EL CRIOLLO (El Diario de Marka 28-10-85)


EL CRIOLLO

Por Alberto Mego

El criollo desciende directamente de la raza de los conquistadores, aquellos que varios siglos atrás, venciendo los miedos y el caos que estrangulaban sus pueblos, encontraron en el mar y en la aventura la posibilidad de una mejor existencia. Ese espíritu aventurero sembró de difíciles emociones la conquista de estas tierras. En nombre del Dios cristiano y el Rey español, el orden, el riguroso orden incaico,  -todavía no suficientemente asumido en la consciencia de los nuevos peruanos- se convirtió en un corazón palpitante, hibernado bajo las nuevas condiciones que le impusieron la colonización y, posteriormente, la república.

Pero ya agotadas las arcas de la tierra o agonizante el régimen social que permitía su explotación, lo que queda del criollo en nuestros tiempos es solamente un triste rezago, sin el más remoto asomo del honor y la hidalguía que caracterizó a sus antepasados. Por esta razón, con frecuencia trata de reemplazar esos valores con un supermarket de palabras, tras las cuales se escuda para no revelar su insondable vacío interior. El criollo pues habla, habla, habla. Reemplaza la realidad por universos lingüísticos, en la certidumbre de lograr en sus oyentes una actitud aprobatoria y conquistar una nueva vez, ésta en su imaginación, todos los vasallos, todas las mujeres, todo el poder, todo el éxito que requiere para aliviar su orfandad.

Su discurso victorioso avanza especialmente entre las botellas, con gruesas palabras afirma su destreza en los negocios donde está convencido que los problemas solo son cuestión de “muñeca” y esa influencia o el desprecio que muestra por el sexo opuesto delatan una seguridad muy frágil.

A causa de estas maneras, el criollo nunca se detiene a observar la realidad: el silencio le es insoportable. Por no tener sobre qué recogerse, el silencio puede avizorarle el fin, o el nuevo imperio de sus fantasmas, de aquellos que le acosan desde su llegada a estas tierras y que a veces se le asoman cuando transita una calle de Lima, entre los ambulantes, los trabajadores marchando, los niños payasos-cantantes-vendedores, los locos, las mujeres cargando a sus niños, pidiendo limosna, con sus miradas húmedas y un rictus de no se sabe qué en los labios.

La verdad que el criollo procura no acercarse mucho a Lima: la vida le resulta muy amarga después de recorrer sus calles, sin saber exactamente cómo recomponerlas, cómo devolverles el semblante que quedó estampado en viejas y nostálgicas fotos, cuando el medio ambiente todavía combinaba bien con la pulcritud y la elegancia de su vestir. Y esta armonía es, para el criollo, fundamental. O quizá, solamente, obsesiva: su aspecto no debe delatar ningún abismo interior, el más mínimo conflicto. Por lo general, el culto a la apariencia es para el criollo casi una necesidad, la discreta apariencia de su desarraigo, de su permanente racismo, de su obsecuente gana de no identificarse con el país y, por el contrario, mirar deslumbrado las grandes metrópolis de Occidente, allí donde el progreso que resulta del genocidio puede ser legítimo y hasta laureado.

Pero toda la pompa que recubre su espíritu no han podido ocultar la soledad que trasuntan sus movimientos pues en todos sus vínculos trata siempre de imponer una relación de interés irrenunciable: la raíz misma de su cultura es el interés. Cuando el panorama se le aparece adverso a la utilización y el usufructo, acumula un sentimiento de hartazgo que solamente puede desahogar a través de la violencia. Una violencia descontrolada, sin un destino preciso. Una violencia estéril que irradia en todas direcciones y que no es sino el estertor de sus energías.

Lima, capital criolla del Perú, ha generado a través de la educación, de las formas de la cultura, una falsa conciencia del Perú y no es nada raro que en el resto del país, con frecuencia hayamos visto el reconocimiento de Lima como el punto ineludible desde el cual debe entenderse el Perú. Y ello es absolutamente explicable si se tiene en cuenta la fuerza que hasta hace muy pocos años concentraba la capital respecto a las provincias. Pero hoy que la tortilla empieza a voltearse y Lima es una ciudad altamente provinciana, el criollo y todo el arsenal ideológico que sostenía su desarrollo, comienzan a desbaratarse.


Si bien el precio de la recuperación de una conciencia nacional será muy alto, y, por lo pronto, nos exige liberar nuestro obrar del acriollamiento artificial que todos los días nos asalta, por encima de la sangre que derrama la bestia, los signos de la evolución convergen en esta parte del mundo.

Publicado en El Diario de Marka (Lima, 28 de octubre de 1985)

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