EL OFICIO DE VIVIR


El Venegas de Afuera

Por Alberto Mego

De entre los puestos de ambulantes de la Plaza Unión, ahora también amenazados por el desalojo después de más de 20 años haciendo suya la Plaza, sale el “Venegas” inaugurando Lima con sus faros prendidos o apagados, según el caso. Se abre camino por los extramuros de la antigua Lima, cuando todavía las fábricas encontraron terreno muy cerca del centro y se instalaron en la avenida Argentina, avenida industrial, avenida obrera, una de las más importantes de la industria limeña.

Tú caminas eludiendo frazadas, pantalones, pequeños puestos de comida, destapadores, cortaúñas, dientes postizos de plástico, espejos, y lo tomas frente al puente peatonal: “Obreros reposición”, alcanzas a leer antes de subir.

Desde arriba, otros negocios se ven mejor: esnakbares, tiendas de ropa, de zapatos, tiendas, tiendas, tiendas, puras tiendas, especialmente de comida (la gente come, está comiendo siempre). Cláxones infernales, pitos de policías, miles de carros convergiendo en la Plaza 2 de mayo con sus motores belicosos y, en una curva, te das con la avenida Alfonso Ugarte, gris, con sus árboles doliéndose de los enfermos del Instituto de Enfermedades Neoplásicas –así le llaman al cáncer-, de los enfermos del Hospital Loayza, de sus vendedores de antenas, de los pacientes y los impacientes, de los apristas. Y te vas a quedar con un pedazo de la Plaza Bolognesi, con la bandera peruana en el aire, porque el micro rompe con el silencio y la calma, y el Centro Cívico se levantará como un cementerio gris que rápidamente será reemplazado por el Sheraton y la avenida Paseo de la República con sus pordioseros, vendedores, gente que camina y un pequeño verde en las bastas: llamitas de bronce mirando el futuro, un león bostezando y la pantera gruñéndole al monumento de la Plaza Grau donde los autos entran y salen y no sería raro que te tropieces con uno o dos carros funerarios que inocentemente vienen del Hospital Obrero, el Policlínico o la Morgue, para desplazarse bajo los altos edificios de Lima, los carteles de publicidad, los corralones, las barriadas, el humo y la fe de las mujeres humildes, buscando dónde entregar un cadáver.

Cientos de autos a tu alrededor. Semáforo: rojo ámbar verde. Desde otro micro, un pasajero con un ojo parchado, te mira con el ojo bueno mientras se suena los mocos. El público de los charlatanes de la avenida Grau llamará tu atención, la desocupación se entretiene. Los puestos de frutas en las esquinas trajinadas por enfermos, por visitantes, por obreros y niños, provocarán ser saqueadas. “Pum, pum, pum y ¡ya!, una manzana para mi, agarra esa naranja,  llévate esa piña, llévense toda la fruta, una para cada peatón”. Pero la dueña del puesto está durmiendo  mientras tú sigues viajando por los negocios de repuestos, de fierros, de llantas, antes de voltear metiéndote con todas sus marcas hasta el antiguo barrio de La Victoria, barrio de Asistencia Pública, de fútbol, de broncas, de putas y achorados, gente humilde de casas pequeñas, barrio sin edificios importantes, a excepción de las moles tugurizadas de “El Porvenir” donde el silencio consigue decir algunos gemidos y la ropa se tiende en las ventanas. Los negocios mayoristas se abren por las calles hundidas hasta multiplicarse en La Parada, organización desorganizada del espacio, con segundo piso sobre el cartón y miles de compradores, cientos de vendedores y unos cuantos (por decir lo menos) malandrines. Locos durmiendo sobre la basura amontonada que también sirve de pequeños cerros a los niños, mendigos de todas las provincias,  provincias del Perú. La avenida Aviación siempre anegada, un olor pestilente permanentemente despierta a los pasajeros que se quedaron dormidos: se ha llegado a La Parada. Camiones, planchadores al paso y al vuelo porque se arranchan el trabajo. Mecánicos engrasados que trabajan de siempre a  siempre. La piel se les ha curtido.

Después, la pista es libre, avenida industrial, Nicolás Arriola: Atlas Copco, SKF, Cosapi, Kodak, diseños modernos, árboles, hombres con maletines, gente limpia, impecable en el antiguo extramuro de las áreas pudientes. Y también “El Escarabajo”, salón de baile. El rostro oscuro de los peatones y de los pasajeros cambia a veces: sube y baja otra gente, más “decente”, como dicen los limeños. La avenida Javier Prado, con autos raudos y precisos, elegantes o simples pero siempre vistosos, a veces de sirenas musicales y hermosas mujeres a cargo del volante. Las casas son casas y los negocios son negocios: oficinas en altos edificios. Aparece el verde, casas adornadas de jardines, avenida Parque del Palomar y miras arriba y no hay palomas, pero sí techos a doble agua que aunque no sirven para las lluvias pueden servir para volar. Vidrio. Rejas coloniales, ruedas de carretas. Reminiscencias coloniales para mejor subrayar su concepción de la vida.

Y no estás aún muy satisfecho con las imágenes cuando entras a la avenida Panamericana, después de los numerosos negocios de alambres, de tubos, de máquinas, entras a Surquillo, antiguo también, donde la pobreza vuelve a mirarte con lentes espejo, los niños jugando con tierra y en los paraderos la gente esperando un trabajo. Los rostros son turbios y la cólera en la punta de la lengua, ambulantes, calles pequeñas, casas estrechas, la pobreza escondida tras las avenidas principales. Y es largo el camino si la gente no ríe como sí ríen en los jirones apacibles de Miraflores, cielo claro, aire limpio y silencio que oculta el miedo a los “cholos” que avanzan: varias líneas de microbuses atraviesan las calles de Miraflores para malestar infinito de viejos miraflorinos que no pudieron irse más lejos de la chusma. Por las ventanas de los micros se les ve masticando pollos, salchipapas, pizzas, en los restaurantes.

Y llegas a Barranco, en el mismo piso, casi directamente, como una continuación, rancio y solitario, barrio de artistas y patinadores de rogger boggie. El Centro Cívico, pequeña área verde donde antes funcionaba el Zoológico y ahora residencia dominical de provincianos. Árboles inmensos que te abrazan con su antiguedad, viejas casonas trabajadas con las manos, de madera noble y barrio ordinario, con las manos de los más humildes, como todas las demás casas que quisieras envidiar a plenitud si los empujones de los pasajeros te dejaran y si el micro no comenzara a entrar ya a Surco, donde la tierra le va ganando al cemento apenas puesto en algunas casas modernas y en pistas a cuyas orillas nació la vecindad, antiguamente dedicada al trabajo de las chacras  y campiñas, pero ahora agonizando como tú en el polvo y ante los pueblos jóvenes que se alzan prendidos de los cerros de Villa María, al fondo, cuando ya no quedan rejas coloniales, ni autos brillantes, ni alegría, ni sueños, porque hay que trabajar y para trabajar hay que morder el polvo amargo de ser obrero, campesino, empleado o desempleado, y tú te quieres bajar porque ya no aguantas más tanta diferencia, hasta en las calles, pero nada vas a resolver hasta que te mires de frente y comprendas que la mejor forma de ser peruano es saberse capaz de sacudirse las pulgas.


                       Publicado en la Revista de Marka,  03 de Julio de1981, Lima -Perú

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