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EDICIONES COLECTIVO VALLEJO LIMA 2005 |
“¿DE
QUE SE RIEN LOS CUERVOS?”
Novela
Alberto
Mego
...
el dolor no es eterno
y
cuando salga el sol
¡salga
el sol!
Cuando
pienses en volver
aquí
están tus amigos,
tu
lugar y tu querer,
y
te abrazarán
dirán
que el tiempo no pasó
y
te amarán con todo el corazón
Pedro
Suarez Vertiz, canción
Los personajes como la trama de esta novela
son imaginarios.
Cualquier semejanza con personas o hechos reales
es solamente una coincidencia.
EL AVIÓN DIO UN PAR DE VUELTAS por
el cielo en espera de la autorización para aterrizar, yo debía dejar de pensar
en el familiar detenido que dejaba en Perú, a pesar que tanta cuerda le diera a
mi vida. ¡Tantos años sin verlo!... Mientras los pasajeros abrochábamos nuestros
cinturones de seguridad, por la ventanilla vi la sábana de luces anaranjadas
alumbrando los estacionamientos llenos de autos alineados, los enormes
edificios y las autopistas de Miami.
Después que me sellaran el pasaporte
con un permiso de estadía por un año, cogí mi mochila, mi maleta y caminé por
el largo corredor que me condujo al lobby
del aeropuerto. Allí debía estar esperándome María, la prima de Augusto, el
amigo que me había conectado por teléfono con ella para que me hospede por unos
días, hasta que me estableciera, después de reconocerme por la chompa de alpaca
con motivos incaicos que yo debía tener puesta. A pesar del aire acondicionado
de la sala de espera, hacía mucho calor, así es que me puse la chompa sobre los
hombros y esperé, mirando el alboroto de la gente recibiendo a sus familiares,
llorando, riéndose ruidosamente, abrazándose. Seguramente no se veían hace años, y era comprensible el llanto
y la risa: por fin lograban reencontrarse, en el paraíso prometido, Estados
Unidos.
Nadie venía por mí. Decidí caminar
entre los pasillos y las filas de asientos de la sala de espera, y ponerme la
chompa, a pesar del calor. Por teléfono, María me había explicado que vivía a
dos horas del aeropuerto, que nadie vive cerca de nada en Estados Unidos, tan
grande es este país, y nadie es vecino de nadie, así viva al costado, es todo
tan diferente. Pero la gente se parece a la gente, y a mí me llamaba la
atención tantas personas alborotadas y alborozadas, y naturalmente que no
llegara la prima, aunque a lo mejor me estaba mirando y no me daba cuenta. “No puedes equivocarte, es una gordita
cachetona”, me había dicho Augusto. Pasaron delante de mí muchas gorditas,
algunas descomunales, yo las miraba ansioso, estaban pasando las horas y
ninguna me preguntó si era el amigo de Augusto. Pasaban, sin siquiera mirarme.
Tomé asiento. Miré otra vez a la
gente que trajinaba por los pasillos, cargados de maletas los que esperaban un
avión, sentados los que esperaban a sus familiares, todos atentos a los
parlantes que anunciaban en inglés la llegada, la procedencia y el destino de
los aviones, mientras algunos niños correteaban entre
los asientos. Dejé mi equipaje sobre un asiento, y sin perderlas de vista,
aunque nadie tuviera aspecto de interesarse en maletas ajenas, librado de peso,
di una vuelta por la sala.
Las máquinas de soda y golosinas con
sus luces que se prendían y apagaban llamaban a los pasajeros a entretener la
espera con algunos dulces automáticos. Cuando se fue la primera ola de
pasajeros, la enorme sala de espera quedó extrañamente silenciosa, hasta que
unos minutos después, vino la siguiente ola. Y así sucesivamente, me di cuenta
que, ola tras ola, no era el único que hacía rato esperaba. Pronto llegó otra
ola, otro avión, otra multitud, otra ansiedad, otros abrazos y otros besos,
otros llantos y otras risas.
Los que llegaban por primera vez
estaba felices con sus reencuentros y sus visas, el porvenir podía
cristalizarse, con ayuda de amigos y familiares, decididos a vivir la vida
prometida en el american way of life.
Pero otros miraban a uno y otro lado, esperando a alguien. Por primera vez yo
esperaba también.
Me acerqué a una máquina. Aunque
había comido los bocadillos que sirven en el avión, la ansiedad sembraba un
vacío en mi estómago. ¿Y si nadie venía por
mi? En el bolsillo tenía 100 dólares y unos cuantos billetes de uno. La máquina
no podía calmar mi ansiedad, así es que volví a mi asiento. A unos cuantos
asientos, esperaba otro que tenía aspecto de ser peruano o de algún país
vecino. Me quedó mirando cuando le pregunté si el aeropuerto cerraría a alguna
hora de la noche, y si nos quedaríamos en la calle.
-No -me dijo en un castellano sin
acento, como el peruano- este aeropuerto nunca cierra.
-¿Hace rato que
espera?
Era tonto que preguntara eso, lo
había visto hacía rato, como a los que esperaban filas atrás, y más allá,
parados, caminando, saliendo a fumar al hall,
todos los que no habíamos sido recibidos ruidosamente, con carteles consignando
sus nombres, a beso limpio o abrazo de bienvenida.
-Llamé por teléfono, vendrá mi
hermano a recogerme -dijo el hombre- trabaja en un turno de noche y tengo que
esperarlo.
Bien por él, a mí me esperaba la
incertidumbre.
A pesar de sus caras largas y
agotadas, quizá todos esperaban a sus hermanos, a sus tíos, a sus primos, y el
teléfono atenuaba sus ansiedades. En mi vieja libreta de apuntes, yo también
tenía el teléfono de María, que no era mi prima, pero era prima de Augusto, ese
amigo que entre vasos de cerveza me confesó que daría cualquier cosa por irse
también del Perú.
En ese momento, familiares más ruidosos,
aplaudieron rabiosamente la entrada triunfal de otra ola de pasajeros al
aeropuerto. La conversación con el extraño se interrumpió
porque se levantó bruscamente y se confundió entre la multitud agolpada por los
pasillos. Eran cubanos, después de tiempo lograban el permiso para entrar al
país de sus sueños dorados. El desconocido volvió al poco rato más animado,
como si la ola de cubanos lo hubiera entusiasmado. Me enteré que era peruano, del
Callao, había vendido todo para venir. Dijo que no había posibilidades de nada
en el Perú, y que su hermano le había conseguido trabajo en un Mc Donald de Miami, donde le pagarían
muy bien si aprendía su manera singular de hacer sandwichs.
La idea de llamar por teléfono a
María comenzó a rondarme. Busqué su número, ya era hora de alarmarse. El
peruano, conversando conmigo -otro peruano más desolado que él- adquirió más
seguridad, y comenzó a hablar hasta por los codos, diciéndome que el futuro
junto a su hermano en USA se le presentaba lleno de buen augurio y que, a pesar
de haber sido gerente de una empresa peruana, se llenó de deudas y que no le
importaba trabajar de cocinero si le pagaban bien, a pesar de sus estudios de
economía y otros títulos porque estaba harto del Perú. Sólo faltaba que
apareciera su hermano y el futuro empezaba esa noche para él.
Fui hasta el teléfono, marqué los
números de María y una grabación en inglés me recordó que estaba en Estados
Unidos y que yo no sabía hablar por teléfono. Volví a marcar y entendí que no
estaba poniendo el money suficiente.
Compré una soda para que la máquina me diera cambio, pero el teléfono me
devolvió las monedas porque tampoco eran suficientes. Puse otro dólar, la
máquina me dio señal y escupió unas monedas
de vuelto por las ranuras. Cuando por fin logré comunicarme, pregunté por
María, una voz de mujer me dijo:
-María ha salido hace rato. Ha ido a
recoger a alguien al aeropuerto. ¿Es usted? Pero debe
estar allí. Yo me he quedado con los niños.
Desde el teléfono, vi al peruano
reencontrándose con su hermano, después del abrazo y de recoger sus maletas, me
hizo adiós con una mano. Mientras salió por la puerta, yo seguía absorto,
colgado del teléfono.
-¿Aló?
-Sí, debe estar aquí, voy a esperar,
sino vuelvo a llamar.
No me quedó más remedio que buscar
otra vez a la peruana. Todas las gordas de la sala de espera podían ser María.
Me acerqué a la primera y le pregunté si ella era. Me contestó en un inglés que
entendí perfectamente. No todas las gordas se llaman María. Ni esperan a
peruanos con chompas de alpaca en el aeropuerto de Miami.
Maldije el momento en que decidí
venir con una maleta a rastras, pesaba como la sombra de un crimen, maldije el
momento en que decidí venir, y maldije también el momento aciago que estaba
viviendo sin saber qué hacer ni dónde ir. Esperé un rato más y volví a llamar.
-¡Raúl! ¿Dónde estás? Estuve
esperándote dos horas en el aeropuerto.
-No puede ser. No me he movido de la
sala de espera desde que llegué.
-¿En la sala de
espera? ¿la sala de espera que está en el segundo piso?
-No sé si es la del segundo piso.
-La sala de espera queda en el
segundo piso.
-La verdad, no sé en qué piso estoy.
-Y yo ya estoy en mi casa, muy lejos
del aeropuerto. Y no puedo volver, porque mañana entro a trabajar a las seis de
la mañana. Sorry, Raúl.
-¿Y ahora...?
-¿Sí?
-Nada, gracias, gracias.
Agradecido de nada, colgué el
teléfono.
Eran las doce de la noche. Y con mi
mochila al hombro y mi maleta, di los primeros pasos hacia ninguna parte. Me
pregunté por qué no era yo como todos los que venían buscando el progreso en
este país. Reconocí fastidiado que me había confiado en la primera persona que
podía recibirme, y ahora no me quedaba más que preguntar por la hora en que
salían los aviones de regreso a Perú. Total, mi pasaje era de ida y vuelta.
Pero ¿por qué iba a
echarme atrás? Algún orgullo de migrante recién llegado debía tener en un
rincón de mi alma, y como todo conquistador, encontraría la estrella que guiara
mi incertidumbre. Recordé que yo también tenía algunos amigos y familiares que
vivían en Estados Unidos, no estaba del todo en la orfandad. Pero eran
familiares y amigos que no veía hacía siglos. Además vivían lejos de Miami, en
otros Estados, y habían salido de Perú sin dejar rastro pero las noticias hablaban
de sus buenos trabajos, de sus carros último modelo, de sus casas, de sus
dólares.
Un hermano de mi madre vivía
instalado hace tiempo en este país de las oportunidades. Era el último de los
11 hijos que mi abuela regó en el camino de su larga vida, con diferentes
maridos y hogares felices, a pesar de los partos difíciles que no lograron
arrancarle la alegría ni la ruidosa carcajada que lucía con sus mandíbulas sin
dientes. Estaba seguro que tenía la dirección y el teléfono de mi tío. Y debía
llamarlo, no me quedaba otra, a pesar de la hora.
Al tío
Abel no lo veía desde que yo era un niño de siete años, de modo que poco o nada
sabía él de mi vida, ni yo de la suya. Es decir, era probable que aquellos días
de mi infancia y de su juventud hubieran quedado enterrados en su memoria.
Recién ahora se me había ocurrido contar con su ayuda para que me aloje en su
casa, aunque sea por unos días, suponía.
En
efecto, tenía su número en la libreta, pero ¿qué iba a decirle después de
tantos años sin verlo? “¡Tío! ¡qué
emoción! ¡tanto tiempo sin verte!” Tenía un buen recuerdo de él, había sido
el primero de la familia que apareció con un carro en mi barrio, un flamante
auto deportivo de segunda mano que solía estacionarlo en la calle, casi en
medio de la pista. La tarde que apareció por primera vez todos los muchachos
tuvieron que hablar del auto, y como yo nunca he sabido de marcas ni de
kilometrajes, solamente se me ocurrió decir: “sí, es de mi tío”.
El
vivía con su padre. Pero por un breve periodo, se mudó a casa de su madre, y
como yo vivía cerca, tuve más de una ocasión para acercarme al joven pálido, de
aspecto huraño, cercado por sus gruesas gafas, que miraba a los demás tratando
de adivinar sus pensamientos. Sin duda, era un joven inteligente, a juzgar por
los comentarios de la familia, sus libros y el reluciente uniforme que lucía
cuando iba al colegio particular donde lo tenía matriculado el padre para que
estudiara los últimos años
de la secundaria. Tiempo después supe que se había graduado en no sé qué
universidad y que el auto era justamente la primera expresión de su meteórica
carrera como agente de ventas en una empresa muy conocida de Lima. Más tarde,
no llamó la atención que se fuera a Estados Unidos, alentado por otros miembros
todavía más lejanos de la familia, que habían viajado a California en la valija
de unos mormones, convertidos en predicadores.
Apurada
por llegar a su destino, la gente entraba y salía del aeropuerto. Muchos
hablaban español, y entre tantos abrazos y bienvenidas, tuve ganas de irme con
ellos, especialmente con algunas mujeres bellas y espigadas que parecían dueñas
del mundo. En la puerta, taxis amarillos recogían a unos, dejaban a otros, y
salían raudamente del estacionamiento. Un calor húmedo mojaba mis espaldas.
Volví hasta el teléfono decidido a llamar al tío Abel, aunque todavía no
supiera dónde vivía.
-Hello?...
La voz siguió diciendo algunas palabras en inglés.
-¿Aló?,
¿el
señor Ramírez?
-¿Sí?
-Disculpe...
Bueno, es un poco tarde, y esta llamada puede parecer extraña,
pero creo que es absolutamente necesaria. Mi nombre es Raúl. No sé si se
acuerda usted que tiene un sobrino con ese nombre. Pues bien, estoy llamando
desde Miami y parece que necesito ayuda.
Diantre,
desde cuándo no hablaba con él. ¿Y
al borde de los cuarenta uno todavía tiene tíos? ¿Hasta
cuándo se es sobrino? ¿Cuánta
vigencia puede tener la familia en este mundo?
-¿Raúl?
¿El
hijo de mi hermana Irma?...¡Hombre, qué sorpresa!
Algo
en su voz me hizo creer que de verdad la familia era la más sólida organización
social y que a pesar de los años
y las ausencias, en esta situación, el tío Abel era como mi padre, entonces
estuve a punto de gritarle emocionado por el fono: “¡Tíooo!”.
-La
persona que me esperaba aquí no ha llegado- le dije. No sé si puede orientarme
para llegar donde usted, y a lo mejor me da una mano, no quisiera molestarlo,
pero...
Me
preguntó por mi madre, por mis hermanos, hizo algunos comentarios sobre la
situación de Perú, y traté de ser lo más cordial en mis respuestas, pero
pasaban los minutos y no me decía nada. De manera que volví a decirle más
claramente que a lo mejor podía alojarme en su casa y acaso pudiéramos tener la
oportunidad de recuperar los viejos lazos familiares, siquiera un poquito.
Hubo
un silencio. Me pareció que hablaba con alguien.
-Mira,
conozco tu situación, hace muchos años
yo también llegué por Miami. Voy a tratar de ayudarte. ¿Eres
legal, no?
-Como
un boy scout. Tengo visa y me dieron
un permiso de turista por un año.
-Ah, está
bien eso. Si consigues un trabajo, puedes renovarlo por otro año. Primero,
debes venir hasta Virginia, en el área metropolitana de Washington. Esto está a
dos horas en avión.
-...Un
poco lejos ¿no?
¿No
hay otra manera de llegar?
-Por bus, llegas en veinte horas. Todos los
días sale uno a las nueve de la mañana. Si lo tomas mañana, llegas a Arligton a las 6 del día siguiente, allí te
puedo recoger.
Me
indicó dónde debía tomar el bus, y
nos despedimos. Colgué el fono, parecía que había resuelto mi problema.
Obviamente no me quedaba más que quedarme en la sala de espera del aeropuerto
hasta el día siguiente. No quería, ni podía, meterme a un hotel de 50 dólares
mínimos para mal dormir mi primera noche en USA. Luego debía tomar un taxi y
llegar a La Cubana Transporters,
donde entregaría mis únicos 100 dólares para llegar a Virginia.
Resignado
a ver por unas horas más el tránsito de los recién llegados por unas horas más,
me acomodé otra vez en el asiento, pensando que acaso también para mí éste era
el país de las oportunidades. Las primeras horas del amanecer llegarían pronto,
luego debía marchar a la agencia.
Tenía ya dos noches sin dormir. A un pasajero
desprevenido, le pregunté en buen castellano -preferible a mi pésimo ingles-
cómo llegaba a la agencia del bus.
Arrastrando mi equipaje, entre los pasajeros que hacían comentarios en inglés,
tuve suerte de encontrar a algunos que hablaban español, y me indicaron dónde
debía bajar, dando por hecho que yo conocía el camino. Por suerte, una señora
peruana, acompañada de su marido puertorriqueño, me indicó que tomara la línea
25, bajarme en no sé dónde y caminar unos cuantos bloks, o seguir con ellos y caminar más, pero seguro que llegaba.
La señora
me contó que tenía más de diez años
en Miami, que había dejado en Perú a sus hijos ya grandes y que aquí había
trabajo, pero nada más que trabajo. Y, quiñándome un ojo, que aquí había
encontrado su amor puertorriqueño.
El bus llegó a la hora indicada en el
programa. Por las ventanas, vi las calles suburbanas de Miami, con sus casas de
techos a doble agua para atenuar el efecto de los chubascos de lluvias
tropicales, y la poca gente apurada que trajinaba las veredas ribeteadas de
jardines floridos, yendo a sus trabajos o a pesares que yo desconocía.
Silenciosos, los autos esperaban que cambien las luces de los semáforos, y al
volante, sujetos a los cinturones de seguridad, tras sus gafas para el sol, en
qué pensarían los anónimos choferes, mientras yo escuchaba la charla de la señora
peruana que me preguntaba de qué parte de Lima provenía, y qué buen Presidente
era Fujimori, “estamos tan agradecidos”.
La
agencia todavía estaba cerrada cuando llegué. Su fachada de vidrio mostraba
afiches en castellano con edificios modernos de Miami, de Washington, de Nueva
York, el recorrido del bus por la
costa atlántica de Estados Unidos. Faltaba poco para las nueve de la mañana.
Encendí un cigarrillo y, sentado sobre mi equipaje, me puse a esperar. Al poco
rato, hablando en voz muy alta, como si fueran sordas, llegaron dos señoras
cubanas y abrieron las puertas de la agencia. A pesar de sus maquillajes y de
sus sonrisas de vendedoras, me di cuenta que nunca disfrutaron del sueño
americano o hacía mucho tiempo habían despertado. Escuchar sus convencionales
frases en español fue satisfactorio para mí, a pesar que no le dieran ninguna
importancia a mis juegos de palabras, a mis comentarios sobre el tiempo, a una
situación como la mía, acabado de llegar y tan pronto convertido en el primer
cliente del día.
-¿Adónde
quiere ir?- me preguntó una, después de mirarme con sus ojos cansados.
-A
Arligton, en Virginia- contesté.
-Son
100 dólares. El bus sale a las 10.
Otra
vez sentado sobre mi equipaje y mientras los demás pasajeros fueron apareciendo
uno por uno, con sus maletas y sus acentos diversos, me pregunté por primera
vez ¿qué
hago aquí? ¿por
qué tuve que dejar a mis amigos, mi familia, mi país? El paisaje desolado de
las calles de Miami con un tibio sol mañanero en el cielo celeste, me mostraba
una ciudad de choferes, sin peatones ni vagabundos, donde todos tenían un
destino, un trabajo que cumplir. Volví a llamar al tío Abel, para decirle que
había llegado a la agencia, que ya tenía mi ticket.
-Qué
tal, aquí estoy en la esquina de la bella mañana de Miami.
-No
te preocupes, mañana te recojo en el paradero de La Cubana. ¿A
qué hora llegas a Arligton?
-Seis
de la mañana.
-No problem.
-Le
agradezco.
-Mira,
hay un cuarto que puedes ocupar en mi casa. No te preocupes. Como tienes tus
papeles en orden, puedes aplicar a
algún trabajo y acostumbrarte a la vida aquí.
No problem. Hablar con el tío me dio
confianza y como todavía faltaba un buen rato para que partiera el ómnibus,
encargué mi maleta en la agencia, y me eché a andar un poco mirando los
letreros de neón, apagados a esa hora, anunciando pequeños markets y restaurants, junto a cabarets
y negocios de cigarros y café. Pensé y pensé, no sé en qué. Tomaba un café con
galletas en el interior de una pequeña
tienda cuando vi. llegar el bus, me
apuré en volver a la agencia donde los pasajeros ya revoloteaban con sus
maletas al pie de la bodega. Los controladores acomodaron los equipajes y
revisaron los tickets en unos cuantos
minutos, pronto estuvo todo listo para la partida.
El
chofer era un gordo simpático que trataba a los pasajeros como si fueran
navegantes y él un capitán al mando de un barco con ruedas. Vestido como un
militar, con saco azul y galones dorados, lentes ahumados, camisa y una corbata
reposando sobre su enorme barriga, antes de partir, anunció por el altoparlante
el itinerario, la hora de llegada a las diferentes ciudades, los intervalos
para comer o desayunar, y las pausas que tomaría el bus para que los pasajeros bajaran a los servicios higiénicos
establecidos a lo largo de la carretera.
Arrellanado
con gusto sobre uno de los asientos del fondo, miré complacido la interminable
arboleda, los lagos de todos los tamaños que aparecían por cualquier lado,
eventualmente los espacios urbanizados con edificios y autopistas de dos pisos,
de tres, los gigantescos carteles de publicidad sobresaliendo por encima de los
puentes; mientras tanto entretenidos en la pantalla de video los pasajeros
miraban una película de héroes absolutamente buenos y bellos, blancos por lo
general, y villanos absolutamente malos y feos, negros o latinos casi siempre.
Por ratos no podía sobreponerme a la sensación de estar cayendo en un hueco sin
fondo, viajando a la nada en un ómnibus reluciente, donde todos éramos una
incógnita, a punto de ser paridos o abortados hacia una realidad desconocida.
Más tarde, a la hora del almuerzo, conversando con algunos, temí que acaso
fuera solamente yo el recién llegado.
Dormí
unas horas, más que nada para huir de las películas que unas tras otras se
sucedían en la pantalla. Pero ya entrada la noche, me despertaron las risas de
los pasajeros. El chofer había anunciado la hora de reír y lanzó a través del
micro una grabación de chistes latinos que ¡no
volverán a escuchar! Traté de reírme como los demás de las historias donde
la mujer era la tonta, era el cuerpo, y el hombre era el hábil dueño de una
parte de su cuerpo. Nada nuevo, pero no podía bajarme en la esquina.
Era
un amanecer de marzo cuando llegué. En Estados Unidos comienza la primavera y
se aleja el otoño.
Mi compañero de asiento, con el que no había cambiado ni una palabra, y no por
que yo no quisiera, me despertó diciéndome que habíamos llegado a Arligton. Sí, sí, le dije, bajo, bajo. Fui el único pasajero que bajó allí, el ayudante del
chofer abrió la puerta del compartimiento de equipajes y sacó mi maleta. Me
abrigué el cuello porque hacía frío, y mirando el bus que se alejaba, quedé desamparado en la calle con mi maleta y mi mochila.
En mi
reloj faltaban unos minutos para las seis. El frío me encogió los hombros, pero
parado en esta nueva esquina, estaba contento de llegar al punto donde
comenzaba mi aventura norteamericana. Miré los edificios, los letreros en
inglés anunciando negocios que desconocía. Los autos atravesaban la avenida,
mientras yo prendía otro cigarrillo, eludiendo otra vez la pregunta: ¿qué
estaba haciendo allí? Tuve ganas de orinar, y a esa hora, en la calle
solariega, en un estacionamiento nadie iba a reparar en las tensiones de mi
uretra. Qué bueno es soltar la orina cuando uno se la ha pasado sentado tanto
tiempo. Pero de pronto, unos focos me llenaron con su luz. Una camioneta se
estacionó frente a mí.
-¿Estás
loco?- gritó el chofer por la ventana, sonriendo-. ¡Eso está prohibido!
-Disculpe,
usted es...
-Claro,
hombre, pero sube rápido, no puedo estacionarme aquí. ¡Cómo estás! ¡Ponte el
cinturón de seguridad!...
Casi
mecánicamente subí al auto. Era el tío Abel, al que no veía hace tantos años,
y entre las sombras del amanecer y las luces artificiales de la pista, dentro
del auto lo reconocí con dificultad. No se ajustaba al recuerdo que yo tenía de
él, pero estaba contento de verlo, era la primera persona que en estos días de
recién llegado podía abrazar, a pesar de su grueso abrigo acolchado. Lo miré
mientras contestaba a mi abrazo, efectivamente era el mismo tío Abel que conocí
tantos años
atrás y que ahora no perdía atención en el volante, y seguía la línea de autos
que a esa hora ya llenaban los carriles de la pista. Pensé que por eso no
hablaba, aunque su sonrisa se dibujada sin dificultad en su pálido rostro.
-Qué
gusto, cuánto tiempo sin verlo.
-Han
pasado los años,
tú eras un niño
la última vez que te vi., ¿cómo
está tu mamá? ¿cómo
está el Perú?
-Bueno,
ya sabe, hay tantos problemas, pero creo que bien, si no fuera porque no hay en
qué emplearse.
-Oye,
cómo se te ocurre orinar en la calle. Recién llegado y ¿quieres terminar en la
cárcel?
-Bueno,
bueno, qué me cuenta, como está.
-Cuéntame
tú, qué tal viaje.
Su
rostro estaba lleno de una juventud estacionada. Me pregunté si el color
radiantemente negro de sus cabellos era teñido o
real, pero era el mismo tío de aquellos años de mi
infancia.
Hablamos
de sus antiguas referencias de la ciudad que recordaba, que para mí eran
recientes, y casi podría decir dolorosamente recientes. No quise discutir con
él por qué el Perú era un país tan rico y al mismo tiempo tan pobre, habría
tiempo para eso, y pasamos de un tema a otro, tratando de cubrir los largos
silencios, entre arboledas y nuevas carreteras asfaltadas que no dejaban de
admirarme porque el área metropolitana de Washington es un enorme bosque al que
pareciera que primero le construyeron las pistas, luego les levantaron las
casas, los edificios.
El
tío Abel dijo que yo tenía suerte, que en la casa donde él vivía recientemente
se había desocupado un cuarto, y que la dueña no se preocupaba de arrendarlo,
que lo tenía como depósito y que había hablado con ella para me lo alquile.
-Pero,
seguramente la dueña querrá que le pague ahora.
-Entonces,
¿no
puedes pagar por adelantado la renta?
-¿Cuánto
es eso?
-Cuatrocientos
dólares.
-No,
no, eso es imposible para mí, pero quizá, mientras encuentro un empleo, puede
darme un pequeño
espacio en su cuarto, no quisiera molestarlo, pero será sólo por unas semanas,
estoy seguro.
El
tío Abel sonrió, y miré su dentadura blanca y perfecta, me pregunté si era
postiza.
-Mi
cuarto es pequeño,
y no está permitido compartir. Antes tuve una casa. Pero ahora tengo otro
compromiso- dijo, poniéndose serio.
-Bueno,
la verdad que no puedo pagar.
-No problem. Tienes suerte, la dueña es
peruana y, si te garantizo, puede aceptar que pagues a fin de mes. Tienes que
hablar con ella, dile que vienes dispuesto a trabajar y que no desconfíe, que a
fin de mes le estás pagando. Pero eso sí, mañana mismo debes comenzar a “aplicar”, así se dice aquí cuando
ofreces tu mano de obra. Me explicó que trabajo había, eso no tenía que
dudarlo, en cada centro comercial, en cada supermarket
necesitaban trabajadores para ayudar a los clientes, además estaban los carwash, para la limpieza de autos,
grifos y toda clase de tiendas que podían recibirme, siempre que tuviera mis
papeles en orden.
-¡Papeles!
¿Qué
papeles?
-Bueno,
está prohibido que trabajen los turistas, porque aquí las leyes se cumplen, y
los turistas como tú vienen a conocer y a gastar, no a trabajar. Entonces,
necesitas papeles de residencia, la Green
Card, el documento de residencia, y mejor si tienes el Social Segurity, porque aquí la garantía de que eres una persona,
un ser vivo, es el número de tu social
segurity, esa es tu carta de presentación, es tu crédito, y a través de la
red de computadoras de todo el país, todos pueden saber que existes y que se
puede contar contigo, para firmar un contrato de compra y venta de un auto, o
para la compra de unas horas de tu trabajo diario.
-Entonces,
cómo voy a trabajar si no tengo papeles.
-No
tienes papeles legales, pero podemos conseguirte papeles chuecos. Están
tan bien hechos que parecen reales. Los norteamericanos no quieren trabajar en
los trabajos que hacen los latinos, y se hacen de la vista gorda delante de
papeles falsos. Puedo prestarte 100 dólares para que mañana mismo estés listo
para trabajar en América.
-Pero
¿no
dice que aquí las leyes se cumplen?
-Como
en todas partes, se cumplen a favor de los empleadores. A ellos les interesa tu
trabajo, y si eres un buen trabajador, puedes vivir eternamente aquí. Este es
el país de las oportunidades, del trabajo y de la satisfacción de tus
necesidades.
Todavía no llegaba a
la casa donde iba a vivir y ya debía pensar en pagar a fin de mes 400 dólares
más los 100 por mis papeles falsos de residente. Pasaron los minutos en medio
de otros silencios que yo no sabía cómo llenar. No veía desde tiempo atrás al
tío Abel, y ya me parecía que su rostro reluciente lo había visto tantas veces
en la propaganda de los periódicos y de la televisión, manejando pulcramente
con su cordón de seguridad, detrás de la cadena de autos enfilados en la
autopista, mientras por la radio un noticiero informaba en inglés los últimos
acontecimientos.
-Oh,
my god!- exclamó de pronto- ¡accidente en la ruta 66! No podemos ir por
allí, hay congestión del tráfico.
Como muchos otros autos, buscó salir
de la autopista, llegamos a otra, también llena de automóviles apurados por
llegar a su destino. Me llamó la atención que no se escuchara el claxon de
ninguno. Gran silencio. Me explicó que eso tenía multa, y salimos por una pista
auxiliar, con letreros y flechas que indicaban dónde había hoteles,
restaurantes, baños. Cruzó unas calles de casas residenciales, distanciadas
unas de otras por bellos jardines. Quise decirle que se detuviera, para
contemplar el paisaje que solamente había visto en los almanaques, pero el tío
Abel ya me había dicho que debía llegar rápido porque lo esperaba su trabajo.
-No me ha dicho en qué trabaja.
-En electrónica. En el Perú ese era
mi hobby, aquí es mi profesión,
trabajo en máquinas automáticas.
Recién reparé en la parte trasera de
la camioneta. Estaba llena de herramientas, desordenadas y tiradas unas encima
de otras. Imaginé al tío Abel delante de máquinas imposibles donde encontraban
explicación las extrañas herramientas que
seguramente le servirían para conectar la realidad con el sueño. Estaba en
América, ¿por qué no podía imaginar que todo era posible aquí?
-Trabajo con robots que sirven café-
me dijo.
Y me pareció que su barriga,
desbordando el cinturón de seguridad, su dentadura postiza, su pelo pintado, su
casaca acolchada y los pliegues ajustados detrás de las orejas en su rostro,
desafiaban su trabajo con las máquinas. Pequeñas ardillas atravesaron
la pista, se detuvieron brevemente para mirarnos y huyeron del peligro
inminente, mientras sobre los árboles algunos cuervos de pico negro
sobrevolaban, graznando, riéndose.
Tratando de ver las señales del
cielo, como solía hacerlo en mi cielo natal, entre las nubes turbias y blancas,
los algodones grises y los aviones que cortaban el firmamento con sus largas
colas de humo anunciando la llegada de tantos como yo, me pregunté ¿de qué se ríen los cuervos en
Estados Unidos? Me distrajo el trajinar de las ardillas que huían deslizándose
silenciosamente bajo la frondosa sombra de los árboles, deteniéndose para mirar
solamente por un segundo a los autos que atravesaban velozmente las pistas. No
pude evitar el silencio abierto entre el hermano de mi madre y yo, aunque él
dirigía mi vida en este momento, mi nueva vida.
Por fin llegamos a la casa. Y quedé
impresionado por el extraordinario paisaje que la bordeaba, árboles gigantescos
respaldaban la edificación de madera. Era una casa extraña, como ninguna otra que hubiera
visto a lo largo del viaje, una casa de película, una casa embrujada. Pero el
tío, apagando la radio, y terminando de estacionar, dijo:
-Parece que el accidente en la ruta
66 es grave. Un carro se detuvo bruscamente y detrás de él, otros veinte o
treinta autos se detuvieron también. Es un accidente en serie.
El tío Abel estacionó el auto en el
parqueo, donde había otros autos. Nos dirigimos a la casa, en cuya puerta nos
esperaba una bella muchacha.