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EDICIONES COLECTIVO VALLEJO
LIMA 2005 |
EL MARTES 11 DE SETIEMBRE DEL 2001, a las 9 de la
mañana, yo estaba en la esquina de la Hammer y Little River, en
el Seven Eleven, sentado al borde del estacionamiento, esperando el
trabajo. Charlaba con otro peruano, Mario quien me contaba cómo había cruzado
el río Bravo con sus dos hijos sobre los hombros en una noche de crecida
caudalosa. Había viajado además con su hermana y su cuñado, y en una de las
muchas rutas que tomaron, por emergencia, evitando las patrullas, fueron
cambiados de grupo por los chacales que los conducían, y terminaron perdidos en
diferentes zonas de USA. Pero recientemente se habían reencontrado y estaban “con
las pilas puestas”.
-De la alegría, mano. Oye, parece que
no tenemos trabajo hoy, te invito un café en el Mc Donald.
Caminamos unos pocos metros y entramos por la
puerta vaivén del local. Además del aire acondicionado, nos salieron al
encuentro los rostros graves de la gente mirando la pantalla gigante del TV que
en lo alto del comedor informaba en inglés algunas noticias que no entendimos y
cuyas imágenes no reparamos.
Nos pusimos en cajas diferentes para pagar el café
y una hamburguesa que nos viniera bien al hambre. Al llegar a la caja, como
seguíamos hablando, la latina que atendía allí nos preguntó con voz
imprecadora:
-¿Ustedes no saben lo que está pasando?
-No, disculpe -le dije notando en su mirada la
misma gravedad que colmaba el rostro de todos los clientes.
-Miren -dijo- y nos señaló la pantalla de la TV.
En ese momento, el locutor narraba alarmado el
derribo de la primera torre. Mostraba la repetición del hecho, cuando a los
pocos minutos se estrelló otro avión en la segunda torre, y como recién
habíamos llegado no entendimos al instante que se estaba produciendo el más
espectacular atentado contra el centro financiero más importante del mundo: las
torres gemelas del World Trade Center en Nueva York. Eso
explicaba el estupor de la gente. Dos aviones del servicio regular de
transporte aéreo, llenos de pasajeros, derribaban los rascacielos, atravesando
los pisos más altos. Miles de muertos.
A los pocos minutos otro avión de pasajeros caía
en el Pentágono, el centro militar de mayor trascendencia en USA, que quedaba a
20 minutos, en Arligton. Poco después, sabríamos que otro avión fracasó en su
intento de estrellarse contra la Casa Blanca, sede del poder político de los
Estados Unidos.
Al rato, vimos estupefactos cómo se desintegraban
las torres cayendo completamente y llenando de polvo las calles de Nueva York.
En todo el mundo, la gente seguía esas horas de angustia mudos delante del
televisor. Yo pensé que se había iniciado una guerra nuclear y que me tocaba
morir tan lejos de mi país. Mario, el amigo peruano se despidió para ir
apresurado a su cuarto donde lo esperaban sus niños. Yo salí con él, y pude ver
los rostros de los americanos que caminaban o conducían sus autos como si
acabaran de recibir un combazo, algunas mujeres gritaban presas de histeria,
los hospitales se congestionaban de pacientes de emergencia por los ataques
cardiacos que se presentaban masivamente.
No se sabía aún nada acerca de los autores del
hecho.. Pasadas las horas, el desconcierto dio lugar a conjeturas de diverso
fundamento: muchos estaban convencidos que alguna potencia enemiga atacaba así
los ejes del poder norteamericano y en pocas horas se sucedería el intercambio
de bombas nucleares. Otros deducían que era un ataque terrorista proveniente de
los países pobres, del Asia o de Africa.
Yo tenía la cabeza hecha un nudo, sobretodo porque
entendí el carácter político de los hechos. Y la situación, para todos
desconcertante, encontraba al pueblo norteamericano profundamente dividido
porque la competencia electoral recientemente producida entre demócratas y
republicanos había dejado un resultado incierto: el candidato republicano,
George Bush, fue declarado Presidente ante el Congreso norteamericano después
de un dudoso conteo de votos que mesa a mesa inclinaron a su favor los números.
También en USA se especulaba la existencia de un
fraude que había traficado con la voluntad de los votantes. Me pregunté si en
este aspecto también los países pobres eran el laboratorio donde se realizaban
los experimentos políticos, porque en Perú poco tiempo atrás se habían puesto
en marcha los planes del tercer periodo presidencial de Fujimori y se
desdeñaban como sucesos del pasado los reclamos que la población pugnaba por
poner en relieve. Aunque alentados por las campañas provenientes de los medios
de comunicación, parte de la opinión pública, pedía que el otro sector
reconozca la derrota y que el país siga adelante con el presidente elegido
“democráticamente”.
Pero las mayorías no cesaban de reclamar justicia
y verdad. Como los electores habían votado también por una nueva cámara de
congresistas, pronto el Congreso legislativo fue instalado con los mismos de
siempre y otros nuevos designados por las mismas fuerzas de oposición. Es
decir, todo volvió a la “normalidad”.
Circunstancialmente, en una tarde cargada de
tensión se divulgó en un canal no sometido al régimen el contenido de un video
que ponía en evidencia al principal asesor presidencial, Vladimiro Montesinos,
comprando con un cerro de dólares a un congresista elegido en una lista
opositora, para que se pasara al bando de Fujimori.
El escándalo alcanzó niveles de máxima intensidad:
las torres del gobierno más corrupto del Perú habían caído y habían estrellado
por su propia descomposición. Ya estaba de salida el gobierno que se había
erigido como el vencedor de la insurrección armada, el que había privatizado
todo y que nunca daba cuenta de nada porque reclamaba confianza total, fe
ciega, en sus planes de convertir el país en el centro del egoísmo.
Una secuencia de grotescos sucesos que se
hilvanaron unos con otros, antes de caer el telón. La persecución representada
al peor estilo de cow boysamericanos de Fujimori a Montesinos,
seguido por la prensa nacional e internacional, con sus autos y equipos
sofisticados; la posterior fuga del asesor a Venezuela donde llegó con sus
lentes de sol y acompañado de su bella amante en un yate vía Panamá; el cierre
masivo de cuentas bancarias de todos los personajes de alto y bajo nivel que
veían sus futuros en salmueras. Y mientras tanto, crecía la satisfacción
popular de ver que la verdad terminaba por imponerse y germinaba la esperanza
en una democracia que solucionara con altura y dignidad las heridas abiertas y
todavía sangrantes que el corazón del pueblo quería cerrar, para pasar a un
nuevo ciclo de vida nacional.
Aprovechando el caos que en todos los ámbitos era
notable, y una invitación a una feria en Asia, con la permisiva complicidad de
las autoridades que aun detentaban cargos policiales, Fujimori se fugó del país
y por fax renunció a la presidencia del Perú.
Nuevos videos, testimonios, confesiones y
delaciones mostraron la verdadera entraña del gobierno que durante diez años se
había presentado como el salvador de la patria. El sistema judicial, el poder
legislativo, los medios de comunicación, los altos cargos de la administración
pública, las instancias más altas del clero, los alcaldes de los municipios,
las gobernaciones locales y provinciales, estaban todos amarrados a las
decisiones de Fujimori y su asesor, que por su parte amarraba a los mandos de
las fuerzas armadas y policiales para ejercer presión militar, espionaje y
eliminación a quienes no se compaginaran con sus proyectos autocráticos. La
venta de armas como las redes internacionales de narcotráfico era la línea
oculta, el mercado secreto de la participación de los más negros personajes del
mundo en los planes de convertir el país en el paraíso del despilfarro, la más
vil corrupción y la impunidad sin límites.
La “clase política” cayó al barranco, como yo
cuando a pocos meses de las elecciones había caído en la desolación y el
pesimismo, y un día decidí abandonar mi país en busca de una nada incolora que
atenuara mi sensación de fracaso, mi escepticismo por el futuro del Perú.
Porque yo no era un perseguido político, ni era un desocupado, tenía la cómoda
posición de un académico desencantado, que con su mirada de intelectual
repudiaba el caos en que se sumía el país. Y decidí llegar a los Estados Unidos
huyendo de la adversa realidad.
Y pronto mi realidad en Estados Unidos fue la de
tantos latinos, trabajado y trabajando, llenando sus cuentas de dólares, para
pagar sus casas, sus autos, sus envíos a los familiares que dependían de sus
remesas. Ese latino que llegaba en bicicleta a la esquina del Seven
Eleven para esperar el trabajo del día, para conversar con tantos
latinos como yo, y reconocer en sus conversaciones las mismas decepciones, las
mismas aspiraciones para sus pueblos, el mismo deseo de ver complacidos los
sueños y anhelos más altos de las mayorías humildes, ansiosas de corresponder a
la riqueza de sus tierras.
Algunos de mis compañeros de la esquina no veían
bien que yo fuera por Washington a ver galerías y museos, eso era sospechoso:
“ese no está aquí por dinero, ¿entonces qué hace aquí?”, me señalaron
de espía, y algunos me quitaron la palabra cuando se enteraron que tenía una
visa americana, que no era ilegal como ellos, sino un hombre sujeto
escrupulosamente al orden establecido. Pero pronto reconocí a otros esquineros
de otros países que, como yo, tenían pasaporte en regla, y no llegaron a USA
como espaldas mojadas, sino cómodamente en avión. Algunos pasaban
aquí breves temporadas, para pagar sus estudios, para comprar necesidades
urgentes, iban y volvían, trabajando como golondrinos, en primavera.
Parecía que la torres más altas de USA habían
caído sobre mi porque yo tampoco sabía muy bien qué estaba haciendo allí.
Y cautivado por una mujer ajena, tenía atribulado
el corazón porque en esos días empezaba a admitir que estaba atado a su
sonrisa, a sus mensajes bajo la puerta de mi pieza, a sus señales amorosas, a
su calor. Y tenía que actuar como el otro marido incondicional, y ella lloraba
cuando le decía que lo que estábamos viviendo no era real, y debía acabar.
¿Qué quería decir que el marido le regalara un
auto nuevo y ella a mí su auto deportivo, el mustang 1980? Es
verdad, me gustaba y se lo había dicho alguna vez, y ella contestó que cuando
tuviera otro auto me regalaba el suyo. Pero esto ¿no significaba
que queríamos un triángulo perfectamente podrido? A menos que alguien dijera
no. El tío Abel estaba cada día más ensimismado, sentado siempre en la mesa con
una cerveza al frente mirando la nada con el mismo fervor que un aficionado al
fútbol mira su equipo en la televisión.
Así lo encontré el día que cayeron las torres. Me
senté a su lado, quería hablar, pero él, con los ojos enrojecidos me preguntó:
-¿Y ahora qué va a pasar?
-Es el comienzo del fin, le dije.
Maggie alcanzó a escucharme, y entrando a la
cocina, replicó:
-Anda, tonto, este país tiene las mejores defensas
del mundo.
-Caerán.
El tío se puso a llorar convulsivamente, como un
niño. No supe qué hacer.
-Déjalo. Ha tenido un mal día.
-Y tú, qué piensas.
-El año pasado, tú no estabas aquí, pero había un
ambiente como si se esperara una hecatombe. Ha demorado un año el vaticinio.
Pero se ha cumplido.
Y se quedó en silencio. Y las perlas que tantas
veces vi asomarse en sus mejillas volvieron a caer. Y el corazón me impulsaba a
decirle que me iba. Que ahora sí me iba.
-No te vayas- dijo, leyendo mi pensamiento con su
mirada húmeda.
-Nunca debí poner mis manos sobre ti, Maggie,
nunca debiste fijarte en mi. Soy un ladrón… He venido a este país a aprender la
traición, es lo más parecido a la cobardía… Regreso al Perú a buscar lo que de
verdad me pertenece, aunque para conseguirlo tenga que volver a empezar.
Mientras el tío lloraba otra vez, Maggie se levantó
con toda su altura y me miró muy seria.
Lo había decidido el mismo día que cayó la
dictadura y se abrieron nuevas compuertas a las decisiones de las grandes
mayorías que eran los verdaderos artífices de ese colapso, con su cotidiana
inconformidad, con sus voces de protesta, con sus marchas y movilizaciones
pletóricas de banderolas. Aunque también es verdad que el desprestigio de
Fujimori era tal que ya no le servía ni al propio gobierno norteamericano.
Lo decidí el mismo día que salí de Perú, porque
estaba convencido que la estupidez y la necedad tienen límites, y la verdad se
abriría como un abanico sobre el pensamiento de los peruanos, descubriendo otro
amanecer. Apostaríamos a un nuevo Perú, a la cabal comprensión de la rica
naturaleza en que estamos inmersos. Porque era penoso ver que la vida de los
latinos en USA no era vida, sino la mecánica continuación de un camino que
otros trajinaron ya, y que ahora requería la sangre de los más destacados
individualistas, para posponer un poco más el inevitable hundimiento de un
imperio que marcha hacia su ruina final. Yo vuelvo al Perú, sir. Y
cuantos antes, mejor.
Posiblemente lo decidí mientras los cuervos reían
otra vez, cuando con mi lampa en el cemento cargaba y cargaba las carretillas,
y volví a preguntarme de qué se ríen los cuervos si doblaba el espinazo por 10
dólares la hora, tan lejos de mi patria, para terminar de enterrar un muerto
que no era mi muerto. De mi se reían los cuervos. Porque canjee la historia
todavía no contada de mi país por otra absurda y truculenta cuando llegué
cargado de alguna esperanza y terminé convertido en la extensión de una
máquina, o todavía peor, de la correa transportadora, para que el imperio
sostenga aún su poderío cada día más torpe. Pero caídas las torres, vi con
asombro que otros latinos como yo fueron los primeros en salir a las calles con
gigantescas banderas americanas y enormes letreros: “God is with us!”.
¡Dios está con nosotros!
Y los cuervos se ríen también de los peruanos
cuando envían dinero, y cuando hablan por teléfono, y cuando mandan correos
amorosos cargados de ternura y erotismo a quienes ya no piensan en ellos, y
cuando asisten al courier a recoger sus discos, sus
chocolates, sus cartas derramadas en la incertidumbre de una doble pertenencia.
Y se ríen de los latinos no porque sean latinos
propiamente, sino por su empeño en ser la vanguardia de los cándidos
emigrantes, a la espera de un mejor cargo o representatividad que los impulse.
No quería que los cuervos volvieran a reírse de mí, y un día lo decidí.
No hicimos escenas de dolor o acusación con
Maggie. Simplemente, nos despedimos. Me llevaba en el alma su olor a
albaricoques frescos, tanto amor que nos prodigamos, y la amarga complicidad
que hizo posible esta experiencia. Y nos despedimos simplemente.
Compré un pasaje aéreo en una agencia conocida de
los latinos, que daba ofertas y organizaba concursos entre sus clientes. Me
despedí de todos los amigos, agradeciendo su aliento, del tío, de Maggie.
Una tarde lluviosa en el aeropuerto de Washington
con mi mochila a la espalda, mi maleta y una bolsa de regalos, crucé la línea
que me devolvía a mi país. Entregué el pasaporte, lo chequearon. El
control migratorio de entrada y de salida se había hecho más acucioso después
de la caída de las torres. Cumplidos todos los trámites del control, de pronto
vi aparecer entre la gente a Maggie que alcanzó a hacerme adiós desde el otro
lado del vidrio salpicado por el aguacero. !Adiós!
De nuevo en Perú, volví a encontrarme con los míos,
con tanta gente a la que le debía el corazón. Nuevas condiciones permitieron
que viera al familiar detenido, a quien no veía tantos años, no podía creerlo,
estaba idéntica, nos estrechamos en un fuerte abrazo, y sus palabras me
convencieron que de verdad estaba otra vez en mi país. Sin embargo, todavía a
varias semanas de mi regreso, era un poco difícil reconocer en el aire el clima
de optimismo que yo esperaba encontrar, a pesar que visiblemente se tenía
confianza en que nuevos tiempos se avizoraban para el Perú, cuánto más si el
acuerdo unánime fue que se constituya una comisión investigadora de la verdad
de los acontecimientos del periodo más convulso que todos los peruanos vivimos.
Un delegado designado por el Congreso de la
República, cubrió temporalmente la vacancia presidencial, en tanto se
convocaban nuevas elecciones.
Volví a mi vieja casa en las antiguas calles de
Lima virreinal, y pronto estuvo llena de amigos otra vez con quiénes la buena
charla y la correspondencia de las ideas nos afirmaban en el futuro. Ya
entonces se habían iniciado los preparativos de las represalias indiscriminadas
de Estados Unidos contra Afganistan, y luego a Irak, con la participación de
muchos latinos enrolados en el US Army. Alejandro Toledo era
el nuevo Presidente del Perú y había gran expectativa por lo que podía pasar en
adelante.
Una mañana tocaron mi puerta y después de abrirla,
del modo más inesperado, me di con Maggie que esperaba al otro lado con un par
de maletas en el suelo.
“He decidido volver al Perú”, me dijo sonriendo. “¿Puedes hospedarme
por unos días, Raúl?”
F I N