Hace algunos años escribí este cuento para una niña norteamericana, de origen peruano, que a veces refunfuñaba y quería ser "grande" (y dejaba pasar la grandeza que todos los días tenemos delante).
EL ORO DE AURORA
para
Michelle
Jugando
circunstancialmente con sus muñecas,
una vez una niña
encontró un raro objeto, una especie de piedra plateada que pronto accionó de
casualidad y desde uno de sus lados se escuchó una voz saliendo del objeto, y
poco después un duendecillo feo y un tanto peludo, pero cachetón y risueño,
que le dijo:
-¡Ah, las casualidades!
Pídeme tres deseos y te serán concedidos. ¿Se dice así no?
La niña
primero se asustó, pero como en la televisión -que era su juguete preferido-
había visto historias de monstruos y ninguna de duendecillos, y como además en
el restaurante -donde a veces comía papas fritas y sanguches de carne-
regalaban a los niños
pequeños
muñecos
que hablaban, recuperó el aliento y cerró los ojos diciendo en voz alta:
-Quiero ser grande, y
después quiero ser grande y después quiero ser grande.
Con humos azules y extraños
sonidos que nadie sabía de dónde venían, una extraña magia se operó cerca de
ella. Al poco rato, Aurora -que así se llamaba la niña- se vio convertida en
una adolescente, en una bella adolescente, pero de inmediato pasó a ser una señora,
una señora
gordita, y poco después se convirtió en una anciana con la espalda encorvada,
dificultades para caminar y tosiendo cada vez que respiraba porque el aire ya
no podía entrar por sus obstruidas fosas nasales.
Viéndose pasar de un
momento a otro a tales edades, sin ningún tiempo para disfrutar su niñez
y su juventud, Aurora se llenó de
tristeza porque de pronto fue una anciana en el cuerpo de una niña.
Pero pensó que éste era un juego de su imaginación y se propuso decididamente
volver a ser la niña
de siempre, con sus muñecas,
sus amigos, y sus ganas de vivir todos los días con alegría y confianza.
No le contó nada a su
mamá ni a su papá. Pero ella sabía que desde entonces, a veces de manera
incontrolable, ella podía ser una joven llena de simpatía, una señora
preocupada o una anciana renegona, sobre todo cuando los adultos que la
rodeaban no le hacían caso y se empeñaban en hablar de cosas
incomprensibles o se ocupaban de ellos mismos, encerrados en su silencio,
mirando la televisión o leyendo los periódicos mientras desayunaban. Y era
precisamente en esos momentos de indiferencia cuando ella se convertía en una
señora
gordita, y lo peor de todo, en una anciana que a todo le decía no, no y no, y se proponía llamar la
atención de todos, dando órdenes imposibles de cumplir o reclamando regalos que
no merecía.
En medio de este trance,
lo peor era que cada vez se alejaba más y más de aquello que tanto le gustaba:
jugar con sus amigos, chapotear en la piscina municipal. Ellos, que conocían su
alegría y su generosidad cuando jugaban, notaron el cambio de Aurora porque a
veces sin quererlo, o queriéndolo, se ponía a renegar y renegar contra todos y
contra el mundo que no la comprendía. Los amigos se alejaron de ella, pensaron
que una fuerza inevitable había convertido a Aurora en una anciana con los días
contados.
Naturalmente, esto le
producía profunda zozobra y desesperación. Entonces, cruzaba corriendo el patio
de su casa, buscando el aire fresco y daba vueltas y vueltas hasta que le
pasaba esa penosa sensación de ser una persona muy mayor que pronto podía
morir. Felizmente, al poco rato ella volvía a ser la niña juguetona de siempre y
sus amigos volvían a recibirla con el mismo entusiasmo de siempre.
Pero una vez se la pasó
todo el día refunfuñando,
y aún cuando casi no se acordaba qué había desencadenado su malestar, cruzada
de brazos, caminó y caminó, renegando, de uno a otro lado, sin poder recuperar
su alegría. Su mamá se asustó mucho porque los ojos de su hija perdieron su
brillo habitual, hasta casi lanzarle una mirada blanca. Alarmada, se lo contó
al padre.
El dijo sólo ”es la edad”, y siguió comiendo.
Una mañana,
mientras refunfuñaba
cerca a los juguetes con que hacía tiempo ya no jugaba porque le aburrían, se
encontró otra vez con el duendecillo que le había hecho perder su infancia. Con
su cara de tonto y sus largos bigotes, pero muy risueño, le preguntó:
-¿No querías ser grande?- y
agregó: -Es posible que no te hayas dado cuenta de cuánta juventud y alegría
hay en la naturaleza. Rie la ardilla que encuentra una bellota y la lluvia que
se estrella contra el suelo... Debe ser porque ahora tienes cuatrocientos años,
y por querer ser más grande, no comprendes el oro de tu infancia y dejaste el
tiempo pasar.
Ella lo miró sin decir
nada.
-Mira -le dijo, y le
pidió que extendiera su mano. De pronto, sintió una arena muy fina y reluciente
que el duende volcaba en ella y que no pudo sujetar porque se desbordó en su
pequeña
palma.
-Ese es el tiempo. Acaba
de pasar por tus manos.
Una sombra de pesadumbre
se deslizó en el corazón de Aurora, y efectivamente sintió que ayer nomás había
cumplido cuatrocientos años.
Pero el duende de sus sueños,
levantando su cabeza por la quijada, sonriendo, le dijo:
-Pero cómo todavía no se
han cumplido todos tus deseos, ni todas las obligaciones que cumplen todos los
seres de este mundo, volverás a ser la niña que siempre fuiste. Y
junto a tantas niñas
de tu escuela, y tantos niños
de tu edad y de todas las edades, aprenderás a disfrutar de este momento, y de
la alegría de estar viva.
Así fue como en ese
momento Aurora recuperó su infancia perdida. Y desde entonces procura siempre
sonreirle a la vida. !Smile!
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