
ENTREVISTA DE ROLAND FORGUES
A ALBERTO MEGO
(Lima, noviembre de 1984)
MÁS ALLÁ DEL ESPEJO
Llegado
al teatro por los años setenta, Alberto Mego escribirá sus principales obras
teatrales, La ceremonia, La cordura, Patria o muerte, en 1973, marcadas por una fuerte
preocupación social y política. Si La ceremonia expresa el drama del hambre y la miseria, traduce también el espíritu
de resistencia contra la opresión: “Todos los días –dice la mujer encarcelada
por haber matado a su hijo, al que no podía alimentar- voy al muelle y mato a
mi hijo, y así será no hasta que se cumplan los veinte años de prisión a los
que me condenaron, no hasta que el Ministerio de Justicia se compadezca y me
conmute la pena, no hasta que usted, señor
Prefecto, abra sus orejas y escuche, abra sus ojos y vea, sino hasta el
día en que el hambre de todos los hambrientos se convierta en furia, y esta
furia en calma y esta calma en paz”.
Este espíritu de resistencia se expresa de manera todavía más explícita en La cordura. Pues si, como dice en su largo monólogo el personaje, “entre la pena y la gloria, dígame usted, hombre culto, quien va pa´allá… ¡Nadie sabe!”, ¿qué más puede hacer sino rebelarse? “Corrí con ella por las calles, dije libertad, dije basta, miseria muerta, propiedad muerta. Sofía libre, todo el mundo libre, corriendo-riendo-yendo, sacándole la lengua a los que no se resignan: no podían permitirlo…”. Y el héroe concluirá: “Pero estamos hartos de vivir en la oscuridad, escuchando cabizbajos la voz imperiosa de los que gobiernan la injusticia. Estamos hartos de vivir en la oscuridad”.
En Patria
o muerte, obra compuesta a partir de un
discurso de Fidel Castro, el rumbo político y comprometido que Alberto Mego le
da a su teatro se acentúa hasta llegar, en Inkarrí y ¡Ushananjampi! (1975), a una reflexión sobre la situación
de las comunidades indígenas del Perú y sobre la historia colonial en su
aspecto a la vez cultural y social. Así
dice el Anciano de Inkarrí, por
ejemplo: “Abandonados de Inkarrí, de Pizarro engañados. Mi corazón se duele y
quiere gritar. Acabaré de morir si esta noche no viene a buscarme una
estrella”.
A
veces, el autor se interroga, como hace en Identikit (1975) por la boca del
Guardían, sobre la tragedia del hombre: “No quiero comprender cómo es verdadero
el odio y la venganza, la vida un holocausto y el hombre pobre víctima de
instintos animales”, como si ya empezara a vacilar su fe en el hombre y en su
posibilidad de construir su destino.
Esto
parece confirmado por las obras siguientes: Adios,
señor Perez (1977), Adios, compañeros (1978), La última (1978) y, en parte, por La obra debe continuar (1977-1979), que corresponden a un periodo histórico de profunda
frustración política e ideológica que el escritor definirá así: “Después de los
años 75, en el Perú se inicia un periodo especialmente contradictorio: la
marcha atrás. A los efectos de la recesión mundial, se agrega la cobardía para
definir el carácter de la revolución militar, el endeudamiento, la crisis. Y
aquí no pasó nada… frase nacional que
acude a la capacidad de olvido y cicatrizamiento. Por enésima vez, los ídolos
fueron echados abajo, los principios destruidos, los proyectos interrumpidos,
mucha gente despedida. A los más jóvenes estos acontecimientos nos desconcertaron
profundamente. Morales Bermudez, rápidamente dio los lineamientos de su gestión
presidencial, procurando un sistemático desmontaje de la obra anterior para
facilitar el triunfal retorno de una democracia representativa, cuya soberbia e
intolerancia conoceríamos más tarde, cuando ya a nadie se le ocurriría proponer
con entereza un proyecto nacional y más
bien, en los sectores progresistas, pobremente, la defensa del pasado, de los logros reformistas que tanto
se habían criticado”.
Sin
embargo, la obra teatral de Alberto Mego apunta en su conjunto a la
transformación de la sociedad. De aquí que el autor haya optado desde un
comienzo por escribir piezas breves que hunden sus raíces en la realidad
concreta; de aquí que se haya lanzado también a una verdadera renovación
del teatro para niños, dejando de lado
los viejos estériles tópicos y moldes de las historias infantiles
tradicionales, y procurando despertar la prodigiosa imaginación de los niños a
partir de la cotidianidad.
En el
prólogo de tu obra teatral publicada por las ediciones Homero Teatro de Grillos
afirmas que ya a los dieciséis años eras un tímido poeta y, sobretodo, un
espectador asiduo al teatro. ¿Cuándo y cómo nació esa afición tuya a la poesía
y al arte dramático?
En esta parte del mundo –en lo que llevo de
habitante, y ya son treinta años- no estamos seguros dónde comienza la poesía y
dónde comienza la realidad. Este es un gran defecto y, si se mira de otro lado,
una gran cualidad, que nos compete a los latinoamericanos, o quizá en general,
a quienes la irradiación del capitalismo no alcanzó a cubrir en forma total. En lo que a mí
respecta, nunca me ha gustado repetir la experiencia, después de agotarla, he
buscado dónde calar con la conciencia que de ella resulta. A pesar de que la
repetición es una institución venerada no solamente en el plano de lo político
sino también en el plano de la cotidianidad, pronto abandoné la fuerza
embriagadora de lo poético. El teatro vino en mi ayuda. El teatro que aparece
cuando las formas no pueden ser más, cuando se repiten impunemente, entonces,
uno se da cuenta que más allá del espejo, difícilmente puede haber una realidad
más cruda, y al mismo tiempo, más firme.
¿Qué
papel desempeñaron en esa dedicación a la creación literaria y artística tu medio
familiar primero y, luego, el medio escolar y universitario?
Bueno, las familias nunca se proponen hacer de
sus hijos escritores o artistas. Eso viene con las cóleras o las paciencias. De
esas mezclas soy producto inevitable. En mi caso, por parte de padre, soy hijo
de un guerrero desocupado, entrenado contra el viento y las frustraciones
metropolitanas, por parte de madre, soy hijo de una dama urbana, con sus
correspondientes miedos y dignidades. Esta herencia, se procesa con mayor
fuerza en los colegios de las grandes ciudades, y ya depende de cada cual si se
le valora o desprecia.
¿Cómo
realizaste tu formación teatral que, si mi información es exacta, empezó por la
práctica de la actuación y de la dirección, antes de verse completada por el
trabajo de creación?
No, primero fue la creación de una obra de
teatro. Ya he explicado en el libro que motiva esta entrevista, que mi acceso
al teatro se debió a la casual representación de una obra mía, con el auspicio
de una institución teatral, la Mesa de Teatro, a la que pertenecía. Ver mi
trabajo escenificado significó para mí una revuelta del espíritu, pues si se
mira con detenimiento, para el joven que yo era, algo había de significar la
poesía que escribía para algunos lectores-amigos y el teatro que empezaba a
escribir para espectadores-desconocidos, era como si me hubieran volteado al
revés. Después vinieron los estudios académicos y universitarios, la actuación
y la dirección que enriqueció esa primera intuición teatral que experimenté al
ver mi trabajo escenificado.
¿Cuándo
empezaste a escribir teatro exactamente y en qué condiciones surgieron tus
primeras piezas?
Después de esa primera y casual representación
de mi obra, me olvidé de los poemas y
cuentos que ocasionalmente escribía. Mi pasión por el teatro empezó a
desarrollarse de una manera descomunal: leía mucho teatro, las acciones de la
gente me parecían muy teatrales, iba al teatro. Aunque esa pasión me permitió
recuperar una antigua capacidad de observación, a veces esas mezclas me
confundían y ofuscaban. Quizá por eso, durante un largo periodo, mis primeros
trabajos fueron escritos bajo un estado semi hipnótico, que más bien
caracteriza a los poetas; una especie de catarsis para expresar aquello de la
realidad que nos conmueve, nos molesta o nos compensa.
Al
mismo tiempo que hacías estudios de actuación en la Escuela Nacional de Arte
Dramático, asistías en San Marcos a clases de sociología, primero, y luego de
antropología. ¿Te han servido de algo las propuestas de estas
ciencias humanas en tu propio quehacer teatral?
Feliz e inevitablemente, las Ciencias Sociales,
como el arte y la cultura –a través de invisibles túneles y recovecos- en este
continente van de la mano. No creo que una corresponda a la otra en forma
total, ambas tienen lenguajes muy distintos, pero indudablemente se
complementan y se nutren mutuamente. En esta parte del mundo, los límites
apenas comienzan a ser demarcados. Sin embargo, creo personalmente, que en sí
mismos el arte como la ciencia son universos del conocimiento, con métodos
absolutamente diferentes que concurren a un mismo objetivo: devolvernos la
conciencia perdida.
Parece
que todas las nuevas generaciones de la gente de teatro en el Perú fueron
irremediablemente marcadas por el teatro de Brecht. ¿Te ha servido de guía a ti
también la teoría teatral de Brecht?
Indudablemente, Brecht, como Shakespeare o los
clásicos griegos y latinos, poseen un peso específico en el teatro
universitario, y por diferenciación, en la búsqueda de una expresión teatral
nacional. Esto mismo ocurre en las Ciencias Sociales, con Marx, la filosofía
clásica y la cadena de aportes al análisis de la realidad objetiva. Sin
embargo, personalmente creo que Brecht se explica mejor en su obra, como no
puede ser de otro modo, es el fiel reflejo de un teatro alemán, de un teatro
europeo cuya idiosincrasia está muy lejos de nosotros, a pesar del esfuerzo de
los medios de comunicación y de una educación occidentalizada. A excepción de
las grandes urbes, Latinoamérica es silencio; es una gran oscuridad que
corresponde más a los clásicos de la Antigüedad, donde los conflictos en
discusión son los fundamentales: dios o el diablo, vivir o morir, tal es el
estado al que ha sido postrado este continente. Entonces, a veces, Brecht
resulta un exceso más de esas urbes, una gracia de intelectuales para un
público que ya no va a ver teatro, teatro vivo, sino a Brecht, el alemán de la posguerra, la pieza
de museo.
Ya sé
que consideras a Augusto Boal y a Atahuallpa del Cioppo un poco como a dos
renovadores del teatro. ¿Qué te han
aportado sus ideas a ti, personalmente?
No he querido decir que Del Cioppo o Boal sean
“renovadores del teatro”. Para nosotros,
la “renovación” se confunde con la depuración, y ese es un paso muy importante.
Nuestro sustrato teatral, ese ímpetu estético, debido al estrangulamiento de
nuestra cultura, desde ese remoto momento ha sido asediado por occidente, como
un terco vendedor que acosa a su cliente y este termina vestido de todos los
colores, con audífonos en las orejas, con un chicle en la boca, con un reloj de
lucecitas en el brazo, y sin saber qué hacer con su cuerpo y su horizonte. La
importancia de Del Cioppo y Boal reside en su rebeldía ante la repetición, ante
el acondicionamiento. Invocando la memoria de los pueblos, a través de sus
obras, terminan recordándole al público, a los actores, que el teatro no es una
estampilla, sino más bien un hecho vivo, un ojo avizor que devuelve con otros
colores las imágenes que consume.
En el
prólogo de tu libro de teatro La obra
debe continuar, te refieres brevemente a las discrepancias que surgieron
entre la gente de La Mesa de Teatro, a la cual pertenecías, cuando el gobierno
militar de Velasco Alvarado prohibió que se representaran El líder de Jorge Tanillama y El
derecho de los asesinos de Áureo
Sotelo, por “atentar a la seguridad del Estado”, y concluyes diciendo que el
único que perdió fuiste tú. ¿Por qué? ¿Podrías hablarme del ambiente que
reinaba en la Mesa de Teatro en aquel entonces?
La revolución militar que encabezó Velasco
Alvarado desde el año 68 al 75, si bien realizó muchos aportes en varios planos, fue al mismo tiempo
una revolución muy pintoresca, muy llena de contradicciones. Si bien esta
revolución tiene una explicación histórica, es también la voluntariosa decisión
de un hombre y de un séquito de valientes, seguidos un poco más allá por los
burócratas, los oportunistas, los ayayeros que fueron socavando las ideas
primigenias y que finalmente lo arruinaron. Pero en aquel entonces había una
atmósfera respirable, la gente podía pensar en cultura y cómo no si el gobierno
invertía altísimas cantidades de dinero para promoverla. Sin embargo, su
naturaleza de revolución pacífica le había impedido arrojar a las viejas
autoridades reaccionarias de la cultura, y dos obras teatrales, que de ninguna
manera merecían censura alguna –y menos en medio de una revolución- obtuvieron
un veto que quebró la institución a la que yo pertenecía. Entonces, yo era muy
joven y no podía dejar de desconcertarme este suceso. Lo cierto es que las
obras censuradas fueron estrenadas en el teatro principal, precedidas de un
gran cartel donde el gobierno recuperaba terreno mostrándose abierto a las
críticas, y era auspiciador de una libertad de expresión que, en realidad,
estaba lejos de propiciar.
Ya que
estamos hablando de la época de Velasco, también escribes en el mismo prólogo
que el descubrimiento de la realidad nacional que hiciste viajando al norte del
país te llevó a repensar en los propósitos de ese gobierno, que hasta entonces
considerabas como “democrático-burgués”, a tal punto que poco tiempo después
decidiste entrar “como voluntario al área cultural de la regional de Lima del
Sistema Nacional de Apoyo a la Movilización Social (SINAMOS). ¿En qué
condiciones exactamente se produjo esta nueva actitud tuya respecto al gobierno
de Velasco y cómo la explicas concretamente?
Mi generación llega a la razón política en un
momento de profundo cuestionamiento al sistema, al deficiente orden social que
ha amparado la vida republicana del país. La revolución cubana vertebró la
rebeldía de los más jóvenes con un ideal transformador, después vinieron las
guerrillas del 65, los movimientos populistas de América Latina, el Che. En
esta perspectiva, los militares peruanos intentaron una revolución “civilizada”
lo que considero su mejor logro, el gobierno de los militares realizó una
crítica radical al pasado, y en el plano ideológico “reeducó” a una generación
y, a favor o en contra, todos gravitamos alrededor del concepto “revolución”.
En ese momento, después de reconocer el grado de miseria y abandono moral y
material en que vivía y sigue viviendo gran parte del Perú, para mí se trataba
de optar por lo concreto, abandonando las posibilidades de alcanzar una
revolución como la prescribían los teóricos del marxismo, aquellos que ahora lo
representan desde el parlamento, y aún cuando los hechos posteriores
demostraron que aquella había sido una ilusión más, la historia política del
Perú no podrá negar el lugar que corresponde a aquella época.
He
observado que había en tus obras que aparecen después de la substitución de
Velasco Alvarado por Morales Bermudez, como ocurre por ejemplo con Adios, señor Perez (1977), Adios, compañeros (1978), La última (1978) y, en parte también, en
La obra debe continuar (1977-1979),
una especie de desilusión, una suerte de desesperación y de escepticismo que,
de alguna manera parece desmentir el optimismo matizado de tus primeras obras.
¿Hay alguna relación entre el contenido de estas piezas y la situación
histórica de la época en que las escribiste?
Difícilmente, un escritor que se aprecie de
honrado, por lo menos, respecto a sí mismo, puede alejarse demasiado del medio
que lo acoge, de las circunstancias políticas que permiten su desarrollo o lo
impiden en una sociedad determinada. En ese sentido, creo que siempre se es
autobiográfico, dada esta inevitable refracción social que se refleja en la
producción personal, sea cualquiera la forma de expresión del individuo.
Lógicamente, para aquellos que habíamos participado activamente del plan
político y cultural de la revolución militar, sabíamos qué significaba esa
substitución: era el fin del proyecto, era el retorno a la democracia
representativa, era el estallido de la pompa. Y este cambio se reflejó en los
actos de todos los peruanos de entonces, tal había sido su influencia y supongo
que también mis trabajos experimentaron un cambio, se tiñeron de escepticismo,
de fe ahogada. Sin embargo, como parece que los seres humanos definitivamente
crecemos hacia arriba, en una búsqueda desesperada del sol, nunca se sabe a la
larga cuánto del error significa experiencia.
¿Suscribes
tú la opinión, más bien negativa, de los intelectuales, que emite el
Coordinador, justamente en Adios, señor
Perez, cuando sostiene que “solo sirven para pensar” y “esa naturaleza los
conduce siempre al error o a la duda”?
Ante todo, quisiera decir que, para mí, una obra
publicada es una especie de descargo, de irresponsabilidad inevitable, ya no
podré hacer nada por ella; habla por sí misma. Con sus limitaciones y
posibilidades, está en manos de un probable director que inteligentemente
levante la estructura dramática que le propongo y, de acuerdo a su rediseño,
acomode e incluso modifique las paredes compactas, aparentemente, de los
personajes y de la temática en general. Los directores tienen muchas cartas
bajo la manga, ese es su papel en relación con una obra de teatro. Por esta
razón, no siempre podría suscribir la opinión de mis personajes, aunque sí del
conjunto. En este caso, puedo referirme a esa actitud “pensativa” y “ecléctica”
de algunos intelectuales latinoamericanos, explicándola de una manera muy simple: hay que considerar que
vivimos en un país con una altísimo grado de analfabetismo, quebrado geográfica
y culturalmente, donde casi podría decirse que el conocimiento es privativo de
las clases altas y medias, que numéricamente son muy pocos. Ante este cuadro,
muchos hombres de la cultura optan por refugiarse en los vericuetos técnicos de
sus especialidades, ejerciendo influencias teóricas a partir de determinados
niveles, en clanes de eruditos que los protegen de la contaminación. Es decir, huyendo
del enemigo que les corresponde como hombres de la cultura en el Perú, esto es,
la ignorancia. En este sentido, tengo que aceptar que Adios, señor Perez trasunta una opinión negativa de esta clase de
intelectuales.
En
cambio, una obra como Identikit (1975) me parece cruzada por varias
advertencias, como por ejemplo: “Los partidos levantan la pobreza del pueblo
para usarla de bandera”, o esta otra: “Se acabó el tiempo de los dueños…”
pronunciadas por el Propietario I, la primera, y por el Abogado la segunda, que
recuerdan indudablemente las propuestas ideológicas desarrolladas en los
discursos de Velasco. ¿Se trata de algo deliberado de tu parte o tan solo de
influencias exteriores inconscientes?
Creo que una propuesta ideológica progresista,
para usar un término amplio, no es exclusiva de nadie en particular. La crítica
a los partidos en sociedades de democracia representativa, así como la crítica
a la propiedad de los medios de producción, especialmente en sociedades como la
nuestra, son inherentes a cualquier plan de transformación social.
Personalmente, yo suscribo estos principios e inevitablemente se confunden con
aquellos que se proponían en ese tiempo, aunque ello nada más fuera en el plano
ideológico, pues por todos es conocido que el gobierno de Velasco no aplicó
radicalmente sus enunciados. Además, quisiera agregar que mi simpatía política
con el régimen de entonces no significaba, en modo alguno, convertirme en su
vocero teatral. En consecuencia,
Identikit es una obra de innegable carácter político, pero de ningún modo
velasquista.
¿Qué te
impulsó a darle a tu teatro, en especial a tus primeras obras como La ceremonia, La cordura, Patria o muerte o
Inkarrí y ¡Ushananjampi!, ese
corte eminentemente social y político que tienen?
Por un lado tengo que reconocer que se debe a la
atmósfera social que se respiraba entonces. Lo político estaba a la orden del
día y la discusión era intensa a su alrededor. Todos nos sentíamos en la
necesidad de encontrar enfoques globalizadores de la realidad. Somos un pueblo,
en extremo, subjetivo y en esas circunstancias nos fuimos al otro lado, a la
ciencia. Lo científico fue un principio constante, elevado a veces con exceso a
la condición de supraverdad y sus métodos comprometían incluso el trabajo
artístico. Había una especialidad universitaria que se puso de moda. ¿Quién no
era sociólogo en ese entonces? Susceptible fácilmente de las influencias del
momento y a causa de mi extrema juventud, agregado mi interés en su contenido,
yo mismo estudié Sociología, contra la simpatía de mis padres, que no veían
nada constante y sonante en ella. Después me trasladaría a la Antropología,
harto de los esquemas y las fórmulas que reducían al hombre a cuatro trazos,
pero la diferencia no fue muy notable. Por otro lado, también es cierto que ha
influido una formación política que traigo sembrada desde el hogar, y que
origina y explica mis vocaciones más profundas.
Patria o muerte es una obra, como señalas, que presenta textos, estructuras
y desplazamientos, adaptados sobre el discurso de Fidel Castro del 4 de febrero
de 1962 en La Habana. ¿Qué motivó la elección de este discurso para componer
una obra teatral?
¿Has escuchado hablar a Fidel Castro? Después de
escuchar una grabación que tuve en mis manos, traté de teatralizar el calor y
la fe vehemente que sus palabras expresaban con tanta emoción. No sé si lo
logré, pero sigo creyendo que Fidel, además de otros valores que ya son
competencia de la historia, es un gran orador.
Asímismo,
¡Ushananjampi! es una pieza que
relata los sucesos ocurridos en Huayanay, una comunidad campesina del Perú, en
setiembre de 1974, donde los comuneros reunidos dieron muerte al asesino del
pueblo, César Matías Escobar de la Cruz, porque las autoridades no cumplían con
su función de justicia. ¿Qué te sedujo en esa acción de la comunidad para
escenificarlo?
Bueno, este hecho de valor histórico, justamente
sucedido durante la revolución militar, puso en el tapete la evidencia de que
este es un país ambiguo, quebrado en su raíz. No solamente las autoridades
judiciales, nombradas desde Lima no cumplían con sus funciones, sino también la
tradición de ese otro lado nacional se había abstenido de hacerlo. Entre estas
dos justicias que coexisten en el Perú, en un momento dado, en el momento de
ajusticiar a un asesino, se impuso la fuerza milenaria de la tradición.
En Inkarrí estás mezclando el mito con la
historia a través de Inkarrí y de Pizarro que, según dices, se enfrentan en una
coreografía de rasgos folklóricos y describen el cataclismo cultural que significó
esa acción. Finalmente, es Pizarro quien vence y le arranca la cabeza a Inkarrí
en señal de victoria. ¿Cómo ves tú el problema cultural en el Perú, simbolizado
por la lucha entre Pizarro e Inkarrí?
Desgraciadamente, Occidente-Pizarro no ha
logrado extenderse no ha querido extenderse en las comarcas de Perú-Inkarrí. Su
extrema mezquindad le ha impedido incorporarse a la cultura nativa, de allí que
exista aislado, en medio del espacio nacional, en sus ciudades, algunas
reconocibles, gracias a una antena que la comunica con el universo, a pesar de
que la mayoría de sus habitantes pueden seguir siendo analfabetos e ignorantes
de lo que puede estar pasando más de los cerros. Esta no integración, este
resquebrajamiento en flor, mucho tiempo después, ahora, se muestra descarnado y
sangrante ante la gran sorpresa mundial. En esto, yo creo que no hay ninguna
novedad: es preciso que Inkarrí reclame su cabeza, ya que no han sabido qué
hacer con ella.
En Adios, compañeros nos presentas la
discusión, en un aula universitaria, de cuatro estudiantes de Antropología.
¿Qué tiene que ver esta pieza con tu propia experiencia de estudiante de
Antropología y, de modo general, crees que tus vivencias personales son
perceptibles en tu obra teatral?
Si mal no recuerdo, esta breve pieza me sirvió
para exorcizar mi fe en la universidad. Creo que después de escribirla dejé de
tomar en serio esa institución que, entre los hambrientos y desocupados del
país, se ha tornado en la promesa salvadora de miles de jóvenes que todos los años
se desgarran por ingresar a este templo del saber, que muy pronto se vuelve el
refugio de la impunidad. Es evidente pues, que a veces la biografía se impone.
En un
comienzo dirigiste el grupo de teatro El Martillo. ¿Cómo trabajabas con tus
compañeros y cuáles fueron las primeras obras que montaron?
El Martillo era básicamente un grupo de teatro
itinerante en la ciudad. Representábamos exclusivamente obras de autores
peruanos que ofrecíamos en los distintos barrios de la capital, ante obreros,
amas de casa, estudiantes. La dirección estaba a mi cargo y los actores nunca
fueron los mismos en las sucesivas obras que representamos: eran aficionados,
estudiantes con otras ocupaciones paralelas. Sin embargo, llegamos a realizar
obras de Áureo Sotelo, Jorge Tanillama, Hernando Cortés, Juan Rivera
Saavedra. A veces invitábamos al autor a
participar en el montaje, otras veces esto no era posible, pero siempre
establecimos una relación de respeto con el autor de la obra, con lo cual
quiero decir que, para mí, en el teatro las cosas deben estar en su sitio.
Asimismo,
con el grupo teatral Yan Ken Po, te lanzaste al teatro para niños. ¿Qué te
atrajo hacia ese tipo de teatro y cómo aprecias los resultados conseguidos?
Del teatro para niños, me atrajeron sus
posibilidades de libertad creativa, de imaginación y de juego con los elementos
convencionales del teatro. Este interés creció notablemente después de
concurrir a las obras que se ofrecían a los niños. Sinceramente, nos pareció
absurdo que a los niños se les cuente historias escritas hace tantos años y sin
un mínimo de esfuerzo creativo, y siempre con esa melcocha moralista que más
que recrear, supongo que los embrutece. Así, comenzamos a crear diversos
cuentos que interpretábamos con actores y títeres, por lo general historias que
tenían la realidad como punto de partida y la cotidianidad como marco de lo imaginario.
Por supuesto, no había zorras, ni lobos, ni chanchitos. Y en el contexto de un
trabajo orientador, en última instancia educativo, obtuvimos satisfactorios
resultados, y sobre todo, la conciencia de que la infancia puede ser también un
estado del ánimo en cualquier edad.
¿Estás de acuerdo con García-Julio, uno de los actores-personajes de La obra debe continuar, cuando dice: “Es que hay que darle al público lo que el público quiere, y el público a veces quiere ver sus frustraciones escenificadas, y los que no las tienen, nunca está demás alimentar el espíritu con un poco de morbo: no todos tenemos una cerradura al alcance del ojo”?
Insisto en que no suscribo todo lo que dicen mis
personajes, a pesar de que el conjunto me pertenece, en intencionalidad y
propósito. El personaje mencionado dice eso ironizando, resignándose por un
instante a cederlo todo, a ser un títere en la escena, solamente para lograr un aplauso esterilizante del público.
El mismo personaje agrega: “Vengo creyendo en el teatro desde que sé que un hombre puede abandonar su forma miserable para transformarse en otro, en dos, en tres, en un ángel, en un diablo” y concluye: “Me estafaron. Prefiero ser un hombre simplemente”. ¿Ya no crees, como tu personaje, en el poder de transformación del teatro? ¿Cuál es o debería ser, para ti, la función más importante del teatro?
Yo creo que en esta parte del mundo el papel que deben cumplir las formas de la lectura debe ser el de ampliar la conciencia del lector, del espectador, del consumidor, del hombre común que no conoce nada sobre Stanislawsky, o Brecht o Grotowsky, pero que tiene un corazón, una sensibilidad y también un cerebro cuyas funciones debe aprender a dominar. El teatro puede contribuir en este trabajo, puede desencadenar interrogantes que acaso solo tengan respuesta en la observación de la vida, en la reflexión de la historia personal y social. Para ello, es preciso que el teatro sea un arte disciplinado, que sea capaz de convocar voluntades y omitir exhibicionismos. Por supuesto que esto está ligado a una conciencia organizada de la vida, a un propósito. De lo contrario, el arte teatral se convierte en un inútil pasatiempo.
¿Es por
eso que en el desenlace de la pieza se dice que, pase lo que pase, la obra debe
continuar?
Sí, pase lo que pase, la obra debe continuar.
Esta es una consigna que aprendí entre bambalinas, cuando se ha caído un
bastidor o la pata de una mesa se ha roto o un tacho se ha caído en la cabeza
de un espectador y la carcajada es general, cuando uno no sabe dónde meterse y
quiere que la tierra se lo trague con todo y zapatos, y es preciso reconocer
que estamos hechos de pequeñeces, que acaso sumadas a lo largo de los años, y
sobre todo en su efecto, resulten una grandeza que permita que no seamos como
toros ciegos golpeándose contra las paredes del corral. Y debe continuar para
los sobrevivientes, para los niños del futuro, para los dignos habitantes del
próximo milenio, para los que merezcan el calor del sol.
Has
cultivado preferentemente el teatro breve, ¿por qué?
No es así, exactamente. He cultivado, como
dices, el teatro en general. He hecho de todo un poco. Cierto que mi labor
literaria ha merecido algunos premios y menciones, es la parte que, digamos,
trasciende. Esta es la fatalidad del acto escénico. Al final, lo único que
queda son las palabras. Pero así como he trabajado con diversos grupos
dirigiendo o actuando, también he realizado algunas obras de mayor aliento,
como se les llama. Sin embargo, es cierto que tengo simpatía por los trabajos
breves, creo que sucede allí algo parecido a la novela y al cuento. En este
caso, la pieza breve es un improntus,
una síntesis que no da lugar a respiros.
Tu obra
teatral me hace pensar en el teatro de Sebastián Salazar Bondy. ¿Ha tenido
alguna influencia en ti este autor? Y de modo general, ¿cuáles son los grandes
dramaturgos, nacionales o extranjeros, que han marcado tu orientación teatral?
He leído y visto lo que se puede ver y leer, en el escaso desarrollo de la
teatralidad nacional, no solamente el teatro de Salazar Bondy, que sin duda
alguna es uno de los más representativos, sino también el trabajo de todo el
teatro contemporáneo del Perú. Algunas veces, he representado este teatro y me
he visto en la necesidad de profundizar un poco más en los autores y en su filiación
social e histórica. En consecuencia, supongo que he recibido la influencia no
solo de Salazar Bondy, sino especialmente de mis contemporáneos vivos. Por otra
parte, también me he nutrido del teatro llamado universal cuya influencia es
inevitable. Sin embargo, no estoy en condiciones de objetividad respecto de mi
propio teatro para personificar influencias.
Entre
las múltiples tendencias que cruzan hoy día el teatro en el Perú, ¿cuál es la
que más se acerca a tus preocupaciones y ¿por qué?
Creo que hay dos tendencias importantes que han
fructificado con obras y grupos, en el Perú de los últimos veinte años. Por un
lado, un teatro de arte, con énfasis en las variables universales de los
hombres en todos los tiempos y latitudes. Este teatro ha venerado, en cierto
modo, el teatro de los grandes dramaturgos europeos y norteamericanos, pero
también ha cultivado las convenciones tradicionales, exigiéndose un nivel de
calidad formal, aun cuando a veces se ha permitido la experimentación y la
búsqueda de nuevos niveles. Por otro lado, cada vez más intensamente, es
notable la presencia de un teatro político, con profundas preocupaciones por la
historia, con un carácter testimonial que lo convierte en útil y necesario en
la difusión de las ideas que competen a una identidad nacional. Este es, por lo
general, un teatro itinerante, eminentemente experimental e inmediato, y en sus orígenes de sincera
preocupación nacional reside una nueva ética teatral. Sin embargo, creo que estas
tendencias, en última instancia, no se oponen. Por el contrario, el segundo es
hijo del primero y yo, personalmente, tengo simpatía por esa conjunción, pues
creo que la merecemos y el teatro puede ser histórico y nacional sin olvidar
que ante todo, es un espectáculo, por lo general, ofrecido a un espectador que
nunca ha asistido al teatro y, en consecuencia, requiere encontrarse con él en
su mayor fuerza: el impacto estético.
¿Crees
tú que el teatro popular y político pueda representar un derrotero para la
creación dramática en el Perú?
Sí, el desarrollo de los acontecimientos está
demostrando que estos factores no solo pueden representar derroteros sino que
se van volviendo inherentes a la creación cultural en el Perú.
Al
final del prólogo de tu libro, escribes: “A pesar de todas mis equivocaciones,
no tengo ningún arrepentimiento.
Sobre esta nave he ido ganando palmas, y perdiendo humildades: lleno de soberbia, he renunciado a muchos
propósitos, me he hecho muchas concesiones; he retornado, finalmente, al fondo
de mi mismo. Y he encontrada intacta mi fe: la fe en un cambio, con las
dolorosas implicancias que esto supone. Aunque para muchos, el Perú está en
manos del caos, para mí, nunca más que ahora ha tenido un sentido”. Me gustaría
que explicaras un poco más esta confesión en forma de autocrítica, revelando en
especial cuáles fueron tus “equivocaciones”. También afirmas que tienes
confianza en el destino de tu país, aun cuando dices: “para llegar a él sea
necesario reventar toda la mierda que le estorba”. ¿Cómo ves ese destino? Y,
por fin, ¿cómo asumes tú, concretamente en el Perú de hoy, tu responsabilidad
de hombre y de artista?
Indudablemente, para entender al Perú hay que
ser peruano, y a veces ni siquiera eso es suficiente, ya lo demostraron algunos
poetas y escritores que en ese intento hasta la vida perdieron. El cúmulo de
contradicciones que se mueven en el espacio nacional, donde diversos pisos de
la civilización coexisten para gran entusiasmo del turismo y de las autoridades
que hicieron de la miseria una tarjeta postal, ha estallado. Estos pisos son
también diversas psicologías, diversos lenguajes y, en consecuencia, diversas
conciencias. Entre nosotros, aquello que llamamos sistema capitalista, y que en
realidad no es sino la herencia de un coloniaje que tributa sus materias primas
al gran señor del norte, nunca ha buscado una verdadera integración nacional.
Nuestras clases dirigentes han carecido de un proyecto nacional y es que desde
sus orígenes son parasitarias del país, a favor, primero de España, luego de
Inglaterra y al final de Estados Unidos. Y en medio de esta gran indiferencia,
afincada en la metrópoli, en el resto del país, cercados por el hambre y la
indolencia, miles de pauperizados, tocados en su dignidad milenaria (no hay que
olvidar que este país no fue inventado por los españoles), reclaman ahora su derecho a existir. No viene al caso
precisar detalles, pero de lo que puedes estar seguro es que el Perú no es la
nueva casa de la anarquía. Por el contrario, en su territorio converge el
esfuerzo de acumular y distribuir rigurosamente una energía, que se ha
propuesto transformar el país. En esta perspectiva, asumo mi condición de
hombre y de artista, mis tinos y equivocaciones, es decir, mi integridad.
(Lima,
noviembre de 1984)
No hay comentarios:
Publicar un comentario