimentaban bien y los dejaban vivir, con el hígado exprimido.

     Jack tampoco sabía porqué no lejos de allí, una secta aparecida por desavenencias con la Iglesia de los Dioses de los Ultimos Días, recomendaba el culto a los animales y especialmente a los perros. Los más avanzados en los dogmas doctrinarios afirmaban que el rostro de Dios no estaba definido, y como padre de todas las criaturas, bien podía representársele con la cabeza del más fiel amigo del hombre. Al poco tiempo, se vieron en las calles los primeros emblemas con una cabeza de perro incandescente. Sus reuniones se celebraban en una sala de oración adornada de símbolos caninos, presididas por altos seguidores de la secta que tuvieron revelaciones y sueños con Dios Perro.
     En las revelaciones se manifestaba Dios con su inconfundible cabeza de perro, siempre de perfil, con el rostro enseñando un colmillo y una oreja levantada, como en alerta, o con la oreja caída y la lengua asomándose por un costado cerrado de la boca. En todos los casos, la Doctrina del Perro Viviente, como se le conocía, advertía que Dios estaba cerca, que a causa de los pecados de los hombres, cualquier día aniquilaría a los débiles de espíritu: en sus planes de convertir el país en la cuna de una gran civilización no había sitio para los imbéciles.
     La Doctrina del Perro Viviente tenía serios problemas con los liquidadores de perros, con los jóvenes perreros. Pronto levantaron un templo, con un enorme monumento en forma de perro, en el interior, y al que los fieles se dirigían bajando la cabeza y levantando los brazos, como signo de pleitesía incondicional, ofreciéndole simbólicos huesos de madera.

     Las familias adineradas perdieron su afición por los perros. También a causa de las enfermedades, ya no confiaban sus propiedades a los perros guardianes, a los feroces perros extranjeros que antes amaban y alimentaban como a hijos. Las mujeres aficionadas a los perros enanos, ya no los querían ni de mascotas, preferían los canarios, los loros de la selva o los monos león, de tamaño muy pequeño, que llegaban de contrabando por el puerto, con frutas exóticas y brebajes para el amor. El cuidado de las propiedades fue encargado a policias particulares, proveídos de metralletas que escupían cien balas por minuto, se apostaban en las puertas amuralladas de rejas, como una colección de lanzas.
     Otros sistemas de seguridad, como el de los cercos eléctricos, también terminaron con el viejo papel que se reservaba a los perros. Electrocutaban con descargas de diez mil voltios a los que trasponían los enrejados. En el creciente clima de malestar social, se acudía a todos los medios para preservar las propiedades de cualquier arrebato. Los perros empezaban a ser vivas reliquias.
     Las distinguidas carrocerías de los ricos, de colores fosforescentes y ornamentados de calcomanías belicosas y extravagantes, usaban lunas polarizadas, para que no se viera dentro. Con sus sirenas rompían el lento tráfico de los ómnibuses de dos pisos, ya destartalados, que trajinaban con sus motores jadeantes por las calles de la ciudad. A pesar de todos sus problemas, El Dorado ya era una gran ciudad, con varios cines, estadios recién estrenados, un hipódromo y tantos autos. A esos les temía Jack, cuando cruzaba los jirones y las avenidas.

     Una alarma de muerte se acentuó en la ciudad desde la llegada de B. Skorloff. Sin anunciarse, desde algún lejano país, escenario de sus últimas investigaciones, una mañana llegó a El Dorado. Una cadena invisible de angustias reprimidas, de temores indefinidos, se desató en la ciudad. Aún sin conocer suficientemente los vaticinios de Skorloff, todos sabían que la fatalidad acechaba.
     Skorloff era un científico proveniente de una pequeña isla del Mar Egeo, un lugar característico por su salvaje vegetación, sus bahías escarpadas, de orillas ricas en magnesio donde especies diversas de peces encontraban el alimento que multiplicaba sus tamaños. A pesar del escaso número de habitantes, muchos eran científicos, empíricos la mayoría, académicos unos cuantos, como Skorloff. Estudiaban el aire, la atmósfera respirable, la superficie y sus fenómenos. Skorloff se dedicaba a la investigación del subsuelo. Era un especialista que iba siempre con un laboratorio portátil en su maleta, recogiendo pruebas de la corteza terrestre que después analizaba minuciosamente en el microscopio.
     Experto reconocido en el vaticinio de las cosechas y en los problemas de infertilidad de la tierra, a través de casuales excursionistas a quienes interesó en sus estudios, Skorloff consiguió una muestra de las arenas de El Dorado. Salpicada de suciedad y moho, pero con un inconfundible brillo, al científico le llamó vivamente la atención los elementos extraños de su composición química. Como todas las tierras del mundo, tenía sales minerales en pequeñísima cantidad, pero la tierra de El Dorado además estaba compuesta de una partícula violeta, muy brillante, que refractaba los colores del arco iris, como un diamante.
     A pesar que entonces no conocía El Dorado, Skorloff descubrió que la partícula era característica de las zonas volcánicas. Con asesoría de clubes de montañistas, personalmente, emprendió expediciones y escalamientos a los volcanes más importantes del mundo, empeñado en comprobar su teoría sobre material volcánico. Analizadas las muestras, invariablemente, llegaba a la misma conclusión. Los círculos científicos de El Dorado que conocían su trayectoria y sus estudios, esperaban con ansiedad sus resultados.
     Apenas pudo reunirse con la Academia de Científicos Aficionados de El Dorado, con serenidad para no alarmar a los ciudadanos, anunció que tenía sobradas razones para suponer que El Dorado estaba construido sobre un terreno altamente volcánico.
     -Esto no es lo más grave- dijo-. Estoy en capacidad de afirmar que la actividad volcánica ha empezado y acaso el cráter más activo está justamente en el centro de esta ciudad.
     Por las maneras apacibles del científico, sus colegas no se escandalizaron. Pero en cuanto la noticia llegó a las calles, los miembros de la Doctrina del Perro Viviente lo celebraron con regocijo. Hacía tiempo sus predicadores auguraban un cataclismo de proporciones.

     La pesadumbre sobre las espaldas de los habitantes de El Dorado fue aprovechada por los periódicos. Las primeras planas anunciaron con letras enormes el próximo fin del mundo, el terremoto vaticinado por los predicadores, y ahora también por Skorloff y los científicos aficionados. Las ediciones se agotaron con la noticia. No era para menos, se informaba acerca del día, la hora y hasta del minuto que la ciudad explosionaría, o del maremoto con olas de trescientos metros que ahogarían a todos los habitantes.
     En este clima, las numerosas sectas religiosas, especialmente la del Perro Viviente, fueron espectacularmente reconocidas. Sus banderines y calcomanías, de colores estridentes, con perros bordados, se vendían por millares. Hicieron de la prédica un ejercicio de tenacidad para difundir eficazmente su mensaje de fatalidad, y formaron equipos de propaganda, de imprenta, de culto, de relaciones públicas. Los líderes más recalcitrantes, haciéndose llamar Hijos de Dios, tenían diferentes teorías sobre el fin. En realidad, la secta estaba dividida: unos decían que no habría fin del mundo, sino solamente de El Dorado, otros que el juicio final fue postergado, como lo anunciaban recientes revelaciones, y todavía otros afirmaron que los planes de destrucción no incluía a los pobres.
     En reuniones muy concurridas, bajo carpas de circos especialmente alquiladas o en el auditorio de cines abandonados, después de largos debates, llegaron a puntos de concordancia, a pesar que algunos creyentes alucinados proponían adelantarse al mandato de Dios, suicidándose colectivamente. Se rumoreaba también que un sacerdote murió asesinado por aseverar que el fin del mundo ya se había producido, que sólo quedaba construir otro.

     Los líos entre las sectas se hicieron muy cotidianos. La situación se agravó cuando se convirtieron en ejes que conectaban a buena parte de la población. Muchos estaban ligados a uno u otro grupo religioso, aunque fueran obreros o desocupados. El tiempo pasaba y nadie tenía noticias del científico que produjo el alboroto. Señales reales de cataclismos no se veían, a excepción de las borrascas de viento fétido o de los acostumbrados temblores los fines de semana.
     Por su parte, la Fraternidad de Obreros tuvo desavenencias con el gobierno. Presionada por sus bases, se pronunció respecto al tema del fin del mundo que conmocionaba a la población, con el aprovechamiento de los periódicos que levantaban cortinas de humo para ocultar la situación de los trabajadores. En un comunicado publicado en las calles céntricas manifestaron su preocupación por los vaticinios expresados por B. Skorloff, pero establecían que el estado de pánico y temor era aprovechado por los dueños de las empresas para ignorar los derechos de la población laboral. Además, invocaban al pueblo a no dejarse alarmar por especulaciones que acaso eran contratadas por la Scooper o correspondían al reino de lo improbable y a la ficción afiebrada de un científico loco.

     Del campo, sin embargo, llegaban noticias de nuevos levantamientos, de sangrientos enfrentamientos con la policía y el ejército. “Es el caos”, decían muchos. Y otra noticia era motivo de comentarios solapados. Se hablaba de la aparición de un movimiento extrañamente llamado La Montaña Más Alta. Se proclamaba heredero de las experiencias y conocimientos de esas zonas, y sobretodo del misticismo de sus luchas, así como de teorías científicas avanzadas que llegaban a El Dorado clandestinamente, por barco o por avión.
     Se conocía poco sobre su organización y sus métodos, y si realmente era otra secta, una rama lega de la ciencia o el comando de los insurrectos. En pocos años había logrado extenderse en las alturas del país, penetrando en los organismos campesinos, aguardando el momento de avanzar sobre la ciudad. Debía también su prestigio a la combatividad de sus miembros cuando cerraban el paso a las tropas del ejército en sus líneas.
     El objetivo principal, de acuerdo a la estrategia general del movimiento, era tomar la ciudad de El Dorado. Hacía tiempo, en remotas lejanías, a este objetivo se incorporaron numerosos jóvenes que vivían en correspondencia con el principio: lo nuevo se impone inevitablemente a lo viejo, el movimiento es ley. Reconocían que B. Skorloff había anunciado las primeras señales científicas del próximo cambio, pero no creían que éste viniera acompañado de cataclismos, aunque sí de angustia y zozobra en la sociedad.

18 


     ¿Desde cuándo Juan compartía una buena charla sólo con los radicales de la Fraternidad? Ni en su casa, ni en la fábrica se sentía tan bien. En la fábrica, esperanzados en los planes del ingeniero Secada, muchos estaban convencidos que la modernidad les devolvería sus vocaciones, laborando en las grandes fábricas tecnificadas que se levantarían en El Dorado. Industrias gigantes, con increíble capacidad de producción, y miles de obreros, un ejército de trabajadores. Pero los que discrepaban con el gobierno también eran muchos, aunque discreparan en las formas; en realidad, sus delegados participaban en las reuniones del Ministerio de Trabajo.
     La mayoría prefería callarse, y romperse como siempre, peleando a su manera, rebuscando aquí y allá para llevar un pan más a su mesa. El silencio campeaba en los centros de trabajo. Afuera, la desocupación. Después de despachar los vasos o las jarras de reluciente vidrio en los intervalos, Juan cambiaba ideas con los nuevos, con los que recién empezaban. Pero desde las primeras semanas eran ganados por el silencio. O por el sindicato.
     El sindicato proponía un diálogo permanente con los dueños. "Olvidando que los trabajadores producían el vidrio y los vasos" pensaba Juan. Y también las lámparas eléctricas que últimamente producían en gran cantidad. A veces discutía con los sindicalistas, o echaba sarcasmos que ellos le devolvían con creces.
    
Había decidido no tener el corazón atrapado en preocupaciones inútiles, quería librarse de temores y de miedos. ¿Qué tenía para perder?  El tiempo también pasaba para él, en su mente no había espacio para emociones estériles. Una noche se despidió de Hortensia. Se despidió sin decirle que perdieron el tren, y se hallaban separados uno del otro por miles y miles de kilómetros invisibles, solamente cercanos cuando hacían el amor o sin discutir almorzaban con sus hijos. Juan enjugaba sus ojos en alguna lágrima, preguntándose si por culpa suya, Hortensia quedó atrapada en un mundo de quejas y reclamos sin solución.
     En la Fraternidad, empeñados en decir la verdad al costo que tuviera decirla, en las últimas asambleas, los radicales habían logrado una notable influencia en las bases más pobres, por lo que volvió la discusión a la defensa de derechos que se daban por perdidos.
     Le pidieron a Juan que se encargara del mantenimiento de una oficina en la Fraternidad. Con gusto, él se ocupó de la limpieza, de abrir y cerrar las puertas, y se quedaba a dormir si era preciso. Más que dormir, leía. Revisaba viejos documentos almacenados en la pequeña pieza, allí conoció los antecedentes, las traiciones y avances de la Fraternidad obrera. Y aunque un insomnio inexplicable no lo dejaba descansar, detrás de un armario lleno de papeles, tenía su camastro.

     En esta situación, se encontraba con dirigentes de otras agrupaciones, y con obreros, como él, a cargo de otras oficinas. Y los saludaba, y hasta les aceptaba un trago. Con muy poco alcohol en la sangre, la cabeza le hervía de pensamientos de todo calibre. Y le sacaba punta a sus escasas palabras o a las muchas que escuchaba de los demás. Inquieto, si expresaban ideas cargadas de escepticismo y decepción. Y si llegaban a infidencias que comprometieran a sus amigos, advertía que el silencio es una regla de oro. Entonces, se levantaba disculpándose, despidiéndose con respeto, para dirigirse a su casa en La Candela. A mitad de camino recordaba que ya no vivía allí. De todos modos, después de merodearla un rato, se animaba a entrar sólo si tenía la seguridad que todo estaba igual y los encontraría durmiendo.
     Procuraba no hacer ruido. Sembraba un beso en la mejilla de sus hijos y dejaba algún dinero en la mesa. O arrastraba una silla y se sentaba a mirarlos, hasta que alguna torpeza de borracho, despertaba a Hortensia.
     -¿Qué quieres?- le enrostraba ella.
     El miraba sus ojos desafiantes sin atinar a decir nada. Entonces se levantaba y se iba.
     Ya en la puerta pensaba que una mirada dulce, una palabra amable podrían ser suficientes para volver a sus brazos. Ella era la mujer con quien vio los primeros fuegos artificiales y las primeras inclemencias de la ciudad, la que le dio cuatro hijos y tan buenos recuerdos. Extrañaba su olor a canela, su cuerpo ondulándose de placer y sus corvas húmedas mientras hacían el amor con amor, cuando eran jóvenes y soñaban un futuro mejor.

     Pero el amor puede ser también una función un tanto animal. No faltaban mujeres en su entorno con la misma necesidad. Era joven todavía, y a pesar de su aspecto desaliñado y nervioso, se le acercaban, provocándolo. Tenía la cabeza ocupada en documentos que le alcanzaban los amigos y que el leía y releía, escudriñando sus términos. Si alguna mujer en el camino le ofrecía ternura, sopesaba el corazón bajo su aliento, y en un discreto rincón o en un hotel, por un rato la amaba con ternura. Eran aventuras que no buscaba, que lo encontraban.
     Dedicado a su trabajo, y a participar en los planes que los amigos establecían para la lucha sindical, Juan apenas era enlace de los nuevos adherentes a la línea de discusión y crítica que proponía C. Estaba orgulloso de su tarea. Sin embargo, el clima de descomposición afectaba también a la Fraternidad, y pronto las tendencias respondieron violentamente los planteamientos de los radicales. La mesa directiva discutía la respuesta de los trabajadores a las medidas del gobierno, y se defendía de la presión que las bases, agitadas por los radicales, ejercían en contra de ellos. Algunos asientos de la Cámara de Diputados estaban vacantes, por la súbita muerte de sus titulares, y por ellos suspiraban los dirigentes más antiguos.
     Los radicales con sus críticas eran incómodos para todos. No cesaban de plantear que el problema de El Dorado era el poder. Lo demás es ilusión, decían.

     A pesar de la zozobra, llegaban a El Dorado turistas de riesgo entusiasmados por conocer zonas enmarañadas de la selva y las montañas, para intentar descubrir vestigios extraordinarios de viejas culturas, monolitos gigantescos, fabulosas ciudades labradas en piedra miles de años atrás, como había sucedido recientemente. Los arqueólogos profesionales se rindieron de asombro frente a las maravillas que encontraron. A los hombres comunes y corrientes de El Dorado los llenaba de gozo que los extranjeros vinieran a admirar las piedras, aunque muchos se preguntaban si ésta no era otra maniobra preelecctoral.
     En la Fraternidad, al principio prosperó la idea de desdeñar los proyectos que los partidos tenían para el pueblo. Poco después de una calurosa asamblea, se acordó que las bases tenían derecho a simpatizar y participar en los partidos, aunque oficialmente la institución procurara desenmascararlos. De por medio estaba la dignidad obrera, como decía su himno. Los radicales, bajo la discreta dirección de C., se opusieron abiertamente al acuerdo, después de demostrar que los dirigentes de la Fraternidad recibían financiamiento secreto del Club de Leones, agrupación que apoyaba decididamente al ingeniero Secada.
     El desprestigio de la Fraternidad crecía entre sus asociados, y principalmente entre la gran masa laboral que veían en ella a su única organización. No era para menos. Las condiciones de pobreza se acentuaban día a día, y las enfermedades convertían El Dorado en la ciudad con más alta mortalidad infantil en el mundo. Por eso los radicales plantearon la necesidad de construir el partido de los trabajadores.

     Con los primeros aires del atardecer, Juan pensó que las fuerzas tendían a juntarse, ya estaba bueno de hambre y miseria, si el pueblo quería expresar su voz colectiva y frenar la muerte. “Somos trabajadores, debemos sacar de nosotros toda sombra, abrir las conciencias a los nuevos tiempos, es el tiempo de los trabajadores”, les decía a sus compañeros más cercanos.
     Emocionado, reparando en los ojos temerosos de algunos, comprendía que debía hablar bajo. Los radicales cobraron real significación en la Fraternidad cuando sus propuestas decididas ganaron la opinión de las bases más numerosas de la Fraternidad. "La opinión de las instituciones puede inclinar a favor del pueblo los buenos vientos", había afirmado C.
     -Sin olvidar los principios de la Fraternidad- dijo Juan entonces.
     Ese día Juan estuvo seguro que C. era un hombre de La Montaña Más Alta, pero no se atrevió a decírselo. Y comprendió porqué ellos eran sus más preciados compañeros.
    
     Por algunos periódicos y revistas extranjeras que leyó en el cuarto de la Fraternidad, supo que en todo el mundo las luchas de los pobres terminaban con reveses desfavorables, a pesar del heroísmo del pueblo. Y también que el pueblo de El Dorado estaba en el centro de la atención mundial. Por su obstinación, los hombres de La Montaña Más Alta gozaban de la simpatía de pueblos distantes, al otro lado del océano, en otros continentes. De los más lejanos congresos y organismos llegaban sus adhesiones.
Efectivamente, no era sólo el hallazgo de portentosas ciudadelas, de monumentos tutelares y dioses representados en valores matemáticos. También eran los hombres de El Dorado, la naturaleza del hombre de la montaña, que después de cientos de años preservaba viejas rebeldías, antiguas sabidurías y agitaba con sus luchas el mundo. Eran los hombres de La Montaña Más Alta, su energía remecía las emociones de los pueblos más postergados de la tierra.

     En esos días, una vieja exploradora caminando por los desiertos del sur, después que su auto quedara enterrado en la arena, andando por los médanos, buscando resolver su situación bajo el ardiente sol, descubrió unas largas y profundas zanjas que se repetían invariablemente cada veinte pasos.
     Como hechas por una medida exacta y premeditada.
     En el descampado no se conocían más accidentes naturales que las tormentas de arena y los desbordes de los ríos en la temporada de invierno, por el descongelamiento de los nevados en las montañas. Entendida en la materia, la mujer dedujo que las zanjas no podían ser efecto de la naturaleza, sino obra del hombre. En algún momento de su historia, miles de años atrás, trazaría señales imposibles de reconocer a primera vista. Había que elevarse por encima de los aires, como un águila, para reconocerlas.
     "Pero, ¿cómo las hicieron?", se preguntó
     Después de volver repetidas veces, estudiándolas en detalle, con ayuda de equipos topográficos muy modernos, analizó toda la extensión: doscientos kilómetros llenos de zanjas misteriosas. En muchos casos, las zanjas servían de letrinas a los pasajeros de los ómnibuses del sur.
     Decepcionada por el desprecio y el abandono que no merecían las zanjas, un día se fue. Algunos años después volvió con el dinero suficiente para arrendar el desierto, alquiló un helicóptero e inició sus estudios. Sobrevolando la zona, pronto descubrió los mapas del cielo más extraordinarios, los viejos planos de la bóveda celeste. Según diseños muy antiguos, los signos astronómicos aparecieron dibujados a escala gigantesca sobre el arenal.
     Georgina se llamaba la anciana exploradora. Durante su largo periodo de trabajo solitario, perdió casi completamente el habla. En la silla de ruedas que se vio obligada a usar, cuando la interrogaban, repetía una misma frase:
     -Este desierto fue un santuario, aquí se conocían las más altas abstracciones de las matemáticas. 

         

RETABLO EL DORADO Cps 13, 14, 15






 "Juan conoció a Hortensia en una de las primeras fábricas que aparecieron en El Dorado. Trabajaban la caña que venía del norte, la miel y el azúcar. Ella era también obrera como él, dulce como todo lo que hacían allí y laboriosa como las demás. Al principio, tenían los mismos problemas que se les presentaba a los jóvenes enamorados de esta ciudad, es decir, buscando un lugar donde estar solos, iban de parque en parque al encuentro de sus cuerpos amantes. Pero el asunto del dinero, de los gastos en sus comidas pasanderas, de los pasajes y sobretodo de las camas que alquilaban en los hoteluchos del centro, los decidió a participar en la invasión para después irse a vivir juntos".

Ilustraciones: Francisco Izquierdo


13


     En la oficina de trámites de la Scooper Scooper Trading Cía., Elías pasaba el trapo a los muebles en las tardes y por las mañanas estaba atento a lo que pudiera mandarle la señorita Sofy, una de las secretarias del jefe encargado de compras y tramitaciones de la mina. No era que le molestara su trabajo, pero primero dijeron que sería ayudante del portapliegos y, al poco tiempo, cuando a éste lo despidieron, Elías terminó dedicado a todos los mandados. Antes de comenzar el nuevo trabajo, él creyó que su puesto estaría en la puerta, atendiendo en un escritorio, pidiendo documentos a los que entraban a las oficinas y, ciertamente, haciendo algunos mandados, pero principalmente cuidando que nadie ingrese sin permiso. Como era un poco alto y preferían a los altos para cuidar las puertas, estaba seguro que allí lo pondrían. Pero apenas llegó, despidieron al otro y él se dedicó los mandados, convirtiéndose en un bueno para todo.
     No se quejaba, a veces pasaba el tiempo en la calle, haciendo compras, pequeños encargos de las secretarias, o llevando paquetes al correo internacional que quedaba en el aeropuerto. También ayudaba a otros trabajadores en sus tareas, sobretodo si tenían trabajos especiales como la reparación del desagüe, que andaba siempre atorado, instalaciones eléctricas de los ambientes y pintado. Ahora, trabajando con los carpinteros que levantaban compartimentos y puertas para nuevas oficinas, aprendía de todo un poco. Mientras ordenaba unos listones serruchados un día antes, sobre el aserrín que aún tamizaba el piso, Elías pensó “cómo pasa el tiempo, ya estamos en abril y tengo un buen trabajo”.
     Desde pequeño en Huantarí, escuchando a los que viajaban a El Dorado con entusiasmo, o con pesar, porque debían arriesgarse en una tierra desconocida, él ya sabía que tarde o temprano también tendría que viajar. Las posibilidades de sobrevivir en este arenal, flanqueado de cerros áridos y llenos de gente, eran pocas sin ayuda de Dios y de los familiares. Trabajando con los carpinteros, se daba cuenta que depende cómo se ajusten los tornillos para que las bisagras no crujan. ¿Cuántos trabajos tuvo antes de la Scooper?, hasta limpiador de baños públicos había sido, mozo, mensajero, y nunca puso mala cara a las oportunidades. "Trabajo es trabajo", decía.
     Ya tenía una libretita de ahorros en uno de los bancos que llegaron con las compañías. De allí sacaba poco a poco, mientras ganaba intereses, para sus gastos personales y para ayudar a Hortensia en algunos gastos de la casa, ir al cine o fumarse un cigarro, contemplando el cielo con sus lentes ahumados, acicalándose los pelitos del bozo. No sabía si los ojos de Juan estaban cargados de envidia cuando se encontraban en la mesa o en el camino de escaleras de La Candela. Difícil adivinarlo, pocas veces pasaban del saludo y, como se compró un reloj, de alguna pregunta sobre la hora. Estaba tranquilo con su consciencia, aunque pensaba buscar un cuartito cerca de su trabajo. Pero le daba pena irse.
     Lo que no entendía de esta ciudad eran las mujeres. Siempre sonrientes. No podía menos que corresponder su simpatía con alguna palabra bonita que mostrara su afecto. Pero no lo dejaban avanzar. Si sus cuerpos llegaban a encontrarse en algún rincón oscuro, sabía que las estremecería de gusto. Ellas imaginaban sus intensiones, y creían que era tonto andar con rodeos, si sabían lo que quería. Para eso, primero tenían que casarse, o comprometerse seriamente. Y eso era demasiado, pensaba él, sólo por un rato de amor.
     Además, no había compromiso serio en sus planes. Solamente quería calmar la ansiedad que lo despertaba a medianoche. Bien le había advertido su madre sobre las mujeres de El Dorado, eran muy interesadas. Pero Elías comprendía que esa era la única manera de vivir en El Dorado. “Todo el mundo baja la cabeza delante de los patrones y no le queda más que hablar a media voz sin dinero en el bolsillo”. Había tenido suerte consiguiendo un trabajo con los más poderosos, porque las compañías eran más poderosas que las familias acomodadas de El Dorado, más que los empresarios, más que los señores del gobierno, más que ellos no había. Su futuro estaba asegurado si cumplía bien las órdenes.
El trabajo lo aliviaba, distrayéndolo, despreocupándolo de su soledad. Aunque las provocativas caderas de las mujeres transitando las oficinas de la Scooper, sus vestidos de colores y pilismilis en el cabello, le subían la presión o le quitaban el sueño. En este trance, echado en su cama, una noche escuchó sin querer las opiniones de Hortensia sobre las mujeres malas, indignada porque debían vender sus cuerpos para sobrevivir. Con un calor extraño que le subió a la cabeza, se levantó y salió a buscarlas.    

     En abril la noche de El Dorado es cerrada. Las estrellas titilan con dificultad junto a una luna blanquecina cubierta de manchas negras. Elías descendió por el lado izquierdo del cerro, entre las casas más apartadas de La Candela. Ya en el llano, llegó a la Costanera, la pista que conducía a las ladrilleras y las chancherías. Allí tomó un camión de transporte que atravesaba la ciudad de un extremo a otro. Con Elías adentro y con sus pasajeros enfundados de chalinas y los cuellos levantados, dando tumbos en la pista irregular, el auto marchó al "Loco Amor", el más conocido y antiguo prostíbulo de El Dorado. En las calles principales del lado viejo de la ciudad, decenas de hoteluchos llenos de tabiques vendían amor a todo precio. Decían que no había control sanitario de ningún tipo y por temor a las enfermedades venéreas, Elías prefirió el "Loco Amor".
     Imperturbable hacia el amor a esa hora de noctámbulos, desde las ventanas rotas del camión, Elías veía chozas muy pobres al borde de la pista. Inquietos, los pasajeros protestaban cuando el chofer detenía el auto para llamar a más pasajeros, invitándolos a gritos al "Loco Amor". Después, el auto seguía su camino entre comentarios jocosos, llenando de aliento cargado el interior. Elías empezó a sudar. Otra vez estaba acalorado.
     A ratos quería bajarse, en medio del camino, qué diablos. Pero en el carro del amor, todos buscaban lo mismo, y nadie tenía derecho a ser diferente. Recordó a Hortensia diciendo: “ésta es la ciudad de los sacrificios inútiles, donde el placer se paga muy caro, a pesar de ser tan barato”. A pesar de sus ganas de bajarse, como estaba previsto, el camión llegó al "Loco Amor", la enorme casa que alojaba a las más reputadas mujeres malas de la ciudad.

     Los vendedores de perfumes, huevos duros y calzoncillos, salieron al encuentro de los pasajeros. Intermitentemente, luces rojas y verdes daban al ambiente un aspecto festivo que desde algún rincón oscuro del salón la orquesta subrayaba con sus tambores y maracas. Elías avanzó en la penumbra de un corredor lleno de puertas entreabiertas con mujeres asomándose, enseñando una pierna, los senos, sus cabezas frondosas de pelucas rubias, o simplemente avisos con mensajes lascivos y provocadores. Se asomó por las puertas, mirando con rubor a las mujeres. Algunas eran muy bonitas, o así parecían bajo la escasa luz del corredor. Vestían calzones con arreglos de plumas y lentejuelas que destellaban en sus traseros, mientras seguían el ritmo de la música, suavemente, masticando chicle para el mal aliento.
     Amontonados en las puertas, los hombres las contemplaban con ojos libidinosos, preguntándoles sus nombres, cuánto cobraban. Ellas decían maritza cincuenta, elizabet sesenta, jannette cincuenta. A Elías no le gustaba ninguna, o tenía miedo de todas, pero siguió caminando, yendo y viniendo por el corredor. Los tambores hacían añicos el aire caliente. Una puerta se abrió violentamente y él se detuvo, asustado. Una mujer desnuda, abanicándose, retrocedió hasta la cama. “Hola, dijo, estaba esperándote, entra cariño”.
     El quedó inmóvil, tratando de distinguirla en la penumbra. Ella abrió más la puerta.
     -Pasa- le dijo, empujándolo sobre la cama.
     Y se le echó encima, susurrando palabras que no entendía, besando sus oídos. Después, despacio mientras lo desvestía, dando extraños ronquidos, dijo: "el hombre busca siempre a la mujer, es justo, no todo tiene que ser trabajo". Aunque ella trabajaba ya tiempo en esto, y no tenía verguenza. Había criado a sus hijos con su trabajo, podían estar orgullosos de ella.
Elías ardía como un incendio. Sin entender lo que decía, se abandonó a sus movimientos exactos y eficaces, oyéndola decir: "tengo experiencia, tengo lo que necesitas, tengo un diamante entre las piernas, tócalo con tu sexto dedo, y el cielo se convertirá en tierra, la oscuridad en luz, el final en principio, ven para lavarte". Después, lo lamió de pies a cabeza, cuidadosamente, deteniéndose en la verga, besándola con ternura, hablándole, como si fuera un niño. A punto de estallar, Elías vio que lo cabalgaba, llevándolo al trote y luego muy rápido a una alegría infinita que lo hizo sentirse el ser más importante del universo, y al poco tiempo, el más insignificante, antes que un vértigo de luces, con música de fondo, soltara todas sus amarras de su pensamiento y se desparramara en la mujer, con los pálpitos declinantes de su corazón clavado para siempre en este punto de la ciudad.
     Sabiamente, sin decir palabra, ella se levantó y luego volvió con un lavatorio y agua tibia. Mientras lo lavaba, mirando sus ojos encendidos, le dijo: “esto es el comienzo”. Poniéndose la ropa que ella le alcanzaba, a Elías se le mezclaron los compromisos, el que tenía con Dios, con su familia y consigo mismo. Después de cobrarle la tarifa, ella lo empujó, aconsejándole que volviera, "todas las puertas están en mi puerta y, por más que te alejes, esperaré esperaré, con mi abanico y mi diamante". El no entendió bien a qué se refería, aunque después de esa noche, no había nada en El Dorado que él no conociera.
     Afuera, los vendedores seguían vendiendo calzoncillos, huevos duros, con ají o sin ají a los clientes del burdel. Una brisa con olor a mariscos llegaba desde el puerto. Mientras esperaba el camión que lo llevaría de regreso, compró algunos caramelos para quitarse la acidez que le quedaba en la boca, deseando irse con su satisfacción a otra parte. El auto demoraba. A la luz pálida de los fluorescentes, cabizbajos, con las manos en los bolsillos y los ojos quebrados como cristales rotos, otros esperaban con él.
     Por fin, llegó el camión y los pasajeros bajaron ansiosos. Ocupó uno de los asientos vacíos, adelante. El chofer con una sonrisa pícara, le preguntó:
     -¿Ya?
     Y Elías, como tantas veces, sin saber si reír o ponerse serio, aún en el limbo recién descubierto, en esta ciudad, en este país, en este mundo, resoplando el perfume de mujer que todavía le quedaba en la piel, respondió:
     -Ya.

     Volvió muchas veces, buscando siempre a la misma mujer. Era curioso, siempre había una larga fila de hombres en su puerta, leyendo periódicos, mirando a ninguna parte, encogidos, con los brazos cruzados, esperando su turno ordenadamente. Elías no tenía más remedio que ponerse a la cola y esperar como los demás. Ya la conocía mejor y, como él suponía, también era de provincia. Se llamaba Elvira. Aunque algunas veces escuchó a los hombres de la fila preguntar por ella con otros nombres, ella le dijo que Elvira era su verdadero nombre, que solamente se lo confiaba a él porque le simpatizaba, que era un joven respetuoso y que le gustaba hacer el amor con él, ningún otro amaba con tanta ternura y auténtica pasión.
     En el breve tiempo que quedaba después del amor, mientras se vestía, ella le contó que en realidad tenía siete trabajos. Era costurera, cocinera, jardinera, lavandera, enfermera, madre de sus hijos cuando tenía tiempo y chuchumeca por las noches. “Pero ya nada es como antes, suspiraba, todo se ha puesto tan difícil, hay tanta competencia, y los policías no nos dejan trabajar, quién puede creer, el amor está prohibido en El Dorado”. Estaba segura que solamente el amor podía salvarlo, el amor.   
El padre de sus hijos la había abandonado tiempo atrás y se sentía sola y desprotegida, sólo en las noches con tantos hombres esperándola, se sentía acompañada y querida. Mirándolo con sus ojos brillantes, con el maquillaje negro y rojo de sus párpados, una vez le dijo:
     -No vayas a creer que todo es color de rosa, no. Solamente puedo trabajar hasta la medianoche, y en realidad es poco lo que gano.
     Desde entonces, Elías agregó algunos pesos a la tarifa establecida.
     -Eres consciente- le dijo ella, agradeciéndole las propinas que se incrementaban cuando le contaba sus penas, sus necesidades, mientras lo cabalgaba. Después de persignarse por pensar en su santo nombre, Elías se preguntaba porqué Dios era injusto con las personas buenas o inofensivas y tan generoso con otros. Ella era amable con él, no había noche que no lo desnudara con cuidado, lamiéndolo de pies a cabeza, como le gustaba, abrazándolo con sus pechos tibios y, atenazándolo con las piernas, mientras le ofrecía su hoguera encendida.
     Después, le daba un palmazo, pidiéndole que se vistiera rápido porque tenía compromiso con sus hijos y faltaban muchos clientes. Siempre hablaba de sus hijos. Una noche lo conmovió tanto su amor de madre, su abnegación en ese trabajo repudiado, que le pidió conocer a sus hijos, pensando que nada le costaba regalarles una alegría, comprarles una golosina o sacarlos a pasear un sábado. Ella se opuso terminantemente.
     -Nunca llegaré con un hombre a mi casa- le dijo en seco- para ellos soy una santa.
     De acuerdo con eso, Elías quedó profundamente conmovido. Vació sus bolsillos y le dio todo lo que tenía, menos su pasaje. Afuera, mientras esperaba el camión, estuvo contento por haber encontrado una buena mujer mala, aunque no supiera de dónde le venía una desolación que entristecía su alma.

     Después de tomar el camino de escaleras, atravesado por pensamientos que oscurecían su mente, entró en silencio a la casa. Todos ya estaban durmiendo y solamente se oían los ronquidos de Juan. Furtivamente, para no despertar a nadie con los crujidos del catre, se echó en su cama sin quitarse las ropas, y dormir las pocas horas que faltaban para el amanecer.
     Pero no tenía sueño. Se propuso no volver a ver a Elvira, era claro que su vida estaba trazada de cabo a rabo, hasta tenía sus propias penas. ¿Porqué iba a sobrellevar penas ajenas? Antes de caer en las primeras olas de sopor, un sentimiento de compasión lo envolvió. Pensó que debía buscarla al día siguiente por última vez, para que sepa que estaba decidido a no verla, para que no lo espere más.
     Volvió por última vez muchas veces. Ella le contaba sus tristezas más recientes, su alegría cuando Elías llegaba llevándole choclo con queso, flores o maní confitado. Sazonaba la visita con cuentos colorados que lo ruborizaban, él prefería que le cuente cómo era el "Loco Amor" cuando los clientes se marchaban y ellas quedaban solas. Pero Elvira lo apuraba dulcemente, diciéndole "justo ahora van a reunirse las muchachas para exigir mejoras, la dueña está llegando al colmo cobrando tanto por los cuartos". Y él terminaba vaciando sus bolsillos, como siempre, pero nunca sin arrancarle un cariñoso beso de despedida.
     Así pasaban los días de Elías. Hasta que una noche, después de tomar el camión en la Costanera, no la encontró en su cuarto. En su lugar halló a otra que para nada se parecía a Elvira, pero que se llamaba como ella, Elvira. No era casual, evidentemente, era una impostora. Corrió por todos los cuartos, buscándola con agitación. Sin encontrarla, casi desalentado, se cruzó con la mujer de la limpieza, la que proveía agua a los cuartos y que él ya conocía. Le preguntó por Elvira, pero ella mirándolo con sorpresa después de olerle el aliento para cerciorarse que no estaba borracho, le dijo que en los diez años que trabajaba allí no conoció jamás a ninguna Elvira. Elías recordó que nadie más que él sabía su verdadero nombre, y entonces, con los ojos cubiertos de lágrimas, se echó a buscar a Elvira por las calles del mundo.

     Llegaba a la oficina con la misma puntualidad, peinando cuidadosamente sus cabellos, atento a lo que mandaran sus superiores. Así era él, también en la casa, con Hortensia y los muchachos, llevándoles sus víveres, contribuyendo con las cosas que necesitaban para espantar las urgencias, como decía ella. En realidad él solamente pensaba en Elvira, la mujer que le había enseñado a ser hombre, la que lo desnudaba con los ojos, esa. Cuando su imagen se borraba en su pensamiento, él se detenía, allí donde estuviera, para reconstruirla.
     Un día, andando por las calles, buscándola en los paraderos, no supo cómo describírsela a un vendedor de periódicos, los que se paseaban por la ciudad, mirándolo todo. Es que cada vez que la había visto, Elvira usaba una peluca o un peinado diferente y distintos maquillajes que cambiaban la forma de sus cejas y su boca. Solamente sus ojos, sus profundos ojos negros eran siempre los mismos, mirándole el pensamiento. Si tampoco su nombre era verdadero, no sabía qué referencias dar. No tuvo más remedio que emprender una búsqueda personal, agudizando al máximo su sentido de la observación. A veces le parecía verla a lo lejos, de espaldas, llevando un niño de la mano, entre los cientos de transeúntes de las calles principales, a las horas más concurridas, y la alcanzaba, corriendo a toda velocidad, pidiendo permiso, atropellando, pidiendo perdón, pero siempre terminaba disculpándose por el error.
     Otra vez creyó verla agazapada en un camión de ejército, detenida junto a trabajadores que protestaban. Recordando que habría reclamos en el "Loco Amor", corrió como un caballo desbocado hasta alcanzarla. Los soldados pararon el camión y lo subieron a la fuerza. Arriba, él se acercó hasta la mujer y, otra vez equivocado, le suplicó al oficial, él no era un despedido exigiendo su reposición como los demás. Solamente en el cuartel lo dejaron ir, después de mostrar el documento que le dieron en la Scooper. En otra ocasión, confundió a Elvira con un hombre que paseaba abrazado de otro hombre, vestido de mujer. En un arrebato de desilusión, aplastado por el chasco, decidió olvidarla para siempre.
     Comenzó a enamorar a sus vecinas, salía con ellas, las llevaba al cine, tratando de conocerlas en la oscuridad. Incluso, seguro que ya era tiempo, le propuso matrimonio a la hija de Julito, el de la tienda. Tenía un empleo estable y como no veía a Elvira, sus ahorros se incrementaron, podía decirse que era un joven con un futuro que muchos en El Dorado envidiarían. Los preparativos para el matrimonio se iniciaron apresuradamente, y faltaba poco para la boda que se celebraría en la casa de ella.
     Pero todo se echó a perder, una tarde saliendo del trabajo, Elías encontró en su camino a una niña que se había perdido y lloraba amargamente llamando a su mamá. El le preguntó por su nombre y el de su mamá, y como ella le contestó, sollozando, Elvira Elvira, Elías palideció. En ese momento comprendió que no quería saber nada con la hija de Julito. Después de consolarla comprándole maní confitado y cancha, zapatos y un vestido, llevó a la niña de la mano hasta el local de la policía, seguro que su madre aparecería en cualquier momento, y se pondría contenta al encontrarlos felices a los dos. Esperó mucho en el local de la policía. Al anochecer la madre apareció, y el corazón quiso salírsele por la boca no sólo porque no era la Elvira que él quería ver, sino porque la mujer lo miró con cólera y suspicacia, mientras le revisaba el calzón a su pequeña hija.

14


     Después de ser elegido presidente de El Dorado, el ingeniero Secada inició un plan de gobierno que tenía el propósito de acabar los reclamos de la población, sin la crueldad establecida como método por los militares. Pero fueron los mismos militares los encargados de aplicar el plan, y cambiaron efectivamente su imagen sanguinaria regalando máquinas de escribir y víveres en los barrios y aldeas pobres que rodeaban El Dorado, después que las tropas las saquearan a medianoche, buscando agitadores. A veces el presidente llegaba también, acompañado de periodistas de radio y televisión, una comitiva de secretarios y guardaespaldas armados hasta los dientes, junto a tanquetas artilladas que bloqueaban la entrada a las pistas.
Tomadas las previsiones, se anunciaban los regalos ruidosamente para que los vecinos aplaudieran cuando los fotógrafos dispararan sus cámaras. Muchos aplaudían con verdadero entusiasmo y recibían sus regalos obligados por la necesidad, nunca habían visto un presidente ni una comitiva de ese tamaño, y estaban satisfechos con la luz eléctrica y las cañerías de agua potable que ya se conocían en casi todos los barrios de El Dorado, incluso en la parte alta de La Candela, gracias al ingeniero Secada.
     Con grandes ademanes, valiéndose de un altoparlante, el ingeniero Secada decía que estaba sacando al pueblo de la oscuridad para llevarlo a la luz del progreso, como ya lo había hecho en los barrios residenciales. La luz eléctrica a lo largo de las avenidas troncales uniría a los barrios hacia el norte y el sur, era el sueño de toda la población porque reemplazaría para siempre los mecheros de kerosene o gas, las velas y los lamparines, que todavía defendían El Dorado de las tinieblas de la noche. Sin embargo, cuando los primeros focos del alumbrado público se quemaron y nunca fueron repuestos, muchos pensaron que la luz de luciérnagas encerradas en un pomo duraba más.
     Los negociantes de aparatos eléctricos al crédito se multiplicaron. Buena parte de la población estaba enlazada a las corrientes de opinión que propiciaban la radio y la televisión. En las calles principales, las tiendas vendían aparatos increíbles que llenaban las veredas de transeúntes asombrados delante de sus vitrinas. Novedosas máquinas mataban a los chanchos y, en un dos por tres, los convertían en embutidos y, apretando un botón, en sanguches con cebolla. Máquinas para cortar el pelo, para rizarlo, para afeitarse. Pero el ingeniero Secada sabía que en la ciudad las máquinas más impresionantes -porque más se necesitaban- eran los ómnibuses de transporte, los inmensos autos de dos pisos con una chimenea que botaba humo transparente. Pronto las calles se llenaron de nuevos ómnibuses, bautizados con nombres de santos varones o destacados representantes del gobierno. A velocidad de carretas, entre el tráfico enredado discurrían atestados de pasajeros, de pie o durmiendo en sus asientos, agarrados de sus boletos.
     El Dorado crecía sin esperanzas en el futuro. Frecuentemente, los buses interprovinciales llegaban cargados de pasajeros que traían noticias terribles del interior. Con un hambre intolerable, los campesinos más pobres invadían las tierras prósperas de los terratenientes y las aledañas de los centros mineros, donde además se apropiaban de dinamita. En los enfrentamientos con la policía local hubieron decenas, cientos de muertos, de ambos lados. Los periódicos ocultaban las noticias llenando sus páginas de horóscopos y acertijos, concursos para ganarse refrigeradoras, grabadoras y televisores a color. Sin embargo, en los boletines que publicaban los ingenieros de las compañías mineras, reconociendo que la superproducción era un objetivo patriótico, advertían que la ola de insurrección y saqueo que se gestaba en las alturas era el suceso más grave de la historia de El Dorado.
     En los círculos oficiales, desde el ingeniero Secada hasta el empresario más desprevenido, todos estaban al tanto de la situación. Los militares ya movilizaban tropas antisubversivas al interior del país. 
       
     Modernidad era la palabra de moda. Había luz eléctrica, y los autos nuevos daban vueltas por las desvencijadas calles del centro, hasta los barrios más pobres y las invasiones. Modernidad era la palabra que justificaba los desalojos de los callejones tugurizados para levantar en su lugar edificios de veinte pisos, con ascensores automáticos, como lo exigía el pujante movimiento comercial. Las oficinas, concentradas en puntos estratégicos de la ciudad, eran resguardadas por soldados del ejército. “Modernidad” decían los pequeños comerciantes cuando revolvían sus costumbres pueblerinas y se cambiaban a la religión más exitosa, "La Iglesia de los Dioses de los Ultimos Días" que recomendaba a sus feligreses invertir en negocios de toda clase, por más turbios que fueran, siempre que colaboraran con el sostenimiento del templo que, casualmente, dirigían comerciantes de éxito.
     Modernidad, decía el amigo C., también quiere decir más hambre, con los adelantos adornando las vitrinas del centro, como un biombo ocultando la corrupción. Y abandonar las tradiciones más saludables arraigadas en el pueblo, sus voces profundas, que desde cientos de años, le enseñaron a reconocer lo correcto.
     Las luces de neón en los avisos publicitarios ilusionaban a la población con pollos de artificio, friéndose al contraste de la noche, y después desapareciendo. “Como si se los tragara el diablo”, decía la gente. La pavorosa desocupación, los bajos sueldos obligaba a trabajar horas extras en empleos adicionales. "¿Porqué vivir en este valle de lágrimas, trabajo forzado y muerte?", se preguntaban muchos. Otros, entusiasmados por la llegada de la modernidad, seguros que trabajando más y más, con la voluntad de todos y la ayuda de Dios, creían que llegaría el destino que merecía El Dorado.
     La muerte por enfermedad y desnutrición aumentaba día a día. A la entrada de la ciudad, los cementerios clandestinos lucían sus cruces de ramas secas sobre la tierra arenosa, ocultando a medias los cadáveres de niños, de hombres y mujeres, enterrados en precarias bolsas de plástico. En la misma orfandad de sus muertos, los familiares carecían de medios para comprarles un ataud de madera, vestirlos de negro y enterrarlos en los camposantos de la iglesia, como mandaba la ley. Los saqueadores de los cementerios clandestinos, revolvían por las noches los cadáveres, y si tenían suerte, les encontraban alguna sortija, o las curaciones metálicas de sus muelas que vendían por gramos en el centro.
    
     Nunca como en esos días, a Juan le sobrevenía una terrible impaciencia. Nada lo revelaba más que oír a sencillos hombres y mujeres repetir ciegamente los estribillos de las propagandas radiales y la televisión. Eran arranques de un desencanto desmesurado que no podía contener. En los ómnibuses, llenos de gente, la radio a todo volumen difundía canciones aparatosamente sensuales. Mientras los niños subían a pedir limosnas o los obreros despedidos vendían caramelos, él hubiera querido dirigirse a todos los pasajeros, exigirles que no perdieran la cabeza y que observaran en rigor la vida que vivían. Pero le faltaba aliento y debía bajar, seguro que esa lata de sardinas y con ruedas viajaba hacia un incierto destino.
     En cambio, Elías estaba convencido que uno podía procurarse una felicidad personal en este mundo. La música estereofónica llegaba a sus oídos por los auriculares que compró para escuchar la canción que le recordaba a Elvira.
     Mientras tanto, haciendo algunos ahorros, Hortensia se compró el pañuelo de seda con que soñaba, y tan pronto lo compró se lo puso. Tuvo una sensación extraña cuando, regresando del mercado con su pañuelo al cuello, un hombre la miró con insistencia y, sonriendo, le dijo un piropo. Hortensia regresó turbada y confundida a su casa. Allí se lo contó a Elías, y fue peor.
     -Es que eres bonita- le dijo, mirándola con unos ojos que nunca le había visto.
     -Déjate de disparates, Elías, y alcánzame la tabla de picar- contestó ella, sobreponiéndose.
     Decidió entrar a trabajar por horas en un taller de costura abierto cerca de su casa, donde confeccionaban camisas, pantalones y faldas. Se pondría fuerte con Juan si se oponía. Pero no hubo problemas y el trabajo le cayó como anillo al dedo.
     Y se olvidó del pañuelo, más que nada por los cambios que presentía.

     A las penumbras habituales, en casa de Camilo se añadían señales extrañas. Su padre llegaba por las noches y se tiraba en la cama, arrojando sus ojotas contra la pared, absorto en los libros que ocupaban su atención. Con tal indiferencia, Hortensia temía hacerle alguna pregunta, y por la forma como se conducía, a veces creía que andaba mal de la cabeza. Pero no mostraba preocupación. Tanto tiempo sus cuerpos no se encontraban, que ni siquiera llevaba la cuenta de sus reglas. Aunque una noche, borracho y torpe, apretándola al filo del catre, sin esperar que ella se acomode, la penetró. Juan estaba volviéndose un desconocido, y ella sabía que si le daba importancia, restándosela a sus hijos, terminaría desconociéndose también.

     En el horizonte de su pensamiento, con terca obstinación, Camilo deseaba encontrarse otra vez con Lady y confesarle que pensaba en ella todas las horas del día. Le disgustaba que su madre no se esforzara por hablar con su padre, y que discutiera sólo con Elías los sucesos domésticos, aunque reconocía que él llevó nuevos aires a su casa, la radio, la plancha y, después, la cocina a gas de kerosene. ¿Acaso no era por él que tenían luz eléctrica? Sus hermanos también lo reconocían. Pero cuando Elías conversaba animadamente con su madre, y ella le daba órdenes al oído, o él hacía alarde de su cuenta en el banco con los pantalones acampanados, sonriente con sus lentes ahumados, Camilo no quería regresar a su casa.
     Elías pensaba igual, pero al revés. No quería perderse en el mundo de tentaciones que aparecía con el dinero en los bolsillos. “No es pecado ahorrar”, pensaba. Tenía su libreta en el banco, y descontando los gastos que ocasionaban las invitaciones que hacía a algunas vecinas, no le preocupaban ni la luz ni otros pagos. Además, preocupado por sus ahorros, se le quitó la manía de preguntar por Elvira en las calles.
Camilo no tenía tanto dinero como Elías, pero el que conseguía con su trabajo, le enseñaba que solamente sirve para comprar ilusiones. “Lo verdadero no tiene precio, se consigue con el corazón y el pensamiento bien puesto”, pensaba, silabeando una vieja canción, allá él, allá él, allá él
     Había visto a algunos en el grifo, y también en el barrio, desgañitarse por más y más plata. Pero en el clima de creciente violencia, el que menos andaba armado. Los revólveres eran muy baratos en el mercado negro, y los cuchillos se procuraban fácilmente. Un conocido formó una banda. En el barrio todos lo sabían. Caminaban en grupo y armados, y seguramente les iba bien en sus atracos, siempre andaban invitando a todo el mundo. Hasta que uno cayó muerto, apedreado en la cabeza, por tratar de robarle a otro pobre.
     Camilo quería trabajar honradamente, pensando en Lady.

     Pensando en Lady, en su casa agujereó la pared de madera que daba a la casa de ella, para no perderla de vista mientras distraído en sus tareas escolares, ella salía a su puerta. El agujero fue creciendo y pudo colocarle un pequeño espejo para verla en dos direcciones, si acaso iba a comprar o si alguna amiga la buscaba. Pero el que salía siempre era Erick, el hermano dientudo que lo miraba con cólera cuando se cruzaba con él. !Todo lo que soportaba el pobre Camilo!, hasta se quedaba callado si Erick lo insultaba tontamente. Algo tenía que sacrificar para seguir soñando con sus labios, con sus manos suaves y pequeñas, con su cuerpo ondulado y ligero, pensaba.
     Estaba enamorado. Y como decía la canción, quería ser su dueño. Cuando ella salía al colegio, un ómnibus la recogía y la devolvía hasta su puerta. Otros alumnos viajaban con ella, muchachos y muchachas que alborotaban por las ventanillas, arrojando papeles o piedrecillas a los vecinos. “Ella viaja adelante, sentadita y sin moverse, ¿pensando en mí?”, reía Camilo. Viéndola con su uniforme de colegiala, abrazando sus cuadernos y con los cabellos atados con una cinta, Camilo suspiraba.
     Sin que ella lo supiera, al influjo de no sabe qué hechizo, una vez corrió tras el auto. Cortó camino por el cerro, sin quitar la mirada del asiento donde ella asomaba en la ventana, deslizando media sonrisa por un costado de su rostro. El ensueño acabó de pronto cuando Erick, sacando el cuerpo por la ventana, gritó:
     -!Oye, oye! !No nos sigas, cojudo de mierda!...
     Se detuvo bruscamente. ¿Qué había dicho? Sus zapatos quedaron destrozados, pero más que nada se desgastaron sus sentimientos porque, mientras se sacudía el polvo, pensó que de verdad ella nunca iba a corresponderle con ese hermano, con esos padres, con esa casa, con ese ómnibus.

     Ya casi terminada, la casa tenía dos pisos con un balcón, donde nunca se le veía a Lady. Con la cabeza llena de canas, Camacho siempre tenía la ropa limpia, pero los sábados él mismo lavaba el otro carro que compró, un auto negro bien conservado, que cuidaba celosamente como si fuera una persona. La madre pasaba de largo, sin detenerse a conversar con las vecinas, luciendo sus zapatos de taco y su cinturón de moda en las caderas. En verano, Camacho empezó a llevar a sus hijos y a todos los sobrinos a la playa. Con sus pelotas, sus carpas y sus salvavidas, entraban apretados en el asiento de atrás mientras los adultos iban adelante. A Camilo se le veía la tristeza en los ojos cuando Lady y los muchachos salían alborozados subiendo al carro para tomar la pista que llegaba al puerto.
     Un día Perico le dijo a Camilo:  
     -El amor lo vuelve a uno maricón.
     Camilo se molestó mucho. Maricones son los cobardes y los hombres que no le gustan las mujeres, respondió. A él no sólo le gustaban, además les escribía poemas.
     Perico lanzó una carcajada. Era evidente que sus amigos no tenían las mismas preocupaciones. ¿No trabajaban como él? Ya ni se veían, aunque a veces los domingos salían a caminar o iban al cine de la avenida. Junto a su hermano mayor, Pulga atendía el trabajo con las verduras. Perico trabajaba como albañil, y lo buscaban para pintar paredes. Había crecido mucho, pero siempre miraba por encima del hombro los problemas de los demás y les daba soluciones crudas y directas. !Ese Perico! Su padre vendía materiales de construcción y necesitando ayuda con el cemento y los ladrillos, él decidió no ir más al colegio. Era humilde como Camilo y Pulga, pero siempre parecía saberlo todo. Y aunque no les gustara a muchos, Perico era el más resuelto y consciente.
      A su lado, era fácil que su asunto con Lady fuera pura tontería. Pulga no era tan terminante en sus opiniones. Aunque en el fondo le parecía que eso de enamorarse y escribir poemas era para idiotas. Apenado por los comentarios de sus amigos, aquella vez recordando al Loco, casi sin darse cuenta, Camilo tomó el camino que conducía a la pampa, como tanto tiempo atrás.
     Ya no tenía el ánimo de hacer fogatas, como antes, a pesar que los cerros de basura aumentaron notablemente. Sólo quería volver al chispoteo de la candela, aunque sea en su memoria. Más abajo, en la parte más rocosa de la pampa, donde las lagartijas y las iguanas tenían sus madrigueras, vio una fogata encendida seguramente por los basureros o por los más pequeños que siguieron las costumbres de los grandes. Se acercó, sus llamas rojas y azules reverberaban con fuerza en medio del basural, iluminando el entorno. Pero alguien más estaba allí. Al contraste de las sombras, al otro lado del humo, vio dibujarse una silueta en cuclillas. Camilo rodeó la fogata tomando distancia, después se acercó: era una figura conocida. Cuando se acercó más, la silueta se incorporó y, alisándose el cabello grasiento, le dijo:
-Ah, eres tú, miserable.
     Era el Loco. Fue difícil reconocerlo, había cambiado mucho, tanto en el atuendo como en su rostro.
     -Quería reparar esta batea- dijo señalando un recipiente de plástico cerca de la fogata-, pueden darme algo por ella, pero ya no sirve, está demasiado rota.
     Y se alejó. Pocos pasos después se detuvo.
     -Tú eres Camilo, ¿no?- le preguntó.
     -Sí- contesto Camilo, todavía perplejo.
     -Toma, te regalo- dijo él, después de meterse la mano al bolsillo.
     Era el cuchillo. El cuchillo con mango de nácar que Camilo ya conocía.


                                                                                                                                                                    15

    
     Las grandes chimeneas de las fábricas y de las minas cercanas echaban un humo negro que se descargaba sobre la ciudad. El viento del este estacionaba el humo en las faldas de los cerros, en los declives aledaños a la ciudad, en las calles. Todo se llenaba de un tizne grasoso que ensuciaba las rostros de los habitantes de El Dorado. La gente se refería a él como "el humo moderno", y se preguntaban si los problemas gástricos, las ganas constantes de escupir, las frecuentes intoxicaciones de los niños, ¿no tendrían relación con el humo?
     La Asociación de Astrónomos Aficionados, más de una vez emitió informes alarmantes acerca del grave riesgo epidémico que acechaba a El Dorado, ya no sólo por el hacinamiento en los estrechos barrios del centro y en las paupérrimas condiciones de vida de los más pobres, sino también por efecto del colchón de gases desconocidos que flotaban en el cielo. El oxígeno que se respiraba tenía contenidos extraños y mala calidad. Sin embargo, a pesar del humo y de las condiciones de sobrexplotación que les imponían a los trabajadores, las esperanzas de muchos estaban puestas en las nuevas fábricas, en las minas.
     Y al mismo tiempo, los hijos de los trabajadores más antiguos, muchos jóvenes, recogiendo el eco de las tradiciones colectivas que heredaron de sus padres, rememorando leyendas trasmitidas de generación en generación, armados de la experiencia de los pueblos del mundo y formándose en ciencias y filosofía, entendiéndolo todo como un constante debate, comenzaban a definir posiciones frente a la realidad. Cada día eran más. Eran los desempleados, los obreros más humildes, los campesinos pobres, y a la cabeza los hombres de la Montaña. Se reunían en las plazas, en los acantilados, discutían agitadamente, y eran generalmente confundidos con las sectas religiosas.

     Y cada día aumentaban los cultos nuevos. Aparecían en las calles ruidosamente, con predicadores y profetas de todos los aspectos. La religiosidad de las familias, el profundo deseo de unidad, las conducía a los templos buscando palabras de aliento, una fe que explique el destino, razones contra la decadencia. Los jóvenes conscientes criticaban la gratuita confianza que sus padres daban a sus creencias, y se oponían enérgicamente a que entregaran sus pobres salarios al mantenimiento de los templos. "El problema no está en el cielo", decían.
     Y efectivamente, no fue casual que el gobierno del ingeniero Secada terminara de construir la catedral y, reunido con las cúpulas eclesiásticas y militares, prometiera el apoyo del Estado para levantar más iglesias en los barrios humildes.
     -Para que la doctrina llegue a todos por igual y enriquezca la cuota de oración que garantiza un lugar en el paraíso- dijo por la televisión.
     En las campañas de evangelización el alto clero participaba activamente, sin mezquinar una hostia, una misa al aire libre o el reconocimiento de santos de dudosa reputación, como tantos que aparecieron en el culto popular, con milagros fabulosos a orillas del río o proezas místicas que testimoniaban sus seguidores apasionadamente. Valiéndose además de bendiciones por correo y perdones tanto por cuanto, para los creyentes en desgracia, siempre que volvieran al culto y apoyaran el sostenimiento del clero, la iglesia se las ingenió para recuperar su antigua influencia.  La Iglesia de los Dioses de los Ultimos Días tuvo que actualizar su decálogo para competir con una iglesia secular modernizada que le pisaba los hábitos, dispuesta incluso a legalizar el pecado.
     Mirando las iglesias, con sus bóvedas llenas de gallinazos o sus gigantescas torres, y los estadios o las losas de cemento construidas en los barrios, muchos, en el ensueño de la fe o la emoción por el éxito deportivo, remojado en alcohol, pensaban que verdaderamente en El Dorado quedaba la tierra prometida.

     Una cadena de explosiones, más fuertes que las que se escuchaban los años bisiestos por las tormentas tropicales, remeció profundamente las montañas y serranías de El Dorado. Como si estallara una montaña. Los hombres del campo se levantaban en armas y declaraban la guerra al Estado que dirigía el ingeniero Secada. Todo el mundo se enteró, pero del Departamento de Seguridad del Estado salió la orden de restar importancia a la noticia, para no generar expectativas ni comentarios en la población urbana. La noticia no se publicó ni en la primera plana de los periódicos nuevos ni en alguna de los antiguos, aunque en una revista de acontecimientos provincianos, al lado de estampas costumbristas, aparecieron reseñados los primeros enfrentamientos, con su nefasta secuela de muertos y heridos.
     Aún cuando se quisieron ignorar los hechos, éstos eran demasiado elocuentes y resonaron como truenos en la conciencia de los trabajadores. No había base sindical que no comentara los sucesos, entre amigos, o en las cantinas, a baja voz, los soplones apostados en todas partes buscaban datos de células urbanas para venderlos a la policía o al ejército. Las voces discretas fueron creciendo hasta convertirse en un sordo rumor. Pronto el comentario, tenso y crispado, era el mismo: algo está pasando en El Dorado, los pobres del campo se levantaron.

     Elías podía considerarse muy afortunado. Siguiendo su propio camino, había llegado a trabajar en la Scooper, aprender varios oficios, tener algún dinero ahorrado y conocer todas las canciones de moda. Un dolor, sin embargo, crecía en su espalda, a la altura de los omóplatos. A veces no lo dejaba caminar de frente, como si tuviera alguna vértebra dislocada. “No es nada, al lado de tanto enfermo que se ve en las calles”, pensaba. Era su sentido de la oportunidad, creía, el que le sirvió, a la hora de cumplir con el trabajo que se acomodara mejor a sus deseos. Y hasta la fecha nada era mejor que trabajar con la compañía, es decir, modernidad de verdad, máquinas de todo tipo y sobre todo resultados automáticos.
     En el almacén ayudaba a descargar máquinas increíbles, para contar dinero, para dar vuelto, pequeños bancos electrónicos, computadoras y calculadoras de bolsillo. Sin mucho pensarlo, estaba en El Dorado, y bien, sin problemas en medio de tanto malestar. Era sensible a los problemas de los demás, principalmente en su casa, siempre colaboraba.
     Una vez se cruzó con Juan en la calle, y se saludaron. Juan deteniéndose brevemente le dijo “!ah, mi hermanito!”. Después le habló de los grandes cambios que se anunciaban en El Dorado, de los importantes acontecimientos que se aproximaban, de la urgente conciencia que exigían los tiempos. Elías le dijo sí, claro, sabiendo que los murales de la Scooper no decían nada de eso, solamente dijo sí si.
     “Así es él”, le dijo Hortensia después.
     Seco en su espíritu el recuerdo de Elvira, buscando el milagro que transformara su vida, volvió a detenerse delante de los predicadores. Con frecuencia escuchaba sus historias conmovedoras, enlazaban a la perfección con las que escuchó en su lejano pueblo, en su escuelita rural. Decidió participar en un curso superintensivo que unos monjes de blanco dictaron en la plaza principal. Allí, desde los púlpitos ambulantes, a través de parlantes, reclamaban a los transeúntes convertirse a sus dogmas como respuesta a la indolencia del alto clero, que en complicidad con el gobierno hacían de esta tierra un mundo de pecadores, con una felicidad fugaz y pasajera. Recomendaban la lectura memoriosa de unos evangelios adaptados donde establecían como únicos deberes el amor de unos a otros y la entrega del diezmo de fe.

     Llegaron a traer hasta El Dorado a su predicador principal, el apóstol Kalito Lito. Elías fue a escucharlo, como tantos, como miles, esperanzados en su verbo divino, en sus poderes curativos y en los milagros que impresionaron a numerosos testigos y que convertían al incrédulo en un hombre nuevo, aureado de una luminosidad azul que le abría las puertas del éxito y de la salvación.
     Cientos de inválidos llenaron el estadio recientemente inaugurado y entregado a las Ligas Deportivas. Miles de hombres y mujeres, convencidos de la magia que Dios entregó al santo varón, lo vieron subir al tabladillo levantado en el centro de la cancha. El apóstol Kalito Lito pronunció con acento extranjero oraciones que muchos ya conocían y que repitieron llenos de fervor. Cuando pidió que se acercaran los enfermos, de manera ordenada, en filas, Elías no dudó en ponerse a la cola para preguntarle por su dolor en la espalda, que ya lo obligaba andar de costado.
     Ya en la madrugada, le tocó su turno. El apóstol lo miró, le pasó la mano por la espalda y le dijo:
     -Usted está enamorado o lo están enamorando, una de dos, pero enfermo no está.
     Elías regresó a casa un tanto confundido. No le pasaba la impresión de ver tanta gente en las colas, suplicando, llorando, pidiendo milagros imposibles, y después, lo que le dijo Kalito Lito. Enamorado de Elvira ya no estaba, eso era seguro, aunque pensando en los milagros que prestigiaban al apóstol, su infinita capacidad de ver los residuos de una emoción intensa en su corazón, decidió llevar en el pecho la cruz que caracterizaba a los seguidores de Kalito Lito, vestir preferentemente de blanco y dar sus votos de fidelidad a la secta.

     Cuando lo vio Hortensia, contrito y lleno de una fe sin más asidero que su credulidad y su deseo de solucionar preocupaciones íntimas, teniendo resuelto el bolsillo, ella se rió de buena gana.
     -Hay un dicho, "a Dios rogando, y con el mazo dando"- le dijo-. Todo eso es pura charlatanería, Elías.
     Ciertamente, Dios vigilaba cada paso de los hombres sobre la tierra, pero no creía que hubiera autorizado a alguno expresar en su nombre los sagrados designios establecidos para el mundo, y menos para El Dorado. “¿O sí?”
     La verdad que tenía tantas dudas. También ella estaba preguntándose por Dios, tenía que reconocerlo, sí. A veces le parecía que se había olvidado de los hombres, o que estaba enfermo, como decía el poeta. O quizá Dios era la canción de arrullo para adormecer a los trabajadores, como dijo tontamente Juan, cuando la sorprendió poniéndole velas al Señor de la Exaltación. “Ese es un pecador, un diablo, en eso se está convirtiendo...” pensó. Lo extrañaba, sí, pero ya no la salvaría de ninguna duda, aunque a veces pensaba como él: ¿porqué salían las procesiones a las calles, se organizaban jornadas de penitencia y los bautizos eran gratuitos cuando se convocaban elecciones de autoridades, alcaldías y diputaciones?
     -El diablo también usa sotana- dijo riendo.
     -¿Tú crees?
     -No sé qué pensar, Elías, discúlpame la risa. Miramos tanto al cielo, la verdad no sé, pero ese Kalito Lito me parece un falso.
     -Tienes que verlo. No te imaginas la gente que sana, con sólo poner su mano en el ojo tuerto para que vea, en la pierna coja para que ande, en la...
     Y se detuvo, mirándola a los ojos.   
     -Mira- agregó, sacándose la camisa- yo tenía una curva aquí.     
Hortensia observó su pecho desnudo y los hombros redondos. No pudo contener una mezcla de curiosidad y de atracción. “Entonces le han hecho un milagro”, pensó. Dejó la sartén donde freía huevos y se acercó, conteniéndose, le pasó las manos por la nuca diciéndole suavemente por la espalda “eres un hombre bueno, Elías, pero un poco ingenuo”. Y volvió a la cocina.
     Elías sintió una brisa fresca que le ventiló el corazón. Se abrochó la camisa. Los miles de seguidores de Kalito Lito se redujeron a nada en su cabeza. Hortensia decía las cosas con tanta seguridad. De todos modos, siguió asistiendo a las reuniones de su iglesia, pero pronto comenzó a mirar las cosas con detenimiento. Verdaderamente, habían cosas un poco turbias. La iglesia oficial estaba en conversaciones con la Iglesia de los Dioses de los Ultimos Días, y ambas delegaron a Kalito Lito como embajador ante las multitudes. Entonces Elías se preguntó ¿dónde está la diferencia? Ella tenía razón, ella siempre tenía razón. Después de la oscuridad tenebrosa y la secuela de angustia que le dejó Elvira, aún cuando creía que Kalito Lito era un ser prodigioso, Elías veía en los ojos de Hortensia la luminosidad suficiente para alumbrar su camino diario a la Scooper.
    
     Le gustaba su trabajo, estaba contento con lo que le pagaban, no lo trataban mal, y sin embargo, pensaba que tanto tiempo en El Dorado y después de conocer a tantas mujeres, solamente Elvira logró penetrar en su corazón, aunque en realidad sólo confiara en Hortensia.
     Caminando con las manos en los bolsillos, por las calles de El Dorado, bajo el cielo gris de la ciudad, cruzando las esquinas hediondas y los charcos llenos de zancudos, pensó que el dinero no era nada sin amor y para llegar a él no necesitaba ni un apóstol ni una mala mujer. La canción de moda recomendaba tener salud, dinero y amor, sino la vida no vale nada, pensaba. La salud y el dinero se consiguen con trabajo, pero el amor, qué será, una pena en tu corazón.
     Le habían pagado, tenía el sobre en el fondo del bolsillo, intacto, sin abrirlo. Así se lo entregó a Hortensia.
     -Guárdamelo- le dijo-. Si necesitas algo, lo tomas, déjame un poco para los pasajes y para comprar fruta.
     Hortensia lo miró apenada. Estaba tan solo.