“¿DE QUE SE RÍEN LOS CUERVOS?” capitulo 2


EDICIONES COLECTIVO VALLEJO
LIMA 2005

“¿DE QUE SE RÍEN LOS CUERVOS?”



Capítulo 2



     EL TÍO ABEL SE PUSO SERIO cuando me presentó a la muchacha.

     -Maggie, él es Raúl. Ocupará el cuarto del fondo. Ya hablé con Juanita.

     Ella me dio una mano delicada, y sonrió. Yo seguía sin saber quién era, quién era Juanita, y otros personajes por quienes preguntó el tío Abel.

     -Debo darme una ducha, y volver al trabajo.

     -¿Volver?- me escuché decir.

     -Sí, regreso al mediodía. Maggie es mi mujer, ella te va a indicar donde está el cuarto. Voy a llamar a Juanita para decirle que ya estás aquí.

     Yo había visto cientos de veces el diseño de la casa en las películas americanas, en la TV. La madera, el tapizón y el aire acondicionado que se respiraba adentro, le daban un aspecto acogedor. El silencio lo dominaba todo, el silencio que se percibía también a través de las ventanas, agitándose en el abundante follaje del bosque.

     Maggie me condujo hasta la puerta del cuarto que ocuparía. “!400 dólares¡”, volví a pensar. Alejándose por el corredor, Maggie dijo que me esperaban para desayunar, pero que debía apurarme. “Qué joven es”, pensé.

     Al entrar, encontré un cuarto completamente vacío, de paredes amarillas y una gran ventana por donde la luz se imponía. Puse mis bultos sobre el alfombrado, y di unos pasos reconociendo el pequeño espacio que me albergaría.

     No habían pasado ni diez minutos cuando el tío Abel abrió la puerta y me vio tendido en el suelo, apoyado en mis maletas, mirando las vigas que atravesaban el techo.

     -Me voy -dijo-. Regreso más tarde, no te preocupes, cualquier cosa que necesites o que quieras saber, pregúntale a Maggie.

     Y se fue. En los últimos treinta minutos, pero también desde que llegó a su casa, el tío Abel había envejecido algunos años. Pero no iba a detenerme a pensar en eso, y no se cuántas horas me quedé dormido sobre el alfombrado que tranquilamente hubiera admitido convertirse en mi colchón cotidiano, era realmente grueso, así que nunca escucharía los pasos de nadie anunciándose en el corredor.



     Cuando desperté eché una mirada por la ventana: las ardillas subían y bajaban traviesas por las cortezas de los árboles, hasta casi acercarse a mi ventana, mientras masticaban sus semillas. Más allá, podía ver la pista atravesada por los autos que pasaban raudamente hasta perderse en el bosque.

     Al salir del cuarto, encontré un aviso en la pared. “A la cocina”, decía. Más allá otro con una flecha. “Al baño“. Como me quedé dormido, supuse que Maggie había adoptado ese método, antes de volver a sus asuntos. En el corredor, bajando apresuradamente la escalera del segundo piso, un chino me saludó y dijo algo que no entendí. Más tarde sabría que el inglés de los coreanos era el más infame.

     -Hello, hello!- contesté, viéndolo pasar y perderse en el rectángulo que dibujaban las paredes. Poco después, escuché el motor y las ruedas de su auto peleando con las piedrecillas del estacionamiento. Después, volvió el silencio. Caminé hasta el final del corredor, crucé el cuarto que había entre el cuarto del tío Abel y el mío, tratando de adivinar lo que habría dentro. Recordé que el tío Abel dijo que volvería al mediodía, a lo mejor ya estaba durmiendo en su cuarto. Llegué hasta el living y me fijé en los diminutos adornos de cristal que decoraban los estantes, los muebles plastificados y con sábanas percudidas que llegaban hasta sus patas de león. El polvo cubría las dos aspiradoras que en un rincón esperaban arrumadas.

     En la cocina la estantería de madera sobresalía con su simetría anticuada. Me senté en una de las sillas de plástico que rodeaba la pequeña mesa. Sobre ella, había tazas y restos que evidenciaban su uso reciente. Me fijé bien, y el papel que descansaba sobre un plato estaba dirigido a mí.

     “Raúl: discúlpame, tuve que salir, no quise despertarte, sírvete lo que quieras de la gaveta primera de la izquierda, y lo que quieras del primer piso del refrigerador, nuestros cubiertos están también al lado izquierdo de la mesa del aparador, vuelvo a las cinco, Abel estará desde el mediodía, ¿qué vas a hacer hoy?, te recomiendo que descanses. Nos vemos. Ah, estamos muy contentos de tu llegada...”

     ¿Quién había dejado esa nota? No podía ser otra que Maggie. Sentí mucha calidez en sus palabras. Era una forma de darme la bienvenida. Así lo tomé, y me gustó el gesto porque en realidad aún yo no terminaba de llegar y no eran suficientes las palabras confiadas del tío Abel, seguro que a fin de mes podría pagar los cuatrocientos dólares que costaba mi cuarto. 

     Por la noche tuvimos una velada simpática en la cocina. A pedido del tío Abel, Maggie trajo de su cuarto una botella de vino tinto. Conversamos. La situación del Perú ocupaba el interés de muchos medios de comunicación de USA. Los Ramirez estaban al tanto de los acontecimientos: Fujimori se reelegiría otra vez en las próximas elecciones.

     El tío Abel no dudaba que Fujimori, a pesar de todo, era un buen presidente. “¿Acaso no le ha devuelto la paz al Perú?” dijo. En eso quería que estuviéramos de acuerdo. Pero justamente el tío viajó a USA antes que Fujimori llegara al poder, cuando el conflicto interno agitaba el país, y no se sabía qué pasaría en el futuro. Y, decía yo, había que estar en el Perú para palpar la realidad. El tío Abel llevaba la charla a la broma, y concluía risueño que estábamos en USA, que el Perú estaba muy lejos, y mejor miráramos el porvenir. Quizá tenía razón.

     -Además, ya vas a verlo tú mismo: más que un país, éste un sistema, ésta es la capital del sistema -dijo Maggie.

     El vino californiano que bebíamos alentó la charla.  Seguramente era verdad que la puntualidad, la eficacia de los servicios y las leyes podían cautivar a cualquier latino, y que hubiera trabajo para todos, claro. Maggie hablaba muy poco, aprobaba lo que decía el tío Abel.

     Pensé que por escrito era más expresiva. No hice ningún comentario, solamente la miré. Y el tío Abel comenzó a hablarle con inusitado afecto, como si se tratara de su hija. En realidad, ella era mucho más joven que él, pero era evidente que los Ramírez hacían buena pareja.

     El tío Abel recuperó el aspecto jovial que tenía cuando nos reencontramos. Nos contó de sus años de éxito en el Perú, y cómo a pesar del buen sueldo que ganaba, decidió venir a USA. Contó sus proezas como agente vendedor en una empresa muy conocida, las veces que había sido premiado, y las anécdotas innumerables que recordaba de ese periodo. “¿No es cierto, Maggie?”

     Me llamó la atención la elocuencia del tío Abel como el silencio de Maggie. Ella trabajaba eventualmente como secretaria en la oficina de un abogado latino y le gustaba su trabajo por los intervalos de descanso, aunque en ellos no ganaba nada. El tío Abel le había conseguido el trabajo porque era considerado entre muchos latinos como una persona respetable. Había visto el progreso de muchos peruanos y latinos que comenzaron como él en un cuartito de alquiler, y que ahora tenían sus casas, sus autos, sus ahorros, sus negocios.

     Más tarde, mientras Maggie salió por un momento, el tío Abel me contó en dos palabras que este era su tercer compromiso en USA, que prefirió dejar su casa propia a la mujer con que había vivido antes, era preferible antes de exponerse a las leyes americanas:

     -En este país el amor es un contrato - dijo.

     Maggie no tenía ningún problema en vivir con él en ese cuartito. Y me estaba diciendo que ella no tenía cerebro, o algo así, cuando Maggie volvió, y él cambió de tema bruscamente, y me habló de los otros inquilinos que vivían en la casa. En el cuarto situado entre el de ellos y el mío, vivía Davy, un americano, el inquilino más antiguo en la casa, trabajaba en un colegio, conduciendo uno de esos ómnibuses amarillos -bus school- desde las siete de la mañana. Por la tarde se encerraba en su cuarto y casi nunca se le veía, salvo los sábados cuando bajaba al sótano a lavar ropa. Algo quiso decirme Maggie sobre Davy, pero el tío Abel la interrumpió para decir que los ruidos que a veces salían de su cuarto eran propios de un hombre solo.

     -Arriba, vive un coreano, y un negro americano.

     -Abajo, la Señora -dijo Maggie.



     Juanita era la dueña de la casa. Estaba casada con George, un norteamericano que en los 70 junto con otros jóvenes rebeldes habían remecido la opinión pública con sus protestas contra la intervención USA en Vietnam. Durante mi estadía en la casa, solamente lo vería tres o cuatro veces, siempre manipulando listones de madera, carretas cargadas de cemento o arreglando su auto, embutido en un overol muy sucio, siempre con un tarro de cerveza en la mano. Con Juanita, formaban una extrañísima pareja, él un gringo blanco y muy alto, y ella una peruana morena y bastante pequeña. Además, estaba la madre de Juanita, la Señora, peruana de origen quechua, que llegó muy joven a USA, con sus dos hijas y hablando poco castellano y menos inglés.

     En realidad Juanita era a medias la dueña de la casa. En Estados Unidos, con buen crédito, la clase media -que constituye una gran mayoría- puede acceder a la propiedad de una casa, si se compromete a pagarla puntualmente, en plazos de 10, 20, o 30 años. La casa ya tenía su larga historia cuando fue comprada por el marido de la Señora, un norteamericano que no tuvo hijos con ella y que murió de un infarto fulminante un crudo invierno, diez años después de la boda. De modo que las hijas heredaron la deuda y debían terminar de pagarla. Pronto, la hija menor se fue de la casa, enamorada hasta el seso de un violinista cubano, y Juanita fue la única que trabajó y trabajó, hasta que pagó la casa. En veinte años de convivencia, Juanita y su madre tenían una enconada rivalidad por el control de la casa, hasta que aquella decidió irse a vivir con George, y contra la opinión de la madre, puso un aviso en el Washington Post para alquilar la casa por cuartos, y arrimó al sótano todas las cosas de su madre.

     Por eso me advirtieron que en lo posible no me acercara al sótano, y menos si no pagaba los 400 dólares pues todavía era un inquilino precario. Aunque el tío Abel aseguraba que no debía preocuparme porque él ya había hablado con Juanita y recomendaba que si la Señora me decía algo, le contestara respetuosamente y siguiera mi camino. Todavía no la conocía y ya me la representaba como si fuera el ogro del que dependía mi éxito en Estados Unidos.

     -Toma -dijo el tío Abel con un billete de 100 dólares en la mano-. Para los papeles; ya me pagarás después. Mañana Maggie te lleva a Washington.

     Maggie lo miró sorprendida, pero no dijo nada.

    

     Al día siguiente me levanté algo tarde. No había podido dormir pensando en los nuevos personajes de mi vida. Una extraña paz invadía el bosque y, asomándose otra vez por la ventanas, vi que también envolvía todas las casas. Esa desolación no me alcanzaba, yo contaba con el apoyo del tío Abel y de su joven mujer, tenía por lo menos un cuarto donde dormir y algunos muebles algo desvencijados que saqué de una pequeña cabaña construida fuera de la casa.

     No había nadie en casa. ¿Qué habría pasado con la oferta de ir a Washington? Yendo hasta la estación del metro, se llegaba a través de él en una hora, o poco menos. Todo queda lejos en Virginia, sin un auto que atraviese la enrevesada red de autopistas y lo conecte a las zonas urbanas no se resuelven las grandes distancias que hay entre un lugar y otro. Todas las casas tienen estacionamiento, y en la que empecé a vivir, solamente yo y la Señora no teníamos un auto estacionado en la puerta.



     La curiosidad me llevó hasta la escalera del sótano. Por el silencio que reinaba allí, estaba seguro que no había nadie, o que la Señora estaba en su cuarto, todavía durmiendo. Bajé cuidadosamente peldaño tras peldaño, sintiendo mis pasos ahogados en el alfombrado. Una pequeña lámpara en forma de muñeca se encendió en el descanso de la escalera, me asusté, pensé que me habían descubierto, pero era un dispositivo electrónico que se había activado al pasar delante de él. Seguí bajando, vi una gran cantidad de muebles arrumados unos encima de otros, aparadores, un ropero portátil, adornos, más lámparas, llamas y osos de peluche en el ambiente cargado del olor inconfundible desaliento que deja el tiempo estacionado. Pero lo que creí una almohada sobre un mueble era la espalda combada de la Señora. Volteó con dificultad y me miró cuando aún yo no terminaba de descender la escalera.

     -¿Qué quiere?- me dijo.

     -Disculpe, sólo miraba.

     -¡Váyase de aquí! No lo queremos en esta casa- replicó, sin soltar el teléfono celular que tenía en una mano.

     Era muy anciana, hablaba con dificultad y sin moverse. A pesar del colorete en sus mejillas, reconocí en sus rasgos a una mujer de la sierra peruana, de mirada andina, profunda y cargada de energía, solamente que no le quedaba bien la ropa que tenía encima y no había razón para que me echara de la casa. Pensé que a lo mejor no sabía que yo era su nuevo huesped.

     -Mi nombre es Raúl, y estoy viviendo aquí desde ayer.

     -Juana no tiene ningún derecho a admitir extraños en mi casa. Váyase, váyase de aquí.

     Sus poco amigables palabras me hicieron recordar la advertencia del tío Abel; por eso le pedí disculpas por la molestia, y me despedí rápidamente. En el descanso, otra vez la muñeca encendió su luz. Salí buscando la puerta de la calle.



     Decidí recorrer las calles aledañas. Las casas de Burque, así se llamaba la zona, estaban dispersas en medio del bosque, con una buena distancia entre una y otra. El cemento de las veredas y de las pistas era la señal más citadina, aunque fueran los autos, raudos, de motores silentes, los que más se imponían en este aspecto. Era raro ver un auto viejo, como a los que estaba acostumbrado en mi país. Los choferes respetaban escrupulosamente las señales del tránsito, aunque no hubiera gente en las calles, y el conjunto de casas flanqueadas por exuberantes ramajes de pinos y abetos era muy agradable a la vista.

     Las calles eran posesión casi absoluta de las ardillas que subían y bajaban a hurtadillas de los árboles, deslizándose entre las ramas, apareciendo y desapareciendo en el enmaderado de los patios traseros. ¿Dónde estaba la gente? A esa hora todo el mundo trabajaba, y las casas brillaban bajo el tibio sol de los primeros días primaverales.

     Quizá en algunas casas, las babysister latinas cuidaban niños, perros, gatos, silenciosamente. El tio Abel me había comentado que la faena comienza temprano, y termina a las cuatro o cinco. A esas horas los autos salen de sus estacionamientos, las pistas se llenan de filas interminables de máquinas, todos vuelven a sus casas, es el final de la faena y los adornos de flores artificiales que se cuelgan en las puertas dejan de ser una decoración fantasmagórica.



     Me preguntaba cuántas vueltas ya había dado entre tanto follaje y veredas circulares, cuando se detuvo a mi lado un antiguo pero bien conservado auto deportivo. No reconocí a la mujer que manejaba, llevaba unos lentes oscuros y el viento revolvía sus cabellos.

     -¡Hola! ¿Qué haces acá? -dijo con voz amable.

     -¡Ah, hola, eres tú!... No te reconocí. Salí a conocer un poco.

     -Pero estás lejos de la casa, te vas a perder.

     -Está todo fríamente calculado- le dije a Maggie, sonriendo, pasando de la sorpresa al gusto de encontrarla y poder charlar, aunque evidentemente la casualidad nos dio el encuentro. La habían llamado de urgencia del trabajo y tuvo que atender un asunto desde temprano. Si quieres, me dijo, podíamos ir ahora mismo a Washington. La idea de ir a la capital en ese momento me encendió de entusiasmo.

     -Pero no traje los dólares conmigo.

     -Te presto, luego me devuelves.

     -Okey, let’s go! 



     Juro que fue el deseo de conocer la capital de USA lo que me instaló en el auto de Maggie, y no un trato con traficantes de documentos falsificados.

     El mustang arrancó. Adentro, respiré el mismo aire acondicionado de las casas y los ascensores. Ese aire químico era preferido al que venía de la frondosidad del bosque. Llegamos a una gran autopista, los carteles electrónicos anunciaban próximas entradas o salidas. Mc Donald y Burger King nos salían al paso, como altas torres emergiendo de la arboleda.

      

     Maggie tenía poco más de treinta años. Pero la noche anterior me había parecido contemporánea al tío Abel, por su silencio, por su obediencia y un pesar que oscurecía su mirada. Con los lentes, el pelo suelto, los jeans apretados y unos aretes de azulejos que titilaban en sus orejas, parecía otra y debo confesar que me incomodé cuando, a toda velocidad por la autopista, con el filo de una media sonrisa, me preguntó:

     -¿Te quedarás en USA?

     -No se. Si vuelve a ganar Fujimori, no quiero regresar. Pronto serán las elecciones.

     -Ya se sabe que va a ganar. Así fue la vez anterior. Otra vez, el fraude.

     -Sí, sí, y la costumbre al fraude, a la mentira, y las condiciones actuales donde todo el mundo anda encerrado en su concha de caracol.

     -Dice Abel que tú debes haber estado de acuerdo con la guerrilla.

     -¿Qué? -pegué un salto. Yo no había estado con la guerrilla, como no había estado en contra. Trabajaba en un instituto tecnológico, me dedicaba a mis clases como aplicado profesor, a mis teorías, mientras afuera los bombardeos y enfrentamientos del pueblo más humilde y el ejército de las fuerzas armadas teñían de sangre las calles y el alma de los peruanos.

     -Así dice Abel.

     -No sé porqué. Quizá para él, todos los que se quedaban en el Perú eran guerrilleros. Si no recuerdo mal, esa guerra se perdió.

     -La guerra, pero no la revolución.

     Cuando Maggie dijo eso, mi teoría sobre los rostros se vino abajo. Todos tenemos muchos rostros, de hecho hace un tiempo me dediqué a hacer máscaras de arcilla y creía que a las personas se les ve de una manera de perfil, y de otra de frente, y hay ángulos y momentos en los que miramos como si fuéramos otros. En medio de estas apariencias, siempre llamaba mi atención el rostro de las mujeres, sus perfiles extraños. Cuando la comunicación no requiere precisiones y los encuentros fortuitos o repetidos dan origen a las coincidencias, acaso entonces aparecen las grandes decisiones. Por eso creo que si una mujer tiene un pensamiento exacto y una buena apariencia, en primer lugar me quedo abobado, y luego entiendo que estoy caminando en una zona de peligro.

     -Me gustaría ir a España- dije-. No se a qué. A vagabundear, supongo. Y claro, conocer aquí, un poco. Trabajar para reunir el pasaje. 

     -A lo mejor te gustan los dólares. Y te quedas.

     -No creo.

     -Aquí hay trabajo, mucho trabajo, es un país enorme, e industrializado por los cuatro costados, eso lo hace frío y mecánico, y necesita mano de obra. Y la mano de obra más abundante es la de los latinos, te va a sorprender la cantidad de latinos que viven aquí.

     Y mientras devorábamos con el auto kilómetros y kilómetros, escuchando un grupo rockero que ejecutaba su música electrónica y vociferaba en un inglés incomprensible, Maggie me contó que tenía ya mucho tiempo en USA, mucho tiempo, que algunos años después de acabar el colegio iba y venía con su visa de turista, hasta que decidió quedarse y ahora era una ilegal. Tenía poco tiempo casada con Abel, hablaba inglés a la perfección y, a pesar de las distancias, estaba al tanto de todo lo que pasaba en Perú. Sabía que durante los años que vivía en USA, justamente se había desencadenado en el país una violenta guerra, con muchos muertos y desaparecidos, y que Fujimori había vencido esa guerra, pero que pronto se convirtió en un despreciable tirano.

     Pero siempre había pensado que esa guerra se perdería, porque los políticos del Perú “son capaces de hipotecarse al diablo, antes de ceder el poder”.

     -Adivina quién es el diablo más poderoso del mundo, agregó.

     Era de ascendencia italiana y tenía un origen social alto, pero el negocio de panadería que mantenía a su familia se vino abajo a causa de las leyes adversas a la producción nacional que Fujimori promulgó. De modo que, como tanta gente, como sus hermanos mayores que vivían aquí desde antes, y como tantos de sus familiares, acompañando a su madre llegó para visitar a uno de sus hermanos, pero a la hora de regresar, a pesar que nada le atraía de USA, se vio obligada a decidir, y decidió quedarse. La madre, sin parar de llorar porque su última hija se separaba de ella, regresó sola al Perú. Y ahora no sabe cuánto tiempo hace que no la veía, porque “el tiempo no te da tregua y no se puede mirar atrás”.

     Sin embargo, a través del teléfono tenía una comunicación constante con sus padres, por cartas y encomiendas. En USA hay un mercado prolijo de encomendarías y encomenderos que vendían al peso un poquito de Perú, los discos de moda, los chocolates más conocidos, el periódico de ayer y por cinco dólares tarjetas para comunicarse con el rincón más apartado del Perú por unas horas y, estar en casa, sin estar allí, mirándolo todo de lejos, pero siempre mirándolo.

     -Vámonos a España- dijo de pronto.

     -¿Qué dices?

     -...Nada, tonto, es una broma. Debo asustarte un poco, ¿no? En este país todos estamos locos. Todos tenemos que cumplir con el crédito, con las leyes, con los impuestos, y hay que trabajar y trabajar. Aquí se le paga a la gente por hora, cuánto rindes por hora, tanto te pagan, de modo que la gente trabaja todo el día. Es el estilo norteamericano, to work and to work and to work, time is money, I pay cash.

     Maggie tenía el rostro encendido, pero mientras hablaba, manejaba con la mayor naturalidad. Tenía permiso de conducir desde los quince años, y recordó su último verano en Perú atravesando las calles de Barranco, con el auto de su padre, lleno de muchachas, con unos tragos encima y uno que otro cigarrito, lanzando sus frescas carcajadas a la brisa marina. Pero era diferente manejar en USA. Aunque la licencia de conducir es documento personal importante, las leyes de tránsito eran tan inflexibles que uno podía terminar en la cárcel por pasarse la luz roja, ni hablar de unos tragos encima, especialmente en este Estado, podías terminar deportado. “Es el Estado del poder, nada menos. Es el área de mando de la potencia mundial más importante del planeta, mal que queramos”.

     -Si fallas en la autopista, te mandan al psiquiatra, y después de pagar las multas, tienes que ir a clases de reintegración social, donde debes golpearte el pecho porque con esta máquina de cuatro ruedas, pudiste matar a un ciudadano americano por tu mala cabeza.

     -No está del todo mal. En el Perú, hay más muertos por accidentes de tráfico que por la guerra interna.

     -Bah, la muerte es la muerte.

     -No creo. Hasta tu muerte puede tener significado.

     -Raúl, estás en USA, aquí nada tiene significado, salvo el dinero que tienes en la cuenta bancaria. Es todo tan frío, tan premeditado para el flujo comercial, todo corre con el dinero, con la velocidad de las compras y las ventas, todo tiene precio, y no hay ningún espacio para nada que no sea el trabajo y el dinero.

     -¿Tanto?

     -Si por lo menos, me pagaran mejor. Porque así como se gana se gasta. Me gustaría trabajar en algo más interesante que en un despacho atiborrado de papeles, sellos y telerañas jurídicas: quisiera trabajar como traductora, ese es mi sueño. Abel se ríe, y tiene razón, no hago nada para intentarlo.

     Había amargura en sus palabras, cambié de tema, preguntándole por los edificios que asomaban en el horizonte del bosque. Pronto estuvimos en medio de una urbe de bloques gigantescos de cemento, vidrio y madera, puentes circulares de dos o tres pisos, y avisos luminosos enormes o residencias antiguas con leones de mármol cuidando puertas solitarias adornadas de flores. “¿Washington?” pregunté. Maggie dijo no, es Arligton. Me entusiasmó volver a encontrarme con ese nombre. Yo había llegado a alguna de sus esquinas, en alguna el tío Abel me había recogido, así se lo conté, y me confió que ella se había opuesto a que llegara a su casa.

     No le pregunté porqué, ni se lo preguntaría si volviera a ocurrirme lo mismo en mil años. Como mi palabra no cuenta, tú ya estas aquí-dijo. Y sonrió. 

     -Vamos al estacionamiento. La verdad que no me atrevo a manejar en Washington, los guardias son muy estrictos.

     ¿Eran las once, las doce, cuando entramos a la estación del metro? Las tres escaleras eléctricas estaban llenas de gente que descendía, como al otro lado, otras tres que subían. ¿Eran hombres? ¿Eran mujeres? Parecían de cera, no se movían, solamente descendían o subían, inmutables, sin mirarse, ensimismados. 

     En el metro de Washington hay estaciones aéreas y estaciones subterráneas, y algunas a nivel de las calles. Franconia Sprinfield Station era la última estación del metro en dirección sureste a Washington, un torreón de 100 metros de altura donde cada cinco minutos los vagones cargaban sus pasajeros, y en poco más de 30 minutos llegaban a la capital del mundo, como dijo una voz por el parlante, dándonos la bienvenida y deseándonos en inglés buen viaje. Maggie deslizó unos billetes en las ranuras de una máquina que le devolvió dos tickets y unas monedas. Una lectora electrónica nos dio acceso al corredor donde nos esperaba con las puertas abiertas uno de los quince vagones.

     Adentro, otra vez, fue el aire acondicionado lo primero que respiramos. Y la gente, claro, su silencio. Tuvimos que sentarnos en asientos separados, aunque yo hubiera preferido seguir charlando. Otra vez vi el prodigioso paisaje de arboledas salvajes y eventuales edificios, factorías, centros de educación, el horizonte de un bosque gigantesco, al otro lado estaba Washington. Algunos pasajeros eran latinos, otros negros, blancos americanos, paquistaníes, vietnamitas, coreanos, abstraídos todos en sus pensamientos, en sus papeles, en sus calculadoras, en sus agendas electrónicas. Reparé que el vagón estaba lleno de gente de todos los colores, y quizá de diversos idiomas, por sus procedencias y la evidencia de sus vestuarios impecables.

     Mientras yo miraba el ancho río desplazándose en el horizonte, de pronto el metro descendió vertiginosamente hacia un túnel profundo. Tragué saliva, estaba viajando en una montaña rusa que no tenía cuándo terminar. Las luces ni titilaron, lo único que cambió en el interior del vagón fue Maggie que se sentó a mi lado.

     -Es un túnel bajo el río Potomac- me dijo, menos crispada que yo.

     -¡Maravilla tecnológica, mujer!, y ¿a qué hora acaba?

     -Enseguida, tonto, enseguida.

     Estaba divertida con mi espanto. Largos minutos después, el metro recuperó su posición horizontal, lentamente, subiendo otra vez a la superficie. Ella estaba muerta de risa.

     -¡Es el metro de Washington, hombre!

     Reí, también yo era un extranjero provinciano, ajeno a un mundo donde las máquinas estaban en todo, máquinas de diversos tipos y automatismos. Bajamos en un punto del enorme subterráneo, y tomamos una conexión. Pronto estuvimos en la Columbia Station. En el hall de esta concurrida estación la gente se cruzaba en todas las direcciones, más escaleras eléctricas bajaban y subían, y en los corredores, planos y carteles luminosos indicaban las diversas líneas del metro, los horarios, los afiches de recomendación ciudadana, mientras un grupo de jazz rompía el silencio en esta vida subterránea, y el olor del desinfectante que los obreros latinos dejaron en sus jornadas de limpieza nocturna se sentía en el ambiente.

     -Te espero aquí -dijo Maggie-, enseñándome una hilera de máquinas de change, de cambio, de dólares de 100 en 50, de 50 en 20, de 20 en 1 y de uno en tantos centavos.

     -¡Qué! ¿No vienes conmigo?

     -Te indicaré cómo llegar, es muy fácil, además ¿a qué le temes?

     Con el valor que la muchacha estaba sembrando en mi corazón, volví a mirar a la gente. Efectivamente, ¿a qué? Le pregunté, con algo de miedo pero sonriendo, si no me estaba enviando al Bronxs de Washington, donde se decía, como en todos los barrios negros de USA, practicaban un racismo de venganza contra todos los otros colores de la gente.

     -No, hombre, este es el barrio latino.

     -Pero ¿porqué no puedes venir conmigo?- le dije serio.

     Me miró en silencio. Y más seria que yo dijo:

     -Ya te dije que soy ilegal.

     -¿Y?

     -Si hay una batida por aquí, me mandan esta misma noche al Perú.

     Esta era la zona del trafico de documentos y la policía siempre rondaba y eventualmente hacían el alarde de espectaculares batidas. En realidad, se hacen los desentendidos para facilitar los movimientos de los latinos. Después de todo, el correaje necesita brazos. Entonces, debía ir solo con mi alma. Atravesar calles desconocidas, eran cinco, vuelta a la izquierda y dar con Colon Square, un pequeño parque.



     Subí por la enorme escalera eléctrica que a través de un túnel casi vertical que me condujo a la luz del día, junto a gente que otra vez bajaba y subía. Allí me hice una pregunta descabellada. Qué pasaría si me pierdo en la enorme ciudad. Bueno, llamar por teléfono, pero sería todo un lío hasta que me encuentren. ¿Y si Maggie me había traído justamente para eso? ¿No me había confesado que mi llegada a su casa no era de su agrado? Sabía que podía llegar a eso y a mucho más.

     No debía dudar de la actitud sencilla y juvenil de Maggie. Así que di los primeros pasos hacia esas calles extrañas, armado de algo que bien mirado podía considerarse valor. Mi destino era la Columbia Road, y esperar que alguien se me acercara y me ofreciera documentos falsos. “No puedes equivocarte, el tráfico es moneda corriente”, me había asegurado Maggie. No demoraría más de una o dos horas, me esperaría en el metro, junto a la máquina del change.

     Caminé las cinco calles, cruzándome con todo tipo de personajes. Era evidente que esta era zona de latinos, los letreros de las tiendas estaban en inglés y en español, además el ambiente característico de una población similar a las nuestras se sentía en las angostas calles de caserones antiguos. ¿Esto era Washington? Era uno de sus barrios, el latino. Y no eran sólo los negocios, o los rostros y el idioma, sino la manera de caminar de la gente que se cruzaba conmigo en las veredas, su inconfundible andar, la música de sus cuerpos.



     Efectivamente había una placita. Después de esperar que el torrente de autos se detuviera, crucé la pista, mirando con recelo los cambios del semáforo. Me senté en la primera banca que vi vacía y por primera vez en USA me di cuenta que no habían perros callejeros. Encendí un cigarrillo y, no pasaron ni dos minutos cuando alguien se puso a mi lado y preguntó:

     -¿Qué hay, brother?.

     -Qué tal.

     -Qué quieres, tengo Social Segurity, Green Cart, pasaportes, hierva, algo de coca y crack.

     Era un hombre joven, con un vibidí azul, y una enorme cadena de oro colgándole del cuello. Tenía un acento centroamericano, y por los ralos bigotes que alisaba sobre su boca pensé que era mexicano.

     -Habla- me dijo.

     -Nada, los papeles de trabajo.

     -Ah, acabadito de llegar, ¿no? ¿De dónde, brother? Pareces argentino, por tu acento.

     -Soy peruano.

     -¡Ah, peruano!, mis respetos, hombre, eres de esa tierra rebelde... ¿Cómo se llama ese que dirigió la guerrilla?

     Callé, lo miré, preferí no decir nada.

     -No se a quién te refieres.

     -A ese, no recuerdo su nombre. En Honduras, hace años se hablaba que en el Perú había una revolución a muerte. ¿Qué pasó? Yo vine aquí con mi padre que es refugiado político, y él siempre decía: “!bravos los peruanos!”

     Dándole un golpe de confianza en el hombro, le dije que necesitaba los documentos ahora mismo, cuánto me iba a cobrar y cuánto demoraría.

     -Hombre, tratándose de un peruano, ciento cincuenta dólares, nada más.

     -Solamente tengo cien.

     -Vengan los cien. Dame una foto y en dos horas te convierto en ciudadano americano.

     -Primero los documentos, después los dólares. No pago nada por adelantado. Toma la foto.

     -¡Ese es mi rico Perú! Okey, te voy a hacer una Social Segurity y una Green Card, enmicada, igualita a la verídica. Regreso a este punto en dos horas exactas. Preferible es que no te quedes aquí, a veces hay redadas, la policía, tú sabes.

     Y se perdió entre la gente que trajinaba la acera.



     Decidí caminar, escudriñar las calles, la gente apurada que cruzaba las esquinas. No quería perderme entre esas avenidas extrañas, y no me quedó otra que caminar resueltamente en línea recta hacia el horizonte que anunciaba una plaza más grande, con un monumento o algo parecido. Podía regresar al metro y reunirme con Maggie, pero ella no quería acompañarme en mi excursión por el barrio latino de Washington.

     Salas de baile, de salsa, de jazz, de tango, restaurantes y negocios de comida caracterizaban la avenida llena de avisos comerciales. Miraba las vitrinas, los precios y las guapas mujeres que se asomaban en todos los negocios, los transeúntes murmurando sus idiomas, muchachas con el pelo en punta o pintado de azul. Entre latinos teñidos de rubio y negros anaranjados fue pasando el tiempo. Me sentí caminando en medio de una escenografía móvil, con colores muy vivos, es cierto, pero me preguntaba cuánto tiempo viviría esta estación, con los personajes alrededor de los que de pronto giraba mi vida. ¿Y qué me esperaría después de tener los benditos documentos?

     El hondureño cumplió con su palabra y a la hora establecida cruzó la pista y nos encontramos en la placita donde yo lo esperaba desde hacía cinco minutos. Me pareció que estaba un poco amoscado, pensé que traía alguna mala noticia. Pero, discretamente, en un diminuto sobre amarillo me dio los papeles. Les di una fugaz mirada y distinguí un par de carnets enmicados. Como nunca había visto los originales, lo mismo daba si los veía con detenimiento. Le entregué el dinero, y nos despedimos

     -Bienvenido al cautiverio -me dijo, alzando una mano.



     Después de caminar las calles de retorno a la estación del metro, encontré a Maggie en el lugar indicado. Le conté rápidamente todo, le mostré el sobre y lo abrió para ver los documentos. Me fijé en sus manos mientras los miraba, no me hubiera importado que dijera que eran demasiado falsos, porque la verdad que el paso siguiente todavía era un movimiento desconocido para mi.

     -Están buenos- dijo.

     Pasamos otra vez por las máquinas de control, enseñamos a la lectora electrónica los mismos billetes que usamos para venir y caminamos apresuradamente al vagón que estaba partiendo. Ya instalados en los asientos, Maggie soltó una carcajada. No entendí el motivo, y se lo pregunté.

     -Abel se muere si sabe que hemos venido aquí. Es la zona más peligrosa de Washington. En esta zona se reportan toda clase de crímenes. Con todos los años que tiene aquí, Abel nunca ha venido.

     -No me parecen calles tan peligrosas. Bueno, he visto alguna gente hablando a voz en cuello, pero así somos los latinos ¿no?

     -Los latinos son los más trabajadores en Estados Unidos, pero también los más ilegales, por eso son sospechosos de todo.

     -Sí, pero mira- le dije riendo y enseñándole mis papeles- soy un ciudadano americano, un poco falsificado, pero ciudadano al fin.

     Volvimos al mustang que nos esperaba en el estacionamiento. Ella manejó en silencio. Miraba el paisaje a través de la ventana, cuando reconocí las pistas aledañas a la casa, y pensé que el paso siguiente era conversar con el tío Abel, no podía olvidar que una deuda pendía sobre mi.

     -¿Puedes hacerme un favor?- preguntó Maggie.

     -Claro, cuál.

     -No le digas a Abel que hemos venido a Washington.

     -Pero ¿no fue eso lo que propuso anoche?

     -No, me dijo que te dijera cómo llegar.

     -Bueno, inventaré una historia.

     -Mejor no le digas nada. Nada. Esta tarde nunca ocurrió, ¿entiendes?

     No supe qué contestarle. Balbuceé que estaba de acuerdo, okey, okey.

     -Estamos cerca. ¿Te ubicas desde aquí?

     -Sí, creo que sí.

     -Entonces, baja del auto, y llega más tarde. Abel debe estar en casa.

  

    








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