¿DE QUÉ SE RÍEN LOS CUERVOS? Capítulo 5




EDICIONES COLECTIVO VALLEJO

LIMA 2005 



Capítulo 5
     EL TIO SIGUIO LLENANDO LA MESA con botellas de cerveza pero Maggie hizo una señal dando por terminada la reunión, y me despedí pensando que al día siguiente debía ir temprano a buscar un "tajo", como llaman los españoles al trabajo.
     No se cuánto tiempo pasé tumbado en la cama, desnudo, con la luz apagada, tratando de sacar mis pensamientos del más completo desorden. Los pies descalzos de Maggie bajo la mesa perturbaban mi sueño. Tenía razón el tío Abel: ¿con qué seguridad podía estar en contra del país que acogía a tantos peruanos, que les ofrecía la comodidad de sus sueños? La sinuosa complicidad de Maggie me llenaba de una confianza desconcertante.
    Salí al baño. A esa hora era difícil que me cruzara con alguien, además la audacia que nos da el licor no tiene límites, aunque sea una audacia de tercera categoría. Escuché unos ronquidos al pasar por la puerta de los Ramírez, supuse que ya estaban dormidos. Me lavé la cara y los dientes, pensando de nuevo en los pies traviesos de Maggie. Al salir, en medio de la oscuridad, una sombra dio un traspié. Sentí un escalofrío, pero no dije nada, y traté de saber quién era. En ropa de cama, Maggie suspiró profundamente, mientras se apoyaba en la pared. Me hice a un lado para que pasara, suponiendo que entraría al baño, pero ella tomó mi mano y, sin decir nada, la puso sobre su pecho. Abrazados, caímos sobre la alfombra.
     Viviría en ese mundo lo que el amor de Maggie lo permitiera: lo supe mejor esa noche. Trajinamos con ansiedad el amor prohibido, entre estertores que pudieron echar abajo la vieja casa, si no hubieran estado todos dormidos, o muertos. Al día siguiente, en la mesa, delante del tío Abel, desayunamos con la misma discreta distancia a que estábamos acostumbrados. Maggie me miró de reojo, mientras alentaba con monosílabos las críticas que todavía salpicaban en la memoria de su marido por mis opiniones sobre Estados Unidos. Pícara y risueña, salió en defensa del tío Abel.
     El tío volvió a hacer la defensa del libre mercado, donde todo el mundo es libre de optar si quiere trabajar, si no, tiene la libertad de irse.
     -La historia de este país es la de sus satrapías, de sus guerras abusivas, de sus invasiones y genocidios -dije.
     -Las puertas están abiertas, Raúl –dijo ella.
    -De acuerdo– dije, seriamente-. Si no me gusta el país, claro, debo irme.
     El tío tosió nerviosamente. El rostro nacarado de Maggie se contrajo, luego corrió hacia su cuarto. El tío ocultó la mirada con una mano en la frente.
     Al calor de otro viernes y otro vino, nuevas conversaciones acabaron en el mismo tema. Y otra vez Maggie posaba sus pies descalzos en los míos y volvíamos a la misma pasión. Pero la comunicación entre ellos mejoró notablemente, andaban risueños y tomados de la mano, como dos adolescentes. Yo los miraba sin reclamar la parte que me tocaba de ese amor rejuvenecido.
     Solo en mi cuarto, me preguntaba qué estaba pasando conmigo. Un amor apasionado instalado en el centro de mi vida me ponía al borde del barranco. Con uno o dos golpes en la puerta o simplemente sin tocar, Maggie entraba radiante a mi cuarto, buscaba algún jazz en mi pequeño radio, y a la escasa luz de mi lámpara, hacíamos el amor. Después, solo otra vez, me preguntaba si era amor lo que hacíamos.
     Conocí a Jhonny en la esquina de los fumadores del Giant. Era latino hijo de americano. Cuando Jhonny se enteró que venía de trabajar en el Burger King, mientras conversaba con Gregorio y otros, pegó tal carcajada que todos lo quedamos mirando.
     -¡Allí trabajan los esclavos!- dijo riendo, en buen español-. !Ven a trabajar al Giantbrother!
     Entré a trabajar al Giant después de una breve conversación con el general manager del supermercado, un gordo parecido a Santa Claus pero afeitado. Por la manera de mirarme deduje al momento que era homosexual. Llené la hoja de aplicación, ensayé algunas palabras en mi precario inglés y me indicó cuál era mi puesto, presentándome a Robin, la manager de la cocina.
     Todos los días muy temprano debía sacar de la heladera unos doscientos pollos, lavarlos concienzudamente -ya venían destripados-, atravesarlos con unos sables, y ponerlos a la braza en el horno microondas. Exactamente en diez minutos un pito estridente avisaba que era el momento de cortarlos en mitades y ponerlos en estuches de plástico, etiquetarlos y exponerlos en la vitrina de los chicken. Era el trabajo menos cotizado entre los gringos de la cocina."Chickenman, chickenman" me decían entre risas. También empaquetaba unos sandwichs del tamaño de una caja de zapatos, el desayuno o el almuerzo favorito de cientos de clientes que se sentaban en las mesas de la cocina.
     Había bolivianos, argentinos, varios norteamericanos, en la cocina del Giant. Dos bellas señoronas se permitían algunas sonrisas cuando atendían al público, otras veces estaban tan deprimidas que nadie se les acercaba. Robin, la pequeña gringa con cuerpo de atleta, en una clara oración en español pronto logró decirme:
     -Quiero aprender español. Raúl, tú vas a ser mi teacher.
     Yo le dije yes, very good. A los pocos días trajo su diccionario English-Spanish, y a la par que me daba instrucciones para el trabajo del día, yo aprendía cómo se decía queso, jamonada, hamburguesa, papel plástico, pollos al horno, hasta mañana, baby.
     Me reunía en los breaks con los amigos para fumarnos el tiempo libre o comer los sandwichsde carne congelada que nos preparábamos especialmente. Las ocho horas pasaban mejor en elGiant que en el Burger, no me vigilaban si comía un queso o si me perdía un rato en el almacén para beber un vaso de vino de alguna botella inocente y medio abierta que otro obrero comenzó a beber a la salud de los trabajadores latinos.
     Por la tarde, volvía a mi cuarto, y encontraba al tío Abel sentado en la cocina, tomando una cerveza, mirando a la nada, sin un periódico en la mano ni un libro, solo, concentrado en el vacío. Otras veces compartía con Maggie el mismo silencio. El sordo sonido de la calefacción era lo único que se escuchaba entre los dos. Hasta que reparaban en mi presencia. Entonces Maggie encendía una conversación amena y yo procuraba ser amable, y participaba en el teatro sin conocer muy bien cuál era mi papel.
     Una tarde escuché que discutían afuera, eran ellos. No alcancé a oír lo que decían, pero era evidente que ella lloraba, y le replicaba algo. Me sentí lleno de miseria y al poco rato tomé resueltamente la bicicleta. Ya estaba lejos de la casa cuando reparé que estaba olvidando el casco reglamentario, pero... ¿qué cabeza quería proteger? No paré sino después de recorrer a toda velocidad los diez kilómetros que me acercaban a Franconia Springfield Metro Station. Hundido en las calles de Washington, solo miraba el tráfico de los autos en los lentes ahumados de sus ciudadanos.
     Pasaron algunas semanas. Un día encontré un televisor en la puerta de mi habitación. Maggie me dijo que el tío Abel lo había puesto allí porque compraron otro. “¿No lo quieres tú?”  No contesté, metí el televisor, pero volví a salir y decidí no volver nunca más a la casa. Unos minutos más tarde volvía para ducharme y salía nuevamente para ir a Washington en el metro y mirar a los pasajeros ensimismados, peleando con sus pequeñas computadoras de bolsillo, sacando cuentas, o concentrados en la música de sus auriculares, serios, de piedra, muertos. Luego eran vomitados al mismo tiempo, automáticamente, al abrirse las decenas de puertas de los vagones, y salían apurados a sus destinos: el estacionamiento. Después, con sus autos tomaban las pistas y quién sabe cuál era el final de sus días.
     En los límites de Arligton queda Pentagon City, una ciudadela militar dentro de la ciudad, el centro neurálgico del mando político de  USA. A poca distancia queda la Casa Blanca y el Senado, dos edificios emblemáticos, apenas separados por el National Mall, una amplia y despejada avenida. Estos serían los primeros blancos de una bomba nuclear, si acaso estaba lista a dispararse una en esta zona altamente política. Sus ciudadanos iban a toda prisa a sus trabajos o deambulaban en los markets, comprando y comprando.
     Yo me perdía casi todas las tardes en la muchedumbre de pasajeros del metro, en las calles de la ciudad, en las vitrinas interminables de los museos del National Mall: no bastaba una tarde ni dos para ver el patrimonio de la humanidad en todas sus expresiones cuya custodia se atribuían los americanos. En el Kennedy Center todas las noches una agrupación cultural de cualquier parte del mundo era contratada para ofrecer su espectáculo con entrada libre. Vagabundeaba por los edificios públicos desde donde se imponían los planes de trascendencia mundial y el orden que demandaba el capital financiero a los países pobres. Afuera, la agitación de las almas penaba en silencio el traqueteo de la ciudad más importante del mundo. Después, recogía mi bicicleta de la estación y regresaba cansado a casa, empapado por la lluvia torrencial del verano.
    
     Tampoco ese viernes, los amigos del Giant tomarían conmigo el vino que tenía en la mochila. Me duraría una semana si lo llevaba a mi cuarto. Al llegar, encontré a los Ramírez charlando alegremente en la cocina. El tío Abel contaba algo que destornillaba de risa a Maggie.
     -Siéntate Raúl. ¿No quieres comer con nosotros? -preguntó el tío.
     -Ah, estamos de mantel largo, qué bien huele -dije.
     -He cocinado una pizza, siéntate -agregó Maggie, sonriendo.
     -¿Cocinado?- preguntó irónico el tío Abel-. Es una pizza del Giant. La ha metido al microondas y a eso le llama cocinar.
     -Bueno, yo les invito el vino.
     Maggie llenó con su simpatía la mesa, y la charla del tío Abel fue más llevadera. Habló de la dificultad que había tenido con una herramienta en Manassas mientras arreglaba una máquina. El tío era un hombre laborioso, dedicado a su trabajo y a su casa, llevaba al cine a su mujer, a veces iba solo, y le contaba la película. Era un marido ejemplar, aunque fuera indiferente al país que habíamos dejado atrás: las noticias de la creciente oposición a la dictadura de Fujimori iban en aumento. Incluso organizaciones americanas de derechos humanos denunciaban las matanzas que se perpetraron contra hombres sencillos del campesinado. Los muertos descubiertos en fosas comunes, cuyos cráneos perforados delataban los juicios sumarios de una fuerza armada entrenada en el odio, en la discriminación, en una abusiva superioridad. Pueblos enteros desaparecieron. Aunque las pruebas eran indiscutibles, los militares lo negaban todo.  El Juzgado Militar, nombrado por Fujimori, designaba a otros militares para juzgar a los responsables. No era raro que se empantanaran los casos en formalismos, que se encarpetaran los testimonios, y apenas se amonestara a criminales que habían jefaturado los genocidios y a quienes finalmente se les amnistiaban. Durante tanto tiempo se había ocultado la información. Los medios de comunicación, adictos al gobierno, sazonaban con programas de farándula las heridas abiertas en el corazón del pueblo.
     A los jóvenes se les contaba la verdad de los vencedores, y se les imponía el sueño del éxito individual. En las escuelas, en los institutos, en las universidades, procuraron convencerlos de la crueldad de los rebeldes, y en la bondad de los “salvadores de la patria”. Pero las tumbas clandestinas aparecían unas detrás de otras. La opinión pública, nacional e internacional, conocía por fin la complejidad del conflicto interno vivido en el Perú y demandaba profunda investigación de la verdad.
     Mientras tanto, bajo estricto control militar, miles de hombres y mujeres padecían las inclemencias carcelarias más duras de la historia de cualquier país, acusados de “terroristas”. Apartados absolutamente del mundo, habían sido juzgados por jueces militares sin rostro, como en la Inquisición y condenados en la mayoría de los casos a cadena perpetua por haberse atrevido a levantarse contra el Estado.
     Los reclamos por justicia y reconciliación nacional crecían día a día. La población estaba convencida que las próximas elecciones tenían el claro propósito de mantener atenazada la verdad y en el poder la corrupción generalizada no menos de cinco años más, en otro periodo presidencial.
     Desencantados, miles de peruanos abandonaban a diario el país para realizar los trabajos más precarios en las ciudades de Europa o USA, a pesar de que poseían títulos y experiencias en sus respectivas especialidades.
     -Necesitas una mujer- dijo el tío Abel, como conclusión a mis palabras, con su vaso de vino en alto.
     Los platos que lavaba Maggie casi se le caen de la mano.
     -Eso es lo que yo le digo- tartamudeó.
     Sonreí amargamente. Logré contener el vómito, aunque el vino insistía en lo contrario. En ese momento no supe si irme de la casa esa misma noche, o esperar algún acontecimiento que explotara como una bomba en la vida de los Ramírez, con un estallido que alcanzara el santuario erótico de Davy, el mío y hasta el aposento de la anciana que desde el sótano estacionado en el tiempo una tarde me vio haciéndole el amor a Maggie en la escalera.
     ¡Claro que necesitaba una compañera a mi lado! Pero la vida social entre los latinos es escasa. Los peruanos se reúnen eventualmente en algún sótano para celebrar un cumpleaños y beber cerveza peruana enlatada, mientras escuchan a bajo volumen -porque la policía puede intervenir- canciones de Lucha Reyes, saborean un chocolate Sublime y extrañan juntos el país. Deslumbrados por el poder de USA, como cualquier ciudadano americano, no tienen tiempo,work and work. ¿Hasta cuándo miraría la miserable vida de los latinos sin pegar un buen grito? ¿Me detenía la cómoda situación de esa maldita casa embrujada y el amor traicionero de Maggie? ¿Por qué no regresaba a mi país de una vez por todas? Con mi dedo entintado y mi voto ciudadano quizá podía evitar que el japonés se reeligiera. Por lo menos debía pensar en irme de esta casa, aunque por el resto de mi vida arrastrara por las calles lluviosas de Fairfax la ilusión que Maggie sembró en mi corazón cuando me propuso irse conmigo a España, a algún otro planeta. Algo de su sonrisa alentaba esa idea. Es cierto que necesitaba una compañera, confieso que en la vida he podido hacer algo inteligente y atinado solamente con el aliento de una mujer.
     Jhonny me invitó a su casa un viernes por la noche, y allí fui a parar con mi botellón de vino californiano, después de perderme con mi bicicleta en ese barrio desconocido. No estaba lejos de mi casa, pero tuve que dar cien vueltas para llegar, sudando a pesar de la llovizna. Eran casi las once cuando llegué, creyendo que quizá ya había acabado la reunión. Pero por las ventanas se escuchaba música, gente. Jhonny me dio una alborotada bienvenida, presentándome a sus amigos que sólo hablaban inglés. Un filipino se alegró de practicar su español conmigo, me explicó que en un tiempo remoto su país había sido colonia de España, que Santa Rosa de Lima también se flagelaba en Filipinas y les hacía milagros a las solteronas. Me esforcé por hablar en inglés con los amigos de Jhonny, quienes también se esforzaban por decir alguna palabrita española, mientras todos compartíamos la noche, los whiskys, la cerveza que corría en abundancia, como la cocaína y la marihuana.
     A cierta altura de los tragos, alguien propuso componer esa misma noche una canción suficientemente cargada de poesía que con sus guitarras eléctricas violentara con toda energía alguna estación subterránea del metro. Otros, a la escasa luz del sótano, celebraban una buena partida de ajedrez, otros bailaban o intercambiaban en los pasillos sus pensamientos fundamentales. Estuve en uno y otro ambiente, con un vino en la mano, pensando que otro amigo del Giant podía aparecer en cualquier momento. Jhonny, que charlaba con los amigos en uno de los ambientes llenos de gente y humo, vino a mi encuentro junto a Geraldine.
     -Qué haces aquí, peruano- me dijo ella en perfecto castellano, después de mirarme de pies a cabeza.
     Geraldine no era una gringa como las que hasta ahora había conocido.
     -Hola, hablas bien el spanich.
     -Soy boliviana. Bueno, mi madre es boliviana. Yo nací aquí- dijo, dándole una última pitada a su hierba.
     Con su mirada escrutadora, Geraldine atravesó todas mis neuronas. Era una flaca inteligente, aunque después me di cuenta que en este mundo no había lugar para su talento. Algo conocía de la situación, tenía noticias del conflicto interno vivido en el Perú. Conversamos.
     -Estados Unidos es un país de mierda. ¿Sabes qué herencia recibiré de mis padres? Una casa como esta, igual, poco más grande, poco más chica, también puedo comprarme una, allí descansaré después del trabajo, rodeada de modernos aparatos eléctricos. Pasarán los años, y ¡al asilo! Allí terminan tus padres, después te los entregan en una cajita llena de ceniza. Ese es el sistema. Mientras estás vivo tienes todas las comodidades, la tarjeta de crédito, el social security. No tengo que mandar dinero a Bolivia, como ha hecho mi madre toda su vida. Elmarketing tenía sentido para ella, no lo tiene para mí.
     Nos reunimos todos en una misma habitación. Algunos se tumbaron en la alfombra y sólo miraban a los demás, abrazados de un almohadón, con los ojos cristalizados. Con Geraldine, Jhonny y unos cuantos más, nos pusimos a cantar canciones de los Beatles, abrazados y en círculo. Geraldine se puso a mi lado y, mientras yo miraba su perfil trajinado, balbuceó algunos coros. Nuevos invitados llegaron. Se quejaron porque ya no había estacionamiento para sus autos. Como todos los saludaban efusivamente, nunca supe si se trataba del cumpleaños de Jhonny o de Geraldine, o era una simple reunión de viernes que yo me había perdido tantos viernes. Alguien pasó la voz, y Geraldine me dió una señal. Salimos todos afuera.
     -¿Vamos en el tuyo o en el mío?- le preguntó Geraldine a Jhonny delante de los autos.
     Subimos al auto de Geraldine, un auto de diseño muy moderno y descapotado. Jhonny me dijo que nos íbamos al Yertderd, en Washington. Todos tomaron también sus autos, sus motos, como si montaran caballos y fueran cow boys pisaron el acelerador y salimos disparados a la 66 roud que nos comunicaba más rápidamente al Midway donde quedaba el Yertderd, en un sótano del 25 Street y Massachusetts.
     En el Yertderd todo era humo, no había asientos, todos de pie conversaban entre la música y las drogas. La muchedumbre apiñada, bailaba, hablaba, reía, todo a la vez: era el corazón de Washington donde los jóvenes de todas las edades y patrias reunidos en la música echaban abajo el sueño americano que sus padres habían sembrado en sus ilusiones.
     -Esta es nuestra diversión favorita, pisar a fondo el acelerador. Hoy tuvimos suerte, no nos detuvieron. La aventura completa consiste en saber si podemos echarnos una hierba, algunos vinos, y ver si el largo brazo de la Ley nos alcanza y nos condena a ser regenerados. Mira, mi carnet de regenerada.
     Geraldine me enseñó un documento. Estaba regenerada de alcoholismo.
     -Quiero ir a Bolivia otra vez, cuando muera mi madre, o la llevaré a morir allá, no sé. Qué bello es ese país, y su gente. Mira toda la mierda que tenemos que tragarnos aquí. Los jóvenes sólo tenemos el pasado por delante, no tenemos otra cosa más que repetir el mismo camino de nuestros padres. ¿Sabes cuál es nuestro principal tema de conversación? Mecánica, mecánica de autos o motocicletas. Y coca, claro.
     Llegué a mi casa casi al amanecer. Geraldine me dejó en la puerta. No pude dormir. Me revolvía en la cama pensando. Tenía que hablar con Maggie, en el Giant conocí a otros peruanos que alquilaban cuartos, o que sabían dónde los alquilaban a precios razonables: había decidido irme. Y charlando con Geraldine terminé de convencerme que por trabajo no hay que preocuparse en USA, siempre hay un aro encendido esperando por los latinos, si quieren dólares y más dólares sólo tienen que saltarlo.
     Los viernes por las noches volvía a casa de Jhonny,  escuchaba música, bebía, alguien tocaba la guitarra, cantaba, nos reíamos. Recordábamos los grupos de rock más populares de otros tiempos, y a los hipies que les heredaron la hierba. A muchos les sorprendía que conociera su música.
     -Es la música que se escucha todos los días en mi país- les conté.
     Geraldine dijo:
     -If the latin people, do not work one whole day... the most power full country in the world would stop... the sistem would stop... (Si los latinos paran, no trabajan un día, se detiene el país más poderoso del mundo, se detiene el sistema).
     Ciertamente, por lo menos en esta zona altamente política y residencial, la mayoría de servicios, de trabajos manuales están a cargo de latinos.
     -The American Proletariat is latin- agregó Mark.
     Mark era un alemán que me preguntó si conocía la Hammer y Litle River, una esquina donde todas las mañanas muy temprano hay una silenciosa movilización de latinos. Geraldine traducía. Desde la madrugada, latinos de todas las procedencias se reúnen en el estacionamiento del Seven Eleven, un café al paso donde camiones de todo tipo recogen ilegales para el trabajo a destajo. Ese viernes Geraldine me dijo:
     -Si quieres te llevo mañana mismo.
     Pero mañana mismo tenía que cumplir con los pollos del Giant, y tenía que hablar con Maggie cuanto antes. Habían pasado varios días y no la veía ni en el desayuno, debía definir algunas cosas mirándola a los ojos. Al día siguiente encontré una nota sobre mi almohada, escrita con mano turbada: "No creo que puedas entender esta situación, te prometo que hablaremos con toda sinceridad, sé que quieres irte, pero quiero que sepas que ha ocurrido algo extraño en mi vida: me he enamorado por primera vez. Hablaremos". El corazón me dio un salto, no porque no amara ya a esa mujer extraña de largos cabellos, que perturbaba mi cama y mis sentimientos, sino porque no sabía que los besos que me daba por asalto le salían del alma.
     Geraldine trabajaba en una oficina, pasaba buena parte del día delante de una computadora haciendo montajes y diseños, y la otra parte fumando. Era evidente lo ansiosa que la ponía su trabajo. Sin embargo, en su cabeza de pelo corto, en sus ojeras de insomnios voluntarios e involuntarios, algún acento varonil la salvaba de todos los feminismos, pero reprimía su espíritu, con sus groserías mal pronunciadas en español entre pitada y pitada. Cómo son las cosas, le dije, la cocaína viene del Perú, de Bolivia, principalmente. Es la mercancía más cara del mundo y se elabora con la hoja sagrada de los incas.
     Le pedí que me lleve al Seven Eleven. Cuando llegamos, Geraldine exclamó:
     -¡Ea, Raúl, listo para el yugo!
     Bajé del auto y nos despedimos. Eran las seis de la mañana, podía volver al Giant si no encontraba nada allí. La esquina del Seven Eleven estaba llena de hombres de todas las edades, algunos muy jóvenes, sentados al filo del sardinel, a la sombra de los árboles que ornamentaban la pista, parados, en cuclillas, esperando en el estacionamiento. Algunos tomaban café en vasos descartables reunidos en pequeños grupos. Pronto llegarían los camiones, las camionetas. Entré al café del Seven Eleven y me serví también un café. Pagué, reparé en los rostros tensos, maltratados y eufóricos de los trabajadores.
     La mayoría eran centroamericanos. En esta esquina había pocos latinos del sur, aunque se decía que en todos los condados, en otras esquinas del Seven Eleven también habían sudamericanos, españoles, europeos, de acuerdo al Estado y a la demanda de mano de obra. Aquí estaban los trabajadores multiuso, los buenos para todo. Eran salvadoreños, guatemaltecos, nicaragüenses, hondureños. Campesinos, obreros, desplazados por las guerras que se vivieron en estos países en los años 80. Los que no cayeron en los genocidios y redadas paramilitares, los que no fueron encarcelados o desaparecidos, tuvieron que huir del país, refugiarse en otro. Casualidad de casualidades, el  Congreso norteamericano promulgó una ley de protección a los inmigrantes provenientes de Centroamérica. Esa ley garantizaba mano de obra barata para esta zona. En poco tiempo el lugar se llenó de miles de centroamericanos. Algunos eran efectivamente asilados políticos, pero muchos más eran los que llegaban por el río Bravo, después de un viaje increíble a través del desierto, cruzando frontera tras frontera, temerariamente. Indocumentados, todos los días se paraban a esperar los camiones, se acomodaban bajo sus tolderas y marchaban a alguna obra, agrícola o de construcción, como eventuales, en algún punto lejano del mismo Estado o de otros. Bajo el sol ardiente del verano se partían el alma por unos dólares, luego los devolvían a la misma esquina. Se pagaba por hora, y tan pronto podría haber trabajo, los trabajos más duros, los más absurdos, o nada, pero no habían descuentos ni impuestos, ni seguro ni tarjeta de crédito. Espera y charla, trabajo, eso sí. Este era el tajo del destajo.
     Vivían cerca, en un conjunto de pequeños departamentos donde alquilaban cuartos que compartían entre cuatro o cinco. Cada uno pagaba cien dólares al mes. Si eran más podían alquilar una sala y pagaban cincuenta, aunque tenían que dormir en el suelo o en un sofá y soñar el mismo sueño americano. Así sí se podía ahorrar, enviar dinero a los familiares, pasarla mejor mientras subían los escalones del progreso. Aunque muchos eran analfabetos, tenían ventajas si aprendían a hablar en inglés.
     Dos mexicanos me dieron la bienvenida y me contaron las faenas que habían tenido hasta el día anterior. Volvían a la esquina después de trabajar en un edificio, pintando, más de quince días. Así entré yo también al ejército industrial de reserva del imperio, afanoso como todos los demás por emplearme en el azar de las oportunidades. Súbitamente un auto se detuvo junto a nosotros. El chofer, otro centroamericano, sacando la cabeza por la ventana, gritó:
     -¡Hey! ¡Necesito tres! Se paga diez la hora. Es en Chantilly.
     -¿Para qué?- preguntó uno de los mexicanos.
     -Gardens. Dos o tres semanas. ¿Hablan inglés?
     Yes! Subí al auto con los mexicanos. Decidí en ese instante salir del Giant. Sólo me faltaba salir de la casa que me estrujaba el corazón.
         
     El primer día de mi trabajo en Chantilly regresé a la casa muerto de cansancio. La jardinería era tan grande como una urbanización, como una enorme factoría donde sembrábamos flores, las regábamos, las cuidábamos y les dábamos sus alimentos, sus tónicos, sus colorantes, con todo el primor que nos permitía la correa que manejaba una gringa espantosa quien aceleraba nuestro trabajo de acuerdo a la hora: hacia el mediodía, rápido; después del break, más rápido. El dueño de la jardinería era idéntico a Popeye y con su cigarro en la boca y el ojo guiñado nos cantaba al oído I like to be in América, sonriendo mientras vigilaba en persona el trabajo.
     De retorno en la casa, encontré a Maggie en la cocina. Se acercó a mi, tomó mi mano y me dijo:
     -No te vayas.
     -Estuve en el Seven Eleven, encontré trabajo en una jardinería. Espero que el Giant me pague la última semana.
     Los ojos se le llenaron de lágrimas. Quise abrazarla, pero me dio a entender que el tío estaba allí. Por un momento, quedé solo en la cocina. Abrí el refrigerador y del rincón que me correspondía tomé una cerveza. Pensé en el mundo de trabajadores que había descubierto. Por su condición de ilegales eran los más hostilizados por la policía. Pero también eran los más tenaces. El optimismo que se respiraba en esa esquina me daba aliento para resolver mis problemas. Por las diez horas ininterrumpidas que trabajé el primer día, Popeye me dió cien dólares y sería igual los próximos días: si me mandaba mudar, pronto me liberaría de los 400 que debía pagarle puntualmente a Juanita.
     Al poco rato apareció Maggie seguida del tío. Estaban muy serios, se sentaron conmigo a la mesa. El tío Abel también tomó una cerveza.
     -Es una absoluta necedad dejar el Giant, Raúl -me dijo.
     Lo escuché perplejo, mientras miraba a Maggie. ¿Por qué tenía que haber ido a decírselo?
     -No te aproveches de tu buena suerte. Tu futuro está asegurado en el Giant, hasta que te jubiles si quieres. ¿Sabes que con tu carnet de trabajo ahora mismo podrías comprarte al crédito un auto del año? No sabes qué significa trabajar para una empresa americana.
     Un tanto abochornado por la situación, volví a mirar a Maggie, esperando que dijera algo a mi favor.
     -No entiendo por qué prefieres trabajar con los migrantes más sospechosos y peligrosos de Estados Unidos, ese es el mercado negro de los trabajadores, los esclavos, con ellos algunos empresarios le sacan la vuelta al Estado con los impuestos- dijo Maggie.
     -¿No sabes que allí hay redadas? Si te detienen, te devuelven de inmediato al Perú -terció el tío.
     Volqué todo el contenido de la botella en mi vaso, y les dije:
     -Mi meta no es quedarme aquí.
     Los dos se miraron en silencio. Percibí que algo cambió en sus tonos.
     -Los casos más sonados de crímenes entre latinos vienen de allí, Raúl- susurró Maggie.
     -Y trabajar en el Giant es el sueño de muchos indocumentados -dijo el tío Abel con la suficiencia que ya le conocía.
     Pero además me preguntó con una ironía que tintineó en mis oídos:
     -¿Y con ese sueldo eventual vas a mantener a tu mujer?
     Y miró seriamente a Maggie.
     En ese momento tuve la certidumbre que el tío Abel estaba al tanto de la infidelidad de su mujer. Que nos dejaba hacer, por no sé qué diantre de conveniencia. Que estaba por encima de lealtades emocionales porque en este libre mercado los dólares lo habían convencido que todo se compra y todo se vende. ¿Cuánto cuesta el cariño en esta sociedad? Y no porque nos haya descubierto en la cama o pillado con los pies descalzos bajo la mesa, sino porque el perfil de su mujer era elocuente y todo había terminado entre ellos hace tiempo, quizá meses atrás, desde el mismo día que llegué con mi chompa de alpaca a distraer el vacío que la vida en Estados Unidos les sembraba en el pecho.
     La situación cambió en una dirección inesperada. Con anticipación y una media sonrisa, poco después el tío Abel dijo que me esperaban el viernes con un vino californiano que "quiero que pruebes". Esa noche, delante de su marido, Maggie se mostró muy locuaz conmigo, salimos almarket con la venia del tío. Tomamos su auto y volvimos risueños con otra botella de vino. Ella le dio un beso en la mejilla al tío que nos esperaba sentado en la cocina, y encendió el equipo de música que trasladó allí. Tan pronto terminó la charla, entré a mi cuarto, pero poco más tarde me llamó Maggie y cenamos lo que, entre broma y broma días atrás me había prometido: arroz con pato, papa a la huancaina, mientras escuchábamos huainos peruanos a bajo volumen para no molestar el sueño insomne del tío.
     El domingo siguiente el tío Abel se puso sus zapatillas, un pantalón deportivo y tocó mi puerta para pedirme que lo acompañe a caminar por Burque Lake, un bello lago flanqueado de altos pinos que quedaba cerca de la casa. No percibí ninguna otra intención en sus palabras y acepté.
     -¿Sabes cómo conocí a Maggie? -me preguntó en un descanso de nuestra caminata.
     -No- le dije, sentándome en un tronco derribado en el camino.
     -Yo era amigo de uno de sus hermanos. Su permiso de estadía estaba por vencerse. Un día apareció en mi cuarto con su equipaje. “He decidido no volver al Perú”, me dijo. “¿Puedes hospedarme por unos días, Abel?”
     Recordó con simpatía que los días fueron pasando, y fue instalándose en su cuarto, y en su corazón.
     -Es una mujer bella, ingeniosa y fiel- dijo, con un tono irónico que me hizo suponer que a escondidas estaba afilando un cuchillo.
     Cuando volvimos de regreso a casa, sin darme tiempo para contestarle, comentó:     
     -Si te ocurre un accidente en la bicicleta, el seguro te garantiza la curación y una indemnización equivalente a lo que ganas en la esquina del Seven Eleven, por dos o tres años. Pero es muy peligroso conducirse en bicicleta. Debes tener un auto.
     El trabajo en la jardinería era eventual y dio paso a otros. Pinté la estratosfera de un edificio sobre un andamio que regué de vómitos el primer día. Un compañero me recomendó que no mirara abajo, que sólo pintara. Trabajé en un campo de golf, manejando una máquina podadora mientras pensaba en el Perú. Trabajé en el cement, con albañiles centroamericanos que masticando sus hamburguesas murmuraban “pobre perucho”. Cambié las tejas de viejos techos por el roofing de jebe, o nuevas láminas de plástico en las fachadas, disparando una pistola que escupía cien clavos a la menor presión. Cargué toda la intimidad de los norteamericanos en mudanzas interminables, de una casa a otra, de un cuarto a otro, en trabajos que duraban unas horas, un día, dos, una semana, dos semanas. La jornada era de ocho horas de trabajo intenso, aunque podía ser más, a veces quince horas, y a todos nos alegraba el trabajo, porque eran más dólares, aunque termináramos reventados de cansancio. Compartí jornadas imposibles de contar con compañeros que no volví a ver, y mientras comíamos nuestros sandwichs Mc Donald su optimismo proletario me alentó otra vez.
     El domingo que se realizaban las elecciones en el Perú, el tío me buscó para caminar, como antes. Preferí decirle que no, y cuando apareció Maggie en la cocina les propuse sintonizar el canal latino que trasmitiría información sobre los acontecimientos de Perú. Los tres nos quedamos todo el día en la cocina, bebiendo cerveza, cocinando, leyendo los periódicos, mirando la televisión. Juanita se sentó unos minutos con nosotros, aunque el Perú estaba lejos de interesarle.
     En Perú, la llamada “clase política” no había logrado presentar una candidatura única para enfrentar la candidatura de Fujimori. Carecía de un proyecto integrador, que mínimamente pusiera en relieve el papel de los trabajadores y los justos reclamos de las mayorías. Todos se oponían a la dictadura de Fujimori, pero ninguno cedía un palmo, cada cual cuidaba su feudo y las parcelas de poder que la situación les había procurado. Alejandro Toledo, un economista de origen andino que había estudiado en USA, aparecía destacando en las encuestas. Presentándose en mangas de camisa, invocando el sol de los incas, enfrentando el absolutismo de Fujimori, ganó muchos simpatizantes. Pocos días antes de las elecciones, una gigantesca movilización popular llenó la avenida más grande de Lima y expresó su repudio al intento reeleccionista de Fujimori, y adhirió a Toledo.
     El tío Abel no ocultaba su simpatía por una nueva reelección de Fujimori.
     -Yo prefiero la democracia- dijo Maggie.
     Cuando ya no teníamos temas de discusión en la mesa, la cerveza se había agotado, y seguíamos en  desacuerdo con el tío, el flash de la televisión anunció el conteo final de votos, al 90 por ciento: la dictadura de Fujimori había terminado. Y Maggie se alegró conmigo.
     Poco rato después, increíblemente, las cifras se voltearon y dieron como ganador a Alberto Fujimori en un tercer periodo presidencial. Días después, en los periódicos latinos que se regalaban en las tiendas, apareció en primera plana la foto de Fujimori, en el Congreso de la República, recibiendo otra vez los emblemas del poder.
     El desaliento se apoderó de mí. Y dejé que la extraña complicidad de Maggie cubriera todos los poros de mi piel. Sin aspiraciones en este mundo extraño, a pesar de los cinco mil dólares que ya tenía en el bolsillo, comencé a vivir para trabajar, ya no tenía sentido trabajar para vivir. Mirando el cielo de Virginia, volví a preguntarme ¿de qué se ríen los cuervos? El ardiente sol de verano caía sobre el condado incendiándolo todo. Las mandíbulas de la miseria me morderían una y otra vez si en ese momento regresaba a mi país, además no quería vivir bajo sospecha por no soportar el clima de individualismo y perniciosa desinformación instalado en el Perú.
    
     Pero al descarado y anunciado fraude que se produjo finalmente, el pueblo respondió con indignación y pronto tomó las calles, enfrentándose a las tropas policiales. Los medios de comunicación fieles al régimen estaban empeñados en imponer el miserable engaño. Sin embargo, la prensa internacional se sumó a la lucha contra la dictadura y con sus imágenes y despachos cablegráficos informó a la opinión pública mundial que el Perú había caído otra vez en las garras de la misma gavilla de represores y corruptos.
     No podía creer lo que leía, y por un minuto infinito volví a los paisajes de mi país, a sus montañas eternas, a sus valles de la costa desértica, a la selva impenetrable, a la ciudad de piedra, ombligo de otro mundo, a su música, a sus enigmas, volví a caminar al lado de sus gentes, de todas sus razas y acentos en los mercados populares, al lado de sus bellas mujeres, de sus niños, de sus hombres de trabajo, abracé el mar de Perú que tantas veces tragué y en ese instante sin dudarlo renací en el Pacífico.
     Y mientras los acontecimientos se precipitaban en el Perú, no me di cuenta lo que estaba pasando delante de mis narices, y no supe interpretar el tono de Maggie cuando me enseñó elFord último modelo que le había regalado su marido, ni el entrecejo del tío Abel cuando dijo:
     -Tú puedes quedarte con el mustang, Raúl.

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