RETABLO EL DORADO Cps 19, 20, 21


"Juan conoció a Hortensia en una de las primeras fábricas que aparecieron en El Dorado. Trabajaban la caña que venía del norte, la miel y el azúcar. Ella era también obrera como él, dulce como todo lo que hacían allí y laboriosa como las demás. Al principio, tenían los mismos problemas que se les presentaba a los jóvenes enamorados de esta ciudad, es decir, buscando un lugar donde estar solos, iban de parque en parque al encuentro de sus cuerpos amantes. Pero el asunto del dinero, de los gastos en sus comidas pasanderas, de los pasajes y sobretodo de las camas que alquilaban en los hoteluchos del centro, los decidió a participar en la invasión para después irse a vivir juntos".

Ilustraciones: Francisco Izquierdo


19
            Ese día venía del mercado cansada, sola, cargando la canasta con las compras de la semana. Habitualmente a acompañaba Elías, o Camilo o alguno de sus hijos menores. Había comprado papas y camotes en cantidad, “con lo caro que está todo”. Ya en la casa, puso la canasta sobre la mesa. No estaba nadie en casa, el mediodía arrojaba sobre el suelo de cemento y ocre la sombra de los muebles viejos y el ropero entreabierto.
                Aplastada contra la silla, resopló. Después de unos minutos, estiró la mano hasta la canasta y le arrancó un paquete envuelto en papel periódico. Lo abrió cuidadosamente. Era un espejo. Se miró a los ojos. Evidentemente, estaba cansada. Volteando el cristal hacia a luz que entraba por a ventana, vio su rostro llenarse de un brillo que destacaba sus pómulos firmes y bronceados, su quijada aguda, sus cejas pobladas y sus ojos.
                Se quedó pensando.
                El tiempo sobrevino de golpe. De la niña que jugaba con una muñeca de trapo, como de la joven que murmuraba risueña con sus amigas cuando pasaban los jóvenes quedaba muy poco. Quizá una dentadura blanquísima, ahora con las encías heridas por no sabía qué debilidad.
                -Bah- se dijo.
                Pero todavía dio otra mirada a espejo: ese busto ya no era firme. No podía negarlo. Mirando las arrugas que crecía sobre la frente y el cuelo, quiso tirar el espejo. Pero era absurdo. Era ella, era la misma. Quería arrojar en un sólo grito todos los sufrimientos, todas las penas. Pensaba que estaba pagando el alejarse de su familia y hacer su propia familia. En realidad, todas sus hermanas eran continuación de una misma familia, de una misma manera. Nunca se atrevieron a romper los lazos.
                Arrugada y sola delante del espejo, era la misma, sin embargo. Y allí estaba, envejeciendo, con miedo a seguir adelante, sin una luz que la ayude a cruzar los peligros, sin un hombre que la acompañe en sus alegrías, sin alegrías.
                “En las penas nadie tiene porqué acompañar a nadie” pensó.
                Como una horca, a pobreza fue ajustándole el cuello, estrujándolo de año en año, de hijo en hijo. Le daba miedo verlos tan grandes, con miradas sostenidas, como Camilo que seguramente la vio aquella noche. Era el vivo retrato de su padre, tenía el mismo recelo en el corazón cuando las cosas no eran claras en su conciencia.
                Bruscamente, fue a dar otra vez en la silla. Y una presión en la cabeza a obligó a voltear a uno y otro lado, buscando aire, agitando las manos, cogiéndose con fuerza los cabellos. El pecho le galopaba desbocado, gruesas lágrimas se deslizaron bajo sus párpados. No, no tenía porqué mentirse, había cambiado. Quizá quería menos a sus hijos, a veces ni siquiera sabía dónde andaban, si en el colegio, trabajando o sabe Dios dónde. Quizá recién ahora se daba cuenta que aquel día no pudo más y cuando Elías estuvo cerca, lo tomó de la nuca y le dio un largo y ansioso beso en la boca. Después lo empujó a la cama, o desvistió y casi sin decirle nada, se echó sobre él. Nunca comprendería su propio arrebato ni porqué él no salió corriendo, asustado.
                Allí están los hechos. Mucho antes ya sentía que no era la misma, que Juan no era el mismo, que ella era otra, que nos estamos muriendo, Dios. Quizá su destino fuera quedarse toda a vida sentada en el taller, o en el mercado, cosiendo o vendiendo trapos, como decía Juan. Y no era la misma desde que él se fue de su lado, todavía no sabía por qué extrañas circunstancias. Eran los malos amigos, y esos libros que leía, o la mujerzuela que ya una vez dejó perfumada su camisa. Eso nunca podría olvidarlo. Alguna puta, habían tantas mujeres de la vida en El Dorado.
                Delante de enemigos invisibles, sin forma ni nombre, quedaba indefensa frente a lo desconocido. Tenía la sensación que todo se había echado a perder, que sólo quedaba morirse, que los fracasos de su familia, de la vecindad, de la ciudad, eran su culpa. Porque se olvidó de Dios, porque en su corazón no había lugar para el arrepentimiento, porque solamente pensaba en la barriga de los hijos. “¿En qué más se puede pensar?”
                Quería correr, arrancarse el pelo, pintarse a cara de todos los colores. Pero sólo atinaba a morderse los labios y llorar, pensando que no tenía ninguna culpa, porqué iba a tenerla. Llenaba su alma de dudas, de interrogantes, de caminos oscuros que estaba segura la conducirían a la locura, a la ansiedad eterna.
                Recordó a su padre cuando todavía era un hombre locuaz y campechano. Vivían en el campo cuando una vez dijo “las dudas corroen a las personas”  y levantando su dedo gordo en el aire, “pero, siempre hay un pero, el hombre más convencido tiene dudas”. Hortensia se preguntó si eso era igual con las mujeres, ¿pueden las mujeres tener convencimientos, y pueden tener dudas? No, las mujeres no. Le enseñaron que solamente el hombre andaba loco con sus pensamientos, y las mujeres sólo servían en la cocina, y para traer hijos al mundo. Bueno, ella trabajaba, vendiendo, cosiendo. Entonces, “¿culpa de qué?”. Juan tenía la culpa.

                A veces soñaba con él. A veces se acostaba con él en sueños. Pero otras veces lo soñaba mal, como si se hubiera accidentado o estuviera ebrio, diciendo cosas incompresibles. Había dejado de entender tantas cosas, la memoria se le ponía en blanco y olvidaba todo. Eran los años, la vida precaria, la sensación de que el mundo se acabaría, el hambre, el juicio final, como decían los predicadores. Al puesto llegaba gente buscando ropa, cosas de uso, pero preferían los bazares del centro, a pesar que cobraban más. Dicen que en los barrios ricos se están construyendo tiendas muy grandes, como edificios, edificios de tiendas, de puras tiendas con máquinas de coser, modernísimas, que llegaban por el puerto, máquinas computarizadas. Unas maravillas. Y hornos, y televisores. Carísimos.

                Un día fue a ver a su madre. Ella la recibió con la sonrisa de siempre, pero mirándola con el rabillo del ojo. Hortensia le contó de su trabajo, de su nuevo trabajo, aunque ya no era tan nuevo.
                -Prefieres trabajar para extraños, hija –le dijo.
                Su madre, con el pelo pintado y los ojos sombreados, no la dejó hablar. Había notado cambios favorables en su hija y quería confiarle unos pensamientos que le aparecían en la mañana, después de levantarse de la cama con colchón de resortes que le había comprado Lurdes.             
                El padre de Hortensia, postrado en su sillón de siempre, fumaba leyendo periódicos pasados. Estaba muy anciano, había adquirido a costumbre de terminar las discusiones con su mujer diciendo:
                -Huele a muerto.
                Los domingos en a tarde las hijas se reunían en su casa. Llegaban con sus hijos y sus maridos. Los nietos ya eran grandes, y la sala quedaba chica, conversaban. Hortensia sentía e tufillo de pedantería y superioridad que flotaba en el ambiente. Prefería callarse pero entendía que muchas cosas cambiaron en su familia. Los cuñados prosperaron, tenían sus casas propias y terrenos en barrios de primera. Nunca la invitaron a sus casas, solamente José. En el fondo él le parecía un hombre bueno. Junto a Lurdes, tenían una fábrica de ropa, con algunos obreros. Cada vez que abría la boca, se notaba que Lurdes era la esposa del dueño. En este mundo, los dueños no quieren confundirse con la chusma, pensaba.
                Un cuñado del cuñado vivía en un país desarrollado, trabajaba allá. Mandaba dinero a su familia para que pronto vaya por allá también. Cuando volvía a El Dorado, contaba satisfecho los adelantos que veía, todo era una maravilla, nunca faltaba trabajo, y hasta los lavaplatos de los restaurantes eran bien remunerados. Por trabajos de sirvientes pagaban sueldos de patrones, con los que podía comprarse el oro y el moro. En realidad, decía el cuñado, no era un país, sino el encuentro de todos los países, reunidos por distintas razones, en el mercado más grande del mundo.
                Cuando se llevó a toda su familia, mandó cartas invitando a todos a que vayan también, saludos y buena suerte.  Los domingos, en las reuniones de familia, el comentario general era la invitación que pendía sobre sus cabezas como una salvación o como una hoja filuda. A Hortensia no la invitaron, pero su madre le contó que ella sí estaba incluida y un día conocería el país donde uno puede trasplantarse el corazón.
                La madre de Hortensia no entendía porqué la ciudad se había llenado de tanta gente, de tantos perros que se arrancaban el pellejo a mordiscones. Pero o que más la aturdía no era la calle, pocas veces salía, “sino tu padre, hija, que últimamente repite, levantando la cabeza entre sus periódicos amarillentos: parece que va a haber terremoto”.  Y lo peor es que en las reuniones ahora sólo se hablaba de eso. ¿Y si los anunciadores del fin del mundo tenían razón?
                El científico extranjero con sus máquinas especializadas descubrió que faltaba tan poco para que El Dorado se partiera en mil pedazos, con un cataclismo sísmico grado ochenta que ni los diablos se salvarían del castigo que Dios manda, porque el mundo anda dedicado a la timba, a la lujuria y a comer en recipientes de plástico.
                Hortensia la escuchaba, los escuchaba a todos, pero la madre se preguntaba si el terremoto tenía explicaciones religiosas o eran cosas de su marido y de todos esos bocones que andan por el mundo inventando malas noticias, aunque había aumentado tanto la gente: El Dorado podía hundirse tranquilamente en las aguas pantanosas del fin.
                Quería irse cuanto antes de El Dorado, a cualquier parte, podía ser a los países nórdicos, o siquiera al monte más cercano, donde se están construyendo casas residenciales muy cómodas. No imaginaba cómo podía ser, en qué momento sobrevendría el caos, no quería que el terremoto la encuentre en el baño y tenga que salir calata a pedir perdón por sus pecados. Soñaba con mudarse donde fuera, y soñaba con Hortensia, otra vez viviendo con ella, como antes.
                -Total, soñar no cuesta nada, hija.
                Hortensia deslizó una suave sonrisa. Su madre ya no era la mujer decidida de antes, se había llenado de trapos y más trapos, hasta convertirse en un ropero andante, una feria de colores de pies a cabeza. Era evidente que ya estaba vieja, a ratos olvidaba lo que decía o hacía comentarios si sentido, riéndose como una niña. Hortensia en cambio todavía era joven, pero no se le ocurriría vestirse de flores, como le gustaba cuando era jovencita. Algunas clientes le dijeron, conversando al paso, en el taller o en el mercado, que era una tonta, detenida en el aire, mirando las musarañas, que sólo se vive una vez, que debía reírse de la vida, y a lo mejor hasta  conocer un caballero. Ella las miraba suspirando.
                Algún mecanismo de su existencia andaba gastado, como un tornillo flojo. Sobreponiéndose a absurdos achaques, una vez se puso una de las faldas que vendía. Echó a un lado los pantalones y lució sus piernas, enfundadas en las medias negras con raya al centro que estaban de moda. Se cortó el pelo, se pintó los labios y los párpados y fue a encontrarse en el cine con una amiga más joven que trabajaba con ella.
                Al salir de su casa, tomó aire y caminó ágilmente las veredas que la conducían a la avenida principal. Cuando llegó al lugar convenido, tuvo que tomar más aire porque los hombres volteaban para mirarla y hasta le silbaban. Ella se ruborizó pero siguió caminando. Ya en el cine, con su amiga, tuvo que entrar inmediatamente al baño a mojarse la cara. Su amiga se asustó, supuso que los riesgos de caminar sola en las calles principales de El Dorado habían caído justamente sobre Hortensia. Pero ella, todavía azorada y excitada, le explicó que no sabía que a sus años podía levantar tanto alboroto.
                Su amiga la miró tomando distancia.
                -Creo que sí- le dijo- aunque también creo que te has pintado mucho los labios.
               
                Ahora ya ni se acuerda qué película vieron. Era una de acción, sí, como las que daban últimamente en muchos cines de El Dorado. Películas de artes marciales, de maniobras militares y gritos pelados. Algunas eran buenas, pero la mayoría era violencia pura, sin justificación o con justificaciones tontas y de mal gusto. Apenas volvió a su casa, buscó un recipiente donde lavarse la cara. Sus hijos y también Elías a miraron con sorpresa. No la reconocieron con el vestido. “También son los zapatos”, pensó. Eran de taco aguja y tenía a piernas tensas por si se caía, y a lo mejor el trasero se le levantaba mucho.
                Hortensia pensaba que una mujer era una mujer, que no debía ser confundida con una perra sin amo, buscando arrimársele al primero que pase. Aunque también pensaba que nadie era tan malo para no ser un rato un poco bueno, y nadie era tan bueno para no permitirse su poco de maldad.
                -Todo está distribuido tan a la par y tan a la contraria, para todos hay en este mundo.
                “Al final lo mejor siempre es lo correcto”, agregaba. Y ahora que El Dorado se convirtió en una fiesta de ilusión, con tantos letreros luminosos, la televisión, los periódicos, y todos esos que van con sus carros gritando en altoparlantes, comprando moneda extranjera, vendiendo conservas de contrabando, ya no solamente eran los blancos metidos en los negocios, eran los que habían llegado a esta tierra y por todos los medios imitaban sus costumbres, sus horarios y hasta su manera de masticar el chicle.
                -Hombres de todos los colores- sonrió Hortensia, amargamente.
                Un infierno silencioso avanzaba en su vientre, a veces le daba ganas de destruirlo todo, especialmente cuando en el mercado veía que la gente compraba menos y menos, y con la cartera vacía se preguntaban, como ella, si podían inventar con unas pocas monedas una sopa de fideos, con sabor a nada de primera.
                Ya nada iba a ser como antes, el tiempo no pasa en vano. Sentía ganas de vomitar, de irse a la calle y arrojarse a los carros que unos tras otros cruzaban las calles de El Dorado, con sus cláxones trompeta, ensordeciendo el atardecer. Había llegado el momento de sacarse esa melcocha que le oprimía el pecho, y aunque volvió a su aspecto de siempre, repetía constantemente delante de todos que estaba harta, que todo en esa casa tenía que cambiar.
                Los más pequeños la miraban, sin saber qué estaba diciendo su madre. Cuando lo dijo delante de Camilo, que ya era un hombrecito, él tampoco entendió y le dijo levantando los hombros “cualquier cambio es bueno”, pero siguió su camino a la puerta, y ella no pudo explicarle que no podía seguir viviendo en una casa donde todos se convirtieron en desconocidos.
                Camilo tenía que llegar rápido a su trabajo. Esa tarde le encargarían el lavado de dos autos y si no se apuraba se los ganarían. Elías si la escuchó en silencio. Pero ella sabía que él estaba de acuerdo con todo lo que decía.

                En esos días volvió Juan a su casa, preguntando por sus hijos. Dejó algo de dinero para ellos, y Hortensia aprovechó para buscar su opinión. Pero se quedó perpleja cuando le dijo que efectivamente habría un gran cambio, un cambio radical, no sabía cuántos muertos quedarían en el camino, pero que en una guerra revolucionaria nunca se sabe. “Nosotros sólo tenemos que perder nuestra pobreza”.  Ella no entendió lo que decía Juan. Y no reconoció su mirada cuando agregó: “salvo el poder, todo es ilusión, Hortensia”.
                Y se fue. Ella bajó la cabeza y se hundió en un vacío blanco, invadido de humo, espeso, grisáceo, como en una chimenea atracada. Al día siguiente, cuando todos habían salido, buscó una bolsa, la más grande y la llenó con sus ropas. Tomó dos baldes para llenarlos con más ropa, descolgó algunos retratos, y acabó.
                En la esquina esperó un triciclero, de los que por unas pocas monedas llevaban pasajeros hasta abajo, acomodó sus bultos en el pequeño asiento. Después de cerrar la puerta de la casa, subió al triciclo, preguntando cuánto le cobrarían. Antes que descendieran calles abajo, ella todavía volteó y mientras miraba por última vez la casa, se enjugó las gruesas lágrimas que rodaron por sus mejillas.


20


     Andando por las calles principales, recién sembradas de árboles que perfumaban el ambiente con sus semillas olorosas, Camilo pensaba que era definitivamente un idiota. El joven más idiota del mundo. Cómo podía enamorarse de una muchacha que no conocía, que apenas saludaba, qué idiota. Su poesía acumulada en cuadernos interminables se multiplicaba inútilmente bajo el techo de calaminas de su casa, donde la escondió para que nadie muera de la impresión. Suspiraba, sensible y romántico, escribiendo sus versos melancólicos, era todo tan estúpido en su vida.
     A veces sus emociones daban una vuelta completa y, lleno de ira, quería romper todos sus cuadernos, echarles kerosene y prenderlos para que no quede huella que no quede huella... Quemó algunos, pero antes de seguir, cambiaba de idea, pensando que un día se daría un encontronazo con ella. El aprovecharía la oportunidad y le diría cuánto la amaba, cómo soñaba con ella todos los días y las noches, que tajaba su nombre con la chaveta en los árboles y en una carpeta, que su amor estaba puesto en ella y que sabía que ella también lo quería porque lo leía en sus ojos- y el lenguaje de los ojos revela las emociones del alma, como lo demostraba el tratado sobre los sueños que estaba leyendo.
     En realidad, no sabría decirle nada sobre los poemas. Lady podía pensar que su amor por ella era el sentimiento de un pobre joven impresionado por su belleza. Y no le gustaba nada esa interpretación de sus emociones, porque la amaba sencillamente en su condición de mujer, de bella flor venida desde la vuelta para crecer justamente al lado de su casa.

     Pero todo era pura ilusión. La oportunidad del encontronazo se alejaba más y más. Las casualidades en el mundo se dan sólo treinta y siete veces al año y únicamente para una porción reducida de habitantes del mundo, los espirituosos, según lo había leído Camilo en un capítulo altamente especulativo sobre el Azar. Por esta razón comenzó a rondarle la idea de provocar el encuentro.
     Consiguió unas largavistas y un juego de espejos con los que, desde el lugar donde estuviera, podía ver si aparecía Lady. Con las zapatillas que se compró corría ágilmente, podía dar una vuelta a la calle, medir sus pasos, encontrarse cara a cara con ella y decirle sinceramente cuánto sufría por ella, diantre, es una tontería. Sin embargo, dejó pasar las oportunidades, consolándose en sus poemas, escribiéndolos con aflicción.
     Pero un día sucedió algo prodigioso.
     En la bodega, comprando los primeros cigarros que empezaba a fumar mientras pensaba en ella, él volteó con su cigarro en la boca, como en las películas, y ella, que estaba atrás, casi se quema con el fuego encendido de Camilo. El saltó como un resorte y le dijo precipitadamente discúlpame, discúlpame, y como ella se ruborizó, él le agarró la mano y agregó:
     -Estás riquísima, Lady.
     Ella recobró la postura y con una ancha sonrisa, todavía turbada, le dijo:
     -Gracias, no te preocupes, Camilo.
     Casi se come el cigarro cuando escuchó que pronunciaba su nombre. Ella se acercó al mostrador y pidió lo que había ido a comprar. Camilo salió discretamente de la bodega, y ya en la esquina, recuperó el aliento. El corazón quería salírsele por la boca, de puro gusto. No solamente le dijo de un tirón lo que sentía, sino que ella había contestado llamándolo por su nombre, amablemente, agradecida, no te preocupes. Con una energía incontrolable, dio numerosas vueltas y revueltas por las calles. Ya cansado regresó a su casa.

     Al abrir la puerta, Elías se limpiaba el llanto que corría por sus ojos. Quiso retroceder, irse con su alegría a otra parte, pero ya estaba dentro. Camilo sintió que su casa olía muy mal, que el olor pestilente no lo dejaba respirar. Salía muy temprano al colegio con los cuadernos de siempre en las manos, por eso de los exámenes y la santa vaina, y de allí recogía sus latas de un corralón, con otros lavadores las guardaba en el mismo sitio, y se iba a trabajar. Así que no sabía porqué lloraba Elías.
     -Tu mamá... tu mamá se ha ido de la casa- sollozó Elías, con los ojos enrojecidos.
     Camilo lo miró sin saber qué decir. Le llamó la atención su cuerpo más combado que de costumbre, arruinado por el dolor, como si se tratara de su propia madre. Camilo dió algunos pasos en silencio, fue hasta el rincón donde estaba instalado el baño y orinó. Desde allí gritó: “!debe estar en casa de la abuela!” Con voz entrecortada Elías replicó que Hortensia se había llevado sus ropas, sus zapatos. Pero Camilo no quiso escucharlo más.
     Salió de la casa al encuentro de la noche, la oscura noche de El Dorado que tantas veces lo abrazó con su sonrisa perlada de estrellas inalcanzables, titilantes, con límites que no podía ni soñar, que no alcanzaría jamás, así corriera los mil metros planos del amor y el buen vivir. La noche calmaba su pesar. El viento que bajaba por las quebradas se estrellaba frente al mar, dejando un vapor caliente que llegaba salpicado de gotas pequeñísimas de rocío.

     Las emociones se le combinaban en el alma, como una goma amarga que pegaba sus tripas al estómago y le daban unas ganas malditas de patear al primero que cruzara su camino. ¿Porqué? porque sí, porque él también era irremediablemente una pobre bestia trajinando un mundo imperfecto. Pensando en Lady se abstenía. Pero eso no remediaba la sensación de que en su casa todos estaban locos, salvo sus hermanos que miraban los problemas como si fueran ajenos.
     Los días fueron pasando y él no sabía nada de Lady desde aquella vez en la bodega. En el barrio corrió el rumor de que su familia andaba de luto, por el abuelo que murió arrollado por un auto cuando recogía una moneda en medio de la pista. Otros dijeron que le dio un ataque al corazón, que lo encontraron muerto sentado en un bacín. Los rumores acercaron a los muchachos a la puerta de Camacho, curioseando el espectáculo del viejo encajonado en su ataúd, con su corbata michi y terno, entre arreglos florales y un violinista que contrataron para la ocasión.
     Con sus primos vestidos de negro, como él, Erick salió a invitar a los muchachos a pasar al patio, para que vean mejor el ataúd. A Camilo le pareció una burla. A la hora de los muertos sí los invitaban. Habían pasado tantos años, tantas fiestas y nunca quiso que se acerquen a mirar su arsenal de juguetes. Todos sabían que Erick no aprobaba la secreta pasión que tenía Camilo por su hermana, y se llenaba de cólera cuando se lo recordaban. Camilo andaba alerta por si se cruzaba con él y le disparaba un golpe a traición: no le gustaba andar buscando pleito, pero si le ponían la mano encima, se descomponía y el odio se posesionaba de él. Llegado el caso, no le importaría que fuera hermano de Lady, aunque también pensaba que podía ganarse al hermano para llegar a ella.

     Pronto todos se preocuparon por tener el cabello bien peinado y el cuello limpio. Otros se dedicaron al deporte, como Conejo que perdió un diente por su afición al box. El gobierno promovía los deportes, y las competencias eran muy reñidas, y en la mayoría de casos se armaban trifulcas con heridos, sobretodo si había apuestas. Probando suerte con los guantes, Conejo soñaba ser una estrella. Le dijeron que ganaría mucho dinero, que se lo entregarían al momento, después de cada pelea.
     En una pelea eliminatoria, Conejo no solamente perdió el rau, sino también un diente. Pobre Conejo. Pero él seguía yendo a la federación de boxeo y aparecía por el barrio con sus afiches de propaganda, hablando de las categorías y campeonatos mundiales, de golpes técnicos, de esquives tácticos.
De Perico no se sabía nada. Había cambiado mucho últimamente. Lo veían entrar o salir de su casa o conversaba cuatro palabras, y se despedía. También llegaron algunos nuevos amigos que vivían en los segundos pisos que se construyeron en el barrio, pero no se tenían la misma confianza: ellos no conocían La Candela desde que fue una invasión de esteras. Los muchachos más antiguos sí recordaban vagamente, o les contaron tantas veces las escenas sangrientas, los muertos, los heridos, el reconocimiento de sus derechos.
     Ocupado en su trabajo, Camilo no se daba tiempo para conversar. Aunque si se encontraba con Pulga, se fumaban el mismo cigarro, o con Conejo, o con los dos. Perico no aparecía. “Qué será de su vida”, se preguntaban.
     -Enamorado, no está- gritaba Pulga.
     -El enamorado eres tú- agregaba Conejo.
     Camilo se reía y lo negaba, diciendo eso era antes, mintiendo, en realidad la desazón le carcomía el ánimo, y charlando con los amigos olvidaba tantas cosas, olvidaba que bajo las calaminas de su casa, su familia estaba ardiendo.

     -Ese Erick es un retrasado- dijo Pulga-. Cómo se le ocurre invitarnos al velorio.
     En ese clima, no les quedó otra que aceptar. Pero no tenían qué hablar con él, por más que quería hacerse el amigo, el buena gente. Le dieron el pésame por su abuelo muerto. Hubieran querido felicitarlo por su muerto, era un muerto bien presentado “no se puede negar, Erick”. Camilo soltó la risa, los demás rieron también. Camilo se enteró que Erick los invitó a una próxima reunión, buena oportunidad sería su cumpleaños, faltaba poco.
     Pasaron muchos días y hasta meses, cuando Conejo, que ya no parecía un conejo sin su diente, se cruzó con Erick. Venía acompañado de su madre y solamente le dijo qué tal, sin detenerse. Todos olvidaron lo de la invitación, pensaron que ya había pasado y que la fiesta se hizo sin ellos, !no puede ser!, aunque si no escucharon los tambores y las maracas de la orquesta que contrataba Camacho cuando hacía fiesta... Además, aún estaban de luto y con la muerte rondándole la conciencia, pensaron que la muerte del viejo les quitó las inquietudes festivas. Los muchachos olvidaron completamente el incidente del funeral, como la inesperada invitación al cumpleaños.
     Pero mientras Camilo pensaba en Lady, en la oportunidad de volver a verla, cansado y sudoroso, el Conejo lo alcanzó para decirle:
     -A que no tienes esta tarjeta de la fiesta del Camachito Chico.
     El no supo cómo entender esa apuesta.
     ¿No lo invitaban porque la tarjeta no entraba bajo la puerta de su casa? ¿el suelo era muy accidentado? ¿Conejo quería que lo envidie porque sí lo habían invitado y preparaba su jeans para bailar con una prima el tuist.
Le dijo que no, secamente, pensando que si Lady no lo invitaba a su casa era una tonta. Y muy molesto siguió caminando.

     Caminó una, dos, tres cuadras, descendió por la izquierda y subió otra vez, y unas calles después, se detuvo. Un organillero subía por la calle cargando su ropero de música sobre la espalda. Se plantó en la misma esquina. El hombre bajó su organillo con mucho cuidado, quitándose las correas que lo sujetaban por los hombros. Luego lo apoyó contra una ventana.
     -!Mamá, el mono, el mono, mamá!- gritó un niño, asomándose por la ventana.
     Camilo se quedó a mirar. Un mico elegantemente vestido, de cuello y corbata, como los que anunciaban artefactos en la televisión, salió después que el organillero tocó las puertas de la jaula. Camilo se preguntó qué era lo que le molestaba. El cumpleaños era de Erick. Pero quizá valía la pena ir a la fiesta, estar al lado de Lady, no habría mejor oportunidad. Pero qué se iba a poner, no tenía siquiera un buen pantalón. Diablos, además debía llevar un regalo.
     El mico se puso a repartir horóscopos después que la manivela del organillero le hizo escuchar la música de siempre. Haciendo pausas, rascándose la cabeza, ajustándose la corbata y enseñando los dientes repartió, uno por uno, sobres a los curiosos que se congregaron alrededor. Después, el organillero pasó su sombrero para recoger las colaboraciones.
     “Es una tontería”, pensó Camilo, mientras la gente leía los horóscopos muy serios o apenados.
     El organillero cargó otra vez su armatoste y se fue. Camilo se quedó pensativo. Después, regresó sobre sus pasos, pensando en su cuaderno de poemas, tenía ganas de agregar algunos versos a sus poemas. Al llegar a su casa, uno de sus hermanos le dijo:
     -Hay una tarjeta para ti... ¿Qué terno te vas a poner?

     Arrancó el sobre de la mano de su hermano. Allí estaba su nombre en la tarjeta de colores. ¿Así que de todos modos lo invitaba? Ahora faltaba saber si iba a ir. No terminaba de reponerse cuando la bulliciosa sirena de los bomberos se agitó calles abajo. Dando difíciles tumbos lograron subir hasta una calle, más arriba no pudieron, y menos con los tanques llenos de agua. Había un incendio allá arriba, todos corrieron a ayudar, a mirar. Era una choza de las más pobres, las construidas bien arriba. El también corrió, entre los vecinos subían un rollo de mangueras. Rápidamente fue hacia la choza.
     Pero alguien en el camino detuvo su marcha. Estaba sentado en un muro, a la sombra de un árbol. Era el Loco. Después de tanto tiempo, volvía a verlo. ¿Era él? Estaba cambiado, hasta no parecía el loco. Muy diferente, calzaba zapatillas bastante usadas pero limpias, o no tan sucias. Ya no tenía los pelos greñudos, tenía el pelo corto.
“No puede ser él”, pensó.
Tenía la misma mirada enrojecida de siempre, y los dientes amarillentos, y sonreía. Se dio cuenta que lo estaban mirando. Camilo, se golpeó suavemente la basta del pantalón para sentir el cuchillo sujeto al tobillo, y se acercó sigilosamente.
     El Loco estaba haciendo operaciones aritméticas en un cuaderno con un lápiz. Eran operaciones imposibles de resolver, o parecían operaciones y parecían imposibles. Buscó sus ojos alucinados, saludándolo con cautela. El hizo una breve pausa, fastidiado por su presencia, pero siguió haciendo sus anotaciones.

     -Hola- le dijo Camilo- qué haces.
     El resopló.
     -Matemáticas- dijo-, cálculo elemental.
     Camilo miró los libros que había junto a él.
     -¿Matemáticas?- volvió a preguntarle.
     -¿No ves que hago matemáticas?.
     Y siguió en silencio. Hasta que dio un puñetazo sobre su cuaderno.
     -!Ya me equivoqué! ¿No digo? Uno debe retirarse de la superficie si quiere ir a lo profundo.
     Y furioso, arrojando su lápiz, se fue.

     Había sido una cocina inflamada, sus llamas llegaron hasta el pequeño techo de paja. El fuego se expandió a las demás esteras y la madera. Las camas ardieron en un dos por tres. Cuando llegaron los vecinos se escuchaban gritos que salían de dentro, después todo quedó en silencio. Una mujer gritaba por sus hijos. Pero era imposible entrar. A punta de baldes llenos de arena o de agua, los vecinos consiguieron empujar el fuego al otro lado de la casa, pero sólo cuando llegó la manguera de los bomberos se pudo apagar todo. Ya no había nada de la casa, el chorro de agua terminó de echar la pocas maderas chamuscadas que todavía estaban en pie.
     Mucha gente miraba. Y mientras las mujeres se persignaban o consolaban a la madre, algunos hombres removían los escombros. Era inútil calmarla, ella gritaba desgarrada “yo también quiero morir, yo también quiero morir”. Todo estaba negro en el terreno. Todavía después, en la multitud, alguien pidió a gritos que abrieran paso a los cuerpos. Eran tres, estaban negros, carbonizados por partes, irreconocibles.
     Camilo se enteró que tenían tres, cuatro y cinco años. El padre lo dijo a algunos vecinos después que, lívido y pálido, regresando del trabajo, encontró su morada quemada.

21


     -El problema no está en el análisis, sino en la aplicación de las soluciones. Y la contradicción de las soluciones reside en resolver si se justifican o no- dijo C.
     Juan deslizó un comentario sobre la tensión que se cernía sobre la ciudad. Le llamaban la atención los acontecimientos que escandalizaban a la población, día tras día, uno daba paso al otro, el increíble al extraordinario, el horrendo al tenebroso, el estúpido al incomparable, el extraño al inaudito, el horrendo al gracioso, el tonto al justo.
     Asediada por las malas noticias, la gente se detenía a mirar largamente los puestos de diarios en las esquinas del centro, comentando en pequeñas asambleas callejeras. Invariablemente llegaban a la misma conclusión: la culpa la tiene el gobierno.
     Como paciente sastre, Juan hilvanaba una noticia con la otra, una conjetura con la realidad, y como todos los periódicos se empeñaban en negar los hechos, algo aprendía sobre los cambios sociales con los amigos.
     -No es difícil entender que manejan nuestras opiniones, compañero- le dijeron.
     -Claro, claro- dijo él, anotando las ideas correctas con un lapicero. 
     Con frecuencia, se veía con los amigos, y charlaban animadamente en el local de la Fraternidad, o salían. Hablaban de todo, reían, hasta que aparecía C. Entonces callaban. El tenía las ideas más claras y precisas, y siempre estaba afirmando cosas. Les proponía conflictos que sometía al comentario general, aunque casi siempre él se encargaba de resolver, recogiendo las opiniones de los demás.
     “!Este C. conoce tanto, y lo hace sentir a uno tan conocedor!” pensó Juan.
     -La experiencia práctica se convierte en ley, y las leyes en principios transformadores- decía C.-. Experiencia en este mundo injusto la tenemos todos. Cada cual decide.
     C. no era un hombre mayor, al contrario era muy joven, o lo parecía. En sus ojos penetrantes Juan no podía calcular cuánto tiempo acumulaba. Lo respetaban por la claridad de sus ideas, sus palabras mesuradas y elocuentes, y por sus bromas inteligentes y en ocasiones muy agudas. Cuando le parecía que debía pensarlos con detenimiento, Juan anotaba sus comentarios. Y un asunto traía otro, así que siempre tenía preguntas, y los demás se reían de sus preguntas ingenuas.
     -Pero necesarias- decía C., sonriendo.
     Juan no se atrevió a preguntarle, quizá no venía al caso, por el loco que andaba excavando las montañas y que cada cierto tiempo enviaba informes demoledores sobre la geología de El Dorado.

     B. Skorloff calculaba los muertos en millares y proponía la urgente construcción de cementerios, para no agregar muertos a los muertos, por la peste que sobrevendría al cataclismo. Los predicadores llenaban las calles de ruedos, con salmos y oraciones seleccionadas para salvar el alma y el pellejo, publicadas en cuadernillos a peso.
     A las horas más congestionadas, los autos esperaban largos ratos, las pistas no se despejaban de tanto predicador, y ambulantes, conglomerados de gente buscando la palabra salvadora. Los creyentes acampaban en las puertas de los templos, impenitentes, cargando troncos de rodillas, hacían promesas imposibles y lloraban sus penas sin consuelo.
     En la Fraternidad, los hombres de La Montaña Más Alta trabajaban discretamente procurando que los trabajadores entiendan que la mesa directiva era cómplice del gobierno del ingeniero Secada. Pero muchos simpatizaban con los partidos del gobierno. En algunos casos tenían cargos oficiales y aplastaban cualquier propuesta que pusiera en riesgo sus puestos. Los radicales plantearon entonces que las luchas principales se estaban dando en el campo, con la sublevación de los campesinos, y que pronto llegaría hasta los sectores más sensibles de la ciudad, la población humilde, que constituía la mayoría en el país.
     La mesa directiva acudía a los más bajos recursos para amarrar las decisiones, recesaba las discusiones más urgentes o distraía a las bases promoviendo campeonatos y concursos. En medio de las pifiadas, se cancelaban las reuniones hasta nuevo aviso, y los "acuerdos" más ruines se aplicaban sin obstáculos. 
     -Tenemos que trabajar con aquellos que tienen puesto el corazón en la más alta esperanza: la transformación de su vida- decía C.

     ¿Qué son las elecciones? preguntó C., ¿a quién representa el gobierno? ¿A nosotros? Debemos entender las cosas con frialdad en el pensamiento, aunque en nuestro corazón brille la incandescente llama de la vida. No nos dejemos engañar por la propaganda. Hay que mirar con los ojos abiertos, hay quienes miran con los ojos cerrados. Y se dejan llevar por la sonrisa, por la música pegajosa que trasmiten en la radio. Los candidatos hacen su competencia, pero los poderosos los eligen, utilizan al pueblo según sus conveniencias. Así consiguen nuestro consentimiento, y nos vuelven sus cómplices. ¿Ustedes creen que sirven al pueblo? Es posible que durante su campaña regalen antidiarreicos a los niños y leche en polvo y panes duros. Hasta que ganan sus elecciones. Y si les faltan votos, los inventan. ¿No eligieron un comité electoral parecido al de la Fraternidad? Una mesa elige a la otra y los votos son adornos del porcentaje, así también ellos se eligen para gobernar. Tienen las armas en la mano. Un aparato militar respalda sus decisiones políticas, quién se lo va a impedir.
     -Unicamente lograremos transformar el mecanismo que no nos permite levantar la cabeza y mirar un limpio cielo, con armas superiores a las que tiene en la mano el enemigo. Para llegar a ello, debemos volver a nacer, reconocer la aurora que inaugura un mundo nuevo- agregó C.

     Otro acontecimiento remeció la conciencia de la población. Atraídos por los hallazgos arqueológicos que se sucedían unos a otros, muchos investigadores extranjeros llegaron especialmente para estudiar las capas geológicas del territorio. Accidentalmente, descubrieron otra ciudad de piedra en la más alta montaña de El Dorado.
     Hallaron la ciudad de piedra mientras buscaban una avioneta caída entre las montañas, bajo una lluvia torrencial, en la abrupta selva de árboles silvestres que la ocultaban cientos de años. Durante diez días nadie sabía dónde estaban los expedicionarios del salvamento. Sólo el sol los guiaba. Caminaron interminablemente, y llegaron a una población no registrada en los mapas que les enseñó la ruta a la ciudad eterna.
Al principio creyeron que se trataba de un enorme bosque de piedras gigantes. Por la distribución de las piedras, valiéndose de un aeroplano, pronto reconocieron que se trataba de una ciudad. Una ciudad construida para permanecer eterna en el tiempo. Los techos de las habitaciones ya no existían, pero estaba preservada toda la estructura. Las lluvias lavaban constantemente las gigantescas piedras. Los rincones ceremoniales, de paredes desnudas y agresivas, lucían su reverencia al universo estrellado de su cielo.

     Desde el extranjero, se organizaban sucesivos viajes de aventura. Todos querían conocer la ciudad de piedra de El Dorado, y el arte y el pensamiento de los poblados cercanos. Nadie podía explicar cómo llegaron hasta esa zona los inmensos bloques de piedra, allí las únicas piedras eran las montañas. Era difícil suponer que hubieran transformado una montaña en ciudad. ¿Cuánto tiempo y esfuerzo les demandó tal empresa? Las especulaciones de los intelectuales supusieron que el trabajo comunal y la integración social era característica de la población. Acaso dedicaban sus vidas a pulir las piedras, a enfrentarse con el material más duro y eterno de la naturaleza.
     Las informaciones científicas daban cuenta de los hallazgos, todo el mundo conoció los vestigios de piedra más importantes, como las historias, mitos, leyendas y profecías tejidas de familia en familia, de tradición en tradición, que explicaban la discreta sabiduría del pueblo. En algunos casos, se hablaba de huellas de extrañas naves aéreas que después de aterrizajes imposibles, se detuvieron allí y, fundidos con la naturaleza de la tierra, establecieron un imperio que duró diez milenios.
     Todas las noticias eran sorprendentes y muy especulativas. Eso daba mucho dinero a las agencias de ómnibuses que comenzaron a llegar hasta la ciudad de piedra. Una pequeña flota de avionetas trasladaba a los numerosos turistas que en poco tiempo invadieron El Dorado, con sus largavistas y sus lupas, sus sombreritos para el sol y sus cuadernos de instrucción. Pero más que la ciudad de piedra, a los habitantes de El Dorado les importaba no convertirse en habitantes de una ciudad de humo.
    
     Los estudios recientes dieron lugar a las más curiosas y especulativas teorías sobre El Dorado y su historia. Juan buscaba con curiosidad unas crónicas sobre los enigmas de El Dorado. En este afán, llegó a conocer una sociedad de eruditos que estudiaba con ahínco los libros que escribían los exploradores de la ciudad de piedra. Se propuso entender sus documentos sobre excursiones en roca viva y sobrevivencia en climas montañosos. Pero no conseguían explicar el papel de los intelectuales en los cambios que demanda la realidad.
     Recordaba que los primeros libros de importancia que llegaron a sus manos se los dio Ernesto, años atrás, y aunque tampoco logró entenderlos, delante de esos libros, no le quedó más remedio que imaginarlos, adivinarlos y complementarlos con retazos de su propia experiencia. “Esos conocimientos a veces sólo sirven para alejarse más de la realidad”, pensó. El mismo Ernesto parecía un ser superior, no por estar más cerca de la directiva sino por su lenguaje incomprensible en las asambleas, impresionando incautos, con una frase lista para acabar la discusión.
     “Cómo ha cambiado, Ernesto. ¿O soy yo el que cambió?”, pensó.
    
     Los dirigentes de la Fraternidad, como los dirigentes del Club de Leones aspiraban al poder, o eran el poder detrás del poder. Eran dueños de fábricas, o sus más altos dirigentes, al mismo tiempo gobernaban los sueños de los pobres, sus pobres vidas. “Con ellos adelante, jamás los sueños se cumplirán”, pensó Juan. “Todo está tan enlazado, hay una trama tan fina, la ciudad crece en satisfacciones por un lado y en hambre por el otro, mientras los ricos se enriquecen las angustias de los pobres aumentan sin más solución que la muerte”.
-Pero así como se enriquecen, es escaso su optimismo- le dijo un compañero en una ocasión.
     -Como los camaleones, cambian de color, están en todos los campos, y especialmente en la política. Tienen asientos en el parlamento, son allegados al ingeniero Secada, son ministros.
-Llenan las paredes con sus fotografías cargando niños, y aspiran a ser presidentes- dijo otro.

     “Así es la política”, decían en la radio o en la televisión. Y alguna gente repetía tontamente así es la política. Los radicales decían: podemos quererlo o no, pero la rebelión contra el oprobio se justifica. Liberar la sociedad es la tarea prioritaria, liberarla de sus ataduras. Aspirar al poder para servir. Eso es política.
-Política- dijo C.- tiene hoy dos significados. Uno el que le dan los poderosos, y otro, el que le dan los oprimidos del mundo. Uno es oportunismo y egoísmo. El otro es ciencia y conciencia, para conducir al mundo a una nueva aurora.

     Los músicos callejeros recorrían las calles de El Dorado con sus instrumentos folklóricos, y con otros que inventaban para producir los sonidos que sus nuevos cantos demandaban. Habían grupos de todo tipo, desde los convencionales empeñados en preservar los viejos tonos y vestuarios tradicionales, hasta los novedosos de violín y pandereta. Pero los que más llamaban la atención del público arremolinado en las plazas principales eran los que cantaban canciones del despertar, canciones que el pueblo componía convirtiendo sus penas y lamentos en versos de confianza y gloria.
     En los ómnibuses destartalados por el uso despiadado que le asignaban en el traslado de las multitudes, los músicos cantaban apretujados, ajustando sus cuerdas o sus latas en un pequeño espacio, entregando también algunos mensajes que discretamente corrían de mano en mano.             



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