EDICIONES COLECTIVO VALLEJO
LIMA 2005


Capítulo 4
     A pesar de la agotadora jornada en el Burger King, me di tiempo para vagabundear con mi mochila al hombro por todas las estaciones del metro. Pronto tuve la sensación que el ambiente ordenado, limpio y silencioso de Washington estaba cargado de una sorda violencia. La gente robotizada entra y sale de los subterráneos, corriendo a los vagones o esperando puntual los pocos omnibuses que circulan por las calles, no se detiene nunca a mirarse. Siguen ciegamente sus caminos, apurados, en sus autos relucientes, en los enormes estacionamientos al pie de losMetro Station, en los mall, gigantescos conjuntos comerciales llenos de galerías deslumbrantemente iluminadas. Allí pasan los fines de semana las familias del mundo, las comunidades de todos los países, corriendo de un piso a otro, delante de los escaparates, los avisos, los cines, los restaurantes especializados en comida coreana, vietnamita, francesa, latina.
     Es el área metropolitana de Washington. !Cuánto latino hay en todos los negocios! Ellos son la primera minoría étnica en USA. Este conglomerado de hispanos, provenientes de toda latinoamericana y especialmente de centroamérica, es un crisol incomparable. Y cuánto mejor si se ponen de acuerdo y organizan eventos y celebran ruidosamente sus aniversarios patrios. Y aunque no han sembrado demasiadas huellas culturales, su presencia constante en las calles principales de Miami, Washington y Nueva York, impone un interés por todo lo latino.
     En el Giant, donde empecé a trabajar al poco tiempo, también había muchos latinos y acaso por la naturaleza más grande del negocio se percibía un ambiente menos agitado que en la cocina del Burger.
     Aunque me gustan los helados, duré poco tiempo en el Burger, no quería vivir en el congelador.
     La Cam era una montaña imposible. A la hora del busy, bombardeaba sus órdenes sin misericordia, a diestra y siniestra, sacaba el látigo y aunque no estallaban sus latigazos, hundía el mango en las costillas de los trabajadores: “!rápido, rápido¡”. El track era el camión proveedor y llegaba al burger un día sí un día no, y yo ayudaba al chofer a descargarlo y almacenaba la mercadería en el congelador. Un verdadero cerro de cajas que esperaban su turno de uso en la nevera. En USA tienen un temor pavoroso a las epidemias, a las plagas, a toda forma de contaminación. Y en el congelador la temperatura era tan baja que debía ponerme un uniforme de esquimal, descargar el track, sus toneladas de potatoes, orions y tomatoes, y luego ir al fogón donde cocinaba las carnes. Era como vivir en el polo y en el infierno al mismo tiempo.
     Un negro venezolano trabajaba a mi lado preparando las ensaladas, mientras yo freía las carnes. Había llegado a USA cuatro años atrás, recién casado, una vez aquí su relación se convirtió en una locura por la plata, por sostenerse, por no tener que volver a su país. Se separó de su mujer. Pero la buscaba dos o tres veces al día, para pelear, para odiarse, para lo que sea. “Cualquier cosa que me haga sentir que estoy vivo, chamo”, decía. Aseguraba que los latinos son la gente más trabajadora del mundo, y “!esos peruanos, cómo trabajan!”, pero que la ambición por el billete impedía que nos uniéramos e impusiéramos condiciones,“porque si un día paran los latinos, el sistema se queda paralizado”.
     Mientras mezclaba los ingredientes de las ensaladas, moviendo las manos a una velocidad que no podría imitar, el venezolano me dijo que el problema aquí es la desunión, el egoísmo,“ese modo cojudo de querer identificarse hasta en las pesadillas con los americanos. No tenemos el más mínimo sentido de pertenencia, de identidad. No sé si este es el país de las oportunidades, o el de los oportunistas”.
     Si estaba a cargo del congelador, me dijo, tenía derecho a apagar el aire acondicionado que lo mantenía helado, mientras hiciera mi trabajo. Me contó que había leyes y derechos conquistados por la clase obrera norteamericana que garantizaban mi salud mientras trabajaba. Nadie tiene que morir de a pocos, así fuera por un fajo de míseros dólares, chamo. Y conversando con ese venezolano inolvidable, que amaba tanto a su mujer como la odiaba, comprendí que yo era parte de este ejército de hombres diestros que abandonaron su remoto origen para convertirse en la base social de Norteamérica, el proletariado USA.
     Entonces comencé a apagar el aire acondicionado cuando descargaba el track, aunque al poco rato la Cam volvía a prenderlo. La vez que se acumularon dos días sin la camionada, la Cam gritó: “!Raúl, the track!”, y yo dije: venga mi terno de esquimal.
     !Y pensar que afuera la primavera estaba empezando! Pero mi tarea en el burger era viajar al polo cuando llegaba el camión proveedor. Sólo que ahora ya teníamos muchas cajas en la heladera, y no quedaba más que sacarlas, para que fueran las primeras en usarse.
     El obrero del track no cedía un milímetro en su tarea. En la puerta del congelador acumuló unas encima de otras las cajas de papas, de cebollas, de lechugas, de carne, de bolsas de esencia de agua gaseosa, los cerros de cajas.
     Yo había apagado convenientemente el sistema de refrigeración, pero estaba lejos de acabar. Y la Cam, pasaba y pasaba. No repetiré otra vez cuáles eran las únicas palabras que la filipina sabía. De pronto, sonó la llave. Alguien había encendido el compartimiento más frío de la nevera donde yo estaba almacenando las losetas rosadas de carne pues requerían hielo total para conservar alguna proteína, aunque fuera del primer milenio de la existencia. El aire acondicionado estalló produciendo olas de frío espantoso. Mis dientes castañeaban, a pesar que no paraba de cargar y descargar.
     Decidí salir y bajar la cuchilla del encendido. Después, volví a la nevera y seguí cargando y descargando, tratando de ordenar mejor las cajas. Pero no pasaron ni dos minutos cuando escuché que otra vez alguien encendía el congelador.
     No iba a darle a nadie el gusto de convertirme en helado. Y salí otra vez dispuesto a apagar el congelador. Justamente donde estaba la llave, me esperaba mi querida manager filipina con las manos en su cinturita cada día más redonda. No sé qué me gritó en english.    
     -Very cold - le dije, resoplando- me muero de frío, jefa.
     La filipina siguió refunfuñando. De pronto, de un jalón me empujó en dirección a la nevera.
     “One moment, one moment, my lady”.
     En un segundo me saqué el uniforme de pingüino que me había puesto para experimentar el polo norte en el Burger King. Y se lo entregué.
     -You do it instead of me!- le dije- ¡hazlo tú por mí!
     Esta patrona tenía un motor del Cáucaso, y si no marchábamos al ritmo que sus jefes le exigían, !fuera del engranaje!
     Me miró, escupió algunas palabras incomprensibles, y siguió.
     Los demás interrumpieron sus labores y, discretamente fueron acercándose a la escena. La Cam volvió a gritar en su idioma.
     -It’s two cars!... You do it instead of me, please!- repetí.
     En los ojos risueños de los trabajadores, vi que estaban haciendo sus apuestas. ¿Cedería yo? ¿Cedería ella? Algunos me miraron con severidad, y entendí que la vida en USA me proponía jugar cartas finales. La Cam seguía refunfuñando.
     Nuevamente pensé que su barriga era postiza, y sino quizá yo estaba a punto de provocarle un aborto. Entendí también que después de esto, me despedirían de todos modos. Eso de levantarle la voz al manager no se veía bien, según las instrucciones que firmé en cuanto comencé. Pero la filipina cedió, bajó la voz, y dio una orden.
     El refrigerador permaneció apagado mientras concluí mi tarea. Algunos latinos comentaron que ella tenía razón, la carne se descompone rápido y aparecen los bichos en un dos por tres y una simple epidemia podía acabar con el imperio todopoderoso del Burger King. Y ese no era mi propósito. Pero en estos paisajes de ensueño el mundo acaba todos los días. En esta tienda de sandwichs al paso pronto tuve que decidir si prefería el dinero o el porvenir.
     Al terminar de almacenar las cajas en el freezer, recibí algunas palmadas de aprecio y palabras de saludo de mis compañeros. Conversamos, dentro de lo posible, y fui más amigo de ellos.
     Pocos días después, la asistente de Cam, otra filipina, me dijo que agradecía mi trabajo, pero que esto era el finish, thank you...it’s your money...
     -Oh, good, very very good- quise decirle.
     No dije nada. Permanecí en silencio, volví sobre mis pasos y busqué a los trabajadores para despedirme con un apretón de manos.
     Demoré algunos días para comprender que esa tienda de hamburguesas era un trompo que no iba a detenerse por un recién llegado como yo. Mirando el humo de mis cigarros, recordé ese número de los circos donde el artista hace girar a la vez varios aros y platos, y es el maestro del movimiento giratorio, y cuando está cayendo alguno, vuelve a arremeter, y todo gira siempre a su voluntad. No era la Cam una maestra de los platos giratorios, quizá su hermano, ¿no decían que su hermano era el verdadero jefe? Estaba seguro que detrás de su hermano, había otro. Podía ser hindú, escandinavo, o americano, pero todos girábamos alrededor del dinero. Y el dinero no tiene patria, es internacional. Viva el money money money.
     Recientemente había pagado mi deuda mensual de 400 dólares. Estaba libre de deudas. Y tenía todavía tiempo para saber qué hacer con mi vida, para decidir si me convertía en ilegal o si volvía a mi país. Era curioso, tenía adelante la misma línea que Pizarro trazó para desafiar a sus compañeros si deseaban ser ricos o pobres. Me quedaban algunos dólares para pasarla sin problemas en estos días de desocupación, por unas semanas incluso.
     Eran pocas las veces que podía encontrarme con los demás vecinos de mi casa, más que nada porque todos tenían en sus cuartos un pequeño universo, con sus respectivos olores y sonidos. De todos modos, trataba de ser cálido y amable, hasta con la Señora, que se ponía en guardia y maldecía en inglés cuando yo bajaba a lavar mi ropa en la lavadora del sótano.
     Con los Ramírez, la comunicación era más estrecha. Si no iba a Washington, me sentaba a charlar con ellos. Sin duda, Maggie era una mujer inteligente, dueña de una silenciosa resistencia para integrarse a la absurda vida cotidiana.
     El tío Abel recordaba mucho el Perú, sus paisajes, la gente, aunque desconocía con precisión los sucesos del pasado reciente. “!Ah, cómo se recuerda el terruño cuando uno está lejos!” decía. Y brindábamos con vino tinto por nuestras playas y costas, por el cielo andino, por el potencial de la selva, y suspirábamos a la vez.
     Maggie tenía una bella sonrisa. Antes de llegar al cafetín donde fuimos en Alexandria, a orillas del Potomac, se la pasaron agarrados de la mano, mientras él contaba con su tono académico la historia del malecón, del mirador y sus rejas, los buques históricos estacionados allí hace cien años, la casa del Mariscal Livingstone, detalles todavía desconocidos, según él. Maggie sonreía, divertida, con una mirada provocadora.
              
     Me he inventado la idea que no cumplo años, ni meses o semanas, sino viernes. Y celebro mi jornada, aunque siempre está por empezar, con un vino de viernes. No sería con mis amigos del Giant con quienes me bebería el botellón californiano que llevaba esa noche de viernes en mi mochila. De modo que estaba dispuesto a beberlo en la soledad de mi cuarto, pero encontré a los Ramírez en la cocina. Me invitaron la pizza que comían, y al poco rato saqué de mi mochila el famoso botellón.
     El mundo automático y eléctrico que no terminaba de sorprenderme fue el tema de conversación. ¡Cómo no! Si hasta en los baños públicos un dispositivo electrónico jala la palanca por ti... Nos reímos. Poco después hablamos de la situación en Perú. Las elecciones estaban a la vuelta de la esquina. Para mí, Fujimori era parte de un plan político y militar, ya puesto en evidencia, se quedarían en el poder no menos de veinte años. Los derechos de las enormes mayorías se atropellaban todos los días. El Perú era para el gobierno un botín, un botín de guerra.
     Los discursos restaban importancia al pasado y por todos los medios pintaban un futuro promisorio, mientras llenaban sus arcas y a los jóvenes les inculcaban el sacrificio patriótico. Mientras, las campañas psicosociales emprendidas por agencias de inteligencia desplegaban su propósito de lavarle la cabeza a toda una generación.
     En diez años, el líder de esta involución, Alberto Fujimori se había reelegido más de una vez, y estaba a punto de la tercera. Pero las movilizaciones populares aumentaban día a día. El pueblo estaba perdiendo el miedo a pronunciarse, y volvía a tomar las calles, a pesar de los muertos y heridos que se producían en los violentos enfrentamientos. El desprestigio del régimen era total. Pero las encuestas que se difundían por los medios de comunicación, daban por ganador a Fujimori. El fraude estaba en marcha. Campesinos, obreros, estudiantes y profesores, pequeños e incluso grandes empresarios que apostaban por la nación, se unían contra la dictadura. El enfrentamiento era directo: de un lado tropas de policías, matones y soplones del gobierno; de otro lado, el pueblo peruano.
     La situación de recesión y desempleo era angustiaste y movilizaba a todo el país. La gente estaba diciendo ¡basta!  Pronto aparecieron pruebas irrefutables de la corrupción que enlodaba a los más representativos secuaces de Fujimori. Pero las encuestas lo daban por ganador de las elecciones.
     El tío Abel no quería reconocerlo, pero el Perú que aún flotaba en su mente era otro en este momento.
     -Lo que importa es esta realidad, Raúl: lo que puedes hacer por ti aquí y ahora. Lo demás es sueño.
     -Oh, yes, to work and to work- dije. 
     -¿No estás pagando tus deudas? Mira, ahora puedes invitarme un vino californiano. Anda, sírvete otro vaso.
     El pensamiento del tío iba por un lado temerario si creía que lo principal en la vida era tener buen crédito, el social security y una vejez asegurada. Maggie era flexible y audaz en sus reflexiones, y yo me preguntaba si ella conscientemente ponía en discusión la vida que todos los días trajinábamos.
     -Aquí puedes tener dinero, puedes tenerlo todo, pero nada es gratis, tienes que pagar impuestos hasta por el aire que respiras- dijo Maggie.
     La balanza se inclinó a mi favor. Pero el tío se levantó de la mesa, sonriendo de oreja a oreja.    
     -Adivina qué te he traído -le dijo a Maggie.
     Ella le devolvió la sonrisa, cautivada por la intriga.
     El tío Abel se ausentó unos segundos.
     -Le gusta darme sorpresas- me dijo a solas.   
     Segundos después el tío volvió con unos discos compactos.
     -!Los boleros de Lucho Barrios! -dijo- ¡La colección completa!
     -¡Te pasaste, Abel! ¿Cómo los conseguiste?
     -Ah, tú sabes que tengo mis contactos. Es la música de “los buenos tiempos”. Ya tenemos los de Pedrito Otiniano. ¿Lo conoces, Raúl? 
     -¿Por que no los escuchamos? -preguntó Maggie entusiasmada.
     Eso significaba entrar a su cuarto. Me sentí un tanto turbado porque hasta ahora había respetado el universo que tenían al otro lado de su puerta. Pero el aparato de música y los discos los tenían allí.
     -Vamos al Perú, por un rato- me dijo Maggie.
     El tío estaba perplejo, pero Maggie insistió: quería enseñarme la música de Perú que habían logrado coleccionar, música peruana, música criolla, boleros, lastimeros huaynos que tanto le gustaban a Juanita y a su madre, baladas cantineras, cumbias y hasta la música de moda, las tecnocumbias de Rosy War, música del Perú para todos los gustos.
     El cuarto olía a alcanfor, seguramente por la enorme cantidad de ropa arrumada en dos divanes, tanto de él como de ella, junto a zapatos, infinidad de zapatos, de todos los modelos y formas, que ocupaban buena parte del pequeño espacio interior. En las paredes, algunos adornos típicos, una llama, un ñaylamp, una foto de Macchupichu, recordaban al Perú. La música de Lucho Barrios pronto salió por los parlantes. Yo no había olvidado traer conmigo la botella de vino. Nos sentamos en una mesa que tenía tres asientos de plástico.
     A la luz tenue de una lámpara se veía la cama de dos plazas, un pequeño armario lleno de libros y papeles, y al otro lado un aparador con un gran espejo lleno de objetos de mujer.
     El tío Abel volvió a contarnos cómo había llegado a USA y qué trabajos tuvo que hacer para llegar al cargo de técnico en robótica del King Cafe. Maggie susurraba algunas estrofas de las canciones de Lucho Barrios, y a lo mejor era efecto del vino pero su sonrisa llenaba toda la habitación.
     Súbitamente el tío Abel volvió al tema de siempre: qué buen presidente tenía el Perú, con la caudalosa llegada de capitales extrajeros, Fujimori era la puerta hacia la modernidad. Y, escuchando al tío, en el centro de su intimidad, mientras su mujer seguía cantando, me convencí de que si Fujimori era otra vez presidente yo no volvía al Perú. Tan incierto era para mi el futuro.
     La charla se puso tensa. Maggie sirvió las copas nerviosamente. El tío Abel no conocía la relación de sucesos que continuaron a la llegada de Fujimori, los muertos insepultos, la desaparición de miles de personas. El tío cerraba su pensamiento con prejuicios tan generales como “los peruanos necesitan mano dura”, “los cholos son los que joden el Perú” y “sin capitales los peruanos no somos nada”.
     Yo buscaba palabras adecuadas para contestar  argumentos tan superfluos, porque a pesar del vino y la sonrisa de Maggie, no podía renunciar a profundizar en las ideas. Además, antes y ahora, el pueblo peruano había demostrado su capacidad de indignación, para levantarse  contra el Estado, si su gobierno no correspondía a sus intereses.
     -!Qué cómodo es llamar “terroristas” a quienes se rebelan! Y condenarlos de por vida. Con ese razonamiento, Túpac Amaru volvería a ser descuartizado.
     Por primera vez, el tío Abel tomó un cigarro de la cajetilla que yo había puesto en la mesa. Y lo prendió con calma. Maggie nos ofreció bocaditos tratando que la molestia de su marido no la molestara también a ella.
     -¿Porqué no escuchamos a Los Doltons?
     -La colonia peruana en USA simpatiza al cien por ciento con Fujimori, Raúl- dijo el tío.
     -Se han desconectado de la realidad del país, se enteran de las noticias por la TV, por las retransmisiones de canales aliados a la dictadura.  Además, la latina es la peor televisión de USA. ¿Por qué será, no?
     El tío Abel se sirvió otro vaso de vino. Y le dijo sonriendo a su mujer.
     -Este Raúl avanza muy rápido.
     Y dirigiéndose a mí, agregó:
     -Tengo casi veinte años en USA, y este país me sigue dando sorpresas, de las buenas y de las malas. Pero el que viene aquí es a trabajar, y trabaja, y pronto tiene todo lo que ha soñado tener: casa, carro, buena ropa, buen calzado.
     -Tío, ¿sabes que se han descubierto miles de cédulas falsas listas para el fraude?
     -Y tú ¿sabes que tienes un crédito por 1,000 dólares, sólo por que trabajas en el BurgerKing? -preguntó sonriendo y enseñándome un sobre.
     Ellos no sabían que ya no trabajaba allí, pero quizá por mi cara de sorpresa Maggie pegó una carcajada.  
     No recuerdo qué dije, qué callé. De pronto, el licor llenó de humor nuestra conversación y la sonrisa de Maggie pudo más que mi afán en un tema desconocido para ambos. ¿Por qué no iba a reírme de la situación? El tío Abel anunció que la botella de vino estaba vacía, pero diligentemente sacó unas cervezas del refrigerador. No supe qué hacer ese viernes por la noche cuando un pie desnudo se deslizó sobre uno de los míos bajo la mesa. Era el pie de Maggie, juguetona y risueña, abriendo sin desenfado el fin de este capítulo en mi vida.