¿DE QUE SE RIEN LOS CUERVOS? Capítulo 3



EDICIONES COLECTIVO VALLEJO
LIMA 2005


Capítulo 3


     DESPUES DE CAMINAR Y CAMINAR por las calles redondas del barrio, de reconocer nuevamente la arboleda tras las casas, y de atreverme a recorrer el camino de brea, destinado a los ciclistas en medio del bosque, me dirigí a la casa, teniendo como referencia la gran pista que cruzaba la fachada. Ya era las ocho o nueve de la noche.
     Pensando que era un atajo, tomé un camino que estaba seguro me llevaba por el lado del jardín. Volví a dar vueltas y vueltas, a esa hora en la que ya desaparecía toda huella de la luz. Yendo y regresando a un mismo punto, me di cuenta que estaba rodeando la casa, pero nunca llegaba a pesar que a través del follaje y de los árboles alcanzaba a verla muy cerca.
     Por fin, poco después estuve delante de la puerta trasera. Vi encendidas las luces del cuarto del tío Abel, como las de otros cuartos, arriba y en el sótano. Solamente, el mío estaba con las luces apagadas. También había luz en la cocina.
     La voz nocturna del bosque con sus cientos de susurros y un viento suave remecían el ramaje. Algunas aves apresuradas por volver a sus nidos atravesaron el cielo soltando algún trino tardío, mientras yo no sabía qué iba a decirle al tío, acaso confesarle que ya tenía mis documentos “chuecos”, y que podía empezar mañana mismo a trabajar. Tenía la cabeza hecha un embrollo, y en buena cuenta se lo debía a esa muchacha que empezaba a desconcertarme, con su encanto y sus sorpresas.
     No quería tener ningún problema con el tío Abel a causa de ella, ni que él los tuviera a causa mía. Tenía un pasaje de regreso cuya fecha no había vencido y por un segundo me atravesó la idea de regresar al Perú, quizá podía retomar mis clases en el instituto donde trabajaba, y esperar pacientemente que acontecieran las elecciones, quién sabe, las fuerzas democráticas podían acabar con la dictadura de Fujimori. Pero a estas alturas no tenía por qué adelantarme a nada, ni siquiera había hablado con el tío Abel, aunque tampoco podía contarle que fui a Washington con su mujer. Tendría que esperar a mirarle la cara para saber qué hacer.
      Supuse que estaban los dos en la cocina, conversando sobre el día, y ella le contaba que fuimos a Washington. Esa idea me abrumó, y quise volver a perderme en el bosque. Pero, ya en los escalones de madera del recibo, delante de las banderitas americanas que lo adornaban, se apagó la luz de la cocina, y al instante volvió a encenderse.
     Esperé unos segundos, luego toqué. Como nadie contestó, giré el picaporte y abrí la puerta muy despacio. Ya era tarde para inventar una historia, además “esta tarde nunca existió”. La sala estaba a oscuras. Pero de la cocina salía una larga barra de luz blanca que se prolongaba sobre la sala. El alfombrado tragó mis pasos cautelosos. Parecía que no había nadie en la cocina, me acerqué. El tío Abel, con los ojos en blanco, estaba sentado inmóvil delante de una cerveza, un cenicero y un vaso medio lleno. Estaba muerto.
   Esta historia puede resultar inverosímil, pero en Estados Unidos muchas personas llevan consigo una aureola de muerte, y la llevan a todas partes, allí donde vivan o trabajen. Tuve tremendo susto cuando el tío Abel se levantó como impulsado por un resorte y me dijo al paso:
     -Que tal, sírvete, come algo, voy a dormir un poco, mañana entro a las tres.
     Y desapareció sin hacer ruido.
     Todavía sin reponerme, di una mirada en torno a la cocina. Algunos platos sucios en el lavador, una puerta del aparador entreabierta, y el resto de cerveza que quedó en la botella. Me senté en el mismo asiento aún tibio que había abandonado el tío Abel. Me levanté para lavar el vaso. Volví a sentarme y me serví la cerveza.
     -Salud -escuché por atrás.
     Maggie cruzó la cocina de tres largos pasos y se puso a lavar los platos. Me sentí incómodo sorprendido en ese trance.
     -No te asustes, solamente vine a hacer esto.
     -Te tocaba asustarme a ti. Vi al tío Abel durmiendo como un muerto.
     -No puede cerrar los ojos cuando duerme- dijo Maggie, secándose las manos.
     Sonreí y la invité a sentarse. Tomó asiento frente a mi, le dije que era extraño que una persona no cerrara los ojos para dormir. Maggie me contó que el trabajo de su marido casi siempre era por la madrugada. Recorría todas las zonas del condado, que distaban media y una hora cada una, para reparar o supervisar las máquinas que la empresa tenía instaladas en cientos de lugares. La madrugada y el conducir una buena parte de su jornada en plena noche, lo había convertido en un auténtico noctámbulo. 
     -Es un trabajo muy duro- le dije.
     -Gana bien.
     -Está alterando su salud.
     -No. Solamente que no cierra los ojos cuando duerme. Hasta mañana. Apagas la luz.

     Alrededor de la misma mesa, la mañana siguiente nos volvimos a encontrar los tres. Por la radio se escuchaban noticias en inglés. Maggie preparó la mesa, tomamos café, tostadas con mermelada, huevos con jamón y unos panecillos de maíz que según la tradición se embadurnaban con almíbar de caña. Había mucho silencio entre nosotros. De pronto, el tío Abel se puso a hablar del clima, de la importancia que tienen los vaticinios del tiempo, del canal y la emisora dedicada solamente a dar información sobre el clima en los Estados de la Unión. Y en el tono académico que no sé por qué adoptaba el tío Abel supe que los norteamericanos están siempre preocupados de estar con la ropa adecuada si sale el sol o con paraguas si los sorprende un chubasco tropical. Tanto Maggie como yo, permanecimos callados escuchando el comentario erudito del tío Abel, al que agregó estadísticas actuales sobre accidentes causados por no atender las noticias del clima.
     De pronto, casi al mismo tiempo miraron sus relojes, se pusieron de pie, y salieron uno detrás del otro. Nos despedimos. Al poco rato escuché los motores de sus autos.
    
     Pasé unos días de desolación, tratando de comunicarme con los Ramírez, de una u otra manera. Era evidente que pasaba algo entre él y ella o entre ellos y yo. Ciertamente, pensé que mi visita no era del todo bienvenida. Era curioso, Maggie comenzó a ser más amable que él. Y por el contrario, el tío estaba siempre apurado, o hablaba en un tono académico que no siempre podía seguirle el hilo.
     En esos días seguí saliendo a dar vueltas por las calles, a reconocerlas. Me crucé con los otros inquilinos de la casa, nos saludamos brevemente en inglés, y siguieron sus caminos. A unas calles de la casa, descubrí un centro comercial, lleno de tiendas de todo tipo, markets, grifos, y por supuesto Mc Donald, Burger King y pizzerías, con un gran estacionamiento delante.
     Me asomé por sus vitrinas y, mientras la gente masticaba sus sandwichs, sus papitas fritas y bebía sus sodas, o pagaba en silencio, enseñando su tarjeta de crédito, yo pensé: “aquí nadie necesita de nadie”.
     Estaba decidido a preguntar, si es preciso en inglés, en cuanto viera el primer letrero de trabajo. Pero ni siquiera había un lugar en las paredes donde pudiera leerse tal aviso. Más tarde sabría que para trabajar uno debía acercarse a la oficina de empleos, o hablar con el manager si se trataba de un negocio. Y debía solicitar la hoja de aplication, es decir, el formulario para solicitar un empleo.
     El sol se asomaba con dificultad algunas tardes, la primavera recién empezaba. En el mismo centro comercial, había un market más o menos grande: “The Super Giant”, el gigante superior o el gran gigante. En un rincón apartado en una esquina había una banca, unos enormes ceniceros. Arriba un letrero, “smog here”, era el rincón de los fumadores.
     Estaba terminantemente prohibido fumar en lugares públicos, salvo en lugares establecidos. En general, el hábito de fumar era combatido a través de los medios de comunicación. Evidentemente, la drogadicción es uno de los problemas más notables de las sociedades ricas, y también de esta ciudad. La venta y el consumo de drogas también tienen un sistema establecido, generalmente, muy discreto.
     La vida en USA ocurre hacia adentro, salvo las pocas veces que la ciudadanía se exalta por las informaciones que vienen de la TV y a la que son tan aficionados, como a los videos y las películas en casa. Siempre están en sus trabajos, en sus casas o metidos en sus carros. Siempre adentro. Y tienen el auto del año o uno que se le parezca. Es raro ver un modelo antiguo en las autopistas. Creo que Faulkner, ese escritor norteamericano, dijo que el verdadero amor de los americanos es su auto.
     Me senté en una de las bancas y encendí un cigarro, mirando los autos que llegaban y se iban, después que rubias señoras acomodaban sus bultos en las maleteras. Algunos boys, muchachos solícitos, las ayudaban guiando los carritos hasta los autos. Otros, limpiaban la acera o ordenaban la fila de carritos de alambre atracados en las puertas.
     Uno de ellos se sentó a mi lado. Con una lata de soda y su sandwich en la mano, y se puso a comer. Vestía el uniforme con membrete del Giant. Evidentemente era latino.
     -Qué tal, brother -dijo, estirando las piernas.
     -Fumando mi último cigarrito. Qué caros son los cigarros aquí.
     -Cinco dólares, la cajetilla. ¿Recién llegaste?
     -Pocos días.
     -¿Y cómo entraste?
     -¿Cómo? Tengo visa.
     -Ah, ¿dónde trabajas?
     -Estoy buscando trabajo.
     -Trabajo hay, aquí mismo se necesita gente. Pero hay que darle duro al trapo, al almacén.
     Era de Guatemala, y se llamaba Gregorio. Había entrado como “espalda mojada” por México. Me contó que ya había venido antes, cuando era más joven. Por su aspecto, no tenía más de treinta años, pero era la tercera vez que vivía en Estados Unidos. No se acostumbró a la primera, no se acostumbró a la segunda, pero ahora estaba convencido que debía trabajar, y ahorrar y volver a su país, eso sí. Con los miles de dólares que ahorraría en un plazo de tres años tenía pensado comprar una flota de “camiones” para dedicarlos al transporte en su país. Dejan buena ganancia, me contó. Ahora sí tenía que dejarse de tonterías, antes había preferido los amigos, las fiestas en el barrio latino, era muy joven, ahora hay que ponerse serio, brother.
     De pronto, lo llamaron por el alto parlante que estaba exactamente encima de nuestras cabezas.
     -Se acabó el break, me voy -dijo Gregorio.
     -Sí, nos vemos cualquier día. ¡Para aplicar!
     Lo vi alejarse. Una señora tomó el asiento que él dejó vacío. Una señora rubia, muy nerviosa, que fumó dos o tres cigarrillos en el breve minuto que todavía permanecí allí.

     Al día siguiente, hubo un pequeño barullo en mi puerta. Abrí, y encontré al tío Abel hablando en inglés con George, el marido de Juanita, y a ella, envuelta en una ropa inapropiada para la temporada, muy abrigada, con el cuello cubierto y un sombrero de lana en la cabeza. Como su madre, Juanita era una mujer de origen andino, pero con el pensamiento American way of live. Nos saludamos, y tanto ella como el marido me hicieron algunas preguntas referidas al trabajo que iba a conseguir cuanto antes para pagarle a fin de mes, a la familiaridad con el tío Abel. Se refirieron a la confianza que tenían en él, ya vivía allí muchos años, y siempre había tenido una conducta correcta con ellos, y con su madre. Después nos despedimos, y ellos bajaron al sótano mientras el tío Abel se fue a su cuarto. Por un rato, me quedé sólo en la cocina. Más tarde, escuché voces alteradas abajo, era la voz de Juanita, discutiendo con su madre en inglés.
     Decidí tocar la puerta del tío y decirle que comenzaría a trabajar al día siguiente, no podía seguir así.
     -Me dijo Maggie que ya tienes tus papeles- dijo el tío.
     Quedé desconcertado, supuestamente la tarde que fui a Washington no existió nunca. No supe qué cara poner y no sé si se dio cuenta de mi azoramiento.
     -¿Sabes manejar? -me preguntó.
     -Manejé una temporada en Lima, hace tiempo, y no me gusta.
     El tío Abel sonrió. Fuimos otra vez a la cocina. Se sirvió un café, tomó asiento en una de las sillas, y dijo, muy ceremonioso:
     -Raúl, esto es América. Si no manejas, tienes poca opción para conseguir trabajo. Todo el mundo maneja, tienes que sacar tu licencia de conducir.
     Me dijo que podía obtenerla legalmente en una mañana, previo examen y pago de unos 50 dólares. Bastaba enseñar mi pasaporte con la visa en una oficina cerca de allí. Es un documento de uso cotidiano, y si era una licencia falsificada no podría jamás mostrárselo a un policía de tránsito, como ningún otro documento, sin riesgo a que me envíen a la cárcel.
     -Donde trabajo se necesitan dos choferes, para trasladar las máquinas. Es un trabajo diurno y, para comenzar, te pueden pagar ocho dólares la hora. Acompáñame, tengo que ir a dos centros comerciales, a unos treinta minutos de aquí.
     Poco después salimos. No me gustaba nada la idea de manejar y menos, en medio de estas autopistas para robots. Pero no conseguiría trabajo como profesor, por el idioma, ni de oficina, simplemente porque yo era un latino, y los latinos, por más proveídos de títulos que lleguen, están destinados a los trabajos manuales en USA, a menos que con los años uno se convierta en un americano, y el inglés fluya de sus bocas con la misma rapidez de sus aspiraciones en USA.
     Ciertamente, no podía eludir cualquier trabajo que se me presentara. No es que extrañara un escritorio con lapiceros de colores y adornitos en la mesa llena de papeles, pero no quería conducir un auto, transferir mis movimientos a esa caja mecánica que en USA no puede conducirse a menos de 50 kilómetros por hora. Aunque también sabía que estaba aquí para reunir los dólares que me permitieran seguir viajando, alejarme cuanto más lejos del Perú.
     Así que, pensándolo bien, no podía hacerme de rogar si veía aparecer un cartel requiriendo un verdugo experto en la guillotina, o uno que bajara sin escrúpulos la llave de la silla eléctrica.
     Con una deuda de 500 dólares que, gracias a mi amable tío yo tenía encima, y pensando en la situación que se me presentaba, mientras dejábamos atrás cientos de altísimos pinos y abetos que empezaban a verdear, me pregunté si hubiera sido otra mi suerte si no me dedicaba a mirar mujeres en el aeropuerto de Miami, y buscaba a la buena gordita que me esperaba con mi chompa de motivos incaicos en un piso que quizá no era el más apropiado para iniciar esta aventura sin nombre.
     El tío manejaba en silencio, atento a las señales del tráfico, a los semáforos ocasionales y al carro de adelante. Otra vez me esforcé en iniciar una conversación que le permitiera lucir su tono académico, como le gustaba evidentemente. Pero de pronto se puso muy juvenil, buscó en el dial de la radio una canción rockera, y sonrió diciéndome:
     -Ahora vas a conocer dónde trabajo. ¡El King Cafe! Es una empresa que tiene máquinas en casi todos los Estados, y para mí, en realidad, es un trabajo suave, lo único malo es el horario, casi siempre por las noches. Es que la empresa no quiere molestar a los clientes, hay que dar una buena imagen del servicio. ¡Nunca vas a ver un técnico operando de día! ¡Que la magia se cumpla! ¡Ja!
     Pensé que el tío Abel quería justificar sus insomnios. Pero yo no veía razón para ilusionar a la gente, y que los técnicos no atendieran su trabajo de día. Sin embargo, empezaba a creer que no debía preguntarme por los absurdos que en este hemisferio eran “razones de mercado”.
     -No sé qué te ha contado Maggie sobre Estados Unidos. Tú sabes cómo son las mujeres. Ellas quisieran dedicarse a sus casas. Aquí las cosas no son así.
     Dije dos o tres palabras para darle a entender que quería escucharlo también a él, a Maggie, como a la ardillita que durante un segundo se detuvo en la pista o a los cuervos que en ese momento sobrevolaron entre rama y rama de un árbol riéndose a carcajadas como siempre. Yo también quería saber cuál era la bendita gracia de este país.  
     -Quizá no estás listo para estos trabajos- prosiguió-. Quizá debas comenzar con algo más sencillo, en un restaurante, quizá. Aquí poco a poco se llega lejos. Pero tienes que comenzar por el primer piso.
     Me pareció que estaba pidiéndome disculpas, pero no le di importancia. Después sabría que en USA, los latinos llaman “pagar el piso” a los primeros tiempos, que podían  durar años, viviendo en las condiciones más duras, en trabajos de servidumbre doméstica, antes de avizorar una cierta seguridad. ”¡Pero no tengo problema para trabajar en lo que sea! !Tengo manos para eso!”, le dije. Hablaría con unos amigos para conseguirme un trabajo, dijo, que si no quería manejar era difícil emplearme en su empresa de robots y máquinas. Mientras hablaba, bajaba o subía el volumen de la radio, su celular podía sonar en cualquier momento, su jefe siempre estaba preguntándole dónde estaba, cuánto le faltaba para llegar a su destino. A través del celular, con sus vips de cambio, donde estuviera, el jefe le “monitoreaba” el programa para el día: “now Centerville, after Vienna, ¿okey, Abel? It’s ten o’clock”.
     Me alegró no tener que trabajar con él. Y estuve a punto de decirle que no necesitaría de sus amigos, confiaba que en los días siguientes, si todo era como lo pintaban, con la ayuda de mis propios amigos, estaría caminando por mi cuenta la senda del progreso, reluciente y auspiciosa. Pero no me dejó hablar.
     -Ven -me dijo, después de estacionarse en un grifo.
     Nos acercamos a la máquina del café, que estaba junto a la de refrescos, y a la de golosinas y papitas fritas. Se puso un casco del que salía una luz de linterna, y unos anteojos especiales, sacó un enorme llavero, destapó la máquina dejando al descubierto cientos de circuitos electrónicos que se puso a escudriñar con unas pinzas. Yo lo miraba, al principio atento y curioso, maravillado por la tecnología porque allí estaban las claves de la voluntad si uno quería que el café que le servían por un dólar fuera con leche, con azúcar, con crema, frío, tibio o caliente. Bastaba sólo apretar el botón correspondiente. Pasaron largos minutos y yo volví a mis pesares. El tío Abel estaba empapado de sudor, era el calor o la especie de babero plástico, cargado de pequeñas herramientas, que le colgaba del cuello para que un corto circuito no le queme la corbata.
      Siguió concentrado en la máquina. Al rato, el tío Abel dio un silbido y cerró la compuerta. “¡Listo!” exclamó. Apretó unos botones del tablero exterior, metió una moneda y me preguntó:
     -¿Frío, tibio o caliente?
     -Prefiero caliente.
     Y al instante me extendió un café humeante y negro. Solamente debía tomarlo.
     De vuelta en el carro, al frente del volante, con unos diez o veinte años menos, buscó una estación de radio y alzó el volumen.
     -Es el rock de mi época -dijo.
     Y se puso a cantar en inglés. Conocía algunas canciones de esa época y, al calor juvenil del tío Abel, canté con él a viva voz. Sentí por un momento que compartíamos el mismo gusto por la música, por la vida y acaso también podía apostarme a alguna buena idea suya.
     -Satisfaction! Satisfaction! -reclamaban los Rolling Stone desde la radio. Y nosotros también.
     La arboleda desfilaba salvaje, dejando a veces espacio a paisajes desolados, llenos de agua, eran lagos, pequeños o enormes que reflejaban el cielo azul y algodonado del área metropolitana de Washington. ¿Dónde íbamos ahora? No lo sabía, quizá a otro grifo. Solamente las máquinas de los grifos podían repararse en el día, el tío estaba reemplazando al trabajador destinado a ellas, porque él trabajaba sólo de noche. Me contó que el dueño de la empresa era un hindú, y que en esta área eran decenas los trabajadores, la mayoría latinos y que, “no lo vas a creer, -dijo-, ¡no nos conocemos!”.
     Había visto solamente una vez al dueño, no era necesario ningún encuentro, cada uno cumple con su labor.
     -En este trabajo no tiene que estar el manager detrás de ti, él confía en tu sentido del deber.
     Por celular, escuchaba las instrucciones para otros trabajadores y entre ellos hacían comentarios risueños en inglés. El tío Abel sabía que en la empresa había salvadoreños, guatemaltecos, iraníes, un peruano más, varios pakistaníes, y todos, semanalmente, veían sus pagos en las tarjetas bancarias, y si se cruzaba con ellos en algún supermercado, no podría reconocerlos.
     -Cada uno ve por lo suyo, Raúl. Me pagan bien, es verdad que el dueño es exigente, pero esto es América, no vas a encontrar un jefe contento con tu trabajo. Pero yo estoy contento con el mío, qué diablos.
     Verdaderamente, era un buen técnico, y lo vi contento con lo suyo.
     -Este país me ha dado todo lo que en el Perú no iba a tener ni viviendo dos veces. He tenido casas, autos del año, tantos trabajos, y sigo aquí porque me conviene: ahora quiero ahorrar, y después, volver al Perú, y vivir de mis rentas, ¿por qué no? Además en este trabajo, tengo algunas ventajas que no tienen otros trabajadores, a mí me pagan quince la hora. Eso sí, estoy listo las veinticuatro horas.
     Esa disposición al trabajo era la que yo debía aprender.
     -Maggie no quiere entender que estamos en América, se resiste a integrarse al sistema. Aquí no te queda otra. Porque hay una fecha en la que debes pagar impuestos, y si eres legal, como yo, hay que pagar. Claro, otra sería la historia si ella tuviera que pagar. Pero como es ilegal...
     Se detuvo bruscamente, y agregó:
     -¿Sabes que es ilegal, no?
     No supe qué decirle.
     -Sí, sí -balbuceé.
    
     Pasaron los días, y yo ya conocía más o menos la zona con la ayuda de una bicicleta que encontré en la basura. Es frecuente ver tirado en las calles los televisores y artefactos de todo tipo, incluyendo monitores, computadoras, teclados y demás, que ya no tienen lugar en casa cuando son reemplazados por el último modelo. La fiebre del consumismo puede verse en las esquinas establecidas para la basura, es el rincón de lo que ya no sirve. Y me pregunté por la inmensa distancia entre mi país y este enorme monstruo en cuya panza yo no estaba seguro si duraría mucho. Por eso, nunca recogí nada más que esa bicicleta.
     Con la bicicleta recorrí todos los barrios cercanos. Ciertamente me vi obligado a ello buscando un lugar donde encontrar un parche para la cámara de una rueda. Porque los americanos no reparan sus artefactos ¿para qué? más barato es comprarse otro. Los técnicos americanos cobran tanto como vale uno nuevo. Por eso son tan requeridos los técnicos hispanos, especialmente los obreros, aquellos aventureros que vienen de todo el mundo, principalmente de Latinoamérica, dispuestos a todo. Yo estaba dispuesto a encontrar un lugar donde me vendieran el parche y el pegamento. Y, en uno o dos días, lo conseguí. Reparé la bicicleta y cubrí con ella las distancias.

     Gregorio, el amigo del Giant, me contó que la primera vez que vino a USA, tuvo el viaje más asombroso de su vida. Entraron por México, como tantos. En el grupo que le tocó eran más de quince, entre guatemaltecos, hondureños y salvadoreños; por varios meses había tenido que vivir encerrado en una habitación en México, aprenderse de memoria la historia del país, porque la policía podía detenerlos y devolverlos a sus lugares de origen si en un interrogatorio no conocían los héroes mexicanos, las instituciones tutelares y los valores patrióticos. Muerto de risa, Gregorio recordó a gritos la historia de algunos inolvidables personajes mexicanos, anécdotas de los alcaldes de esos años, y el verdadero nombre del emperador azteca antes de la llegada de los conquistadores.
     Pasó la frontera en medio de un tiroteo, pero alcanzó a cruzar, nadando el río Bravo, ¡por eso les llaman los “espaldas mojadas”! Después de una larga caminata de madrugada por el desierto, llegaron a Houston, donde se pegó la primera borrachera de su vida. Apenas tenía quince años y tremendas ganas de triunfar.
     -Vamos al Burger King, te invito a almorzar- me dijo Gregorio.
     Pagaba trescientos dólares por su cuarto. El dueño era peruano, pero no permitía compartir los cuartos, “si no lo pagábamos juntos”, como hacían tantos. Le dije que yo estaba pagando cuatrocientos, y que también la dueña era peruana. Y nos sentamos a la mesa del Burger King.
     -Espérame aquí -dijo- voy a pedir.
     Se levantó y se puso a la breve fila, delante de los cajeros y las computadoras. Al rato, apareció con una bandeja conteniendo dos sandwichs, dos bolsas de papas fritas y dos sodas.
     -Esto es lo que almuerzan millones de americanos todos los días -dijo, ceremonioso-. Es el plato típico norteamericano.
     Y nos pusimos a comer, echándole a los sandwichs las cremas de tomate y mayonesa que convenientemente Gregorio trajo consigo. Al poco rato, alzó la mirada y se puso de pie para saludar a un extraño viejito que cruzó el ambiente.
     - Mister Cárdenas...¡mis respetos!
     A pesar de sus años, las canas y de sus gruesos lentes, el hombre se mantenía firme, y me dio un apretón de manos cuando nos presentaron.
     -Este es Raúl, su paisano- le dijo Gregorio-. Acaba de llegar, no le cuente la historia del andamio, porque se regresa mañana a su país. Siéntese, siéntese.
      Mister Cárdenas tenía en la mano un vaso de plástico, lleno de café. Se sentó y me dijo:
     -Bienvenido bienvenido, Raúl. ¿Cuándo llegaste? ¿Ya estás trabajando?... Porque, mira hijo, este lugar es un buen lugar para trabajar, nada más, porque si andas como me ha contado Gregorio que anduvo alguna vez, entonces vas a sufrir mucho.
     -No tengo por qué sufrir- le dije a Mister Cárdenas.
     -Claro claro, buena respuesta, me gusta.
     Gregorio nos miraba sonriente, mientras masticaba su sandwich.
     -Ya tengo los papeles, supongo que mañana llenaré la aplicación en el “Giant.”, ¿no Gregorio?
     -¿Quieres lavar los pisos como éste? No, hombre, entra en un negocio de comida, aquí te alimentas bien, y el trabajo es sencillo.
     -¿Sencillo, Mister?... Este trabajo es tan duro como todos, parado todo el día, las ocho horas legales, delante del horno de las carnes, o en el freidor de papas.
     -¿Quieres empezar a trabajar mañana?- me dijo Mister Cárdenas, seriamente.
     Le dije que sí. Y se puso a contarme que había venido muchos años atrás, que ya nada lo unía al Perú, porque murieron sus padres mientras él trabajaba aquí, en la construcción, y que esos años les mandaba tantos dólares. El dinero no pudo contener el avance del tiempo, y ahora era un huérfano de setenta años, y encima viudo. Su mujer, peruana como él, había muerto el año pasado. Sus hijos trabajaban en otro Estado, así que se dedicaba a darle consejos a los jóvenes y a vivir de su dinero del seguro social. “Qué buen presidente es ese Fujimori, ¿no?”
     -Si quieres puedo hablar con la manager. A lo mejor puedes comenzar ahora mismo. Yo la conozco, es peruana, vengo a tomar café a este burger hace años. He visto a los pequeños dependientes convertirse en manager en poco tiempo. Depende de tu trabajo, hijo, aquí te están chequeando siempre.
     Miré a Gregorio que escuchaba sonriendo.
     -Oye, brother, éste es el país de la democracia, tú eliges, si quieres pagar tus deudas, comienza ahora- dijo.
     -Claro, adelante Mister Cárdenas- me animé a decirle.
     El viejo se levantó de la mesa y nos dejó solos a Gregorio y a mí.
     -¿Qué te parece? -le pregunté.
     -Todo el mundo trabaja en los Mc Donald, en los Burger King, en los Seven Eleven, es el primer trabajo de los latinos. Hay muchos peruanos trabajando en estos restaurantes.
     -¿Cuántas horas se trabaja?
     -En la hoja de aplicación te preguntan cuántas horas quieres trabajar, un part time, de una a cuatro horas, o un full time, de ocho horas, depende de ti. No puedes trabajar más en un mismo lugar, en otro sí. Hay gente que trabaja dieciséis horas. Pero nadie te obliga a trabajar, salvo tus deudas, claro, y la ambición, brother.
     -Que me den las horas que quieran, creo que puedo hacer bien el trabajo.
     -Además, la primera semana es de instrucción, y te la pagan.
     -Mientras me alimento convenientemente -sonreí, poniendo en orden los restos de comida de mi individual.
     Al rato volvió Mister Cárdenas con una risa de oreja a oreja. Entendí que traía buenas noticias para mí. Otra vez se sentó en la silla de plástico, traía en la mano otro café.
     -Me encontré con Gustavo, un panameño que no veía hace años, fue mi compañero en la construcción de un rascacielos en Nueva York, claro que yo sólo trabajé hasta el piso diez. Qué buena plata se ganaba en ese tiempo, ahora hay mucha competencia. Me da pena decirlo pero hay muchos latinos. Me dio gusto volver a ver al buen Gustavo, está más viejo que yo, pero siempre parado el Gustavito. Hemos recordado a los compañeros que murieron, algunos aquí en el incinerador del asilo, y a los que se fueron a morir a su patria.
     Supongo que mis ojos inquisitivos le hicieron decirme:
     -No hay problema, anda, busca a Emperatriz, es la manager, es una buena peruana, tienes suerte. Dice que necesita gente, cinco la hora, ¿sabes inglés?
     -Of course! -dije, y también thank you, very much.
     -No necesitas más en este trabajo. Anda, búscala. Dile que tienes tus papeles.
     Di un último sorbo a la soda y me levanté, alentado por Gregorio que gritaba: “!Hey, work work!, peruchito”.

     Así me inicié en la ronda de los sandwichs. Ya nada fue igual después de ese día. A veces olvidaba pasar por la respectiva computadora donde todos los días debía registrar los números de mi social segurity, no sabía para qué, si todo el mundo sabía que era falso. Las hamburger, esas losetas congeladas que se convertían después en suculentas carnes a la parrilla, eran el negocio principal. Y yo, bien uniformado con un pantalón negro, una coqueta camisita verde, en el pecho mi nombre escrito en plástico, y mi gorrita “sanguchera”, por unos días fui el “nuevo”.
     Shadim, la gorda pakistaní, descendía de su auto puntualmente a las cinco de la mañana para abrir conmigo la tienda. Había que preparar el desayuno. A las seis el local estaba siempre lleno de gente apurada. La gorda se hartó de mí o yo me harté de ella, especialmente porque no entendía sus órdenes. En mi semana de trainner, ella me pedía una bandeja con quince panes, yo le llevaba quince huevos, mientras el timbre avisaba que las papas estaban listas y los clientes en la cola tenían cara de no haber dormido nunca en su vida. Yo me preguntaba si la gorda tendría la paciencia suficiente, porque los panes se quemaban si no corría a sacarlos del horno, hasta que a los pocos días, a punto de volverme loco entre tantas pequeñas máquinas, me cambiaron de turno. Fui reemplazado en la apertura de la tienda, y me junté con otros, porque ya no era un “nuevo”. Pusieron la cámara refrigeradora a mi cargo.
     Regresaba por la tarde a descansar a mi cuarto. Y ya casi no salía para nada, con las ocho horas que andaba de pie haciendo toda clase de trabajos, en la parrilla, donde nadie quería estar, en la tostadora, unos días en el almacén refrigerado de ocho a once de la mañana, en el trapeado, en las verduras. Ni hablar de la caja o la atención en la barra, para eso se necesitaba hablar perfectamente english. No era un trabajo propiamente pesado, pero sí rutinario hasta el hartazgo. A la hora del descanso, en el break que por media hora teníamos todos en el momento que a la manager se le ocurriera, de acuerdo a la demanda del público, salía a tumbarme en alguna esquina del bosque, con un sandwich en la mano, y tantas ganas de dormir. Estaba agotándome, pero ya podía pagar mi cuarto.
     Durante largas semanas, dueño de una pequeña autonomía, llegaba a mi cuarto sólo a dormir, a tumbarme en la cama, mientras esperaba el día siguiente. Una y otra vez saludé a mis vecinos de cuarto, los conocí al paso, cambiamos algunas palabras delante del refrigerador, donde coincidíamos buscando alguna hamburguesa o una botella de vino californiano, al que me hice adicto en esos días estériles.

     La manager era de Huacho, y muy joven. Me dio todas las facilidades para que acceda al ritmo del trabajo. Mis compañeros eran filipinos, bolivianos, venezolanos, coreanos, había un peruano y un norteamericano de origen latino, y todos, con nuestra camisetita verde, a la hora de full busy éramos una máquina productora de sandwichs.
     A veces se percibía en el ambiente un clima de tenso silencio. Algunas rivalidades entre los managers de los diferentes turnos, durante las reuniones que los días de pago a puerta cerrada tenían con sus jefes, llenaban el ambiente de tensión. Todos sabíamos que no nos echarían del trabajo, porque éstos son los comedores públicos de USA. Pero nadie quería estar delante de un nuevo jefe, podía ser más duro que el anterior.
     En un freeday me encontré afuera con Emperatriz. Ya habíamos cambiado algunas palabras sobre el Perú, y sobre Fujimori. Ella creía que debía volver a ser presidente, así terminara siendo el emperador del Perú por mil años. Pero estaba triste, me dijo, porque nos despedíamos. Iba a ser removida a otro burger, y no le convenía porque le pagaban igual y estaba lejos.
     -La gente es envidiosa, no te dejan trabajar, tienes que ser mala, despótica. Para que avances, tienes que hundir al mejor. Quisiera irme a otro trabajo, aunque es igual. Viene Cam, la filipina, ella será la manager.
     Me dio su teléfono, le di el mío, y nos despedimos. Al día siguiente conocí a la Cam.
     La Cam solamente sabía dar órdenes, vestía como hombre. Sin embargo no podía ocultar su barriga de seis o siete meses de embarazo ni su rostro heráldico. Los trabajadores nos poníamos nerviosos cuando pasaba cerca de nosotros. Con sus palabras incomprensibles y sus largos dedos señalaba la tarea que asignaba, así no se hubiera terminado de hacer la anterior. Nadie tenía ningún puesto cuando estaba ella allí, hacíamos muchas tareas a la vez, y por pocos minutos, luego volvíamos a la misma, y permanecíamos más tiempo en la parrilla, o en la freidora de papas, o en el congelador, atentos al monitor que nos informaba los pedidos del público.
     Me convertí en un “bueno para todo”. En un segmento de la mañana yo era el único varón y la Cam me daba los trabajos más pesados, aunque a pesar de su barriga a veces cargó conmigo las cajas de papas picadas que iban directamente a la nevera. Ernie, otro filipino trabajaba conmigo en el mismo turno pero nunca le daban trabajo pesado alguno, era hermano de la Cam. En el mismo Burger trabajaba también otra hermana y hasta los padres de la Cam. Y se decía que el local dependía de la supervisión de otro filipino, también hermano de la Cam.
     -You need to study english, Raúl -me decía constantemente Ernie, moviendo la cabeza, mientras saboreaba alguna hamburguesa, mirándome cargar las cajas de papas.
     El más necio nepotismo cundía en el burger, estrella de la comida doméstica del país más poderoso del mundo.
     Cuando vieron que podía atender sin problemas la demanda, me dieron además la máquina tostadora que debía proveer, metiéndolas por lo alto, sucesivas veinte o treinta mitades de panes, y recogerlas abajo. Yo proveía a un obrero venezolano de panes y carnes fritas, él se encargaba de las ensaladas que picaba cerca de mí. 
     La Cam pasaba agitándonos, diciendo en español las únicas palabras que sabía: “¡más rápido, más rápido!”. Solamente le faltaba un chicote de tres puntas, y más de una vez me pregunté si esa barriguita no era un señuelo conmovedor.

     Una noche, tumbado en mi cama, cansado, con un vaso de vino en la mano, la radio prendida para que no se oigan mis pensamientos en el silencio de la casa, me pareció escuchar unos pasos afuera. Abrí la puerta. Era Maggie, volviendo de la ducha, envuelta en una enorme toalla floreada.
     -¿Cómo estás? -me preguntó, sonriente.
     -Bien.
     -¿Quieres ir con nosotros a Alexandria?
     -¿Cuándo?
     -El domingo.
     -Sí, claro.
     -Nos vemos.
     Más tarde, escuché unos gemidos que fueron creciendo hasta casi convertirse en gritos ahogados. No era primera vez que los escuchaba en esa casa. Indudablemente, estaban haciendo el amor, impunemente, sin considerar la soledad de los demás. Mis vecinos vivían solos, así que deduje que era el tío Abel y su mujer.
     Los gritos y susurros se prolongaron por casi una hora. Al rato, prosiguieron por una hora más. Así que, sin quererlo, reconocí la cualidad que explicaba la unión de los Ramírez.
     La mañana siguiente me crucé con el tío Abel y con Maggie. Era evidente que no habían dormido bien. Se quejaron del ruido que toda la noche había salido del cuarto de Davy, el chofer escolar, y su video erótico a todo volumen.      
     Mientras salían, Maggie volteó y me guiñó un ojo.

CIEN AÑOS DE TEATRO (Y DE PÚBLICO) EN EL PERÚ. CAPÍTULO SEIS: AÑOS NOVENTA

AÑOS NOVENTA
    En los primeros años de los noventa, en el Perú se vivía la peor crisis económica, social y política del capitalismo burocrático. La guerra iniciada por el Partido Comunista contra el Estado peruano era la contradicción principal de la sociedad. Aún entonces, muchos peruanos –especialmente en Lima- no se daban por enterados y vivían a espaldas de la realidad, conociendo por los noticieros el estruendo de la insurrección armada que agitaba todo el país, y los fuegos del Estado, con sus masacres y genocidios, hasta la fecha todavía no suficientemente identificados, y menos reconocidos. Era, sin embargo, evidente que la correlación de fuerzas favorecía a los insurrectos, lo que llevó al reconocimiento público del nivel de paridad entre los ejércitos contendientes: las fuerzas armadas de un lado, y el ejército de la guerra popular (EGP) de otro. En esta balanza, en este “equilibrio estratégico”, cualquiera de ambas fortalezas podría hacerse del triunfo; eran los años iniciales de la última década del milenio.
     Entonces, no era muy notable la actividad cultural con signo comunista, a pesar que se sabía el importante papel que estaba destinada a ella. Las pocas acciones con estas características destacaban notablemente en el ámbito de la música, la danza, el teatro, las artes plásticas. Y es, principalmente, la labor desplegada en las “luminosas trincheras de combate”, es decir desde los penales, donde podían verse expresiones de un nuevo tratamiento del arte y la cultura, con una clara orientación política y partidaria. 
        
     De otro lado, y a su influencia, hubo acciones culturales desplegadas en las zonas periféricas de la ciudad y en las capitales del interior, que continuarían indagando por el compromiso con el público y, paulatinamente, asumirían como centro de la discusión, política y cultural, el tema del poder. En 1990, el gobierno aprista había terminado y las siguientes elecciones sucedieron en un clima sorprendentemente polarizado, con las postulaciones más increíbles: la del escritor Mario Vargas Llosa y la del ingeniero Alberto Fujimori.
     El desorden de la administración pública con su correlato corrupto, el caos urbano, la delincuencia creciente, eran también el marco social de la ciudad de Lima, en el que se desenvolvían los acontecimientos culturales de todos los tipos. Proliferaban las actividades callejeras, de teatro, de grupos de folklore y otras actividades de artistas o agrupaciones populares en el cercado de Lima y en los conos, con un claro acento popular. Y de otro lado, se afirmó espacialmente la actividad desplegada en los centros culturales de clase media que cobijaba a destacados intelectuales y artistas, teniendo como escenario áreas distritales como Barranco y Miraflores.
    El mundialmente conocido escritor que ya era Vargas Llosa, apoyado por toda la derecha y los políticos de viejo cuño, estaba convencido de alcanzar el poder con el frente democrático (FREDEMO). Ya no había en él ninguna huella de simpatía por los movimientos populares, y menos por una postura progresista que diera lugar a la comprensión de la lucha de clases en el Perú, como había ocurrido durante su juventud. Ahora Vargas Llosa era plenamente un “converso”. Había abrazado el neoliberalismo y se había convertido en uno de sus más connotados intelectuales. Por eso, enarboló como bandera un horizonte ciento por ciento liberal, endosando su prestigio al capital financiero mundial. Mientras tanto, su contendor, el oscuro ex rector de la Universidad Agraria, Alberto Fujimori, garantizó una continuidad política asegurando un porvenir populista que se enfrentaba a la oferta neoliberal de su contendor.
Vargas Llosa y Fujimori en el debate final.
     Con la guerra popular como fondo social y el cerco que cada día se cernía más y más sobre la ciudad, el ingeniero Alberto Fujimori con el apoyo que le ofreciera las fuerzas armadas a través de su asesor el infame Vladimiro Montesinos, es favorecido por los votos y llega al poder en 1990. Y es justamente el programa del FREDEMO, auspiciado por el Fondo Monetario y el gran capital financiero mundial, el que aplica decididamente. Es así como el neoliberalismo se impone en esos días, creando las primeras líneas de una economía liberal y en lo militar el propósito de asumir la lucha antisubversiva como frente principal.
     Hay que considerar que el imperialismo y los países ricos miraban con gran alarma los sucesos que ocurrían en el Perú: solamente Rusia y China en la historia del mundo habían desarrollado exitosamente guerras revolucionarias guiadas por la Ideología del Proletariado. Aquellos años, EEUU no descartó la posibilidad de intervenir militarmente en el Perú, ante los sucesivos fracasos de las fuerzas armadas y el incontenible auge de los alzados en armas.

     Pronto, en abril de 1992, se produce el autogolpe de Estado que diera Fujimori en nombre de la “democracia”, centralizando todo el poder en sus manos y en la de sus asesores inmediatos, y que significaría el abrupto inicio de un periodo adverso para el país. Con la detención del Dr. Abimael Guzmán Reinoso y los principales dirigentes del Comité Central del Partido Comunista, y luego la de Víctor Polay del MRTA, el accionar de los grupos guerrilleros fue interrumpido, y con este acontecimiento, al mismo tiempo se inicia el fin de toda expresión democrática de la cultura pues ésta nunca tuvo más dificultades para su realización. En su propósito de borrar de la mente del público toda manifestación cultural que abriera su pensamiento y su reflexión crítica, se produjo un drástico corte entre el arte de la postmodernidad -como comenzó a llamarse a la creación cultural posterior a la caída del muro de Berlín, en la época de las tecnologías avanzadas- y las expresiones culturales populares. Estas supuestamente eran ahora expresión política del “fracaso” del socialismo en el mundo.
Dr. Abimael Guzmán Reinoso
     Las nuevas tecnologías fueron elevadas a cumbres religiosas y se declaró que la era del “conocimiento” estaba comenzando. Se impuso en el Perú la “globalización”, la flamante propuesta del imperialismo que en realidad era otra vez el mismo reparto del mundo para garantizar una base social más amplia, a nivel mundial, en la producción, pero con cada vez más pequeños grupos posesionados del poder y la plusvalía mundial. Es decir, más pobres los pobres y más ricos los ricos. Esta nueva era fue acompañado de coros celestiales que situaban a los humanos en la puerta de una nueva dimensión de la vida. Efectivamente, las masas en el dominio cada día superior de la materia, al borde mismo del colapso final del imperialismo, a través de  millones de trabajadores que se agrupaban en torno a la producción, súbitamente, y otra vez mundializada, hacía que los sistemas, ahora electrónicos, de comunicación, de reproducción de imágenes, de audio, etc. fueran renovados constantemente, sembrando en las nuevas generaciones nuevas destrezas, pero también deliberadamente se instaló el desdén por el estudio profundo de la historia, el análisis social y la filosofía.
     Mientras por los medios de comunicación se presentaban, vestidos a rayas, unos tras otros los detenidos por subversión, los nuevos proyectos educativos en acción correspondían al ambiente triunfalista que se estableció de manera puntual. En esta década los jóvenes avanzarían, si se puede decir así, alentados por el individualismo, por los experimentos erráticos y los talleres inconsistentes, hacia el pasatismo. Ciertamente, un vasto sector de la población adhirió el culto a las técnicas, pero para muchos también quedaría consignado que el pensamiento, los contenidos, o no tenían lugar o cumplían insignificante papel en el conjunto de propuestas de la nueva carta burguesa. En el plano de la filosofía que auspiciaba este momento, el positivismo a través de muchas de sus formas se abrió camino. Justamente, acaso un “formalismo” amañado fue el recurso a la mano para el estímulo del instinto, de emociones primarias, de voluntarismos estériles, de elucubraciones frívolas y sensuales.
     De esta manera, se construyó una propuesta cultural que partía de la amnesia e iba hacia la amnesia. El experimentalismo coincidía con apuestas similares en el campo de las ciencias sociales, de modo que algunas teorías igualmente pasatistas justificarían el aventurerismo intelectual en las universidades, y en las escuelas de arte se fue aceptando que el arte es un pasatiempo, colorido, complaciente y donde uno podía expresarse a su libre antojo, sin un sentido de la responsabilidad ante el publico. Ya todo sin este sentido social, en este periodo los medios de comunicación alentaron el “exitismo”, como expresión del individualismo más estéril. En su propósito de “reconstruir la sociedad” después de la guerra, los conductores de conocidos programas de televisión premiaban dicho individualismo, y más adelante las acciones disparatadas del ridículo, del egoísmo y la estupidez.
     Con Fujimori en el poder, y desde las oficinas de “inteligencia”, (Sistema Nacional de Inteligencia, SIN), se puso en marcha un plan ideológico perfectamente sincronizado, donde cumplieron especial papel los psico sociales que rebotaban estrepitosamente en los periódicos “chicha”, especialmente creados para tal fin, es decir para que el público –principalmente los jóvenes- no pensara, para que aprendiera a deleitarse con el absurdo y la vanalidad. Estos nuevos diarios, que tenían precios muy económicos dado el apoyo del Estado, aparecieron como aparatos de propaganda del régimen y para divulgar las espectaculares noticias de la intrascendencia, los acontecimientos del fútbol y del espectáculo: todo el mundo podía participar del hilvanado desenlace de los chismes de deportistas y artistas de la farándula.

     Es así como las obras de los autores más reconocidos que trataron la realidad nacional como centro de sus preocupaciones culturales, así se llamaran Ciro Alegría, José María Arguedas, o César Vallejo, fueron desterrados de la memoria colectiva en la medida que su literatura era portadora de ideas vanguardistas y movilizaban la conciencia del pueblo, de sus organizaciones y su horizonte. Ya qué decir de aquellos con mucho menos lustre, pero con las mismas motivaciones. En cambio, se promovió, en nombre de una libertad creativa, a una generación de jóvenes escritores, que en muchos casos proponían temáticas escritas desde la profundidad de sus ombligos, cuando no de sus esfínteres.
César Vallejo
      La cultura del éxito y de la eficacia, alentó en el teatro los exhibicionismos y el deseo de figuración, justificándolos en la indiferencia, el cinismo y, generalmente, valiéndose de la procacidad y una pobre imaginación. Hijos de un conflicto interno que conocieron a través de las versiones torcidas de estos medios, o que no alcanzaron a comprender, sin sueños ni perspectivas, acaso sin ilusiones, muchos jóvenes talentosos aceptaron el impacto de los tiempos haciendo un teatro -en el mejor de los casos- burlón e irónico, y otra veces subjetivo y lleno de preguntas más que de propuestas o “soluciones y mensajes” como era habitual en los años precedentes.
     Durante las décadas anteriores, avalados de un conocimiento más profundo de la sociedad, en las acciones culturales había prosperado un espíritu colectivo o “de grupo”, así también en las asociaciones teatrales, hasta erigir este término en una condición de la actividad cultural. Se hablaba del “teatro de grupo”, de la “cultura de grupo”. Incluso conjuntos, como Yuyachkani y Cuatrotablas, cuyas obras fueron prácticamente íconos que el público seguía con atención, con influencia del italiano Eugenio Barba, director del Odin Theatre y discípulo de Grotowski, fueron seducidos por la idea según la cual el teatro tiene un fin en si mismo, aunque se valga de referentes sociales e históricos, para darle a su pobre semblanza la máxima espectacularidad.

     En ese periodo, de espaldas a la lucha de clases que agitaba el país, la renuncia al análisis social en sus trabajos los condujo a la renuncia a la razón y, lo que es peor, a los criterios críticos y constructivos. De modo que los grupos volvieron a girar en torno a sus líderes, en sus propuestas de “nuevos modos de producción teatral”, que no era sino la vieja réplica del caudillismo, en pos de una “estética particular”, convirtiendo pronto a los grupos en centros de una estéril autosuficiencia que los hacía girar en torno de si mismos, como perros mordiéndose la cola.
     Pero también al influjo de los nuevos vientos liberales, en los noventa, pronto se cuestiona el trabajo de grupo que antes había condicionado la creatividad teatral. La razón de ello, por supuesto, no se halla en la crítica al “grupismo”, a su limitado ensimismamiento, sino más bien en la necesidad de destacar las cualidades personales de los actores y escritores en los novedosos tiempos del éxito y la competitividad. Los nuevos grupos asumieron su creación convirtiéndose en “focos de producción”, con sus integrantes buscando una especialización, sea en las tareas de actuación, de realización o de relaciones públicas.

     No es difícil imaginar porqué pronto es resaltado el papel del productor, ingrato apelativo con el que se conoce al que generalmente solo pone el dinero. También se le denomina de esta manera al que busca los recursos, los contactos, al que mueve la economía que cristalizará el “proyecto”, sin que necesariamente forme parte del grupo realizador, y que a veces es anterior a él. Aparece entonces el concepto “marketing” entre los actores, y la “audición” o el “casting”, a la mejor manera del gran teatro comercial, y se corre la voz entre los jóvenes actores cuáles son los requisitos de indumentaria, de lenguaje, de maneras, para favorecer su acceso al mundo del espectáculo que entonces se ha vuelto uno mismo: el teatro, el cine, la televisión, y podría agregarse la pasarela, es decir, el desfile de los cuerpos y de las sonrisas.
     Queda pues establecida la diferencia entre un teatro con basamento grupal, con una cierta motivación colectiva, y otro que empieza a asumirse como una pequeña empresa. En lo concerniente a las obras, obviamente, todavía algunas se empeñan en ser resultado de las dinámicas internas de los grupos, pero generalmente son obras de reparto, escritas por un autor que está o no adscrito al conjunto, -y como parte de una categoría que puede sonar insólita- aparece también la “creación colectiva con autor”, donde este cumple el papel de ordenar las propuestas del equipo actoral, como ya se viera en la década anterior con el grupo “Alondra” y Juan Rivera Saavedra.
     Hay en este periodo, y con los propósitos señalados, una potenciación de los programas de televisión con formato teatral como las novelas y series, así también aparecen muchas producciones cinematográficas, nuevos recursos técnicos permiten reemplazar los antiguos que además eran muy caros. Todo con una misma finalidad: mostrar de manera argumentada la razón de los vencedores y la crueldad de los vencidos. Y por supuesto, el sueño de los jóvenes actores es participar en estas producciones que se proyectan y distribuyen a nivel nacional como catecismos. 

     No es casual que entonces se volviera a la valoración del texto, al verbo dramatúrgico, y consecuentemente al autor. En enero del 90 en la muestra de Cajamarca, ya se percibía una presencia de obras de autores frente a obras creadas colectivamente. En realidad, esta puede ser una contradicción un tanto superficial pues el problema de fondo es ¿qué posición se enarbola en la obra? Más allá de si ésta es de origen colectivo o personal. Pero en estos días hay un acuerdo tácito para revalorar al autor, naturalmente en la medida que ajuste su labor a los “nuevos” contenidos, a la subjetivación de los personajes, al desdén por el tratamiento social y político. Salvo excepciones, el teatro popular prácticamente desaparece o se confunde con el circo y el malabarismo, al punto que el grupo de teatro La Tarumba se convierte en destacada empresa circense. Las motivaciones de las viejas personalidades del teatro que en los años 70 planteaban sus criterios de necesidad del desarrollo del teatro popular peruano se repliegan y es reafirmado el subjetivismo o la espectacularidad como guía general del teatro. Grupos como Yuyachkani, sin dejar de tomar los temas populares que siempre los caracterizaron, echaron sobre sus personajes ya no solo el color que los vuelve pintorescos, sino también el escepticismo y el pesimismo.
Prácticas militares en Universidad de San Marcos

     Y siempre hubo escritores que prefirieron guardar silencio cómplice u otros que voluntariamente se agregaron a la aventura cultural auspiciada por la dictadura de Fujimori, donde se alentó un tratamiento no científico, apolítico, de la realidad, en correspondencia a una cultura enclaustrada entre las cuatro paredes del recinto universitario o académico en general. Las universidades, principalmente las públicas como San Marcos, La Cantuta y la UNI, entre otras a nivel nacional, fueron declaradas en reorganización, con la presencia efectiva de batallones de las fuerzas armadas, dado que se les acusaba de ser “nidos de terrorismo”. Cientos de profesores fueron echados de estas universidades, los más hábiles y críticos, los que tomaron una posición frente al problema de la guerra. Permanecieron, y pronto se ufanaron en ser legítimos representantes del pensamiento académico, los más mediocres, aquellos que solo el revés de una guerra perdida, pudo convertir en magistrados del conocimiento.
     En octubre de 1993, por iniciativa del Dr. Abimael Guzmán Reinoso, detenido en la Base Naval del Callao, bajo custodia de la Marina de Guerra del Perú, solicita iniciar conversaciones para poner fin a la guerra iniciada en los 80 por el Partido Comunista. En los hechos, con la detención de sus principales dirigentes, la dispersión de sus militantes y la iniciativa de nuevas acciones armadas, ponían en peligro la integridad del conjunto con inútiles derramamientos de sangre. El acuerdo de paz propuesto tenía como principales ejes: la solución política a los problemas derivados de la guerra, amnistía general y reconciliación nacional. Sin embargo, este acuerdo nunca se firmó y sigue pendiente. Fujimori, como Montesinos, enseñoreados en el poder, ante la opinión pública lo desdeñaron pero utilizaron en su beneficio la iniciativa.  
Dr. Abimael Guzmán y dirigentes del Partido Comunista
     En esta década, en el ámbito del teatro, si se mira la realidad, es a través de los ojos de los payasos, de los cómicos ambulantes, que la deforman y la convierten en motivo de amarga sonrisa, de irónica visión que hay que rechazar de todas maneras, sin pretender transformarla. Es en este periodo que César de Maria, presenta “A ver, un aplauso”, con el grupo Telba. Y pronto hará su aparición uno de los grupos de esta línea que traspusiera los linderos del espectáculo teatral y llegara a la televisión: el grupo Pataclaun, que quizá podría ser el más representativo de este periodo. Rafael Dumett escribe sobre la accidentada vida familiar de jóvenes de clase media urbanos en la obra “Números reales”, (1991, obra finalista en el Premio Tirso de Molina) junto a Alberto Isola. Se palpa pues una crítica al trabajo de creación colectiva porque definitivamente el teatro de los 90 está más preocupado por búsquedas personales. El grupo “Cuatrotablas” que tanto había mostrado su interés por lo ritual, empieza a recuperar el valor del texto, y representa “Fuenteovejuna” de Lope, “Sueño de una noche de verano” de Shakespeare, “Arturo Wi” de Brecht, buscando a su manera reencontrarse con el verbo de los clásicos, equilibrando su abusiva gestualidad.
Rafael Dumett
     El teatro peruano en esta década fue paulatinamente asumiendo los criterios imperantes esos años. Con el aval de los medios de comunicación que evaluaban los años de la guerra, como hemos dicho, desde la posición de los vencedores, la cultura y en específico el teatro hecho por los jóvenes recuperaron las convenciones teatrales como el dominio de los espacios establecidos, el uso cabal de la palabra, y la valoración del texto teatral, para mejor enjuiciar desde esos instrumentos la experiencia política del pueblo. De todo punto de vista, no se podía esperar otra cosa desde la visión de los individuos y sus emociones particulares, orientadas por políticas que venían de EEUU para estigmatizar como “terroristas” a todos aquellos que se levantaban contra regímenes oprobiosos en el mundo, contra la miseria y la explotación de sus pueblos. 

     Además de la influencia de los talleres que desde la experiencia de Cuatrotablas y Yuyachakani se generaron, hubo otros como los propiciados por Alberto Isola y Roberto Angeles, o los de Alberto Montalvo y Alfredo Ormeño, del Teatro del Sol, por ejemplo, o Willy Pinto de Maguey. Aparecen actores como Aristóteles Picho y Paul Vega, con un teatro “realista”, urbano, que dice no a la experimentación, un teatro bien hecho en texto, en cuanto a la estructura, y funcional en cuanto a su contenido, pues está dirigido a jóvenes que desconocían los pormenores del pasado reciente y que socialmente se ubicaban en los estratos de la pequeña burguesía.
Willy Pinto del Grupo Maguey
     Aparecen nuevos escritores de teatro y dramaturgos, como Alfonso Santistevan (“Vladimir”, 1994), Javier Maraví (“Con nervios de toro”, 1991), Roberto Sánchez Piérola (“Busca un nombre en el silencio”), César Flores (“Conjuros al viento”, Grupo Icaro), otros como César Bravo (“Hay que llenar la noche”), Jaime Nieto y Miguel Pimentel, María Teresa Zúñiga (“Mades medus” 1999, Grupo Expresión de Huancayo), Fernando Ramos (Escuela Experimental de Mimo). Otras agrupaciones persistieron en su labor difusora desde sus ámbitos populares: el grupo La Gran Marcha de Los Muñecones, de Comas, con Jorge Rodríguez y Marco Esqueche en su conducción; Arenas y Esteras, de Villa El Salvador, con Arturo Mejía como director; también en Villa El Salvador, el grupo Vichama, con César Escuza; en Comas, Haciendo Pueblo, con Iván Luera; el grupo Yawar, con Carlos Tomás Temoche, como el grupo Gestos, con Domingo Becerra, en Independencia. 
     Sin embargo, es quizá Eduardo Adrianzén quien emplaza directamente a la generación precedente, cuestionando los criterios ideológicos dominantes en los años 80 en obras como “El día de la luna”, “De repente un beso”, “Tres amores postmodernos”, donde apertura la necesidad de entender los nuevos valores de la post guerra, habida cuenta que la colectividad social, según él, no podía seguir apostando al futuro con el mismo ideario. 
Eduardo Adrianzén
     La Alianza Francesa propicia un Festival de Teatro convocando a directores jóvenes, y así como el Instituto Peruano Norteamericano, el Teatro Nacional también llama a los autores jóvenes. Había que propiciar un nuevo diseño del espectáculo, en el marco de aquellos nuevos “valores” y donde sea dicho de paso se abre espacio a las contradicciones más íntimas de los individuos y a temas de “género”, romances trágicos o risueños de homosexuales y cuentas generacionales, carentes en todos los casos de una visión política, para explicar mejor dichas contradicciones.
     Como hemos señalado, en esta década destacó la labor muy influyente de “Pataclaun”, con la dirección de July Naters, acompañada de talentosos actores como Carlos Alcántara, Carlos Carlín, Wendy Ramos, Johanna San Miguel, Gonzalo Torres, entre otros, que refleja en un lenguaje citadino, irónico y con mucho humor a la sociedad peruana desde una visión pequeña burguesa, y que formó a una generación como espectadores no solamente de sus trabajos teatrales, sino también desde la televisión. Esta es pues la expresión más destacada del teatro en esta década. Debemos descartar la actividad de los cómicos ambulantes que también tuvieron un lugar en la televisión llenando de vulgaridad la intimidad de las familias, y poniendo lo suyo en la idea de que el teatro como género expresivo está vinculado necesariamente al circo y la hilaridad.
July Naters de Pataclaun
     El conjunto de medios de comunicación, sirvió pues para crear una nueva conciencia de la realidad. Sirvieron de parapetos para sembrar en el público una conciencia torcida de la realidad: eran seres irracionales los que emprendieron el propósito de transformar la sociedad peruana, aún a costa de sus propias vidas. Eran “terroristas”, lo peor de lo peruano. Amañados argumentos, dolor exacerbado, pesar y muerte, fueron puestos en horarios estelares o en películas muy publicitadas para que todos vieran a color las condiciones cruentas del periodo más intenso de la vida política nacional.
     En la medida que la nueva Constitución, aprobada por la corte parlamentaria adicta a Fujimori, permite la reelección inmediata, y dado que todo se concertó para un segundo periodo gubernamental, Fujimori es ratificado en las elecciones de 1995. Sin embargo, desde entonces, el gobierno de Fujimori, fiel representante de su raigambre social y de un ideario neoliberal, cae aplastado por su propia descomposición. La corrupción sistemática e institucionalizada, el autoritarismo, los flancos dirigidos por el Sistema Nacional de Inteligencia, con soplones y asesinos sembrados en todos los ámbitos, hacen ver a los jóvenes que no estaban delante del “salvador de la patria” sino de uno más de los tantos que saquearon el Estado en su beneficio. Y salieron a las calles. Organizados en diversos “colectivos”, expresaron sus voces de protesta en las calles de Lima.

     El 17 de diciembre de 1996, 14 integrantes del Movimiento Revolucionario Tupac Amaru (MRTA), liderados por el ex sindicalista Nestor Cerpa Cartolini, tomaron como rehenes a un promedio de 800 personas, todas pertenecientes a la más alta jerarquía política, social y económica de entonces, que asistían a una conmemoración en la Embajada de Japón. A través de los medios de prensa, la opinión pública del Perú y del mundo estuvo atenta a este acontecimiento que no tenía cuando acabar, por los tratos y negociaciones políticas que aparentemente estaban en curso. El desenlace repentino y violatorio de los supuestos acuerdos fue una sangrienta intervención que culminó con la recuperación de los rehenes y la muerte de todos los jóvenes guerrilleros del MRTA. Las máscaras empezaron a caerse para el régimen de Fujimori y su séquito de cómplices, a pesar que él tratara de convertir los sucesos de la embajada en un éxito político y militar.
Fujimori después de la intervención militar en Embajada de Japón
     La burguesía peruana estaba entonces buscando un emperador para garantizar mil años de poder, pero incesantemente se descubrían nuevos y escandalosos casos de corrupción, y el afán de perpetuarse en el mando del país, para Fujimori era una garantía de impunidad. Así, condenado a ese éxito, sin renunciar a su condición de presidente, postula a una nueva reelección para el año 2000. Durante la campaña, donde las acusaciones de fraude son notables, aparece una creciente oposición al régimen fujimorista que lidera el economista Alejandro Toledo. En la primera vuelta, Fujimori gana ampliamente, pero Toledo denuncia el fraude y se abstiene de participar en la segunda vuelta. El 28 de julio del 2000 mientras se le entrega a Fujimori el mando del país por tercera vez, masivamente, las calles de Lima fueron tomadas por grandes masas de todo el país en lo que se denominó la Marcha de los Cuatro Suyos, y que –entre otros factores, después de un gran aislamiento que afectó todos los espacios de la vida y la cultura- dio lugar a una nueva presencia del pueblo peruano en la vida democrática del país.
Marcha de los "Cuatro Suyos" 
     Esta atmósfera vigilante y crítica del pueblo, dio lugar a que poco después, en setiembre del año 2000, aparecieron las primeras evidencias incontrastables de la corrupción del gobierno. Esta fue la crisis final del gobierno de Fujimori. Poco después desactiva el SIN, destituye a su asesor y principal colaborador, Vladimiro Montesinos, al mismo tiempo que personalmente le entrega como indemnización 15 millones de dólares. Anuncia la convocatoria a nuevas elecciones y huye del país, renunciando por fax a la presidencia de la república.

     Cae el telón. Y se inicia por fin un nuevo milenio.

Referencias bibliográficas:

“De doña Bárbara al neoliberalismo: escritura y modernidad en América Latina”. José Castro Urioste. Cali, Universidad del Valle. 2007.
“Voces del interior: nueva dramaturgia peruana”. Ramos-García, Luis. Teatro Nacional; Minessota. Instituto Nacional de Cultura. Lima, 2001.
“La gente dice que somos teatro popular. Referentes de identidad en la práctica teatral de la zona periférica de Lima Metropolitana”. Malcolm Manuel Malca Vargas. Tesis PUCP. Lima, 2008.
Revista Virtual “El Zahorí”. Lima, 2011.