CIEN AÑOS DE TEATRO (Y DE PÚBLICO) EN EL PERÚ. CAPÍTULO SEIS: AÑOS NOVENTA

AÑOS NOVENTA
    En los primeros años de los noventa, en el Perú se vivía la peor crisis económica, social y política del capitalismo burocrático. La guerra iniciada por el Partido Comunista contra el Estado peruano era la contradicción principal de la sociedad. Aún entonces, muchos peruanos –especialmente en Lima- no se daban por enterados y vivían a espaldas de la realidad, conociendo por los noticieros el estruendo de la insurrección armada que agitaba todo el país, y los fuegos del Estado, con sus masacres y genocidios, hasta la fecha todavía no suficientemente identificados, y menos reconocidos. Era, sin embargo, evidente que la correlación de fuerzas favorecía a los insurrectos, lo que llevó al reconocimiento público del nivel de paridad entre los ejércitos contendientes: las fuerzas armadas de un lado, y el ejército de la guerra popular (EGP) de otro. En esta balanza, en este “equilibrio estratégico”, cualquiera de ambas fortalezas podría hacerse del triunfo; eran los años iniciales de la última década del milenio.
     Entonces, no era muy notable la actividad cultural con signo comunista, a pesar que se sabía el importante papel que estaba destinada a ella. Las pocas acciones con estas características destacaban notablemente en el ámbito de la música, la danza, el teatro, las artes plásticas. Y es, principalmente, la labor desplegada en las “luminosas trincheras de combate”, es decir desde los penales, donde podían verse expresiones de un nuevo tratamiento del arte y la cultura, con una clara orientación política y partidaria. 
        
     De otro lado, y a su influencia, hubo acciones culturales desplegadas en las zonas periféricas de la ciudad y en las capitales del interior, que continuarían indagando por el compromiso con el público y, paulatinamente, asumirían como centro de la discusión, política y cultural, el tema del poder. En 1990, el gobierno aprista había terminado y las siguientes elecciones sucedieron en un clima sorprendentemente polarizado, con las postulaciones más increíbles: la del escritor Mario Vargas Llosa y la del ingeniero Alberto Fujimori.
     El desorden de la administración pública con su correlato corrupto, el caos urbano, la delincuencia creciente, eran también el marco social de la ciudad de Lima, en el que se desenvolvían los acontecimientos culturales de todos los tipos. Proliferaban las actividades callejeras, de teatro, de grupos de folklore y otras actividades de artistas o agrupaciones populares en el cercado de Lima y en los conos, con un claro acento popular. Y de otro lado, se afirmó espacialmente la actividad desplegada en los centros culturales de clase media que cobijaba a destacados intelectuales y artistas, teniendo como escenario áreas distritales como Barranco y Miraflores.
    El mundialmente conocido escritor que ya era Vargas Llosa, apoyado por toda la derecha y los políticos de viejo cuño, estaba convencido de alcanzar el poder con el frente democrático (FREDEMO). Ya no había en él ninguna huella de simpatía por los movimientos populares, y menos por una postura progresista que diera lugar a la comprensión de la lucha de clases en el Perú, como había ocurrido durante su juventud. Ahora Vargas Llosa era plenamente un “converso”. Había abrazado el neoliberalismo y se había convertido en uno de sus más connotados intelectuales. Por eso, enarboló como bandera un horizonte ciento por ciento liberal, endosando su prestigio al capital financiero mundial. Mientras tanto, su contendor, el oscuro ex rector de la Universidad Agraria, Alberto Fujimori, garantizó una continuidad política asegurando un porvenir populista que se enfrentaba a la oferta neoliberal de su contendor.
Vargas Llosa y Fujimori en el debate final.
     Con la guerra popular como fondo social y el cerco que cada día se cernía más y más sobre la ciudad, el ingeniero Alberto Fujimori con el apoyo que le ofreciera las fuerzas armadas a través de su asesor el infame Vladimiro Montesinos, es favorecido por los votos y llega al poder en 1990. Y es justamente el programa del FREDEMO, auspiciado por el Fondo Monetario y el gran capital financiero mundial, el que aplica decididamente. Es así como el neoliberalismo se impone en esos días, creando las primeras líneas de una economía liberal y en lo militar el propósito de asumir la lucha antisubversiva como frente principal.
     Hay que considerar que el imperialismo y los países ricos miraban con gran alarma los sucesos que ocurrían en el Perú: solamente Rusia y China en la historia del mundo habían desarrollado exitosamente guerras revolucionarias guiadas por la Ideología del Proletariado. Aquellos años, EEUU no descartó la posibilidad de intervenir militarmente en el Perú, ante los sucesivos fracasos de las fuerzas armadas y el incontenible auge de los alzados en armas.

     Pronto, en abril de 1992, se produce el autogolpe de Estado que diera Fujimori en nombre de la “democracia”, centralizando todo el poder en sus manos y en la de sus asesores inmediatos, y que significaría el abrupto inicio de un periodo adverso para el país. Con la detención del Dr. Abimael Guzmán Reinoso y los principales dirigentes del Comité Central del Partido Comunista, y luego la de Víctor Polay del MRTA, el accionar de los grupos guerrilleros fue interrumpido, y con este acontecimiento, al mismo tiempo se inicia el fin de toda expresión democrática de la cultura pues ésta nunca tuvo más dificultades para su realización. En su propósito de borrar de la mente del público toda manifestación cultural que abriera su pensamiento y su reflexión crítica, se produjo un drástico corte entre el arte de la postmodernidad -como comenzó a llamarse a la creación cultural posterior a la caída del muro de Berlín, en la época de las tecnologías avanzadas- y las expresiones culturales populares. Estas supuestamente eran ahora expresión política del “fracaso” del socialismo en el mundo.
Dr. Abimael Guzmán Reinoso
     Las nuevas tecnologías fueron elevadas a cumbres religiosas y se declaró que la era del “conocimiento” estaba comenzando. Se impuso en el Perú la “globalización”, la flamante propuesta del imperialismo que en realidad era otra vez el mismo reparto del mundo para garantizar una base social más amplia, a nivel mundial, en la producción, pero con cada vez más pequeños grupos posesionados del poder y la plusvalía mundial. Es decir, más pobres los pobres y más ricos los ricos. Esta nueva era fue acompañado de coros celestiales que situaban a los humanos en la puerta de una nueva dimensión de la vida. Efectivamente, las masas en el dominio cada día superior de la materia, al borde mismo del colapso final del imperialismo, a través de  millones de trabajadores que se agrupaban en torno a la producción, súbitamente, y otra vez mundializada, hacía que los sistemas, ahora electrónicos, de comunicación, de reproducción de imágenes, de audio, etc. fueran renovados constantemente, sembrando en las nuevas generaciones nuevas destrezas, pero también deliberadamente se instaló el desdén por el estudio profundo de la historia, el análisis social y la filosofía.
     Mientras por los medios de comunicación se presentaban, vestidos a rayas, unos tras otros los detenidos por subversión, los nuevos proyectos educativos en acción correspondían al ambiente triunfalista que se estableció de manera puntual. En esta década los jóvenes avanzarían, si se puede decir así, alentados por el individualismo, por los experimentos erráticos y los talleres inconsistentes, hacia el pasatismo. Ciertamente, un vasto sector de la población adhirió el culto a las técnicas, pero para muchos también quedaría consignado que el pensamiento, los contenidos, o no tenían lugar o cumplían insignificante papel en el conjunto de propuestas de la nueva carta burguesa. En el plano de la filosofía que auspiciaba este momento, el positivismo a través de muchas de sus formas se abrió camino. Justamente, acaso un “formalismo” amañado fue el recurso a la mano para el estímulo del instinto, de emociones primarias, de voluntarismos estériles, de elucubraciones frívolas y sensuales.
     De esta manera, se construyó una propuesta cultural que partía de la amnesia e iba hacia la amnesia. El experimentalismo coincidía con apuestas similares en el campo de las ciencias sociales, de modo que algunas teorías igualmente pasatistas justificarían el aventurerismo intelectual en las universidades, y en las escuelas de arte se fue aceptando que el arte es un pasatiempo, colorido, complaciente y donde uno podía expresarse a su libre antojo, sin un sentido de la responsabilidad ante el publico. Ya todo sin este sentido social, en este periodo los medios de comunicación alentaron el “exitismo”, como expresión del individualismo más estéril. En su propósito de “reconstruir la sociedad” después de la guerra, los conductores de conocidos programas de televisión premiaban dicho individualismo, y más adelante las acciones disparatadas del ridículo, del egoísmo y la estupidez.
     Con Fujimori en el poder, y desde las oficinas de “inteligencia”, (Sistema Nacional de Inteligencia, SIN), se puso en marcha un plan ideológico perfectamente sincronizado, donde cumplieron especial papel los psico sociales que rebotaban estrepitosamente en los periódicos “chicha”, especialmente creados para tal fin, es decir para que el público –principalmente los jóvenes- no pensara, para que aprendiera a deleitarse con el absurdo y la vanalidad. Estos nuevos diarios, que tenían precios muy económicos dado el apoyo del Estado, aparecieron como aparatos de propaganda del régimen y para divulgar las espectaculares noticias de la intrascendencia, los acontecimientos del fútbol y del espectáculo: todo el mundo podía participar del hilvanado desenlace de los chismes de deportistas y artistas de la farándula.

     Es así como las obras de los autores más reconocidos que trataron la realidad nacional como centro de sus preocupaciones culturales, así se llamaran Ciro Alegría, José María Arguedas, o César Vallejo, fueron desterrados de la memoria colectiva en la medida que su literatura era portadora de ideas vanguardistas y movilizaban la conciencia del pueblo, de sus organizaciones y su horizonte. Ya qué decir de aquellos con mucho menos lustre, pero con las mismas motivaciones. En cambio, se promovió, en nombre de una libertad creativa, a una generación de jóvenes escritores, que en muchos casos proponían temáticas escritas desde la profundidad de sus ombligos, cuando no de sus esfínteres.
César Vallejo
      La cultura del éxito y de la eficacia, alentó en el teatro los exhibicionismos y el deseo de figuración, justificándolos en la indiferencia, el cinismo y, generalmente, valiéndose de la procacidad y una pobre imaginación. Hijos de un conflicto interno que conocieron a través de las versiones torcidas de estos medios, o que no alcanzaron a comprender, sin sueños ni perspectivas, acaso sin ilusiones, muchos jóvenes talentosos aceptaron el impacto de los tiempos haciendo un teatro -en el mejor de los casos- burlón e irónico, y otra veces subjetivo y lleno de preguntas más que de propuestas o “soluciones y mensajes” como era habitual en los años precedentes.
     Durante las décadas anteriores, avalados de un conocimiento más profundo de la sociedad, en las acciones culturales había prosperado un espíritu colectivo o “de grupo”, así también en las asociaciones teatrales, hasta erigir este término en una condición de la actividad cultural. Se hablaba del “teatro de grupo”, de la “cultura de grupo”. Incluso conjuntos, como Yuyachkani y Cuatrotablas, cuyas obras fueron prácticamente íconos que el público seguía con atención, con influencia del italiano Eugenio Barba, director del Odin Theatre y discípulo de Grotowski, fueron seducidos por la idea según la cual el teatro tiene un fin en si mismo, aunque se valga de referentes sociales e históricos, para darle a su pobre semblanza la máxima espectacularidad.

     En ese periodo, de espaldas a la lucha de clases que agitaba el país, la renuncia al análisis social en sus trabajos los condujo a la renuncia a la razón y, lo que es peor, a los criterios críticos y constructivos. De modo que los grupos volvieron a girar en torno a sus líderes, en sus propuestas de “nuevos modos de producción teatral”, que no era sino la vieja réplica del caudillismo, en pos de una “estética particular”, convirtiendo pronto a los grupos en centros de una estéril autosuficiencia que los hacía girar en torno de si mismos, como perros mordiéndose la cola.
     Pero también al influjo de los nuevos vientos liberales, en los noventa, pronto se cuestiona el trabajo de grupo que antes había condicionado la creatividad teatral. La razón de ello, por supuesto, no se halla en la crítica al “grupismo”, a su limitado ensimismamiento, sino más bien en la necesidad de destacar las cualidades personales de los actores y escritores en los novedosos tiempos del éxito y la competitividad. Los nuevos grupos asumieron su creación convirtiéndose en “focos de producción”, con sus integrantes buscando una especialización, sea en las tareas de actuación, de realización o de relaciones públicas.

     No es difícil imaginar porqué pronto es resaltado el papel del productor, ingrato apelativo con el que se conoce al que generalmente solo pone el dinero. También se le denomina de esta manera al que busca los recursos, los contactos, al que mueve la economía que cristalizará el “proyecto”, sin que necesariamente forme parte del grupo realizador, y que a veces es anterior a él. Aparece entonces el concepto “marketing” entre los actores, y la “audición” o el “casting”, a la mejor manera del gran teatro comercial, y se corre la voz entre los jóvenes actores cuáles son los requisitos de indumentaria, de lenguaje, de maneras, para favorecer su acceso al mundo del espectáculo que entonces se ha vuelto uno mismo: el teatro, el cine, la televisión, y podría agregarse la pasarela, es decir, el desfile de los cuerpos y de las sonrisas.
     Queda pues establecida la diferencia entre un teatro con basamento grupal, con una cierta motivación colectiva, y otro que empieza a asumirse como una pequeña empresa. En lo concerniente a las obras, obviamente, todavía algunas se empeñan en ser resultado de las dinámicas internas de los grupos, pero generalmente son obras de reparto, escritas por un autor que está o no adscrito al conjunto, -y como parte de una categoría que puede sonar insólita- aparece también la “creación colectiva con autor”, donde este cumple el papel de ordenar las propuestas del equipo actoral, como ya se viera en la década anterior con el grupo “Alondra” y Juan Rivera Saavedra.
     Hay en este periodo, y con los propósitos señalados, una potenciación de los programas de televisión con formato teatral como las novelas y series, así también aparecen muchas producciones cinematográficas, nuevos recursos técnicos permiten reemplazar los antiguos que además eran muy caros. Todo con una misma finalidad: mostrar de manera argumentada la razón de los vencedores y la crueldad de los vencidos. Y por supuesto, el sueño de los jóvenes actores es participar en estas producciones que se proyectan y distribuyen a nivel nacional como catecismos. 

     No es casual que entonces se volviera a la valoración del texto, al verbo dramatúrgico, y consecuentemente al autor. En enero del 90 en la muestra de Cajamarca, ya se percibía una presencia de obras de autores frente a obras creadas colectivamente. En realidad, esta puede ser una contradicción un tanto superficial pues el problema de fondo es ¿qué posición se enarbola en la obra? Más allá de si ésta es de origen colectivo o personal. Pero en estos días hay un acuerdo tácito para revalorar al autor, naturalmente en la medida que ajuste su labor a los “nuevos” contenidos, a la subjetivación de los personajes, al desdén por el tratamiento social y político. Salvo excepciones, el teatro popular prácticamente desaparece o se confunde con el circo y el malabarismo, al punto que el grupo de teatro La Tarumba se convierte en destacada empresa circense. Las motivaciones de las viejas personalidades del teatro que en los años 70 planteaban sus criterios de necesidad del desarrollo del teatro popular peruano se repliegan y es reafirmado el subjetivismo o la espectacularidad como guía general del teatro. Grupos como Yuyachkani, sin dejar de tomar los temas populares que siempre los caracterizaron, echaron sobre sus personajes ya no solo el color que los vuelve pintorescos, sino también el escepticismo y el pesimismo.
Prácticas militares en Universidad de San Marcos

     Y siempre hubo escritores que prefirieron guardar silencio cómplice u otros que voluntariamente se agregaron a la aventura cultural auspiciada por la dictadura de Fujimori, donde se alentó un tratamiento no científico, apolítico, de la realidad, en correspondencia a una cultura enclaustrada entre las cuatro paredes del recinto universitario o académico en general. Las universidades, principalmente las públicas como San Marcos, La Cantuta y la UNI, entre otras a nivel nacional, fueron declaradas en reorganización, con la presencia efectiva de batallones de las fuerzas armadas, dado que se les acusaba de ser “nidos de terrorismo”. Cientos de profesores fueron echados de estas universidades, los más hábiles y críticos, los que tomaron una posición frente al problema de la guerra. Permanecieron, y pronto se ufanaron en ser legítimos representantes del pensamiento académico, los más mediocres, aquellos que solo el revés de una guerra perdida, pudo convertir en magistrados del conocimiento.
     En octubre de 1993, por iniciativa del Dr. Abimael Guzmán Reinoso, detenido en la Base Naval del Callao, bajo custodia de la Marina de Guerra del Perú, solicita iniciar conversaciones para poner fin a la guerra iniciada en los 80 por el Partido Comunista. En los hechos, con la detención de sus principales dirigentes, la dispersión de sus militantes y la iniciativa de nuevas acciones armadas, ponían en peligro la integridad del conjunto con inútiles derramamientos de sangre. El acuerdo de paz propuesto tenía como principales ejes: la solución política a los problemas derivados de la guerra, amnistía general y reconciliación nacional. Sin embargo, este acuerdo nunca se firmó y sigue pendiente. Fujimori, como Montesinos, enseñoreados en el poder, ante la opinión pública lo desdeñaron pero utilizaron en su beneficio la iniciativa.  
Dr. Abimael Guzmán y dirigentes del Partido Comunista
     En esta década, en el ámbito del teatro, si se mira la realidad, es a través de los ojos de los payasos, de los cómicos ambulantes, que la deforman y la convierten en motivo de amarga sonrisa, de irónica visión que hay que rechazar de todas maneras, sin pretender transformarla. Es en este periodo que César de Maria, presenta “A ver, un aplauso”, con el grupo Telba. Y pronto hará su aparición uno de los grupos de esta línea que traspusiera los linderos del espectáculo teatral y llegara a la televisión: el grupo Pataclaun, que quizá podría ser el más representativo de este periodo. Rafael Dumett escribe sobre la accidentada vida familiar de jóvenes de clase media urbanos en la obra “Números reales”, (1991, obra finalista en el Premio Tirso de Molina) junto a Alberto Isola. Se palpa pues una crítica al trabajo de creación colectiva porque definitivamente el teatro de los 90 está más preocupado por búsquedas personales. El grupo “Cuatrotablas” que tanto había mostrado su interés por lo ritual, empieza a recuperar el valor del texto, y representa “Fuenteovejuna” de Lope, “Sueño de una noche de verano” de Shakespeare, “Arturo Wi” de Brecht, buscando a su manera reencontrarse con el verbo de los clásicos, equilibrando su abusiva gestualidad.
Rafael Dumett
     El teatro peruano en esta década fue paulatinamente asumiendo los criterios imperantes esos años. Con el aval de los medios de comunicación que evaluaban los años de la guerra, como hemos dicho, desde la posición de los vencedores, la cultura y en específico el teatro hecho por los jóvenes recuperaron las convenciones teatrales como el dominio de los espacios establecidos, el uso cabal de la palabra, y la valoración del texto teatral, para mejor enjuiciar desde esos instrumentos la experiencia política del pueblo. De todo punto de vista, no se podía esperar otra cosa desde la visión de los individuos y sus emociones particulares, orientadas por políticas que venían de EEUU para estigmatizar como “terroristas” a todos aquellos que se levantaban contra regímenes oprobiosos en el mundo, contra la miseria y la explotación de sus pueblos. 

     Además de la influencia de los talleres que desde la experiencia de Cuatrotablas y Yuyachakani se generaron, hubo otros como los propiciados por Alberto Isola y Roberto Angeles, o los de Alberto Montalvo y Alfredo Ormeño, del Teatro del Sol, por ejemplo, o Willy Pinto de Maguey. Aparecen actores como Aristóteles Picho y Paul Vega, con un teatro “realista”, urbano, que dice no a la experimentación, un teatro bien hecho en texto, en cuanto a la estructura, y funcional en cuanto a su contenido, pues está dirigido a jóvenes que desconocían los pormenores del pasado reciente y que socialmente se ubicaban en los estratos de la pequeña burguesía.
Willy Pinto del Grupo Maguey
     Aparecen nuevos escritores de teatro y dramaturgos, como Alfonso Santistevan (“Vladimir”, 1994), Javier Maraví (“Con nervios de toro”, 1991), Roberto Sánchez Piérola (“Busca un nombre en el silencio”), César Flores (“Conjuros al viento”, Grupo Icaro), otros como César Bravo (“Hay que llenar la noche”), Jaime Nieto y Miguel Pimentel, María Teresa Zúñiga (“Mades medus” 1999, Grupo Expresión de Huancayo), Fernando Ramos (Escuela Experimental de Mimo). Otras agrupaciones persistieron en su labor difusora desde sus ámbitos populares: el grupo La Gran Marcha de Los Muñecones, de Comas, con Jorge Rodríguez y Marco Esqueche en su conducción; Arenas y Esteras, de Villa El Salvador, con Arturo Mejía como director; también en Villa El Salvador, el grupo Vichama, con César Escuza; en Comas, Haciendo Pueblo, con Iván Luera; el grupo Yawar, con Carlos Tomás Temoche, como el grupo Gestos, con Domingo Becerra, en Independencia. 
     Sin embargo, es quizá Eduardo Adrianzén quien emplaza directamente a la generación precedente, cuestionando los criterios ideológicos dominantes en los años 80 en obras como “El día de la luna”, “De repente un beso”, “Tres amores postmodernos”, donde apertura la necesidad de entender los nuevos valores de la post guerra, habida cuenta que la colectividad social, según él, no podía seguir apostando al futuro con el mismo ideario. 
Eduardo Adrianzén
     La Alianza Francesa propicia un Festival de Teatro convocando a directores jóvenes, y así como el Instituto Peruano Norteamericano, el Teatro Nacional también llama a los autores jóvenes. Había que propiciar un nuevo diseño del espectáculo, en el marco de aquellos nuevos “valores” y donde sea dicho de paso se abre espacio a las contradicciones más íntimas de los individuos y a temas de “género”, romances trágicos o risueños de homosexuales y cuentas generacionales, carentes en todos los casos de una visión política, para explicar mejor dichas contradicciones.
     Como hemos señalado, en esta década destacó la labor muy influyente de “Pataclaun”, con la dirección de July Naters, acompañada de talentosos actores como Carlos Alcántara, Carlos Carlín, Wendy Ramos, Johanna San Miguel, Gonzalo Torres, entre otros, que refleja en un lenguaje citadino, irónico y con mucho humor a la sociedad peruana desde una visión pequeña burguesa, y que formó a una generación como espectadores no solamente de sus trabajos teatrales, sino también desde la televisión. Esta es pues la expresión más destacada del teatro en esta década. Debemos descartar la actividad de los cómicos ambulantes que también tuvieron un lugar en la televisión llenando de vulgaridad la intimidad de las familias, y poniendo lo suyo en la idea de que el teatro como género expresivo está vinculado necesariamente al circo y la hilaridad.
July Naters de Pataclaun
     El conjunto de medios de comunicación, sirvió pues para crear una nueva conciencia de la realidad. Sirvieron de parapetos para sembrar en el público una conciencia torcida de la realidad: eran seres irracionales los que emprendieron el propósito de transformar la sociedad peruana, aún a costa de sus propias vidas. Eran “terroristas”, lo peor de lo peruano. Amañados argumentos, dolor exacerbado, pesar y muerte, fueron puestos en horarios estelares o en películas muy publicitadas para que todos vieran a color las condiciones cruentas del periodo más intenso de la vida política nacional.
     En la medida que la nueva Constitución, aprobada por la corte parlamentaria adicta a Fujimori, permite la reelección inmediata, y dado que todo se concertó para un segundo periodo gubernamental, Fujimori es ratificado en las elecciones de 1995. Sin embargo, desde entonces, el gobierno de Fujimori, fiel representante de su raigambre social y de un ideario neoliberal, cae aplastado por su propia descomposición. La corrupción sistemática e institucionalizada, el autoritarismo, los flancos dirigidos por el Sistema Nacional de Inteligencia, con soplones y asesinos sembrados en todos los ámbitos, hacen ver a los jóvenes que no estaban delante del “salvador de la patria” sino de uno más de los tantos que saquearon el Estado en su beneficio. Y salieron a las calles. Organizados en diversos “colectivos”, expresaron sus voces de protesta en las calles de Lima.

     El 17 de diciembre de 1996, 14 integrantes del Movimiento Revolucionario Tupac Amaru (MRTA), liderados por el ex sindicalista Nestor Cerpa Cartolini, tomaron como rehenes a un promedio de 800 personas, todas pertenecientes a la más alta jerarquía política, social y económica de entonces, que asistían a una conmemoración en la Embajada de Japón. A través de los medios de prensa, la opinión pública del Perú y del mundo estuvo atenta a este acontecimiento que no tenía cuando acabar, por los tratos y negociaciones políticas que aparentemente estaban en curso. El desenlace repentino y violatorio de los supuestos acuerdos fue una sangrienta intervención que culminó con la recuperación de los rehenes y la muerte de todos los jóvenes guerrilleros del MRTA. Las máscaras empezaron a caerse para el régimen de Fujimori y su séquito de cómplices, a pesar que él tratara de convertir los sucesos de la embajada en un éxito político y militar.
Fujimori después de la intervención militar en Embajada de Japón
     La burguesía peruana estaba entonces buscando un emperador para garantizar mil años de poder, pero incesantemente se descubrían nuevos y escandalosos casos de corrupción, y el afán de perpetuarse en el mando del país, para Fujimori era una garantía de impunidad. Así, condenado a ese éxito, sin renunciar a su condición de presidente, postula a una nueva reelección para el año 2000. Durante la campaña, donde las acusaciones de fraude son notables, aparece una creciente oposición al régimen fujimorista que lidera el economista Alejandro Toledo. En la primera vuelta, Fujimori gana ampliamente, pero Toledo denuncia el fraude y se abstiene de participar en la segunda vuelta. El 28 de julio del 2000 mientras se le entrega a Fujimori el mando del país por tercera vez, masivamente, las calles de Lima fueron tomadas por grandes masas de todo el país en lo que se denominó la Marcha de los Cuatro Suyos, y que –entre otros factores, después de un gran aislamiento que afectó todos los espacios de la vida y la cultura- dio lugar a una nueva presencia del pueblo peruano en la vida democrática del país.
Marcha de los "Cuatro Suyos" 
     Esta atmósfera vigilante y crítica del pueblo, dio lugar a que poco después, en setiembre del año 2000, aparecieron las primeras evidencias incontrastables de la corrupción del gobierno. Esta fue la crisis final del gobierno de Fujimori. Poco después desactiva el SIN, destituye a su asesor y principal colaborador, Vladimiro Montesinos, al mismo tiempo que personalmente le entrega como indemnización 15 millones de dólares. Anuncia la convocatoria a nuevas elecciones y huye del país, renunciando por fax a la presidencia de la república.

     Cae el telón. Y se inicia por fin un nuevo milenio.

Referencias bibliográficas:

“De doña Bárbara al neoliberalismo: escritura y modernidad en América Latina”. José Castro Urioste. Cali, Universidad del Valle. 2007.
“Voces del interior: nueva dramaturgia peruana”. Ramos-García, Luis. Teatro Nacional; Minessota. Instituto Nacional de Cultura. Lima, 2001.
“La gente dice que somos teatro popular. Referentes de identidad en la práctica teatral de la zona periférica de Lima Metropolitana”. Malcolm Manuel Malca Vargas. Tesis PUCP. Lima, 2008.
Revista Virtual “El Zahorí”. Lima, 2011.

      



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