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EDICIONES COLECTIVO
VALLEJO
LIMA
2005 |
“¿DE QUE SE RÍEN LOS
CUERVOS?”
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Capítulo
3
DESPUES
DE CAMINAR Y CAMINAR por las calles redondas del barrio, de reconocer
nuevamente la arboleda tras las casas, y de atreverme a recorrer el camino de
brea, destinado a los ciclistas en medio del bosque, me dirigí a la casa,
teniendo como referencia la gran pista que cruzaba la fachada. Ya era las ocho
o nueve de la noche.
Pensando
que era un atajo, tomé un camino que estaba seguro me llevaba por el lado del
jardín. Volví a dar vueltas y vueltas, a esa hora en la que ya desaparecía toda
huella de la luz. Yendo y regresando a un mismo punto, me di cuenta que estaba
rodeando la casa, pero nunca llegaba a pesar que a través del follaje y de los
árboles alcanzaba a verla muy cerca.
Por
fin, poco después estuve delante de la puerta trasera. Vi encendidas las luces
del cuarto del tío Abel, como las de otros cuartos, arriba y en el sótano.
Solamente, el mío estaba con las luces apagadas. También había luz en la
cocina.
La
voz nocturna del bosque con sus cientos de susurros y un viento suave remecían
el ramaje. Algunas aves apresuradas por volver a sus nidos atravesaron el cielo
soltando algún trino tardío, mientras yo no sabía qué iba a decirle al tío, acaso
confesarle que ya tenía mis documentos “chuecos”,
y que podía empezar mañana mismo a trabajar. Tenía la cabeza hecha un embrollo,
y en buena cuenta se lo debía a esa muchacha que empezaba a desconcertarme, con
su encanto y sus sorpresas.
No
quería tener ningún problema con el tío Abel a causa de ella, ni que él los
tuviera a causa mía. Tenía un pasaje de regreso cuya fecha no había vencido y
por un segundo me atravesó la idea de regresar al Perú, quizá podía retomar mis
clases en el instituto donde trabajaba, y esperar pacientemente que
acontecieran las elecciones, quién sabe, las fuerzas democráticas podían acabar
con la dictadura de Fujimori. Pero a estas alturas no tenía por qué adelantarme
a nada, ni siquiera había hablado con el tío Abel, aunque tampoco podía
contarle que fui a Washington con su mujer. Tendría que esperar a mirarle la
cara para saber qué hacer.
Supuse que estaban los dos en la cocina,
conversando sobre el día, y ella le contaba que fuimos a Washington. Esa idea
me abrumó, y quise volver a perderme en el bosque. Pero, ya en los escalones de
madera del recibo, delante de las banderitas americanas que lo adornaban, se
apagó la luz de la cocina, y al instante volvió a encenderse.
Esperé
unos segundos, luego toqué. Como nadie contestó, giré el picaporte y abrí la
puerta muy despacio. Ya era tarde para inventar una historia, además “esta tarde nunca existió”. La sala
estaba a oscuras. Pero de la cocina salía una larga barra de luz blanca que se
prolongaba sobre la sala. El alfombrado tragó mis pasos cautelosos. Parecía que
no había nadie en la cocina, me acerqué. El tío Abel, con los ojos en blanco,
estaba sentado inmóvil delante de una cerveza, un cenicero y un vaso medio
lleno. Estaba muerto.
Esta
historia puede resultar inverosímil, pero en Estados Unidos muchas personas
llevan consigo una aureola de muerte, y la llevan a todas partes, allí donde
vivan o trabajen. Tuve tremendo susto cuando el tío Abel se levantó como
impulsado por un resorte y me dijo al paso:
-Que
tal, sírvete, come algo, voy a dormir un poco, mañana entro a las tres.
Y
desapareció sin hacer ruido.
Todavía
sin reponerme, di una mirada en torno a la cocina. Algunos platos sucios en el
lavador, una puerta del aparador entreabierta, y el resto de cerveza que quedó
en la botella. Me senté en el mismo asiento aún tibio que había abandonado el
tío Abel. Me levanté para lavar el vaso. Volví a sentarme y me serví la
cerveza.
-Salud
-escuché por atrás.
Maggie
cruzó la cocina de tres largos pasos y se puso a lavar los platos. Me sentí
incómodo sorprendido en ese trance.
-No
te asustes, solamente vine a hacer esto.
-Te
tocaba asustarme a ti. Vi al tío Abel durmiendo como un muerto.
-No
puede cerrar los ojos cuando duerme- dijo Maggie, secándose las manos.
Sonreí
y la invité a sentarse. Tomó asiento frente a mi, le dije que era extraño
que una persona no cerrara los ojos para dormir. Maggie me contó que el trabajo
de su marido casi siempre era por la madrugada. Recorría todas las zonas del
condado, que distaban media y una hora cada una, para reparar o supervisar las
máquinas que la empresa tenía instaladas en cientos de lugares. La madrugada y
el conducir una buena parte de su jornada en plena noche, lo había convertido
en un auténtico noctámbulo.
-Es
un trabajo muy duro- le dije.
-Gana
bien.
-Está
alterando su salud.
-No.
Solamente que no cierra los ojos cuando duerme. Hasta mañana. Apagas la luz.
Alrededor
de la misma mesa, la mañana siguiente nos volvimos a encontrar los tres. Por la
radio se escuchaban noticias en inglés. Maggie preparó la mesa, tomamos café,
tostadas con mermelada, huevos con jamón y unos panecillos de maíz que según la
tradición se embadurnaban con almíbar de caña. Había mucho silencio entre
nosotros. De pronto, el tío Abel se puso a hablar del clima, de la importancia
que tienen los vaticinios del tiempo, del canal y la emisora dedicada solamente
a dar información sobre el clima en los Estados de la Unión. Y en el tono
académico que no sé por qué adoptaba el tío Abel supe que los norteamericanos
están siempre preocupados de estar con la ropa adecuada si sale el sol o con
paraguas si los sorprende un chubasco tropical. Tanto Maggie como yo,
permanecimos callados escuchando el comentario erudito del tío Abel, al que
agregó estadísticas actuales sobre accidentes causados por no atender las
noticias del clima.
De
pronto, casi al mismo tiempo miraron sus relojes, se pusieron de pie, y
salieron uno detrás del otro. Nos despedimos. Al poco rato escuché los motores
de sus autos.
Pasé
unos días de desolación, tratando de comunicarme con los Ramírez, de una u otra
manera. Era evidente que pasaba algo entre él y ella o entre ellos y yo.
Ciertamente, pensé que mi visita no era del todo bienvenida. Era curioso,
Maggie comenzó a ser más amable que él. Y por el contrario, el tío estaba
siempre apurado, o hablaba en un tono académico que no siempre podía seguirle
el hilo.
En
esos días seguí saliendo a dar vueltas por las calles, a reconocerlas. Me crucé
con los otros inquilinos de la casa, nos saludamos brevemente en inglés, y
siguieron sus caminos. A unas calles de la casa, descubrí un centro comercial,
lleno de tiendas de todo tipo, markets,
grifos, y por supuesto Mc Donald, Burger
King y pizzerías, con un gran estacionamiento delante.
Me
asomé por sus vitrinas y, mientras la gente masticaba sus sandwichs, sus papitas fritas y bebía sus sodas, o pagaba en
silencio, enseñando su tarjeta de crédito, yo pensé: “aquí nadie necesita de nadie”.
Estaba
decidido a preguntar, si es preciso en inglés, en cuanto viera el primer
letrero de trabajo. Pero ni siquiera había un lugar en las paredes donde pudiera
leerse tal aviso. Más tarde sabría que para trabajar uno debía acercarse a la
oficina de empleos, o hablar con el manager
si se trataba de un negocio. Y debía solicitar la hoja de aplication, es decir, el formulario para solicitar un empleo.
El
sol se asomaba con dificultad algunas tardes, la primavera recién empezaba. En
el mismo centro comercial, había un market
más o menos grande: “The Super Giant”,
el gigante superior o el gran gigante. En un rincón apartado en una esquina
había una banca, unos enormes ceniceros. Arriba un letrero, “smog here”, era el rincón de los
fumadores.
Estaba
terminantemente prohibido fumar en lugares públicos, salvo en lugares
establecidos. En general, el hábito de fumar era combatido a través de los
medios de comunicación. Evidentemente, la drogadicción es uno de los problemas
más notables de las sociedades ricas, y también de esta ciudad. La venta y el
consumo de drogas también tienen un sistema establecido, generalmente, muy
discreto.
La
vida en USA ocurre hacia adentro, salvo las pocas veces que la ciudadanía se
exalta por las informaciones que vienen de la TV y a la que son tan
aficionados, como a los videos y las películas en casa. Siempre están en sus
trabajos, en sus casas o metidos en sus carros. Siempre adentro. Y tienen el
auto del año
o uno que se le parezca. Es raro ver un modelo antiguo en las autopistas. Creo
que Faulkner, ese escritor norteamericano, dijo que el verdadero amor de los
americanos es su auto.
Me
senté en una de las bancas y encendí un cigarro, mirando los autos que llegaban
y se iban, después que rubias señoras
acomodaban sus bultos en las maleteras. Algunos boys, muchachos solícitos, las ayudaban guiando los carritos hasta
los autos. Otros, limpiaban la acera o ordenaban la fila de carritos de alambre
atracados en las puertas.
Uno
de ellos se sentó a mi lado. Con una lata de soda y su sandwich en la mano, y se puso a comer. Vestía el uniforme con
membrete del Giant. Evidentemente era
latino.
-Qué
tal, brother -dijo, estirando las
piernas.
-Fumando
mi último cigarrito. Qué caros son los cigarros aquí.
-Cinco
dólares, la cajetilla. ¿Recién
llegaste?
-Pocos
días.
-¿Y
cómo entraste?
-¿Cómo?
Tengo visa.
-Ah,
¿dónde
trabajas?
-Estoy
buscando trabajo.
-Trabajo
hay, aquí mismo se necesita gente. Pero hay que darle duro al trapo, al
almacén.
Era
de Guatemala, y se llamaba Gregorio. Había entrado como “espalda mojada” por México. Me contó que ya había venido antes,
cuando era más joven. Por su aspecto, no tenía más de treinta años,
pero era la tercera vez que vivía en Estados Unidos. No se acostumbró a la
primera, no se acostumbró a la segunda, pero ahora estaba convencido que debía
trabajar, y ahorrar y volver a su país, eso
sí. Con los miles de dólares que ahorraría en un plazo de tres años
tenía pensado comprar una flota de “camiones” para dedicarlos al transporte en
su país. Dejan buena ganancia, me contó. Ahora sí tenía que dejarse de
tonterías, antes había preferido los amigos, las fiestas en el barrio latino,
era muy joven, ahora hay que ponerse serio, brother.
De
pronto, lo llamaron por el alto parlante que estaba exactamente encima de
nuestras cabezas.
-Se
acabó el break, me voy -dijo
Gregorio.
-Sí,
nos vemos cualquier día. ¡Para aplicar!
Lo
vi alejarse. Una señora
tomó el asiento que él dejó vacío. Una señora rubia, muy nerviosa,
que fumó dos o tres cigarrillos en el breve minuto que todavía permanecí allí.
Al
día siguiente, hubo un pequeño
barullo en mi puerta. Abrí, y encontré al tío Abel hablando en inglés con
George, el marido de Juanita, y a ella, envuelta en una ropa inapropiada para
la temporada, muy abrigada, con el cuello cubierto y un sombrero de lana en la
cabeza. Como su madre, Juanita era una mujer de origen andino, pero con el
pensamiento American way of live. Nos
saludamos, y tanto ella como el marido me hicieron algunas preguntas referidas
al trabajo que iba a conseguir cuanto antes para pagarle a fin de mes, a la
familiaridad con el tío Abel. Se refirieron a la confianza que tenían en él, ya
vivía allí muchos años,
y siempre había tenido una conducta correcta con ellos, y con su madre. Después
nos despedimos, y ellos bajaron al sótano mientras el tío Abel se fue a su
cuarto. Por un rato, me quedé sólo en la cocina. Más tarde, escuché voces
alteradas abajo, era la voz de Juanita, discutiendo con su madre en inglés.
Decidí
tocar la puerta del tío y decirle que comenzaría a trabajar al día siguiente,
no podía seguir así.
-Me
dijo Maggie que ya tienes tus papeles- dijo el tío.
Quedé
desconcertado, supuestamente la tarde que fui a Washington no existió nunca. No
supe qué cara poner y no sé si se dio cuenta de mi azoramiento.
-¿Sabes manejar? -me
preguntó.
-Manejé
una temporada en Lima, hace tiempo, y no me gusta.
El
tío Abel sonrió. Fuimos otra vez a la cocina. Se sirvió un café, tomó asiento
en una de las sillas, y dijo, muy ceremonioso:
-Raúl,
esto es América. Si no manejas, tienes poca opción para conseguir trabajo. Todo
el mundo maneja, tienes que sacar tu licencia de conducir.
Me
dijo que podía obtenerla legalmente en una mañana, previo examen y pago de unos
50 dólares. Bastaba enseñar mi pasaporte con la visa en una oficina cerca de
allí. Es un documento de uso cotidiano, y si era una licencia falsificada no
podría jamás mostrárselo a un policía de tránsito, como ningún otro documento,
sin riesgo a que me envíen a la cárcel.
-Donde
trabajo se necesitan dos choferes, para trasladar las máquinas. Es un trabajo
diurno y, para comenzar, te pueden pagar ocho dólares la hora. Acompáñame,
tengo que ir a dos centros comerciales, a unos treinta minutos de aquí.
Poco
después salimos. No me gustaba nada la idea de manejar y menos, en medio de
estas autopistas para robots. Pero no conseguiría trabajo como profesor, por el
idioma, ni de oficina, simplemente porque yo era un latino, y los latinos, por
más proveídos de títulos que lleguen, están destinados a los trabajos manuales
en USA, a menos que con los años
uno se convierta en un americano, y el inglés fluya de sus bocas con la misma
rapidez de sus aspiraciones en USA.
Ciertamente,
no podía eludir cualquier trabajo que se me presentara. No es que extrañara
un escritorio con lapiceros de colores y adornitos en la mesa llena de papeles,
pero no quería conducir un auto, transferir mis movimientos a esa caja mecánica
que en USA no puede conducirse a menos de 50 kilómetros por hora. Aunque
también sabía que estaba aquí para reunir los dólares que me permitieran seguir
viajando, alejarme cuanto más lejos del Perú.
Así
que, pensándolo bien, no podía hacerme de rogar si veía aparecer un cartel
requiriendo un verdugo experto en la guillotina, o uno que bajara sin
escrúpulos la llave de la silla eléctrica.
Con
una deuda de 500 dólares que, gracias a mi amable tío yo tenía encima, y
pensando en la situación que se me presentaba, mientras dejábamos atrás cientos
de altísimos pinos y abetos que empezaban a verdear, me pregunté si hubiera
sido otra mi suerte si no me dedicaba a mirar mujeres en el aeropuerto de
Miami, y buscaba a la buena gordita que me esperaba con mi chompa de motivos incaicos
en un piso que quizá no era el más apropiado para iniciar esta aventura sin
nombre.
El
tío manejaba en silencio, atento a las señales del tráfico, a los semáforos
ocasionales y al carro de adelante. Otra vez me esforcé en iniciar una
conversación que le permitiera lucir su tono académico, como le gustaba
evidentemente. Pero de pronto se puso muy juvenil, buscó en el dial de la radio
una canción rockera, y sonrió diciéndome:
-Ahora
vas a conocer dónde trabajo. ¡El King Cafe!
Es una empresa que tiene máquinas en casi todos los
Estados, y para mí, en realidad, es un trabajo suave, lo único malo es el
horario, casi siempre por las noches. Es que la empresa no quiere molestar a
los clientes, hay que dar una buena imagen del servicio. ¡Nunca vas a ver un
técnico operando de día! ¡Que la magia se cumpla! ¡Ja!
Pensé
que el tío Abel quería justificar sus insomnios. Pero yo no veía razón para
ilusionar a la gente, y que los técnicos no atendieran su trabajo de día. Sin
embargo, empezaba a creer que no debía preguntarme por los absurdos que en este
hemisferio eran “razones de mercado”.
-No
sé qué te ha contado Maggie sobre Estados Unidos. Tú sabes cómo son las
mujeres. Ellas quisieran dedicarse a sus casas. Aquí las cosas no son así.
Dije
dos o tres palabras para darle a entender que quería escucharlo también a él, a
Maggie, como a la ardillita que durante un segundo se detuvo en la pista o a
los cuervos que en ese momento sobrevolaron entre rama y rama de un árbol
riéndose a carcajadas como siempre. Yo también quería saber cuál era la bendita
gracia de este país.
-Quizá
no estás listo para estos trabajos- prosiguió-. Quizá debas comenzar con algo
más sencillo, en un restaurante, quizá. Aquí poco a poco se llega lejos. Pero
tienes que comenzar por el primer piso.
Me
pareció que estaba pidiéndome disculpas, pero no le di importancia. Después
sabría que en USA, los latinos llaman “pagar
el piso” a los primeros tiempos, que podían
durar años,
viviendo en las condiciones más duras, en trabajos de servidumbre doméstica,
antes de avizorar una cierta seguridad.
”¡Pero no tengo problema para trabajar en lo que sea! !Tengo manos para eso!”,
le dije. Hablaría con unos amigos para conseguirme un trabajo, dijo, que si no
quería manejar era difícil emplearme en su empresa de robots y máquinas.
Mientras hablaba, bajaba o subía el volumen de la radio, su celular podía sonar
en cualquier momento, su jefe siempre estaba preguntándole dónde estaba, cuánto
le faltaba para llegar a su destino. A través del celular, con sus vips de cambio, donde estuviera, el jefe
le “monitoreaba” el programa para el día: “now
Centerville, after Vienna, ¿okey,
Abel? It’s ten o’clock”.
Me
alegró no tener que trabajar con él. Y estuve a punto de decirle que no
necesitaría de sus amigos, confiaba que en los días siguientes, si todo era
como lo pintaban, con la ayuda de mis propios amigos, estaría caminando por mi
cuenta la senda del progreso, reluciente y auspiciosa. Pero no me dejó hablar.
-Ven
-me dijo, después de estacionarse en un grifo.
Nos
acercamos a la máquina del café, que estaba junto a la de refrescos, y a la de
golosinas y papitas fritas. Se puso un casco del que salía una luz de linterna,
y unos anteojos especiales, sacó un enorme llavero, destapó la máquina dejando
al descubierto cientos de circuitos electrónicos que se puso a escudriñar con
unas pinzas. Yo lo miraba, al principio atento y curioso, maravillado por la
tecnología porque allí estaban las claves de la voluntad si uno quería que el
café que le servían por un dólar fuera con leche, con azúcar, con crema, frío,
tibio o caliente. Bastaba sólo apretar el botón correspondiente. Pasaron largos
minutos y yo volví a mis pesares. El tío Abel estaba empapado de sudor, era el
calor o la especie de babero plástico, cargado de pequeñas herramientas, que le
colgaba del cuello para que un corto circuito no le queme la corbata.
Siguió concentrado en la máquina. Al rato, el
tío Abel dio un silbido y cerró la compuerta. “¡Listo!” exclamó. Apretó unos botones del tablero exterior, metió
una moneda y me preguntó:
-¿Frío,
tibio o caliente?
-Prefiero
caliente.
Y
al instante me extendió un café humeante y negro. Solamente debía tomarlo.
De
vuelta en el carro, al frente del volante, con unos diez o veinte años
menos, buscó una estación de radio y alzó el volumen.
-Es
el rock de mi época -dijo.
Y
se puso a cantar en inglés. Conocía algunas canciones de esa época y, al calor
juvenil del tío Abel, canté con él a viva voz. Sentí por un momento que
compartíamos el mismo gusto por la música, por la vida y acaso también podía
apostarme a alguna buena idea suya.
-Satisfaction! Satisfaction! -reclamaban
los Rolling Stone desde la radio. Y
nosotros también.
La
arboleda desfilaba salvaje, dejando a veces espacio a paisajes desolados,
llenos de agua, eran lagos, pequeños
o enormes que reflejaban el cielo azul y algodonado del área metropolitana de
Washington. ¿Dónde
íbamos ahora? No lo sabía, quizá a otro grifo. Solamente las máquinas de los
grifos podían repararse en el día, el tío estaba reemplazando al trabajador
destinado a ellas, porque él trabajaba sólo de noche. Me contó que el dueño de
la empresa era un hindú, y que en esta área eran decenas los trabajadores, la
mayoría latinos y que, “no lo vas a
creer, -dijo-, ¡no
nos conocemos!”.
Había
visto solamente una vez al dueño, no era necesario ningún encuentro, cada uno
cumple con su labor.
-En
este trabajo no tiene que estar el manager
detrás de ti, él confía en tu sentido del deber.
Por
celular, escuchaba las instrucciones para otros trabajadores y entre ellos
hacían comentarios risueños en inglés. El tío Abel sabía que en la empresa
había salvadoreños, guatemaltecos, iraníes, un peruano más, varios pakistaníes,
y todos, semanalmente, veían sus pagos en las tarjetas bancarias, y si se
cruzaba con ellos en algún supermercado, no podría reconocerlos.
-Cada
uno ve por lo suyo, Raúl. Me pagan bien, es verdad que el dueño es exigente,
pero esto es América, no vas a encontrar un jefe contento con tu trabajo. Pero
yo estoy contento con el mío, qué diablos.
Verdaderamente,
era un buen técnico, y lo vi contento con lo suyo.
-Este
país me ha dado todo lo que en el Perú no iba a tener ni viviendo dos veces. He
tenido casas, autos del año,
tantos trabajos, y sigo aquí porque me conviene: ahora quiero ahorrar, y
después, volver al Perú, y vivir de mis rentas, ¿por qué no? Además en este
trabajo, tengo algunas ventajas que no tienen otros trabajadores, a mí me pagan
quince la hora. Eso sí, estoy listo las veinticuatro horas.
Esa
disposición al trabajo era la que yo debía aprender.
-Maggie
no quiere entender que estamos en América, se resiste a integrarse al sistema.
Aquí no te queda otra. Porque hay una fecha en la que debes pagar impuestos, y
si eres legal, como yo, hay que pagar. Claro, otra sería la historia si ella
tuviera que pagar. Pero como es ilegal...
Se
detuvo bruscamente, y agregó:
-¿Sabes
que es ilegal, no?
No
supe qué decirle.
-Sí,
sí -balbuceé.
Pasaron
los días, y yo ya conocía más o menos la zona con la ayuda de una bicicleta que
encontré en la basura. Es frecuente ver tirado en las calles los televisores y
artefactos de todo tipo, incluyendo monitores, computadoras, teclados y demás,
que ya no tienen lugar en casa cuando son reemplazados por el último modelo. La
fiebre del consumismo puede verse en las esquinas establecidas para la basura,
es el rincón de lo que ya no sirve. Y me pregunté por la inmensa distancia
entre mi país y este enorme monstruo en cuya panza yo no estaba seguro si
duraría mucho. Por eso, nunca recogí nada más que esa bicicleta.
Con
la bicicleta recorrí todos los barrios cercanos. Ciertamente me vi obligado a
ello buscando un lugar donde encontrar un parche para la cámara de una rueda.
Porque los americanos no reparan sus artefactos ¿para qué? más barato es
comprarse otro. Los técnicos americanos cobran tanto como vale uno nuevo. Por
eso son tan requeridos los técnicos hispanos, especialmente los obreros,
aquellos aventureros que vienen de todo el mundo, principalmente de
Latinoamérica, dispuestos a todo. Yo estaba dispuesto a encontrar un lugar
donde me vendieran el parche y el pegamento. Y, en uno o dos días, lo conseguí.
Reparé la bicicleta y cubrí con ella las distancias.
Gregorio,
el amigo del Giant, me contó que la
primera vez que vino a USA, tuvo el viaje más asombroso de su vida. Entraron
por México, como tantos. En el grupo que le tocó eran más de quince, entre
guatemaltecos, hondureños y salvadoreños; por varios meses había tenido que
vivir encerrado en una habitación en México, aprenderse de memoria la historia
del país, porque la policía podía detenerlos y devolverlos a sus lugares de
origen si en un interrogatorio no conocían los héroes mexicanos, las
instituciones tutelares y los valores patrióticos. Muerto de risa, Gregorio
recordó a gritos la historia de algunos inolvidables personajes mexicanos,
anécdotas de los alcaldes de esos años, y el verdadero nombre
del emperador azteca antes de la llegada de los conquistadores.
Pasó
la frontera en medio de un tiroteo, pero alcanzó a cruzar, nadando el río Bravo,
¡por eso les llaman los “espaldas
mojadas”! Después de una larga caminata de madrugada por el desierto,
llegaron a Houston, donde se pegó la primera borrachera de su vida. Apenas
tenía quince años
y tremendas ganas de triunfar.
-Vamos
al Burger King, te invito a almorzar-
me dijo Gregorio.
Pagaba
trescientos dólares por su cuarto. El dueño era peruano, pero no permitía
compartir los cuartos, “si no lo
pagábamos juntos”, como hacían tantos. Le dije que yo estaba pagando
cuatrocientos, y que también la dueña era peruana. Y nos sentamos a la mesa del
Burger King.
-Espérame
aquí -dijo- voy a pedir.
Se
levantó y se puso a la breve fila, delante de los cajeros y las computadoras.
Al rato, apareció con una bandeja conteniendo dos sandwichs, dos bolsas de papas fritas y dos sodas.
-Esto
es lo que almuerzan millones de americanos todos los días -dijo, ceremonioso-.
Es el plato típico norteamericano.
Y
nos pusimos a comer, echándole a los sandwichs
las cremas de tomate y mayonesa que convenientemente Gregorio trajo consigo. Al
poco rato, alzó la mirada y se puso de pie para saludar a un extraño
viejito que cruzó el ambiente.
-
Mister Cárdenas...¡mis
respetos!
A
pesar de sus años,
las canas y de sus gruesos lentes, el hombre se mantenía firme, y me dio un apretón
de manos cuando nos presentaron.
-Este
es Raúl, su paisano- le dijo Gregorio-. Acaba de llegar, no le cuente la
historia del andamio, porque se regresa mañana a su país. Siéntese, siéntese.
Mister Cárdenas tenía en la mano un vaso de
plástico, lleno de café. Se sentó y me dijo:
-Bienvenido
bienvenido, Raúl. ¿Cuándo
llegaste? ¿Ya
estás trabajando?... Porque, mira hijo, este lugar es un buen lugar para
trabajar, nada más, porque si andas como me ha contado Gregorio que anduvo
alguna vez, entonces vas a sufrir mucho.
-No
tengo por qué sufrir- le dije a Mister Cárdenas.
-Claro
claro, buena respuesta, me gusta.
Gregorio
nos miraba sonriente, mientras masticaba su sandwich.
-Ya
tengo los papeles, supongo que mañana llenaré la aplicación en el “Giant.”, ¿no Gregorio?
-¿Quieres
lavar los pisos como éste? No, hombre, entra en un negocio de comida, aquí te
alimentas bien, y el trabajo es sencillo.
-¿Sencillo,
Mister?... Este trabajo es tan duro como todos, parado todo el día, las ocho
horas legales, delante del horno de las carnes, o en el freidor de papas.
-¿Quieres
empezar a trabajar mañana?- me dijo Mister Cárdenas, seriamente.
Le
dije que sí. Y se puso a contarme que había venido muchos años
atrás, que ya nada lo unía al Perú, porque murieron sus padres mientras él
trabajaba aquí, en la construcción, y que esos años les mandaba tantos
dólares. El dinero no pudo contener el avance del tiempo, y ahora era un
huérfano de setenta años,
y encima viudo. Su mujer, peruana como él, había muerto el año
pasado. Sus hijos trabajaban en otro Estado, así que se dedicaba a darle
consejos a los jóvenes y a vivir de su dinero del seguro social. “Qué buen presidente es ese Fujimori, ¿no?”
-Si
quieres puedo hablar con la manager.
A lo mejor puedes comenzar ahora mismo. Yo la conozco, es peruana, vengo a
tomar café a este burger hace años.
He visto a los pequeños
dependientes convertirse en manager
en poco tiempo. Depende de tu trabajo, hijo, aquí te están chequeando siempre.
Miré
a Gregorio que escuchaba sonriendo.
-Oye,
brother, éste es el país de la
democracia, tú eliges, si quieres pagar tus deudas, comienza ahora- dijo.
-Claro,
adelante Mister Cárdenas- me animé a decirle.
El
viejo se levantó de la mesa y nos dejó solos a Gregorio y a mí.
-¿Qué
te parece? -le pregunté.
-Todo
el mundo trabaja en los Mc Donald, en
los Burger King, en los Seven Eleven, es el primer trabajo de
los latinos. Hay muchos peruanos trabajando en estos restaurantes.
-¿Cuántas
horas se trabaja?
-En
la hoja de aplicación te preguntan cuántas horas quieres trabajar, un part time, de una a cuatro horas, o un full time, de ocho horas, depende de ti.
No puedes trabajar más en un mismo lugar, en otro sí. Hay gente que trabaja
dieciséis horas. Pero nadie te obliga a trabajar, salvo tus deudas, claro, y la
ambición, brother.
-Que
me den las horas que quieran, creo que puedo hacer bien el trabajo.
-Además,
la primera semana es de instrucción, y te la pagan.
-Mientras
me alimento convenientemente -sonreí, poniendo en orden los restos de comida de
mi individual.
Al
rato volvió Mister Cárdenas con una risa de oreja a oreja. Entendí que traía
buenas noticias para mí. Otra vez se sentó en la silla de plástico, traía en la
mano otro café.
-Me
encontré con Gustavo, un panameño que no veía hace años, fue mi compañero en la
construcción de un rascacielos en Nueva York, claro que yo sólo trabajé hasta
el piso diez. Qué buena plata se ganaba en ese tiempo, ahora hay mucha
competencia. Me da pena decirlo pero hay muchos latinos. Me dio gusto volver a
ver al buen Gustavo, está más viejo que yo, pero siempre parado el Gustavito.
Hemos recordado a los compañeros que murieron, algunos aquí en el incinerador
del asilo, y a los que se fueron a morir a su patria.
Supongo
que mis ojos inquisitivos le hicieron decirme:
-No
hay problema, anda, busca a Emperatriz, es la manager, es una buena peruana, tienes suerte. Dice que necesita
gente, cinco la hora, ¿sabes
inglés?
-Of
course! -dije, y también thank you,
very much.
-No necesitas más
en este trabajo. Anda, búscala. Dile que tienes tus papeles.
Di
un último sorbo a la soda y me levanté, alentado por Gregorio que gritaba: “!Hey, work work!, peruchito”.
Así
me inicié en la ronda de los sandwichs.
Ya nada fue igual después de ese día. A veces olvidaba pasar por la respectiva
computadora donde todos los días debía registrar los números de mi social segurity, no sabía para qué, si
todo el mundo sabía que era falso. Las hamburger,
esas losetas congeladas que se convertían después en suculentas carnes a la
parrilla, eran el negocio principal. Y yo, bien uniformado con un pantalón
negro, una coqueta camisita verde, en el pecho mi nombre escrito en plástico, y
mi gorrita “sanguchera”, por unos días fui el “nuevo”.
Shadim,
la gorda pakistaní, descendía de su auto puntualmente a las cinco de la mañana
para abrir conmigo la tienda. Había que preparar el desayuno. A las seis el
local estaba siempre lleno de gente apurada. La gorda se hartó de mí o yo me
harté de ella, especialmente porque no entendía sus órdenes. En mi semana de trainner, ella me pedía una bandeja con
quince panes, yo le llevaba quince huevos, mientras el timbre avisaba que las
papas estaban listas y los clientes en la cola tenían cara de no haber dormido
nunca en su vida. Yo me preguntaba si la gorda tendría la paciencia suficiente,
porque los panes se quemaban si no corría a sacarlos del horno, hasta que a los
pocos días, a punto de volverme loco entre tantas pequeñas máquinas, me cambiaron
de turno. Fui reemplazado en la apertura de la tienda, y me junté con otros,
porque ya no era un “nuevo”. Pusieron la cámara refrigeradora a mi cargo.
Regresaba
por la tarde a descansar a mi cuarto. Y ya casi no salía para nada, con las
ocho horas que andaba de pie haciendo toda clase de trabajos, en la parrilla,
donde nadie quería estar, en la tostadora, unos días en el almacén refrigerado
de ocho a once de la mañana, en el trapeado, en las verduras. Ni hablar de la
caja o la atención en la barra, para eso se necesitaba hablar perfectamente english. No era un trabajo propiamente
pesado, pero sí rutinario hasta el hartazgo. A la hora del descanso, en el break que por media hora teníamos todos
en el momento que a la manager se le
ocurriera, de acuerdo a la demanda del público, salía a tumbarme en alguna
esquina del bosque, con un sandwich
en la mano, y tantas ganas de dormir. Estaba agotándome, pero ya podía pagar mi
cuarto.
Durante
largas semanas, dueño de una pequeña
autonomía, llegaba a mi cuarto sólo a dormir, a tumbarme en la cama, mientras
esperaba el día siguiente. Una y otra vez saludé a mis vecinos de cuarto, los
conocí al paso, cambiamos algunas palabras delante del refrigerador, donde
coincidíamos buscando alguna hamburguesa o una botella de vino californiano, al
que me hice adicto en esos días estériles.
La manager
era de Huacho, y muy joven. Me dio todas las facilidades para que acceda al
ritmo del trabajo. Mis compañeros eran filipinos, bolivianos, venezolanos,
coreanos, había un peruano y un norteamericano de origen latino, y todos, con
nuestra camisetita verde, a la hora de full
busy éramos una máquina productora de sandwichs.
A
veces se percibía en el ambiente un clima de tenso silencio. Algunas
rivalidades entre los managers de los
diferentes turnos, durante las reuniones que los días de pago a puerta cerrada
tenían con sus jefes, llenaban el ambiente de tensión. Todos sabíamos que no
nos echarían del trabajo, porque éstos son los comedores públicos de USA. Pero
nadie quería estar delante de un nuevo jefe, podía ser más duro que el
anterior.
En
un freeday me encontré afuera con
Emperatriz. Ya habíamos cambiado algunas palabras sobre el Perú, y sobre
Fujimori. Ella creía que debía volver a ser presidente, así terminara siendo el
emperador del Perú por mil años.
Pero estaba triste, me dijo, porque nos despedíamos. Iba a ser removida a otro burger, y no le convenía porque le
pagaban igual y estaba lejos.
-La
gente es envidiosa, no te dejan trabajar, tienes que ser mala, despótica. Para
que avances, tienes que hundir al mejor. Quisiera irme a otro trabajo, aunque
es igual. Viene Cam, la filipina, ella será la manager.
Me
dio su teléfono, le di el mío, y nos despedimos. Al día siguiente conocí a la
Cam.
La
Cam solamente sabía dar órdenes, vestía como hombre. Sin embargo no podía
ocultar su barriga de seis o siete meses de embarazo ni su rostro heráldico.
Los trabajadores nos poníamos nerviosos cuando pasaba cerca de nosotros. Con
sus palabras incomprensibles y sus largos dedos señalaba la tarea que
asignaba, así no se hubiera terminado de hacer la anterior. Nadie tenía ningún
puesto cuando estaba ella allí, hacíamos muchas tareas a la vez, y por pocos
minutos, luego volvíamos a la misma, y permanecíamos más tiempo en la parrilla,
o en la freidora de papas, o en el congelador, atentos al monitor que nos informaba
los pedidos del público.
Me
convertí en un “bueno para todo”. En un segmento de la mañana yo era el único
varón y la Cam me daba los trabajos más pesados, aunque a pesar de su barriga a
veces cargó conmigo las cajas de papas picadas que iban directamente a la
nevera. Ernie, otro filipino trabajaba conmigo en el mismo turno pero nunca le
daban trabajo pesado alguno, era hermano de la Cam. En el mismo Burger trabajaba también otra hermana y
hasta los padres de la Cam. Y se decía que el local dependía de la supervisión
de otro filipino, también hermano de la Cam.
-You need to study english, Raúl -me
decía constantemente Ernie, moviendo la cabeza, mientras saboreaba alguna
hamburguesa, mirándome cargar las cajas de papas.
El
más necio nepotismo cundía en el burger,
estrella de la comida doméstica del país más poderoso del mundo.
Cuando
vieron que podía atender sin problemas la demanda, me dieron además la máquina
tostadora que debía proveer, metiéndolas por lo alto, sucesivas veinte o
treinta mitades de panes, y recogerlas abajo. Yo proveía a un obrero venezolano
de panes y carnes fritas, él se encargaba de las ensaladas que picaba cerca de
mí.
La
Cam pasaba agitándonos, diciendo en español las únicas palabras que sabía: “¡más rápido, más rápido!”. Solamente
le faltaba un chicote de tres puntas, y más de una vez me pregunté si esa
barriguita no era un señuelo conmovedor.
Una
noche, tumbado en mi cama, cansado, con un vaso de vino en la mano, la radio
prendida para que no se oigan mis pensamientos en el silencio de la casa, me
pareció escuchar unos pasos afuera. Abrí la puerta. Era Maggie, volviendo de la
ducha, envuelta en una enorme toalla floreada.
-¿Cómo
estás? -me preguntó, sonriente.
-Bien.
-¿Quieres
ir con nosotros a Alexandria?
-¿Cuándo?
-El
domingo.
-Sí,
claro.
-Nos
vemos.
Más
tarde, escuché unos gemidos que fueron creciendo hasta casi convertirse en
gritos ahogados. No era primera vez que los escuchaba en esa casa.
Indudablemente, estaban haciendo el amor, impunemente, sin considerar la
soledad de los demás. Mis vecinos vivían solos, así que deduje que era el tío
Abel y su mujer.
Los
gritos y susurros se prolongaron por casi una hora. Al rato, prosiguieron por
una hora más. Así que, sin quererlo, reconocí la cualidad que explicaba la
unión de los Ramírez.
La
mañana siguiente me crucé con el tío Abel y con Maggie. Era evidente que no
habían dormido bien. Se quejaron del ruido que toda la noche había salido del
cuarto de Davy, el chofer escolar, y su video erótico a todo volumen.
Mientras
salían, Maggie volteó y me guiñó un ojo.