RETABLO EL DORADO Cps 16, 17, 18




 "Juan conoció a Hortensia en una de las primeras fábricas que aparecieron en El Dorado. Trabajaban la caña que venía del norte, la miel y el azúcar. Ella era también obrera como él, dulce como todo lo que hacían allí y laboriosa como las demás. Al principio, tenían los mismos problemas que se les presentaba a los jóvenes enamorados de esta ciudad, es decir, buscando un lugar donde estar solos, iban de parque en parque al encuentro de sus cuerpos amantes. Pero el asunto del dinero, de los gastos en sus comidas pasanderas, de los pasajes y sobretodo de las camas que alquilaban en los hoteluchos del centro, los decidió a participar en la invasión para después irse a vivir juntos".

Ilustraciones: Francisco Izquierdo

16


     Como tantos en este mundo de asombro, luz y oscuridad, Camilo iba por las calles de El Dorado haciéndose preguntas que horadaban su alma, llenando de turbidez su pensamiento y su cielo. Eran años difíciles, cambios notorios y veloces se veían en todas las cosas.
     Obligados por la situación en el campo, muchos llegaban a El Dorado, la ciudad más importante, esperanzados, como tantos otros que llegaron en el pasado. Las calles eran una fiesta de colores, con vestuarios y formas llamativas, el encuentro de todas las sangres, de todos los dialectos, de todas las sabidurías, de todas las ilusiones. Todos los pueblos se habían convertido en un mismo pueblo, en una misma voz. Al calor húmedo del mediodía, en las horas congestionadas, cuando no era posible trasladarse de un punto a otro, sin tropezar con los ambulantes, Camilo se preguntaba ¿porque la gente de El Dorado no tiene un mismo propósito, a través de tantas cosas, con una misma confianza?
     Todo parecía un paisaje multicolor, como el basural de la pampa, pero sin sentido alguno.
     ”¿Como el Loco?”, se preguntó.
     Habían tantos locos en las calles, arrastraban el peso de sus confusiones, con los cabellos apelmazados y grasientos, vestidos con harapos, llenos de piojos y granos en la piel, con el sexo mugriento al descubierto. Hombres y mujeres, jóvenes, y niños. Locos de todos los tamaños y locuras.
     Camilo se acercaba para preguntarles por su estado de salud, y ellos contestaban de diversos modos, evasivos unos, mesándose la barba y otros rascándose la cabeza greñuda, molestos por la impertinencia que los arrancaba de profundas meditaciones. Algunos, haciendo una serena pausa en su conciencia, le dijeron que el día de recuperarse estaba cerca, que lo veían venir los domingos en las calles del mercado y, aunque la gente los mirara con indiferencia, reconstruirían sus infancias o sus adolescencias a la luz de pensamientos superiores, optimizados en el silencio del atardecer que con un intenso esfuerzo interior, brevemente, volverían al ardoroso momento donde, dueños de sus cuerpos, conductores de sus ideas, miradas las cosas en exacto equilibrio, comprenderían que los hombres somos provisional mezcla de carne, hueso y una especie de gas licuado que escapa siempre de la realidad, y que la locura es resultado del amor o del desamor y puede convertirse en un amor a los demás, en un egoísmo al revés.
     ¿Qué sería del Loco? Desde que andaba conversando con otros locos no sabía nada de él. Justamente el loco le había dicho claramente que conversara con los locos y no con él, ya está bien de tontería. Después de ese día, Camilo no lo vio más. Fue sucesivas veces a buscarlo, esperaba encontrarlo volviendo de su recorrido por los mercados donde recogía una que otra fruta maltratada pero comestible. Llegó a pensar que lo capturaron las batidas del Ministerio de Salud. Se dio una vuelta por el manicomio, sabía que después de unos días encerrados, les dejaban la puerta abierta para que escapen. Pero nunca estuvo allí.
     -Aquí estamos los que comprendemos el sentido del cautiverio- le dijeron los locos.     
     En la casa de la locura, mirando tanta humanidad inútil, Camilo se preguntó por su familia. Trabajando en el taller de costura, su madre iba menos al puesto del mercado, pero andaba contenta, riendo, conversaba con sus compañeras. Estaba bueno eso, ya no la veía murmurando sus asuntos con Elías. Ese tío era tan extraño, ¿porqué todavía vivía con ellos?, “¿no tiene un buen trabajo?”.
     Pero si eso no le preocupaba a su padre, porqué tenía que preocuparlo a él. Y en qué andaría su padre con eso de la Fraternidad y los obreros. Su madre dijo una vez que estaba metido en política, y eso no lo entendía Camilo, como los libros y folletos que leía Juan, hablaban de los obreros y sus luchas por un mundo mejor. Ignoraba si su padre era dirigente o enemigo de los dirigentes donde trabajaba. Tenía reuniones con obreros como él. A veces regresó a casa apaleado y herido, después de participar en marchas de protesta, en movilizaciones contra los abusos del gobierno. Tumbado en su camastro, Camilo lo vio mojado y sangrando.

     Ultimamente nunca había nadie en casa. La madre en el taller de costura o en el mercado, su padre en el trabajo y en sus asuntos, sus hermanos correteando en la calle o en casa de sus amigos, jugando, y hasta el perro desaparecía. Camilo sentía en su casa un vacío, la sensación de una estéril conclusión. Y este vacío le oprimía el pecho. Entonces, levantaba la mirada y el oscuro techo de la noche, a pesar del humo que habitualmente invadía la ciudad, a veces le permitía ver la luna sesgada de sombras, blanquecina y cercana. Otras veces, desde la cumbre más alta de La Candela, una que otra estrella titilando en el firmamento de su barrio, o los focos de luz pública que se multiplicaban allá abajo.
     No veía a sus amigos como antes, estaban todos más grandes, ¿cuándo los vio por última vez? no se acordaba. Pero sí recordó su encuentro con Perico. Esa mañana yendo al colegio, como todos los días, con el mismo desgano de volver al aula donde los profesores batallaban contra los alumnos y los alumnos contra los profesores, en una guerra absurda. Y Perico, que cargaba un costal de arena, hizo un descanso.
     -Qué tal templadera- le dijo, resoplando.
     Camilo lo miró, fastidiado. ¿A qué se refería?
     -La hija de Camacho no te va dar bola- agregó-. Eres un huevón.
     No recuerda quién dio el primer golpe. Seguramente él, la sangre se apelotonó en su cabeza, y quizá buscaba descargarse en alguien. Pero enseguida le devolvieron el golpe, y los dos en el suelo, apuntaron los puños en sus caras. No recuerda quién los separó. Todavía pasaron algunos minutos para que volviera a encontrarse consigo mismo, caminando hacia el colegio. Sí recordaba los buenos puñetes que recibió, las manos de Perico eran como combas, manos de albañil. Ese día decidió ir al grano de sus preocupaciones. Tenía que buscar a Lady y decirle cuánto la quería y que se alistara a escaparse de su casa con él. Listo.
     Pero sin oportunidad a la vista, Pulga, "a veces es mejor tragarse sus emociones y seguir para adelante, donde nos lleven las cosas".
-Así se porta el pescado muerto, va donde lo lleva la corriente, pero tarde o temprano termina podrido en la playa, el mar no tolera a los pescados muertos- le dijo Pulga aquella vez.
     Nadie podía acusarlo de guardar sentimientos mezquinos para Lady, allí estaban sus poemas efusivamente escritos en las últimas páginas de sus cuadernos, sus estados de melancolía en verso, allí estaban. Aunque, si la fuerza de las palabras pensadas con emoción, ni los suspiros consecutivos, lograron llegar hasta Lady, por lo menos podían demostrar que tenía un corazón apasionado.

     Sacando la cuenta, Perico tenía razón. ¿Acaso tenía algún indicio de ser correspondido, como dice la canción? No. Cierto que se miraban largamente. ¿Se daba cuenta que él además suspiraba? Dudaba de su buena vista desde que la madre de Lady apareció en la calle, con su copete de siempre y unos lentes gruesos. "A lo mejor también la hija es corta de vista".
-¿Ves que te estás haciendo ilusiones?- dijo Pulga.
Pero cuando se vieron de cerca esa tarde en la tienda de Armandina no hubo duda alguna. Ella salió después al balcón. Justamente él terminó temprano en el grifo, y se puso en la puerta a ver la tarde pasar. Había pasado tanto tiempo desde la vez que le devolvió la pelota en las manos, y se hablaron, y sus ojos se volcaron a los de ella. Su hermana Lucy, fastidiándolo porque demoraba mucho aseándose un día le dijo “¿Lady, no?”.
     En realidad, no había nada. “Nada”, como tituló una colección de sus poemas. No la había estrechado contra él tomándola por la cintura, ni siquiera un beso, una caricia. No había nada, todo era adivinanza, incertidumbre, poemas y suspiros. Aunque tratando de ser justo, pensaba que sus poemas tenían música y, después de leer o escuchar otros, no les envidiaba ni las palabras ni la música. Y eso sin estudiar nada sobre las palabras, nada que aprendiera en el colegio. Allí estaba con sus hojas dispersas por aquí y por allá, llenas de frases melodiosas que nadie había escuchado. Decidió reunir sus poemas en un sólo cuaderno, después lo forró con plástico y lo escondió bajo su colchón, cuidando que nadie lo lea y se burle eternamente de él.
     Pero en un libro de su padre, escrito por un poeta desconocido, leyó que las palabras bien escritas podían sonar como murmullo de piedras que el mar arrastra hasta la orilla, como latigazos si resultaban de la indignación y como estruendo de pólvora si estallan contra la injusticia. Buscó inútilmente otras obras del mismo poeta en la vieja biblioteca del municipio, no lo conocían ni sabían nada de él. En el mismo libro leyó que las palabras solamente se forjan al calor de una intensa emoción, con la cabeza fría y el corazón ardiendo, mirando adelante, que se debía ajustarlas para que expresen fielmente los pensamientos más profundos, que sujetarlas con exactitud para que sus asperezas no obstaculicen el camino de la mente, que echarlas a la basura si no eran suficientes para fundirse con una realidad superior.
     Camilo suponía que el poeta trataba en sus obras de testimoniar el paso de los hombres, en su larga evolución, del arco y la flecha a los zapatos de pasadores. Animado por la lectura y algunas reflexiones sobre el papel que cumplen las ideas, Camilo avanzó en sus preocupaciones literarias y hasta se compró un lapicero de tinta líquida para escribir sus versos. Los guardaba en su memoria durante buen tiempo, los saboreaba, y después de mucho rumiarlos, recién los escribía en su cuaderno ya forrado de plástico verde. Al principio, solamente escribía canciones y versos de amor, pero después combinaba sus emociones diarias en las calles de El Dorado, frente a los rostros de los habitantes, la dura vida de los dorados. Y eso lo hacía pensar. ¿Qué importancia tenían todos su poemas de amor? A solas, confusamente, a veces se sentía culpable por los momentos de ilusión que le robaba a la realidad.
     Pero volvía a los versos de amor, y después a los versos "reales", y así, una y otra vez, mirando todos los lados de las cosas, pero siempre empeñado en expresar sus sentimientos y pensamientos con exactitud. Con todo, si acaso toda esa historia de Lady era una inútil pérdida de tiempo, pensaba que ya nada podría quitarle el gusto por dominar las palabras contra un papel.

     Buscando distraer sus pensamientos, revisaba por costumbre adquirida viejas revistas que llegaban a los puestos no sabía desde qué países lejanos. Eran revistas ilustradas con paisajes remotos, extensas planicies de arena y sol, ciudades enormes y más antiguas que El Dorado, al otro lado del océano. Pero fueron las ilustraciones de las provincias de El Dorado las que ganaron su interés, de allí venía la mayoría de los habitantes de El Dorado, los cientos de pequeños valles y quebradas de la costa, de los pueblos enclavados en las altas montañas. Allí comenzó a investigar su propio origen.
     Huantarí era un pueblo pobre del norte del país, entre la sierra y las montañas, el campo era el trabajo principal y los campesinos sucumbían a la eterna sequía que asolaba sus tierras. De allí venía su padre. Mientras su madre, también de origen campesino, venía de otro pueblo más cercano, de pequeños parceleros que cultivaban sólo caña de azúcar, algodón, algunos frutales. La familia de Lady era de Lasitú, una región próspera de la sierra, al otro lado de las montañas, donde había otro clima y llovía todo el año, y la vegetación era abundante y generosa. Muchos campesinos de Lasitú vendiendo sus terrenos, se desplazaron hasta la ciudad y se convirtieron en pequeños comerciantes.
     Algunos lasituneños ocupaban puestos de importancia en el gobierno, al lado de los mineros y otros grupos de éxito económico. Salían en las primeras planas de los periódicos fotografiados en reuniones importantes. La gente decía que eran los títeres favoritos del ingeniero Secada por la fidelidad y admiración que tenían por él, pero no era cierto, los lasituneños no eran iguales. A El Dorado llegaban noticias de algunos que formaban parte de los levantamientos en las montañas.
     Que no se podían dar opiniones adelantadas de nadie, pensaba Camilo, hasta no ver qué hace en este mundo y, aunque no sabía a qué se dedicaba el padre de Lady, por lo menos ella era una estudiante aplicada y muy seria cuando salía de su casa, abrazando sus cuadernos y luciendo sus trenzas, sus largas trenzas escolares.

     Pero debía acelerar, ya era bastante, no había árbol en el camino sin su nombre y el de ella, encerrados en un corazón, tajados con el cuchillo que le regaló el Loco, y que convirtió en su herramienta. Para sacar la mugre de los filos de las ventanas, en el grifo, cuando lo mandaban lavar carros modernos, de esos que tenían jebe en los bordes de los vidrios y el viento les acumulaba un polvillo grasiento. Había perdido la cuenta de sus huellas marcadas a cuchilladas, así en los árboles como en las carpetas. Tenía que decidirse a buscarla y hablarle, declararle su amor.
     “El momento ha llegado”, pensaba.
     Volvía a sacar la cuenta, y cambiaba de opinión. ¿Y si se inventó un cuento idiota? No se expondría a que lo desprecie, a que le diga que no le importan sus poemas o su corazón henchido de amor. De todos modos no dejaría de escribir sus poemas secretamente, como un diálogo con el mundo o con su mala suerte, suspiraba. A veces tenía la tentación de meterlos todos en un sobre, y mandárselos por correo, aunque era absurdo si ella vivía a unas cuantas puertas de su casa. !Tenía que reconocer que era un cobarde si de una buena vez no se resolvía¡ No podía seguir mandándole mensajes telepáticos a Lady, en un tonto diálogo de silencios correspondidos. Tenía que estrecharla con todas sus fuerzas, y besarla en la boca. Debía sofocar esa llama caliente que le sancochaba el pecho.
     Pensó hacerse amigo de los primos de Lady, -a veces se acercaban los más pequeños y conversaban o les contaba alguna cosa- pero no serviría de nada. Lo saludaban, y él les contestaba, y hasta Erick con su mirada torva y siempre provocador, una tarde se cruzó con él y le dijo:
     -Hola, templado- y siguió.
     Y poco después, volteó.
     -No te hagas ilusiones, mi hermana tiene novio. Ni se te ocurra meterte con ella, miserable- le dijo, alejándose.
     El impacto le cayó como una pedrada. Caminó de regreso a casa, con la cabeza colgándole sobre los hombros como un ahorcado, y una presión en el pecho que no lo dejaba llorar o gritar o lo que fuere. Después pensó que era mentira, una mentira cruel que Erick había inventado para darle cólera, porque estaba celoso de su hermana, todos ya sabían que Lady era su amor secreto que todo el mundo conoce. Quizá era una buena noticia, un buen trecho recorrido antes de llegar al matrimonio. Porque sacando otra cuenta, él quería pasar hasta el último de sus días a su lado, incluidos los domingos y feriados, agarrados de la mano o abrazados tiernamente.
     Además, nada indicaba que de verdad tuviera un novio, ni siquiera un amigo que la visitara a la hora autorizada a salir hasta la puerta, al atardecer de los viernes, como había observado y anotado. Aún con la sangre recorriéndole el cuerpo a una velocidad vertiginosa y el corazón dándole saltos, abrió la puerta de su casa. Adentro, las luces estaban apagadas, pero se produjeron algunos ruidos y murmullos crispados. Al encender la luz, parpadeando con dificultad, su madre cubrió apresuradamente su cuerpo desnudo. Camilo pensó que por andar sacando otras cuentas, había perdido la de las horas, que a lo mejor ya estaban todos durmiendo. Pero eso no explicaba qué hacía Elías al lado de su madre, mirándolo con sus ojos de muerto.    

  17
             

     Ocasionalmente, El Dorado cruje con las primeras horas del día. Por estar en el medio mismo de la Gran Canaleta del Sur, este breve fenómeno es frecuentemente estudiado por los especialistas. Los perros, sin embargo, son los primeros en notarlo. Por vivir al ras del suelo, quizá. Como tantos, Jack también había reparado en esos crujidos de la tierra, en su eco sombrío.
     Es la vida de perro, suspiraba, mientras iba por las calles inmensas, interminables, llenas de autos, asombrosas para su cerebro de perro. Con tantos edificios, no se puede andar por allí, levantando la pata, ni orinar. Los muladares en el centro mismo de la ciudad aumentaban, y eso era favorable, ya no tenía que ir hasta la pampa, allá arriba, para almorzar. Podía quedarse en las calles del centro, subir unas calles hasta los barrios residenciales, y cruzar el bosque de eucaliptos, allí los basurales estaban llenos de comida, ¡huesos! ¡dónde se ha visto! Pero pronto los erradicaban. Había que estar listo, tener suerte, suerte de perros.
     La verdad que a veces la pasaba sin probar bocado, una yuca, un pedazo de pan duro. De un lado a otro, iba buscando cómo saciar su hambre, mirando sin decidirse las carretas de los vendedores de comida al paso. Pocas noches atrás, Jack se atragantó con unos camotes sancochados, arrojados en una bolsa de plástico. Todavía le quedaban en el cogote pedazos de plástico que lo hicieron vomitar dos noches seguidas. Cuando se tiene hambre, se come cualquier cosa. Jack recordaba la leche caliente que le daba Susana. La verdad que la leche caliente le recordaba tanto a Susana.
     ¿Dónde quedaba su casa? Por allá, sí, por allá, no le funcionaba igual el olfato, era por las calles donde se comía bien. Podría darse una vuelta por allí, aunque temía los autos y motocicletas que corren sin detenerse en las esquinas. Se veían muchos perros muertos en las vermas de las avenidas, hinchados como camotes, morados, con las patas levantadas al borde de la pista o sus esqueletos aplastados. Se había salvado tantas veces y, otras, lo aventaron con tal fuerza que apareció diez metros abajo, aullando y corriendo del peligro. No imaginaba su propia carne masticada por los gusanos, al aire de la tarde.
     No, la casa de Susana era por allá.
     Volvía a casa de Susana a veces, desde la noche que caminando por una calle, al mismo paso que ella, unos hombres trataron de asaltarla. Creyendo que lo atacaban a él, se puso a ladrar nerviosamente y hasta se abalanzó sobre uno, mordiéndole la pierna. Fue un escándalo, la gente salió en ayuda de Susana y los hombres corrieron. Ella, agradecida por su arrojo, abrió su cartera, sacó un paquete de galletas, y le dio una. Jack vio la galleta sin ganas de comerla. La miró a ella, tratando de decirle ¿no tienes nada más en tu cartera?
     Susana lo llevó a su casa, estaba cerca. Allí le dio pan remojado en leche tibia y un poco de la comida que sobró del almuerzo. Relamiéndose antes de empezar, Jack aceptó de buen gusto. A pesar que el plato no tenía buen aspecto, olía bien y un huesito asomaba bajo el arroz. Cuando acabó de comer, Susana le preguntó su nombre cariñosamente. El no pudo decirle que no tenía nombre o que lo había olvidado. Ella le dijo que lo llamaría Jack, como otro perro que había tenido cuando era niña. Pero su nuevo nombre sólo le duraría esa noche, en la casa no tenía sitio para él, por ahora podía acomodarse en el jardín, encima de un cartón, Jack. El le lamió las manos, y se dejó llevar al lugar destinado.
     Hacía tanto que no comía, pronto cayó dormido y la noche sobrevino. Al día siguiente, cuando despertó, por un momento no supo dónde estaba. El rocío perlaba su pelo, pero estaba mejor cobijado que cuando amanecía en un parque o bajo las ruedas de algún carro abandonado. Ahora estaba en una casa, recordó fugazmente los hechos y se emocionó pensando que podía quedarse a vivir allí. La atención no era mala. Pero una violenta patada en el trasero no lo dejó seguir haciendo planes. Un hombre lo gritaba, abriendo la reja que daba a la calle, muy molesto. Jack no sabía qué hacer ni por dónde salir, el tipo se puso en la puerta. Y no le toleraría otra patada.
     Pero apareció Susana, arrojándose al suelo para calmarle a Jack la ira que le acogotaba el cuello. Con la lengua afuera, el perro miró al hombre. Estaba agitado realmente, hacía tiempo no le pasaba nada parecido. Ya más tranquilo, cuando el hombre se fue, pensó recostarse un rato más, todavía tenía un poco de sueño. Se sintió más seguro con las palabras afectuosas que le decía Susana, acariciándole la espalda y la cabeza. De pronto, con el mismo afecto, ella abrió la puerta y dijo no puedes quedarte, Jack, pero puedes volver cuando quieras. Y, como él no entendió nada, tuvo que empujarlo, suavemente es verdad, pero ya afuera, le cerró la puerta.
     Y se fue. Sin saber si ladrar o llorar, esperó sentado un rato, temiendo que volviera el hombre, allí sí tendría que lanzarse a morderlo, pero no salió nadie. Y él se quedó en la puerta, mirando la nada. Hasta que pasó una perra olorosa y, olvidándose de Susana, se echó a seguirla.

     Para sus amigos cercanos, y también para los lejanos, Jack era un perro distinguido. En realidad era un perro como cualquiera, atravesado por todas las razas de perros que se conocen en esta tierra. Siempre listo para pelear, eso sí, y se libró de muchos peligros a mordida limpio. No tenía miedo, así se tratara de un perro más grande. De la muerte, sí, sobretodo cuando caía por sorpresa en las pistas.
     Las personas le regalaban caricias que él recibía orgulloso en su pelambre. Prefería a las mujeres y a los niños, reían más si les agitaba la cola de contento mientras le pasaban las manos por el pescuezo. No le gustaba el olisqueo de otros perros cuando se acercaban a medirse con él, tratando de conocerlo mejor, quién sabe, de conocer sus secretos. A veces no podía contenerse y los mordía rabiosamente, sin aviso previo. Por eso vagaba solo por las calles, sin más ánimo que encontrar algo para comer o alguna hembra que le quitara las ganas de morder por morder. Aunque su vida solitaria y libre, sin collares en el cuello ni correa de paseo, tenía riesgos.
     En los últimos días, una epidemia producida por alimentos descompuestos, enfermaba a la población en cantidades ni siquiera calculadas. Como siempre, los niños morían más rápidamente. Los adultos en cuarenta y ocho horas. En medio de la basura, los perros vagos y sin destino, se atragantaban y morían botando espuma y baba verde por la boca. Además, cada cierto tiempo las oficinas de Salud hacían campañas de exterminación, el crecimiento de la población canina en El Dorado era desmesurado. Los perreros eran jóvenes desocupados contratados para la caza de perros. Les pagaban por perro. Naturalmente, estaban empeñados en atrapar más perros. Con los rostros cubiertos, de barrio en barrio en un camión, recorrían mercados y basurales, con redes o lanzas, según los casos, y condenaban en el acto a los perros vagabundos.
     Algunos decían que los perros muertos terminaban en las fábricas de conservas. Los perros no podían confirmar esos rumores. Aunque el olfato de los perros es capaz de horadar el aire y llegar hasta la muerte misma, a su olor más penetrante, desde distancias imposibles para el hombre común.
     ¿Por eso en los alrededores de los laboratorios, donde se experimentaba con perros, ninguno se acercaba a menos de un kilómetro? Sabían que allí no querían a los perros, tampoco los mataban, sino los abrían del cuello hasta la verga y, después de anesteciarlos, les exprimían el hígado. No se sabe para qué, después los cosían, los alimentaban bien y los dejaban vivir, con el hígado exprimido.

     Jack tampoco sabía porqué no lejos de allí, una secta aparecida por desavenencias con la Iglesia de los Dioses de los Ultimos Días, recomendaba el culto a los animales y especialmente a los perros. Los más avanzados en los dogmas doctrinarios afirmaban que el rostro de Dios no estaba definido, y como padre de todas las criaturas, bien podía representársele con la cabeza del más fiel amigo del hombre. Al poco tiempo, se vieron en las calles los primeros emblemas con una cabeza de perro incandescente. Sus reuniones se celebraban en una sala de oración adornada de símbolos caninos, presididas por altos seguidores de la secta que tuvieron revelaciones y sueños con Dios Perro.
     En las revelaciones se manifestaba Dios con su inconfundible cabeza de perro, siempre de perfil, con el rostro enseñando un colmillo y una oreja levantada, como en alerta, o con la oreja caída y la lengua asomándose por un costado cerrado de la boca. En todos los casos, la Doctrina del Perro Viviente, como se le conocía, advertía que Dios estaba cerca, que a causa de los pecados de los hombres, cualquier día aniquilaría a los débiles de espíritu: en sus planes de convertir el país en la cuna de una gran civilización no había sitio para los imbéciles.
     La Doctrina del Perro Viviente tenía serios problemas con los liquidadores de perros, con los jóvenes perreros. Pronto levantaron un templo, con un enorme monumento en forma de perro, en el interior, y al que los fieles se dirigían bajando la cabeza y levantando los brazos, como signo de pleitesía incondicional, ofreciéndole simbólicos huesos de madera.

     Las familias adineradas perdieron su afición por los perros. También a causa de las enfermedades, ya no confiaban sus propiedades a los perros guardianes, a los feroces perros extranjeros que antes amaban y alimentaban como a hijos. Las mujeres aficionadas a los perros enanos, ya no los querían ni de mascotas, preferían los canarios, los loros de la selva o los monos león, de tamaño muy pequeño, que llegaban de contrabando por el puerto, con frutas exóticas y brebajes para el amor. El cuidado de las propiedades fue encargado a policias particulares, proveídos de metralletas que escupían cien balas por minuto, se apostaban en las puertas amuralladas de rejas, como una colección de lanzas.
     Otros sistemas de seguridad, como el de los cercos eléctricos, también terminaron con el viejo papel que se reservaba a los perros. Electrocutaban con descargas de diez mil voltios a los que trasponían los enrejados. En el creciente clima de malestar social, se acudía a todos los medios para preservar las propiedades de cualquier arrebato. Los perros empezaban a ser vivas reliquias.
     Las distinguidas carrocerías de los ricos, de colores fosforescentes y ornamentados de calcomanías belicosas y extravagantes, usaban lunas polarizadas, para que no se viera dentro. Con sus sirenas rompían el lento tráfico de los ómnibuses de dos pisos, ya destartalados, que trajinaban con sus motores jadeantes por las calles de la ciudad. A pesar de todos sus problemas, El Dorado ya era una gran ciudad, con varios cines, estadios recién estrenados, un hipódromo y tantos autos. A esos les temía Jack, cuando cruzaba los jirones y las avenidas.

     Una alarma de muerte se acentuó en la ciudad desde la llegada de B. Skorloff. Sin anunciarse, desde algún lejano país, escenario de sus últimas investigaciones, una mañana llegó a El Dorado. Una cadena invisible de angustias reprimidas, de temores indefinidos, se desató en la ciudad. Aún sin conocer suficientemente los vaticinios de Skorloff, todos sabían que la fatalidad acechaba.
     Skorloff era un científico proveniente de una pequeña isla del Mar Egeo, un lugar característico por su salvaje vegetación, sus bahías escarpadas, de orillas ricas en magnesio donde especies diversas de peces encontraban el alimento que multiplicaba sus tamaños. A pesar del escaso número de habitantes, muchos eran científicos, empíricos la mayoría, académicos unos cuantos, como Skorloff. Estudiaban el aire, la atmósfera respirable, la superficie y sus fenómenos. Skorloff se dedicaba a la investigación del subsuelo. Era un especialista que iba siempre con un laboratorio portátil en su maleta, recogiendo pruebas de la corteza terrestre que después analizaba minuciosamente en el microscopio.
     Experto reconocido en el vaticinio de las cosechas y en los problemas de infertilidad de la tierra, a través de casuales excursionistas a quienes interesó en sus estudios, Skorloff consiguió una muestra de las arenas de El Dorado. Salpicada de suciedad y moho, pero con un inconfundible brillo, al científico le llamó vivamente la atención los elementos extraños de su composición química. Como todas las tierras del mundo, tenía sales minerales en pequeñísima cantidad, pero la tierra de El Dorado además estaba compuesta de una partícula violeta, muy brillante, que refractaba los colores del arco iris, como un diamante.
     A pesar que entonces no conocía El Dorado, Skorloff descubrió que la partícula era característica de las zonas volcánicas. Con asesoría de clubes de montañistas, personalmente, emprendió expediciones y escalamientos a los volcanes más importantes del mundo, empeñado en comprobar su teoría sobre material volcánico. Analizadas las muestras, invariablemente, llegaba a la misma conclusión. Los círculos científicos de El Dorado que conocían su trayectoria y sus estudios, esperaban con ansiedad sus resultados.
     Apenas pudo reunirse con la Academia de Científicos Aficionados de El Dorado, con serenidad para no alarmar a los ciudadanos, anunció que tenía sobradas razones para suponer que El Dorado estaba construido sobre un terreno altamente volcánico.
     -Esto no es lo más grave- dijo-. Estoy en capacidad de afirmar que la actividad volcánica ha empezado y acaso el cráter más activo está justamente en el centro de esta ciudad.
     Por las maneras apacibles del científico, sus colegas no se escandalizaron. Pero en cuanto la noticia llegó a las calles, los miembros de la Doctrina del Perro Viviente lo celebraron con regocijo. Hacía tiempo sus predicadores auguraban un cataclismo de proporciones.

     La pesadumbre sobre las espaldas de los habitantes de El Dorado fue aprovechada por los periódicos. Las primeras planas anunciaron con letras enormes el próximo fin del mundo, el terremoto vaticinado por los predicadores, y ahora también por Skorloff y los científicos aficionados. Las ediciones se agotaron con la noticia. No era para menos, se informaba acerca del día, la hora y hasta del minuto que la ciudad explosionaría, o del maremoto con olas de trescientos metros que ahogarían a todos los habitantes.
     En este clima, las numerosas sectas religiosas, especialmente la del Perro Viviente, fueron espectacularmente reconocidas. Sus banderines y calcomanías, de colores estridentes, con perros bordados, se vendían por millares. Hicieron de la prédica un ejercicio de tenacidad para difundir eficazmente su mensaje de fatalidad, y formaron equipos de propaganda, de imprenta, de culto, de relaciones públicas. Los líderes más recalcitrantes, haciéndose llamar Hijos de Dios, tenían diferentes teorías sobre el fin. En realidad, la secta estaba dividida: unos decían que no habría fin del mundo, sino solamente de El Dorado, otros que el juicio final fue postergado, como lo anunciaban recientes revelaciones, y todavía otros afirmaron que los planes de destrucción no incluía a los pobres.
     En reuniones muy concurridas, bajo carpas de circos especialmente alquiladas o en el auditorio de cines abandonados, después de largos debates, llegaron a puntos de concordancia, a pesar que algunos creyentes alucinados proponían adelantarse al mandato de Dios, suicidándose colectivamente. Se rumoreaba también que un sacerdote murió asesinado por aseverar que el fin del mundo ya se había producido, que sólo quedaba construir otro.

     Los líos entre las sectas se hicieron muy cotidianos. La situación se agravó cuando se convirtieron en ejes que conectaban a buena parte de la población. Muchos estaban ligados a uno u otro grupo religioso, aunque fueran obreros o desocupados. El tiempo pasaba y nadie tenía noticias del científico que produjo el alboroto. Señales reales de cataclismos no se veían, a excepción de las borrascas de viento fétido o de los acostumbrados temblores los fines de semana.
     Por su parte, la Fraternidad de Obreros tuvo desavenencias con el gobierno. Presionada por sus bases, se pronunció respecto al tema del fin del mundo que conmocionaba a la población, con el aprovechamiento de los periódicos que levantaban cortinas de humo para ocultar la situación de los trabajadores. En un comunicado publicado en las calles céntricas manifestaron su preocupación por los vaticinios expresados por B. Skorloff, pero establecían que el estado de pánico y temor era aprovechado por los dueños de las empresas para ignorar los derechos de la población laboral. Además, invocaban al pueblo a no dejarse alarmar por especulaciones que acaso eran contratadas por la Scooper o correspondían al reino de lo improbable y a la ficción afiebrada de un científico loco.

     Del campo, sin embargo, llegaban noticias de nuevos levantamientos, de sangrientos enfrentamientos con la policía y el ejército. “Es el caos”, decían muchos. Y otra noticia era motivo de comentarios solapados. Se hablaba de la aparición de un movimiento extrañamente llamado La Montaña Más Alta. Se proclamaba heredero de las experiencias y conocimientos de esas zonas, y sobretodo del misticismo de sus luchas, así como de teorías científicas avanzadas que llegaban a El Dorado clandestinamente, por barco o por avión.
     Se conocía poco sobre su organización y sus métodos, y si realmente era otra secta, una rama lega de la ciencia o el comando de los insurrectos. En pocos años había logrado extenderse en las alturas del país, penetrando en los organismos campesinos, aguardando el momento de avanzar sobre la ciudad. Debía también su prestigio a la combatividad de sus miembros cuando cerraban el paso a las tropas del ejército en sus líneas.
     El objetivo principal, de acuerdo a la estrategia general del movimiento, era tomar la ciudad de El Dorado. Hacía tiempo, en remotas lejanías, a este objetivo se incorporaron numerosos jóvenes que vivían en correspondencia con el principio: lo nuevo se impone inevitablemente a lo viejo, el movimiento es ley. Reconocían que B. Skorloff había anunciado las primeras señales científicas del próximo cambio, pero no creían que éste viniera acompañado de cataclismos, aunque sí de angustia y zozobra en la sociedad.

18 


     ¿Desde cuándo Juan compartía una buena charla sólo con los radicales de la Fraternidad? Ni en su casa, ni en la fábrica se sentía tan bien. En la fábrica, esperanzados en los planes del ingeniero Secada, muchos estaban convencidos que la modernidad les devolvería sus vocaciones, laborando en las grandes fábricas tecnificadas que se levantarían en El Dorado. Industrias gigantes, con increíble capacidad de producción, y miles de obreros, un ejército de trabajadores. Pero los que discrepaban con el gobierno también eran muchos, aunque discreparan en las formas; en realidad, sus delegados participaban en las reuniones del Ministerio de Trabajo.
     La mayoría prefería callarse, y romperse como siempre, peleando a su manera, rebuscando aquí y allá para llevar un pan más a su mesa. El silencio campeaba en los centros de trabajo. Afuera, la desocupación. Después de despachar los vasos o las jarras de reluciente vidrio en los intervalos, Juan cambiaba ideas con los nuevos, con los que recién empezaban. Pero desde las primeras semanas eran ganados por el silencio. O por el sindicato.
     El sindicato proponía un diálogo permanente con los dueños. "Olvidando que los trabajadores producían el vidrio y los vasos" pensaba Juan. Y también las lámparas eléctricas que últimamente producían en gran cantidad. A veces discutía con los sindicalistas, o echaba sarcasmos que ellos le devolvían con creces.
    
Había decidido no tener el corazón atrapado en preocupaciones inútiles, quería librarse de temores y de miedos. ¿Qué tenía para perder?  El tiempo también pasaba para él, en su mente no había espacio para emociones estériles. Una noche se despidió de Hortensia. Se despidió sin decirle que perdieron el tren, y se hallaban separados uno del otro por miles y miles de kilómetros invisibles, solamente cercanos cuando hacían el amor o sin discutir almorzaban con sus hijos. Juan enjugaba sus ojos en alguna lágrima, preguntándose si por culpa suya, Hortensia quedó atrapada en un mundo de quejas y reclamos sin solución.
     En la Fraternidad, empeñados en decir la verdad al costo que tuviera decirla, en las últimas asambleas, los radicales habían logrado una notable influencia en las bases más pobres, por lo que volvió la discusión a la defensa de derechos que se daban por perdidos.
     Le pidieron a Juan que se encargara del mantenimiento de una oficina en la Fraternidad. Con gusto, él se ocupó de la limpieza, de abrir y cerrar las puertas, y se quedaba a dormir si era preciso. Más que dormir, leía. Revisaba viejos documentos almacenados en la pequeña pieza, allí conoció los antecedentes, las traiciones y avances de la Fraternidad obrera. Y aunque un insomnio inexplicable no lo dejaba descansar, detrás de un armario lleno de papeles, tenía su camastro.

     En esta situación, se encontraba con dirigentes de otras agrupaciones, y con obreros, como él, a cargo de otras oficinas. Y los saludaba, y hasta les aceptaba un trago. Con muy poco alcohol en la sangre, la cabeza le hervía de pensamientos de todo calibre. Y le sacaba punta a sus escasas palabras o a las muchas que escuchaba de los demás. Inquieto, si expresaban ideas cargadas de escepticismo y decepción. Y si llegaban a infidencias que comprometieran a sus amigos, advertía que el silencio es una regla de oro. Entonces, se levantaba disculpándose, despidiéndose con respeto, para dirigirse a su casa en La Candela. A mitad de camino recordaba que ya no vivía allí. De todos modos, después de merodearla un rato, se animaba a entrar sólo si tenía la seguridad que todo estaba igual y los encontraría durmiendo.
     Procuraba no hacer ruido. Sembraba un beso en la mejilla de sus hijos y dejaba algún dinero en la mesa. O arrastraba una silla y se sentaba a mirarlos, hasta que alguna torpeza de borracho, despertaba a Hortensia.
     -¿Qué quieres?- le enrostraba ella.
     El miraba sus ojos desafiantes sin atinar a decir nada. Entonces se levantaba y se iba.
     Ya en la puerta pensaba que una mirada dulce, una palabra amable podrían ser suficientes para volver a sus brazos. Ella era la mujer con quien vio los primeros fuegos artificiales y las primeras inclemencias de la ciudad, la que le dio cuatro hijos y tan buenos recuerdos. Extrañaba su olor a canela, su cuerpo ondulándose de placer y sus corvas húmedas mientras hacían el amor con amor, cuando eran jóvenes y soñaban un futuro mejor.

     Pero el amor puede ser también una función un tanto animal. No faltaban mujeres en su entorno con la misma necesidad. Era joven todavía, y a pesar de su aspecto desaliñado y nervioso, se le acercaban, provocándolo. Tenía la cabeza ocupada en documentos que le alcanzaban los amigos y que el leía y releía, escudriñando sus términos. Si alguna mujer en el camino le ofrecía ternura, sopesaba el corazón bajo su aliento, y en un discreto rincón o en un hotel, por un rato la amaba con ternura. Eran aventuras que no buscaba, que lo encontraban.
     Dedicado a su trabajo, y a participar en los planes que los amigos establecían para la lucha sindical, Juan apenas era enlace de los nuevos adherentes a la línea de discusión y crítica que proponía C. Estaba orgulloso de su tarea. Sin embargo, el clima de descomposición afectaba también a la Fraternidad, y pronto las tendencias respondieron violentamente los planteamientos de los radicales. La mesa directiva discutía la respuesta de los trabajadores a las medidas del gobierno, y se defendía de la presión que las bases, agitadas por los radicales, ejercían en contra de ellos. Algunos asientos de la Cámara de Diputados estaban vacantes, por la súbita muerte de sus titulares, y por ellos suspiraban los dirigentes más antiguos.
     Los radicales con sus críticas eran incómodos para todos. No cesaban de plantear que el problema de El Dorado era el poder. Lo demás es ilusión, decían.

     A pesar de la zozobra, llegaban a El Dorado turistas de riesgo entusiasmados por conocer zonas enmarañadas de la selva y las montañas, para intentar descubrir vestigios extraordinarios de viejas culturas, monolitos gigantescos, fabulosas ciudades labradas en piedra miles de años atrás, como había sucedido recientemente. Los arqueólogos profesionales se rindieron de asombro frente a las maravillas que encontraron. A los hombres comunes y corrientes de El Dorado los llenaba de gozo que los extranjeros vinieran a admirar las piedras, aunque muchos se preguntaban si ésta no era otra maniobra preelecctoral.
     En la Fraternidad, al principio prosperó la idea de desdeñar los proyectos que los partidos tenían para el pueblo. Poco después de una calurosa asamblea, se acordó que las bases tenían derecho a simpatizar y participar en los partidos, aunque oficialmente la institución procurara desenmascararlos. De por medio estaba la dignidad obrera, como decía su himno. Los radicales, bajo la discreta dirección de C., se opusieron abiertamente al acuerdo, después de demostrar que los dirigentes de la Fraternidad recibían financiamiento secreto del Club de Leones, agrupación que apoyaba decididamente al ingeniero Secada.
     El desprestigio de la Fraternidad crecía entre sus asociados, y principalmente entre la gran masa laboral que veían en ella a su única organización. No era para menos. Las condiciones de pobreza se acentuaban día a día, y las enfermedades convertían El Dorado en la ciudad con más alta mortalidad infantil en el mundo. Por eso los radicales plantearon la necesidad de construir el partido de los trabajadores.

     Con los primeros aires del atardecer, Juan pensó que las fuerzas tendían a juntarse, ya estaba bueno de hambre y miseria, si el pueblo quería expresar su voz colectiva y frenar la muerte. “Somos trabajadores, debemos sacar de nosotros toda sombra, abrir las conciencias a los nuevos tiempos, es el tiempo de los trabajadores”, les decía a sus compañeros más cercanos.
     Emocionado, reparando en los ojos temerosos de algunos, comprendía que debía hablar bajo. Los radicales cobraron real significación en la Fraternidad cuando sus propuestas decididas ganaron la opinión de las bases más numerosas de la Fraternidad. "La opinión de las instituciones puede inclinar a favor del pueblo los buenos vientos", había afirmado C.
     -Sin olvidar los principios de la Fraternidad- dijo Juan entonces.
     Ese día Juan estuvo seguro que C. era un hombre de La Montaña Más Alta, pero no se atrevió a decírselo. Y comprendió porqué ellos eran sus más preciados compañeros.
    
     Por algunos periódicos y revistas extranjeras que leyó en el cuarto de la Fraternidad, supo que en todo el mundo las luchas de los pobres terminaban con reveses desfavorables, a pesar del heroísmo del pueblo. Y también que el pueblo de El Dorado estaba en el centro de la atención mundial. Por su obstinación, los hombres de La Montaña Más Alta gozaban de la simpatía de pueblos distantes, al otro lado del océano, en otros continentes. De los más lejanos congresos y organismos llegaban sus adhesiones.
Efectivamente, no era sólo el hallazgo de portentosas ciudadelas, de monumentos tutelares y dioses representados en valores matemáticos. También eran los hombres de El Dorado, la naturaleza del hombre de la montaña, que después de cientos de años preservaba viejas rebeldías, antiguas sabidurías y agitaba con sus luchas el mundo. Eran los hombres de La Montaña Más Alta, su energía remecía las emociones de los pueblos más postergados de la tierra.

     En esos días, una vieja exploradora caminando por los desiertos del sur, después que su auto quedara enterrado en la arena, andando por los médanos, buscando resolver su situación bajo el ardiente sol, descubrió unas largas y profundas zanjas que se repetían invariablemente cada veinte pasos.
     Como hechas por una medida exacta y premeditada.
     En el descampado no se conocían más accidentes naturales que las tormentas de arena y los desbordes de los ríos en la temporada de invierno, por el descongelamiento de los nevados en las montañas. Entendida en la materia, la mujer dedujo que las zanjas no podían ser efecto de la naturaleza, sino obra del hombre. En algún momento de su historia, miles de años atrás, trazaría señales imposibles de reconocer a primera vista. Había que elevarse por encima de los aires, como un águila, para reconocerlas.
     "Pero, ¿cómo las hicieron?", se preguntó
     Después de volver repetidas veces, estudiándolas en detalle, con ayuda de equipos topográficos muy modernos, analizó toda la extensión: doscientos kilómetros llenos de zanjas misteriosas. En muchos casos, las zanjas servían de letrinas a los pasajeros de los ómnibuses del sur.
     Decepcionada por el desprecio y el abandono que no merecían las zanjas, un día se fue. Algunos años después volvió con el dinero suficiente para arrendar el desierto, alquiló un helicóptero e inició sus estudios. Sobrevolando la zona, pronto descubrió los mapas del cielo más extraordinarios, los viejos planos de la bóveda celeste. Según diseños muy antiguos, los signos astronómicos aparecieron dibujados a escala gigantesca sobre el arenal.
     Georgina se llamaba la anciana exploradora. Durante su largo periodo de trabajo solitario, perdió casi completamente el habla. En la silla de ruedas que se vio obligada a usar, cuando la interrogaban, repetía una misma frase:
     -Este desierto fue un santuario, aquí se conocían las más altas abstracciones de las matemáticas. 

         

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