ALGUNOS ARTÍCULOS PUBLICADOS EN EL DIARIO DE MARKA



Concientemente elegí las ciencias sociales, y más tarde la antropología. Tenía 18 años. Y asistí hasta el último día de clases en San Marcos. Era el Perú de los 70. Pero ni dibujante, ni actor, ni escritor, ni director, ni profesor, ni periodista quise yo ser. Y curiosamente nunca ejercí un legítimo trabajo como antropólogo, como tantos de mis compañeros. Sin embargo, apremiado por las necesidades políticas de los momentos concretos que vivimos más tarde, todo cuanto entonces hicimos estuvo dirigido siempre a servir a la conciencia de nuestro público, bajo diferentes formas. No estoy seguro si lo conseguí en los artículos que escribí para El Diario de Marka en aquellos años, pero me atrevo ahora a ponerlos a consideración de los lectores.


EL TEATRO PERUANO HOY

Por: Alberto Mego

Aunque todavía para algunos simplemente no existe, mientras para otros está a medio camino entre la terapia y la excentricidad, en ley conciencia, el teatro peruano es un movimiento desde su origen comprometido con la evolución histórica del Perú. Sin embrago, es innegable que por esta misma razón es diverso y desigual. Sus partes expresan por separado las aspiraciones y gozos de sus públicos respectivos. Públicos parciales para un teatro parcial.

Por un lado, tenemos un teatro de consumo, para un público educado en él, con una aparatosa publicidad y ubicado en sectores del espacio capitalino. Aquí los efectos de luz y sonido, el vestuario, las sorpresas escenográficas, los trucos de la imagen, son el fundamento del espectáculo, cuando no el arsenal de estupidez que se profiere para el gran divertimiento, la pequeña grosería en boca de actores decadentes pero embriagados del aplauso, la ambigüedad erótica masturbatoria, la lisura gruesa para expresar situaciones fáciles como la vida de sus espectadores que pagan sin pestañar los altos precios de la taquilla. A veces se esfuerzan en mantener algunos elementos del teatro tradicional de auditorio, pero en general sucumben ante un público exigente, con muchas ganas de reír: la improvisación en desmedro del respeto al texto, la ovación en desmedro del silencio, el insulto y las tomaduras de pelo en desmedro de la distancia necesaria entre el actor y el público.

Simultáneamente, otro teatro, digamos “artístico”, ha recogido las mejores experiencias del pasado, las enseñanzas de ilustres visitantes, las inquietudes personales de algunos directores, y ofrecen sus obras –de significativos dramaturgos del teatro “universal”- a un público de clase media, conformado por estudiantes, seguidores de los grupos, “aficionados y diletantes”, quienes atentos a su considerable logro estético, frecuentan sus salas que bien pueden situarse en Lima, Miraflores o Barranco, para satisfacer las necesidades intelectuales, de un público urbano, simpatizante de izquierda, pero separado, como el teatro de sus preferencias, de las inquietudes y conflictos de las masas que trajinan diariamente por las calles y expansiones del país.

La indiferencia general por el teatro de autores peruanos ha sido permanente. Cierto que no sólo a causa de los grupos, sino también de los propios autores que se enclaustraron en sus gabinetes para producir obras que fueron rechazadas en razón del divorcio existente entre la evolución de la conciencia política de los autores y la de los actores: mutuamente excluidos, reclamaron mejores voces. En esta disyuntiva, en la última década aparecieron numerosos grupos de aficionados, muy jóvenes por lo general, cuyas motivaciones políticas, expresadas en radicales rupturas formales, pretendieron representar un teatro popular donde la lucha de clases y las contradicciones sociales eran el tema principal de obras creadas y dirigidas colectivamente por los mismos integrantes. Estas obras se ofrecían gratuitamente, sin mayores preocupaciones técnicas, al aire libre o en auditorios sencillos, aclamadas por un público ciertamente popular que, sin alternativa estética, valoró y siguió de cerca la actividad de estos grupos, cuyo más valioso aporte es haberse inmolado al pie de una etapa de transformaciones fundamentales, para demostrar en su intento que no solamente es posible el teatro agónico de la burguesía o el refinado de las clases medias, sino también uno que exprese la complicada realidad de las mayorías nacionales.

Es cierto que en este teatro fue corriente el panfletismo y la despreocupación en el tratamiento psicológico de los personajes. Sin embargo, por sus aspiraciones y las semillas que alcanzó a sembrar en el corazón de los despedidos y desocupados que deambulan en las calles de Lima, en los asentamientos marginales de la capital y las provincias, en los trabajadores y estudiantes, éste fue un teatro que logró su cometido y al calor de los acontecimientos, empieza a asumir una nueva ética teatral y en todos los campos del arte escénico va conquistando una madurez que lo compromete seriamente con sus perspectivas históricas para ser responsable de un teatro auténtico y representativo de la joven nación peruana. Un resultado muy importante de este movimiento es la Muestra de Teatro Peruano que, con la constante calidez de Sara Joffré, todos los años congrega a humildes actores de provincias, anónimos grupos de barrios populares, qee escuelas y universidades, que tienen la obligación de elevar muy alto su nivel artístico para expresar con propiedad a la colectividad peruana, ganarle terreno al pasado y conquistar para el futuro el derecho a mirarse en el teatro como en un espejo de tres lunas.



 El Diario de Marka / Publicado el viernes 04 de enero de 1985





LA SUBVENCIÓN


Por Alberto Mego

Con toda justicia, después de accidentada gestión, el Estado acaba de disponer una subvención de 500 millones de soles a los grupos de teatro independientes (o privados, como se les ha llamado). Estos son los grupos que durante muchos años han mantenido encendida la llama del espectáculo teatral, ofreciendo, en diversos auditorios de Lima Metropolitana y ocasionalmente en provincias, sus obras desarrolladas en modalidades clásicas o experimentales, pero siempre con una vocación verdaderamente artística.

Es en el teatro independiente donde convergen actores que realizaron rigurosos estudios de técnica teatral en nuestras academias o incluso en el extranjero, aquellos que han hecho de sus aficiones una honorable profesión y aunque en la mayoría de los casos su dedicación no es exclusiva, son los únicos que con propiedad pueden disputarse tal subvención. Los otros, es decir las empresas comerciales, solo les interesan del espectador sus mandíbulas y sus billeteras, mientras los grupos de aficionados y de teatro popular no corresponden a la naturaleza de los profesionales. Es claro que el Estado no tiene grupos de teatro, como seguramente ocurre en otras latitudes donde una preocupación constante por el teatro nacional permite la existencia de un arte dramático representativo. En realidad, el teatro independiente es prácticamente el teatro oficial del Perú.

Sin embargo, el teatro independiente de hoy es la herencia de un movimiento gestado alrededor de los años 60. Lima entonces aparecía en el mapa como una pequeña aldea de blancos en Latinoamérica, con sus tranvías a punto de desaparecer y sus compañías de teatro que acaparaban la poca actividad del género representando una vez cada cien años la obra de los clásicos de la literatura dramática universal o de uno que otro autor moderno, a quienes las encopetadas damas de la sociedad aficionadas al teatro aplaudían desde los palcos levantando el meñique. Como respuesta a ese ritmo un tanto solemne y estéril, y sobretodo como afirmación frente a nuevas preocupaciones que los años iban planteando al hombre contemporáneo, aparecen los grupos de teatro independiente, inaugurando un teatro vital, desarrollado en escenarios no convencionales que los mismos grupos implementaron y decoraron.

Pero el teatro independiente no trajo solamente nuevas propuestas escenográficas, sino también una nueva intensidad cuya temática mostraba al hombre de nuestros días discurriendo entre los conflictos propios de la modernidad: en nombre del espíritu humanista que lo animaba, este teatro criticaba la irracionalidad del sistema y el signo trágico de su descomposición. Por supuesto que para ello acudieron a autores norteamericanos o europeos pues nadie mejor que ellos conocen el incendio que hace ya tiempo viene quemando sus casas, y gracias a la obra de Beckett, Tennessee Williams, Ionesco, Arthur Miller, Albee, Chejov, Dürrenmatt, Pirandello, etc. conocimos cómo arde por dentro ese fuego.

La “universalidad” era todavía exclusiva de esos autores y, por captar todo el interés de nuestra gente de teatro, naturalmente aplastaba la posibilidad de una dramática nacional que, en consecuencia, debía resignarse a ser eventual experimento de academia o fracasado intento.

Suponemos que de aquellos años procede el extrañamiento de los autores. Y también la costumbre de los actores de darle a sus grupos nombres de animales o cosas, sustantivos supuestamente significativos. Este periodo es muy crítico en el teatro peruano, pues el que menos sufre la saturación de conceptos y abstracciones que tiñen la actividad y enrarecen el aire, al mismo tiempo asoman las puntas de un teatro comprometido que el fermento social de los años 70 les brinda. Naturalmente, el teatro independiente ve en este fenómeno la oportunidad de renovarse y asumir un nivel de relación más directa con el público, tanto en el plano de las formas como del contenido. A pesar de su veneración por el teatro de Brecht, o justamente por él, los grupos se fueron encontrando con su propio país, motivando con este hecho la aparición de numerosos grupos de teatro popular cuya preocupación fundamental ha sido, desde entonces, el Perú.

Quizá el efecto ideológico mas nocivo que sufrimos los hombres respecto a los sistemas es que nos impide reconocer nuestra especifidad, nuestra particular manera de existir. Creemos que en el Perú de hoy esto es absolutamente necesario y si el teatro independiente quiere contribuir a ello, sólo puede lograrlo a través del verbo de los dramaturgos peruanos o el de su propia creación. Por esta razón suponemos que, con el sentido común que lo ha caracterizado, sin retaceo alguno, el teatro independiente destinará el 100 % del dinero obtenido a la representación y difusión de un teatro estrictamente nacional, si acaso todavía quiere ocupar un lugar en la conciencia de los nuevos peruanos.




El Diario de Marka / Publicado el miércoles 20 de febrero de 1985




TEATRO DESDE ADENTRO

Por: Alberto Mego

El teatro en el Perú no es solo una actividad que destacan o ignoran los periodistas en las páginas culturales de los diarios. En realidad, reviste a veces las características de una epopeya cuyos personajes están puestos en manos de Dios y del Diablo. Y en este azar, nunca se sabe dónde van a dar con su pretensión de interpretar la sociedad y sus contradicciones, cara ambición, es cierto, pero la única cuando el artista no sucumbe a la mediocridad y la estupidez con que se nutre la decadencia, y por el contrario, sostiene dignamente su naturaleza para enfrentar con su obra al verdadero enemigo en el plano de la cultura: la ignorancia.

En el teatro todo se ve. Desde los primeros ensayos se ve también hasta dónde se va a llegar y, como un navegante que conoce la madera de su embarcación, el director le da plazo a su viaje. Las tensiones del principio sumergen a los actores en una expectativa discreta, solidaria y aprehensiva que permiten levar anclas con optimismo.

Las propuestas de interpretación, el plan inicial, comienza a desarrollarse en una atmósfera de respeto que favorece el reconocimiento del camino, tantas veces recorrido por unos y algunas menos por otros. Comienza a “entenderse” la situación y la dimensión de los personajes: la obra se va construyendo en la cabeza de los actores. Sin embargo, el teatro es un arte que se hace con el cuerpo y la distancia entre la conciencia y el “gesto” dramático debe ser igual a cero. Con este ánimo, el director debe facilitar un ambiente de confianza donde los actores puedan recurrir a su más profunda sensibilidad, a fin de que el espectador no se sienta estafado por un remedo trivial del ser humano.

En este fuego se cocina el teatro.

La confianza socaba el orden: las mejores intenciones no son suficientes para equiparar cabeza, cuerpo y extremidades. La disciplina se quiebra en dos y en su lugar aparecen, por un lado, fatigosas esperas, y por otro, toda clase de condicionamientos, mientras alguien hace un esfuerzo sobrehumano para imponer su voluntad en medio del caos. Pero también alguien no resiste y se tira por la borda: una deserción, justificada o no, dilata los ensayos. El riesgo del naufragio estremece al conjunto.

Fríamente, se analiza el trabajo y las averías. Todos ocupan otra vez su lugar: la obra sigue adelante. Los ensayos se reinician. Dos, tres, a veces cuatro meses no son suficientes. Los ensayos se han hecho diarios, pero falta tiempo. Si bien la obra ha adquirido un nuevo brío, hay que postergar la fecha de estreno. Falta todavía. No es esto lo que quería. Bueno, lo es, pero falta. Pero ¿qué? Los actores miran al director. Aparentemente, todos cumplen con su parte. Los vestuarios están listos. Pero ¿qué? Hay que olvidarse de escenografías, utilerías estorbosas, efectos eléctricos. Pero ¿qué? La obra debe representarse allí donde el teatro, ese viejo ritual, sea posible: una plaza, un atrio, un auditorio cualquiera. Pero ¿qué? En cualquier lugar el público es el público y no se le puede dar mocos por babas: ¿cuánto tiempo puede un espectador permanecer impasible ante un acto que reclama su atención cuando éste no tiene ese resplandor, ese no se sabe qué, que poseen los hechos humanos? A solas, el director se pregunta si no sería mejor dedicarse a vender salchipapas, ropa de contrabando, a enseñar, a vivir de las mujeres impunemente, a lo que sea. “¡mejor sería que se lo coman todo y acabemos!” decía Vallejo. Aunque la verdad es que hay algo, muy poco, pero… a ver, otra vez. No. Ya no.

La tensión y el abatimiento hacen su parte. Y el viento sigue soplando, ahora en todas direcciones y en este nuevo caos, todos reclaman su individualidad, su absoluto derecho a rebelarse, a hacer las cosas ya no como se prescriben o, por lo menos, a intentarlo de una manera distinta. Y bien mirado, ¿no era esto lo que se estaba buscando? Perfecto, entonces fijémoslo, hagamos de la tempestad un mejor alimento. Nuevos ensayos, un poco heridos, maltrechos por el mal tiempo, los actores siguen allí: el director no sabe cómo hacen para soportarlo, qué obligación tienen de seguir sus indicaciones. Entonces, a través de la enmarañada relación que ahora domina las circunstancias, la presencia del actor responsable es notable y se puede ver con toda claridad, en hombros de quienes va andando esa cabeza, y quiénes son –ya no brazos o piernas- si no quizá elegante guante, putrefacto calcetín, cuya ausencia nadie extrañaría. Pero no se puede eliminar nada. Todo es necesario ahora y todo es insuficiente: ¡la obra está lista! Solamente falta el público. Ya se le ve: ¡tierra a la vista!...



El Diario de Marka / Publicado el 02 de setiembre de 1985 








EL OTRO PÚBLICO

Por Alberto Mego

Quizá nunca mejor que delante de un espectáculo, el espectador está consigo mismo, en silencio, casi sujeto a su asiento. A pesar de estar acompañado de una veintena o de un ciento de individuos como él, el espectador al entregar sus sentidos a aquello que lo atrae, se libera de sus acondicionamientos y la ilusión que supone la acción dramática lo lleva a los lugares más remotos, a un tiempo ficticio.

Seguramente, las diferencias e implicancias entre ficción y realidad seguirán siendo motivo de intensa discusión en todos los planos. Pero en el teatro fue Bertold Brecht el primero que censuró de modo sistemático las posibilidades del “encantamiento” que puede ejercer el teatro sobre el público. Este importante dramaturgo alemán proponía una actitud fría y objetiva frente a los hechos de la teatralidad: el espectador no debe perder su racionalidad frente a ella, debe tomar distancia, que no caiga en la trampa. Indudablemente más que propuesta, Brecht era una respuesta inteligente en el contexto de una cultura cansada cuyas dos últimas guerras agotaron el esfuerzo de un mayor crecimiento y, por el contario, echaron las raíces de su posterior crisis. Como es natural, el teatro no podía ser una válvula de llantos ni remordimientos.

Pero en estas tierras negadas, donde los límites entre ficción y realidad nunca pudieron demarcarse bien, esa es una discusión estéril. Las mayorías recién empiezan a manifestar su presencia en el espectro nacional y, durante mucho tiempo, para no morir de inanición, han debido “beber de su propio pozo”, sin enterarse de Brecht, o acaso de Stanislawsky. Si la sensibilidad o la conciencia es el objetivo del arte dramático, la cabeza o el corazón, el pensamiento o la pasión, es un entretenimiento de actores ociosos en una realidad donde el teatro ha sido patrimonio de una minoría “culta” y, por lo general, el hombre común y corriente, jamás estuvo frente al telón que los escritores de teatro abren al empezar sus obras, ni bajo el equipo lumínico que con sus “spots” matizan de colores la escena. Mientras los doctores de la actuación, sobre sus mesas, entre el humo de su café, no saben si mejor es el “distanciamiento” o la “memoria emotiva”, si a la italiana o en circular, nuestro espectador simplemente nunca ha visto teatro. El género teatral no ha empezado para él.

Pero en honor a la verdad, convendría decir que ni es tan ignorante nuestro espectador, ni tan erudito el doctor. En realidad, este espectador, casi siempre de origen provinciano, está comunicado a la ficción dramática a través del cine y la televisión que, aunque a veces obstruyen su capacidad de imaginar, formalmente le dan una idea estructurada de la “obra”. Pero lo que constituye una cualidad de este espectador no habituado al teatro, dada su condición social, es su constante necesidad de evocar y reproducir sus arquetipos culturales, aquellos que a pesar de los condicionamientos sociales lo remiten a su primera conciencia del mundo. Esta amplia mayoría de individuos provenientes del Ande, familiarizados al ritual, más que a la obra, al silencio, más que a la palabra, a la acción, más que a la reflexión, enriquecen el acto escénico convirtiéndolo en un verdadero elemento dinámico de la teatralidad.

En el otro extremo, el profesional del teatro puede serlo en la medida que haga del teatro un medio de vida. Para ello debe valerse de los recursos que su oficio le otorga y debe también satisfacer las exigencias del público consumidor que en poco tiempo lo convierten en servil títere, pues este público corresponde a un sector urbano donde el hábito del teatro ha degenerado en una necesidad de calmar las angustias propias de una sociedad en crisis. Si bien le llenan la barriga, la frivolidad y la ramplonería que se le exige terminan por destruir la auténtica vocación del actor. A excepción, claro, de aquellos que se sostienen valiéndose de trabajos ajenos al teatro.

Desde que hace unos quince años, Jorge Acuña, el mimo pintado de blanco, realizara en la Plaza San Martín diversos gestos de la cotidianidad de sus espectadores –transeúntes, puede hablarse entonces de otro público. Sin duda, su acceso al teatro es más fácil, allí el actor exige una mayor responsabilidad y un claro concepto de las diferencias entre un público que asiste al teatro convencional y aquel que se le va a buscar, y se le encuentra haciendo un alto en su lucha por la vida.

Pero más allá de las diferencias espaciales que en realidad no entrañan significación alguna sino cuando derivan de un replanteamiento de la acción dramática en el Perú, la verdadera importancia de los numerosos grupos que después de Acuña han dirigidos sus trabajos a este público, reside en el hallazgo de códigos del lenguaje donde están comprometidos la imagen, el color, el movimiento y el sonido de una manera primigenia y, con un poco de ciencia y otro de paciencia, se auguran como elementos de un teatro peruano del futuro, en el que la vieja tradición teatral europea y norteamericana tiene poco o nada que aportar.





El Diario de Marka /  Publicado el 09 de Setiembre de 1985




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