EL CRIOLLO
El criollo desciende directamente de la raza de los
conquistadores, aquellos que varios siglos atrás, venciendo los miedos y el
caos que estrangulaban sus pueblos, encontraron en el mar y en la aventura la
posibilidad de una mejor existencia. Ese espíritu aventurero sembró de difíciles
emociones la conquista de estas tierras. En nombre del Dios cristiano y el Rey
español, el orden, el riguroso orden incaico,
-todavía no suficientemente asumido en la consciencia de los nuevos
peruanos- se convirtió en un corazón palpitante, hibernado bajo las nuevas
condiciones que le impusieron la colonización y, posteriormente, la república.
Pero ya agotadas las arcas de la tierra o agonizante el régimen
social que permitía su explotación, lo que queda del criollo en nuestros
tiempos es solamente un triste rezago, sin el más remoto asomo del honor y la
hidalguía que caracterizó a sus antepasados. Por esta razón, con frecuencia trata de reemplazar esos valores con un supermarket de palabras, tras las cuales
se escuda para no revelar su insondable vacío interior. El criollo pues habla,
habla, habla. Reemplaza la realidad por universos lingüísticos, en la certidumbre
de lograr en sus oyentes una actitud aprobatoria y conquistar una nueva vez, ésta
en su imaginación, todos los vasallos, todas las mujeres, todo el poder, todo
el éxito que requiere para aliviar su orfandad.
Su discurso victorioso avanza especialmente entre las
botellas, con gruesas palabras afirma su destreza en los negocios donde está
convencido que los problemas solo son cuestión de “muñeca” y esa influencia o
el desprecio que muestra por el sexo opuesto delatan una seguridad muy frágil.
A causa de estas maneras, el criollo nunca se detiene a observar
la realidad: el silencio le es insoportable. Por no tener sobre qué recogerse,
el silencio puede avizorarle el fin, o el nuevo imperio de sus fantasmas, de
aquellos que le acosan desde su llegada a estas tierras y que a veces se le
asoman cuando transita una calle de Lima, entre los ambulantes, los trabajadores
marchando, los niños payasos-cantantes-vendedores, los locos, las mujeres
cargando a sus niños, pidiendo limosna, con sus miradas húmedas y un rictus de
no se sabe qué en los labios.
La verdad que el criollo procura no acercarse mucho a Lima:
la vida le resulta muy amarga después de recorrer sus calles, sin saber
exactamente cómo recomponerlas, cómo devolverles el semblante que quedó
estampado en viejas y nostálgicas fotos, cuando el medio ambiente todavía
combinaba bien con la pulcritud y la elegancia de su vestir. Y esta armonía es,
para el criollo, fundamental. O quizá, solamente, obsesiva: su aspecto no debe
delatar ningún abismo interior, el más mínimo conflicto. Por lo general, el
culto a la apariencia es para el criollo casi una necesidad, la discreta
apariencia de su desarraigo, de su permanente racismo, de su obsecuente gana de
no identificarse con el país y, por el contrario, mirar deslumbrado las grandes
metrópolis de Occidente, allí donde el progreso que resulta del genocidio puede
ser legítimo y hasta laureado.
Pero toda la pompa que recubre su espíritu no han podido
ocultar la soledad que trasuntan sus movimientos pues en todos sus vínculos
trata siempre de imponer una relación de interés irrenunciable: la raíz misma
de su cultura es el interés. Cuando el panorama se le aparece adverso a la
utilización y el usufructo, acumula un sentimiento de hartazgo que solamente
puede desahogar a través de la violencia. Una violencia descontrolada, sin un
destino preciso. Una violencia estéril que irradia en todas direcciones y que
no es sino el estertor de sus energías.
Lima, capital criolla del Perú, ha generado a través de la
educación, de las formas de la cultura, una falsa conciencia del Perú y no es
nada raro que en el resto del país, con frecuencia hayamos visto el reconocimiento
de Lima como el punto ineludible desde el cual debe entenderse el Perú. Y ello
es absolutamente explicable si se tiene en cuenta la fuerza que hasta hace muy
pocos años concentraba la capital respecto a las provincias. Pero hoy que la
tortilla empieza a voltearse y Lima es una ciudad altamente provinciana, el
criollo y todo el arsenal ideológico que sostenía su desarrollo, comienzan a
desbaratarse.
Si bien el precio de la recuperación de una conciencia nacional
será muy alto, y, por lo pronto, nos exige liberar nuestro obrar del
acriollamiento artificial que todos los días nos asalta, por encima de la
sangre que derrama la bestia, los signos de la evolución convergen en esta parte
del mundo.
Publicado en El Diario de Marka (Lima, 28 de octubre de 1985)
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