RETABLO EL DORADO Cps 10, 11, 12
10
Las calles de El Dorado eran su más preciado territorio. Las
conocía todas. O casi todas, las últimas invasiones en los lados este y
oriental de la ciudad estaban ya demasiado lejos de su campo, del mundo de
señales, de olores, de signos en el aire que envolvían su alma. Además esa
cuerda mágica, ese lazo invisible que lo unía por el cuello a su dueño, a su
patrón de turno, en uno o en otro tiempo, y a veces en todos los tiempos, no lo
dejaba ser completamente libre. Entonces la vida era dura. Pero aún cuando
estaba obligado a acompañar a sus amos a un lado y otro, se daba maña para
llegar hasta una esquina de la calle más alejada, olvidarse de todos y
descubrir en el ambiente ese olor a muerto que enfriaba su nariz como un
adoquín. Si bien no valía tanta pena, por lo menos le daba la sensación de
independencia que en esos días añoraba, porque estaba cansado de las patadas o
de que lo despierten con agua fría.
Era cierto, las calles estaban cada día peor. En la jungla de
pitos, motores roncando su cansancio y cláxones de todos los tipos, los perros
vagabundos aumentaron. Los perros enfermos, las perras desoladas y tristes,
mirándolo a uno. Pero en lo que se refiere a la vida, al buen vivir como se
dice, nada. Las calles siguen siendo las mismas, peligrosas y ardientes, tantas
veces más interesantes y atractivas que cualquier pan con té que le ofrecieran
sus patrones. Ultimamente, muchos se resignaron a una vida de perros
prisioneros, amarrados a los techos, incapaces de correr en la calle y soltar
su mejor ladrido. A algunos se les encontró muertos, con la lengua afuera,
atados a sus cuerdas, ahorcados con ella, o envenenados, no se sabe.
El peligro también ronda en las casas, quién dice no. Cuando los
dueños no saben con quién desquitarse, los perros pagan la cuenta de sus
angustias. Y él andaba impresionado con eso, tenía tantas casas, y al mismo
tiempo no tenía ninguna. No quería correr riesgos ajenos ni depender de nadie.
Por eso aprendió a defenderse solo, sin las maneras a las que estuvo a punto de
someterse cuando vivía con la Señora. Esas maneras no se ajustaban a su
carácter independiente, ni a sus ganas de ir corriendo por la vida, libremente,
sin collar ni correa en el cuello, a pesar de los peligros de El Dorado, de los
autos veloces rodando en el asfalto o de las dos rabias que explosionaban cada
cierto tiempo entre los que se alimentaban en los basurales de la pampa,
disputándosela a las moscas y a las iguanas: la rabia del hambre y la de la
locura.
Estaba dispuesto a afrontar los peligros, con inteligencia y
astucia, con los bigotes bastante crecidos y su fino olfato, incluso sin temor
a los perros locos que arrancaban con furiosas dentelladas sus canastas a las
mujeres en el mercado. No extrañaba a la Señora, aunque era cierto que allí no
le faltó nada. Tenía una alimentación que en ningún aspecto podía envidiársele
a la de los mejores perros, a los de raza, a los que aparecían en los
periódicos, sonriendo, jugueteando con niños felices. Dormía entonces en un
lugar cómodo, tenía un colchoncito en su caseta de madera, un jarro de leche
todas las mañanas y los hijos de la Señora que levantaban su hocico hasta la
piel más profunda de las encías. El sabía que los niños jugaban, sin ganas de
molestarlo. Cuando no tenía humor para juegos, con la barriga llena de camote
sancochado y de sebo, les ladraba furiosamente si no lo dejaban descansar.
-!Luuuucas¡-
gritaba la Señora desde adentro- !silencio!
Y él
cesaba de ladrar. Menos mal que los niños entendían y se alejaban buscando otro
juguete.
Después
de un bostezo ruidoso y de estirar convenientemente los músculos del cuerpo,
poniéndose a tono con el ocio, y cuan largo era buscaba la posición más cómoda,
se estiraba en el colchón que ya estaba quedándole chico. Más o menos al mismo
tiempo comenzaron las dificultades con la Señora. Estaba creciendo y ya no
quería pasar tanto tiempo encerrado en su caseta. Quería salir siquiera a la
puerta de la calle. Para ello era necesario atravesar el patio, que siempre
estaba encerado, con un olor desagradable, penetrante para su olfato. Estaba
prohibido poner las patas allí, y cuando quería ir hasta el jardín para soltar
las tripas, si lo sorprendían a mitad de camino, debía regresar. No le quedaba
más que subir al segundo piso, esconderse tras los muebles del salón. Allí sí
podían darle un escobazo o tirarle un zapato porque él no debía ni siquiera
asomarse por el segundo piso. La Señora le advertía una y otra vez que ese no
era sitio para sus necesidades.
En los últimos días las necesidades no le venían a la misma hora
y, menos, según las instrucciones de la Señora, sino en el momento menos
pensado. Y a la resignación de comer o dormir en el mismo sitio, con su jarro
azul y su hueso, no podría agregar la evacuación de sus intestinos en el mismo
sitio, sin excederse en los límites y en el olor. Esto sí significaba una
severa llamada de atención, no de la Señora- por lo general ella no se ocupaba
de sus intestinos-, sino del Señor.
A
pesar del buen trato que también le prodigaba, él no toleraba pestilencias en
su casa, ni que andara haciendo huecos en el jardín y menos, mucho menos, que
algunas mañanas, al estirarse más de la cuenta, la verga se le asomara entre
las piernas, como un colorete, con el sentimiento de fuerza y vitalidad que no
controlaba sin echarse boca arriba sobre el pasto, tratando de arrancarse del
pellejo el calor que comenzaba en las tripas y le llegaba hasta la lengua,
echando saliva sin cesar, a pesar del escándalo y de los golpes que recibía si
los niños lo miraban extrañados, o una visita imprevisible, a través de las
ventanas del segundo piso, sin querer, lo convertía en espectáculo intolerable
para señoras.
Este aspecto de su vida no tenía solución, como lo creía la
Señora, invitando a las perritas de sus amigas a desfilar una por una por el
patio trasero, mientras ellas tomaban el té y conversaban en la sala.
-Te cuento, hija, la Pocha no quiere nada con el Lucas.
-Es chusquito ¿no?
El no sabía si ellas venían con las mismas ganas de comer, o de
compartir. Nada impedía que, acomodándose entre sus caderas, tratara de
resolver el problema que lo aquejaba y lo afiebraba hasta el delirio de perro.
Sospechaba que a causa de esta situación insoportable el pelo se
le caía, a mechones tamaño basura de peluquero, las uñas le crecían
descomunalmente, tenía siempre sed y a veces le salían unos sonidos extraños
desde la panza que se quedaban detenidos en la garganta y, teniendo
reminiscencias a aullidos, no eran aullidos. Y por supuesto, no combinaban con
el concepto que tenía de sí mismo.
El entendía que la Señora quería ayudarlo cruzándolo con alguna
hembrita de su círculo, cuando le advertía no herirlas en su elegancia, en su
porte de copete levantado, en su aromático andar y sobre todo no estropeando su
pelaje acicalado. Cumpliendo con las amonestaciones, se acercó a ellas, una por
una, preparado convenientemente para la ocasión.
Con la primera no hubiera podido tener peor suerte. Sin aviso
previo, sin alguna señal que lo pusiera en guardia, cargada en brazos de su
dueña, la acomodaron en el césped, frente a él, que dormía la siesta. El olor a
hembra lo despertó al instante, lamiéndose la boca, listo para el ataque. Pero,
en cuanto las señoras se fueron a la sala y los dejaron solos, ella se puso a
temblar, a llorar una canción desconocida para él, justo cuando la situación se
ponía interesante. Apenas se acercó, ella dio un salto y no se detuvo hasta
esconderse bajo los pies de la señora que la había traído.
-Pobrecita, no quiere nada con tu perro, hija.
Repetidas
veces la volvieron a traer. Pero no paraba de temblar mientras él apenas
empezaba a transpirar sus aromas más selectos. Quizá era muy pequeña para él, o
muy joven. Con frecuencia, recordaba su olor, no el que le echaban encima para
hacerla más atractiva, sin saber que él no era muy exigente en este aspecto,
sino su fragancia más profunda, la que le venía de la entraña misma.
No le importaba que lo despreciaran, pero el calor en la barriga
le aumentaba y a veces le duraba varios días, qué se le va a hacer, pero de
verdad se preguntaba qué hacía en la casa. Nada justificaba su presencia allí.
Habían puesto una enorme reja en la puerta, con un filo de alambres eléctricos
que conectaban por las noches. Para proteger la casa ya no necesitaban un
perro. Además, el Señor andaba con una pistola en la cintura y una escopeta en
el ropero. Más de una vez, haciendo sus ejercicios de tiro en el patio, él se
asustó cuando las balas le silbaron el trasero. No servía en esa casa ni para
adorno. El pelo que regaba en las esquinas del patio, los huecos rosados que le
asomaban en el pelaje, lo convertían en el perro más feo y triste del mundo.
En realidad, sabía que no era para tanto. Pero de que estaba
harto de esa vida de perro no había que dudarlo. Y cuando así se convencía, el
olfato se le enfriaba más que nunca y podía oler el perfume de la flor más
lejana, del parque más recóndito de la ciudad, el olor de El Dorado, del
planeta, del universo, del fondo mismo de las posibilidades. Había solamente
que atravesar el patio encerado, un día cualquiera, cuando la empleada, abriera
las puertas para comprar la leche, o cuando el Señor guardara el auto en la
cochera y los portones permanezcan abiertos. Más de una vez la Señora había
reñido al Señor por rozar el auto contra los umbrales, maltratando la puerta y
el carro. Ese momento era suficiente. En esas circunstancias, salía afuera, y
si se lo proponía, podía ir más lejos. No volver más.
Al poco tiempo le trajeron otra. Esta no tuvo tanto miedo y
entró con confianza al juego. Lo miró con un gesto desafiante, obligándolo a
ser cauteloso. Su actitud altanera, acompañada de unos ojos inteligentes y
brillantes, le hicieron pensar que esa sí sería una aventura de dos perros
buenos, aunque uno se magullara en el esfuerzo. El no aceptaba por adelantado
conducta orgullosa alguna, y los dientes le asomaban por encima de las encías
siempre que el inconfundible olor a mierda de los orgullosos se le acercara
demasiado. Al aproximarse, ella le salió al frente con la cabeza erguida y los
ojos agresivos, fijos en los suyos. Toda vez que él buscaba lo que
sencillamente quería, ella cambiaba de postura duramente, dándole frente, con
energía, de modo que mientras él se calentaba más y más, ella lo mareaba,
obligándolo a adivinar sus corvas jugosas. A pesar del copete y el collar, eran
tan olorosos sus jugos de amor.
Sin embargo, ni él se atrevió a violentarla para que cediera en
su juego de trompos absurdos, ni ella bajó un solo momento la cabeza, siquiera
para olfatear su ansiedad encendida bajo las piernas. Ante tal indiferencia, no
tuvo más remedio que hacerse a un lado, y como estaba en su casa, ir a su
caseta, tirarse al frente, reposando sobre el césped, mirando con una oreja
levantada la perfecta y/o inútil soberbia de la hembrita.
Vinieron todavía otras, todas muy bonitas, aunque siempre
arrogantes para su gusto desconsolado. Cuando iba a conectarles el miembro
enrojecido, de acuerdo a una vieja ley que nadie le enseñó pero que aprendió
correctamente, ellas jugueteaban, le ladraban o se escurrían entre sus garras
de perro, o en el mejor de los casos, lo lamían cariñosamente por el cuello,
sin ánimo de ir más allá. Otras avanzaron, efectivamente, pero para morderlo,
dejándole en el cuerpo las primeras señales del desamor.
La situación se volvió insostenible. Suspiraba hasta dormirse
cuando la luna llena se asomaba por los cerros de El Dorado. Entonces,
despertaba asolado por el calor de su propio cuerpo, con la cadena interminable
de nuevos suspiros y eructos, que sólo contenía lamiéndose para calmar tal
ansiedad. La Señora tenía las mejores intenciones del mundo, pero él seguía
soñando con una hembra bien proveída como las que su olfato alcanzaba a otear
en el aire de la calle, cuando pasaban frente a la puerta, sin perfumes ni
altanerías, con el aroma inefable de las perras.
Al parecer, no era a él a quien quería satisfacer la Señora,
sino a las hembritas que lo visitaban, suponiéndoles una necesidad que quizá no
tenían. En otra situación, esto podía halagar su vanidad, pero él era lo menos
parecido al aristócrata en que seguramente querían convertirlo. Aparte de
algunos mechones largos en el cuello blanco, tenía que confesar que era hijo de
ordinarios perros de la calle, pero destacados, eso sí, en la vigilancia de la
propiedad privada. No se explicaba qué hacía allí.
Acontecimientos notables en la conducta de la Señora, lo
obligaron a definir la situación. Sin aviso previo, un sirviente lo agarró por
el cuello para ponerle una correa y lo sacaba a la calle por las tardes, de
acuerdo a una decisión de la Señora. Su primera reacción fue enseñarle su
colección de dientes al sirviente. Con toda la baba que podía acumular para
estos casos, le ladró con fuerza. Pero el hombre le habló afectuosamente, y sus
cóleras eran tan frágiles que creyó que empezaba la solución de sus problemas.
Humildemente, se dejó poner la correa y pasó por alto el sentimiento absurdo
que lo asaltó cuando la tenía puesta.
LLegaron hasta la puerta, avanzaron algunas calles y, agitado
por la emoción, vio la fila interminable de postes de alumbrado eléctrico que
estaban instalando en la avenida, para alumbrar más intensamente los barrios y
para que otros perros más libres que él, levantaran la pata y dejaran sus
mensajes. Una sensación de inmensidad le llenó el cuerpo mirando el horizonte
de postes.
Jadeante, con el corazón palpitante, quiso correr hasta el
primer poste, emocionado. Pero la libertad bajo control que le imponía la
correa apenas le permitió olerlo un poco, levantar la pata y orinar desganado,
tratando de descifrar alguna clave, inútilmente.
Después de sucesivos y frustrantes paseos, respondieron a su
mensaje. Hasta aparecieron en la calle algunos perros que se le acercaron, con
la lengua afuera, devolviéndole el saludo. Y todavía después, apareció una
hembra que lo miró ansiosa, esperando una respuesta inmediata. Entonces,
comprendió claramente la señal.
Maldita sea, ese día el sirviente no quería hacer sobretiempo, a
pesar que él, en la posición indicada, estaba preparado. Como tantas veces,
regresó tembloroso, tosiendo y babeando más de la cuenta, malestares que le
duraron hasta la noche que, tirado sobre sí mismo, reconoció la amarga verdad
de ser apenas un pobre animal domesticado.
Y suspiró su suspiro número infinito.
La mañana siguiente volvió una amiga de la Señora con su perrita
de otros tiempos, ya entrada en años, pero igual de perfumada. Grande fue su
sorpresa cuando ella lo buscó, resuelta. Todos celebraron su iniciativa, y él
solamente se dejó oler. Después de tanto tiempo, con sus órbitas húmedas y
salpicadas de fibras rojizas, vio que le sonreían, hacía tanto que no le daban
alguna importancia. Ningún cambio se asomaba en su vida y la rutina
acostumbrada no se lo anunció. Sin embargo, la hembra se acercó tanto que no
pudo evitar enervarse delante de la oportunidad. Con la cautela aprendida en
todo su inútil trajín, se acercó sigilosamente temiendo que en el momento
justo, ella quitara el cuerpo. Ella no lo quitó. Pero ya en posición, la duda
le enfrió el músculo y las ganas se le fueron quién sabe dónde.
Los fracasos lo envilecían. Perdió por completo el apetito, las
moscas revoloteaban impunemente sobre su plato rebosante de mondongo o de una
que otra tripa maloliente. Su empeño en mirar fijamente el vacío con los ojos
en blanco fue en aumento, las uñas
le crecieron hasta convertirse en gruesas argollas que no lo dejaban caminar
sin resbalar, sobre todo en el patio encerado. A veces algún sonido desde la
calle, algún ladrido, lo alertaba un rato, alguna voz familiar en la tarde
crepuscular de su vida. Entonces, levantaba las orejas y afinaba el olfato.
Pero al instante volvía a enroscarse en su propio vientre, hundiendo la cabeza
en sus corvas ansiosas, con las orejas caídas, titilando el costillar para
espantar alguna mosca atrevida.
Así transcurrían los días y las noches. Hasta que una mañana
escuchó la señal que vino del cielo: unos después de otros, varios ladridos
llegaron desde la puerta trasera, insistentemente. Se puso en pie y corrió
hasta allí. Afinó el oído y el olfato y, en un rápido recuento de sus
emociones, supo que se trataba de una hembra, húmeda y olorosa. No estaba
seguro si había otros perros junto a ella, pero sí que otra vez la oportunidad
le brillaba en la mente y, si esta vez no era otra mala jugada, empezaba a
cruzar el borde de la locura. Excitado hasta el último pelo, analizó con rigor
la puerta, arañó la madera con sus uñas estrafalarias y la empujó con el hocico
seco y cuarteado, haciendo todo el esfuerzo posible. Era un esfuerzo inútil,
pero ladró con todas sus fuerzas, contestando el llamado con su grito de perro
y la lengua afuera.
Prodigiosamente, desde el otro lado de la puerta, alguien entró.
Salvación, porque a
pesar del piso encerado, de las comidas en plato hondo y de las hembras
perfumadas, él era un perro. Salió a toda prisa, cruzando el patio. El
jardinero que trabajaba afuera, quiso detenerlo, pero en el filo de luz que
Lucas logró ver mientras se abría la puerta, el olor a hembra redobló sus
fuerzas. Tenía que encontrarla ahora. Salió corriendo abiertamente.
No era cierto, no era cierto. No había nada afuera, eran sus
sueños, sus pesadillas, este tormento terrible entre las piernas, ay de mí. Nadie afuera, nadie. Ni un cuy
o una langosta, siquiera una gata angora. Pero era extraña tanta luz en la
calle. Dio varios saltos para constatar que seguía siendo él, que no enloqueció
y ni siquiera sabía lo que quería. No. Era él mismo. Corrió un poco más, llegó
a recorrer dos, tres cuadras, cinco, velozmente. Desde las azoteas vecinas,
varios perros se asomaron ladrando, ja
ja. Eran perros guardianes, algunos gatos lo miraron con recelo, mientras
las lagartijas se guarecían en sus huecos, pero él siguió sin detenerse. Oh,
casualidad de casualidades, dobló una esquina, otra más, y vio poco más allá
varios perros rodeando a una perra bien plantada sobre la vereda. Frenó
bruscamente su carrera y se detuvo en el asunto.
Algunos perros se acercaron para olisquearlo, él los arrimó con
un movimiento enérgico, quería estar cerca de la hembra, ella no dejaba
acercarse a ninguno, en guardia, lista para morder si no le daban paso. Todavía
nervioso, Lucas se acercó ensayando un gesto temerario para el amor sin
consentimiento. Ella lo miró desafiante y retrocedió. Y en un momento de
descuido general echó a correr, dejando a todos atrás. Como algunos otros, él
corrió tras ella. Unas calles más abajo, en un parque, solamente él la alcanzó.
Ella se detuvo, mirándolo fijamente, sin moverse. Lentamente, él empezó a
olerla, sintiendo que toda la sangre se le juntaba en un solo punto. Puso las
patas delanteras sobre sus muslos, tanteando, con cuidado. Ella siguió inmóvil
y desafiante, pero echando otro olor desde su piel agitada y sudorosa.
Entonces, él se levantó sobre sus caderas. Su corazón se agitó como un tambor
cuando sintió que ella se acomodaba bajo él. Entró suavemente entre sus piernas
jugosas de las que salía un olor volátil, inmenso. Era el olor a hembra que
como una brisa ligera le aireaba el hocico y las orejas, mientras una y otra
vez hundía la verga en su ardiente abertura.
De pronto, su cuerpo estalló en el de ella, en un mismo
movimiento, en un mismo choque, en el mismo estertor. Voltearon para mirarse
con los ojos sonrientes. No pudieron separarse, sus cuerpos siguieron unidos,
como si a cada uno le hubiera crecido otro ser al costado.
11
Pasó mucho rato Camilo mirando la
construcción. Se lo llevó a otro mundo, a uno de orden y trabajo. Era
impresionante ver cómo los albañiles convertían el terreno abandonado tanto
tiempo, la letrina más conocida del barrio, en una casa moderna. Decían que de
tres pisos iba a ser. "¿Cómo
será?”, se
preguntó. Estaba firme el asunto. Todos los días se detenía un poco para mirar
los avances de la obra, recordando que el primer día apareció un aviso
convocando peones de albañilería. El se entusiasmó, pensando que a lo mejor
podía tener un trabajo más cerca de su casa, aprendería tantas cosas. Pero era
muy joven. Otros, poco mayores que él, sí fueron requeridos por el capataz que
puso Camacho al frente de la obra. Era el Viejo Juan, un negro buena gente que
hablaba hasta por los codos y nadie le discutía porque tenía la razón. Encendía la
discusión, decía su punto de vista y cuando escuchaba el ajeno, haciéndose el
sordo, levantaba la voz y concluía diciendo “no discuto con gente inexperta”, y se marchaba.
Siempre tenía la última palabra.
Estaba viejo el Viejo Juan. Siempre quería
ganar. Sería por eso que Camacho lo puso de capataz. Pero la vecindad lo
quería, y no hubo problema cuando la mayoría fue a buscar trabajo, aceptaron a
varios de La Candela, y de otros barrios, hasta de Malambo, donde vivía el
Chuli, un conocido rufián.
Algunos tenían experiencia, esos fueron los
primeros que agarraron los puestos. Les dieron cargo de oficiales y, aunque
tuvieran por uniforme sus pantalones raídos, la camisa más gastada y sus viejas
ojotas, les brillaba en los ojos el deseo de emplearse y poner sus manos en
movimiento. Y desde el comienzo, en plena faena, era cosa de verlos haciendo
las zanjas, a punta de pico y pala, y después los cimientos, cargando piedra y
arena. Después de ajustar debidamente las columnas con infinidad de varillas de
fierro y alambre, luego del cemento, parejito parejito, ladrillo sobre ladrillo, en
el medio mezcla, parejito,
parejito,
pronto levantaron las paredes y techaron el primer piso.
De vez en cuando llegaba Camacho. Caminando
con las manos agarradas por la espalda, inspeccionaba la obra. “A ver cómo vamos, jóvenes” decía,
restregándose las manos. Los obreros lo miraban de reojo, apresurándose,
acelerando su tarea.
-No vaya a ser que se aloque y te despide.
-No, el Viejo Juan no lo permitiría, él
está con nosotros, también es un trabajador, chupamedia no es.
-Pasa patrón, pasa patrón, que me asas-
pensaban otros.
A veces compraba cervezas, los días sábados
del jornal, y conversaba con el Viejo Juan, invitando a algunos obreros. Les
preguntaba por la mezcla, cuánto necesitarían para terminar el techado, y al
calor de la tarde daba sus opiniones sobre el trabajo, muchachos. Otras veces
llegaba con el arquitecto que, haga calor o frío, lluvia o sol de infierno,
vestía la misma casaca de cuero gastado en los codos.
El arquitecto caminaba como pato y usaba una barba enredada
sobre su cara llena de granitos. Abría frondosamente sus planos delante de
Camacho, y le hablaba a Camacho de números y precios, de cálculos y cuentas,
acomodándose los lentes. Camacho lo miraba levantando una ceja o la otra.
-No puede ser, no puede ser- decía-. Esto está costando más de la
cuenta.
-Así es, señor- le decía el arquitecto, en el mismo tono,
para no darle cólera.
Ya lo conocía y mejor le informaba con cortesía que todo
estaba subiendo, señor, ya no se puede vivir, y menos levantar una casa, señor,
qué le vamos a hacer, ya está comprado el cemento y usted sabe que se malogra
si no avanzamos.
-Qué vamos hacer, carajo- resoplaba Camacho, y llevándolo a un rincón le daba
la plata casi en secreto-. La plata huele a distancia, no quiero provocar a los
obreros, usted sabe.
Y el arquitecto pensaba: “este pobre diablo quiere joder a
los obreros, pero no me jode a mí”.
Efectivamente, día a día todo se encarecía,
y los obreros pedían adelantos a mitad de semana. Era tan poco lo que ganaban,
no les alcanzaba ni para la leche de los críos, Camacho. El los escuchaba
cambiando de tema primero y después, ya delante del Viejo Juan, les decía:
-Yo no gano nada con esta construcción, no
es como una tienda que siempre da plata, entra y sale la plata, no, no se
equivoquen, aquí todo es gasto y gasto, y no tengo para adelantarles,
muchachos, quizá para mañana.
Pero hasta los jornales los pagaba
incompletos, y ya tenía varios reclamos, y a causa de ellos hubo despedidos.
Cuando terminaron de techar el primer piso, Camacho preparó el ambiente
despidiendo a los más flacos. Pensaba que esos eran los que demoraban la obra.
Allí sacaron a Tomasito, para peón era inútil, es cierto, porque era delgadito
y desgarbado, pero para los acabados era el mejor. Después, cuando estuvo lista
la fachada, el Viejo Juan fue a buscarlo, pero él ya estaba ocupado en otra casa.
Vinieron muchos para el techado. Un día
armaron todas las vigetas y los ladrillos y, al otro, echaron la mezcla, usando
escaleras y andamios provisionales, con su lata de cemento al hombro, uno
detrás de otro, casi toda una tarde, parecían hormigas llevando su miga. A los
pocos días, cuando secó el cemento, la obra llegó a un primer término, con
todas las habitaciones levantadas, una sala grande, varios cuartos y un patio
adentro. Toda una casa, pero el silencio invadió la obra.
Nadie sabía si continuarían con el segundo
piso, si el trabajo seguiría.
-No hemos hablado todavía, habrá que
esperar lo que diga el hombre- dijo el Viejo Juan.
-Mejor lo vamos a buscar- dijo uno del
turno dos-. Además hay varias deudas.
La antigua casa de Camacho fue una de las
primeras que se levantó en La Candela, poco después de la invasión. Era de
adobe y aunque todavía llevaba calaminas en los techos, estaba bien pintada y
su fachada era de yeso, dos cornisas la adornaban. Los veinte o treinta obreros
se reunieron en la puerta y le dijeron al Viejo Juan que tocara la puerta de
una vez para saber si seguirían, y si no que les pagara las deudas.
-¿Y vamos a entrar todos?
-No, no.
-!Y porqué no! ¿No hacemos casas? Ahora no
nos dejan entrar a una.
-No, pues, vamos a delegar tres personas. A
ver...
Eligieron a los tres que, junto al Viejo
Juan, tocaron la puerta. La puerta era de caoba y por las ventanas con vidrios
y cortinas de colores se asomaron varias caras. Eran las hijas de Camacho. Al
poco rato salió una señora, entreabriendo la puerta. El Viejo Juan la saludó
cortésmente y le preguntó por su marido.
-Espere un ratito- dijo.
Poco después, sin camisa, recién
despertado, apareció Camacho, restregándose los ojos.
-Adelante, adelante- dijo Camacho, mirando
al grupo, haciéndoles una venia a los que esperaban más allá, disculpándose,
enseñándoles la palma de las manos, un ratito.
No había nadie más en la sala. Tenía
muebles de madera tallada este Camacho, detrás de la cortina se veían baldes
amontonados, bidones azules y negros.
-Asiento, asiento, en qué los puedo servir, caballeros, ¿no
hemos quedado que el sábado se les paga lo que se debe?
-Es que aquí los hombres quieren saber si
van a seguir- dijo el Viejo Juan.
-Perdón, el sábado pasado también ofreció
pagarnos- dijo uno.
Camacho se restregó las manos, bajando la
cabeza.
-Es que no hay plata, no hay plata.
-¿Quiere decir que aquí se acaba?
-Bueno, hay otro piso que voy a construir,
pero cuándo será eso. Veamos, más adelante, no sé. Plata no hay, hasta el
sábado, quizá, para los pagos.
-No, Camacho, nos pagas ahora. Si no
seguimos en el trabajo, nos pagas ahora. Después es otro nombre de la ilusión. -Es que no tengo- dijo Camacho.
El Viejo Juan se rascó la barba que le
blanqueaba la quijada.
-Escoja- dijo uno de los delegados- nos
paga ahora o nos llevamos los muebles. Afuera los muchachos esperan su pago.
-Tienen que comprender, el sábado tendré
plata, ¿no
pueden esperar?
-Algunos han esperado un mes, Camacho, sus
hijos necesitan comer.
-Miren, palabra que el sábado.
-Esa palabra ya no parece palabra.
El Viejo Juan tragó saliva.
El obrero levantó la silla en la que estaba
sentado, abrió la puerta y gritó “!muchachos, no nos quieren pagar!”. Afuera se escuchó una
pifiadera. De un salto, Camacho detuvo al trabajador que ya estaba invitando a
los otros a llevarse los muebles, él mismo ya tenía la silla sobre la cabeza.
-Espera, hermanito. Hablando se entienden
los inteligentes... Bueno, bueno, les pagaré una parte ahora y la otra el
sábado.
-No, no-. El Viejo Juan transpiraba-.
Ahora.
-Sí que son tercos. Está bien, está bien, esperen un rato.
Traspuso la cortina y desapareció. Los obreros sonrieron.
-Otra vez estamos desocupados, compadre-
dijo alguno después.
-¿Irán a inaugurar la casa?
A través de las ventanas recién pintadas,
se veía mucha gente. A lo mejor llegaban nuevos amigos, aunque fueran amigos
por un día, pensaron ellos.
-Vamos, a ver, nada más a ver.
Cuando la música estridente llegó hasta
afuera, los muchachos se acercaron más.
-No me interesa la vida de esos- dijo Pulga-. Conozco a ese
Erick, es un fanfarrón, lo conozco.
La gente sonreía entre el humo de los
cigarros y la música, comían bocadillos bajo las guirnaldas de colores y globos
colgados en el techo. Las paredes de cemento ampliaban el sonido. “Se escucha bien la música” dijo Perico. Poco
después entraron cuatro gordos con guitarras y una trompeta, era la orquesta.
Vestido de terno, Camacho brindaba con todos, y su esposa, con un peinado especial,
levantaba su vasito, salud. Afuera los
muchachos, y algunos vecinos, miraban. Habían invitado a Jorge, el carpintero,
a la señora Antonia, al Julio, al Chino Roberto, pero se disculparon y no
fueron.
"Y
al Loco, a todos sus piojos, no los invitaron", pensó Camilo.
A través de la ventana, a todos se les veía
bien, especialmente a las primas, a las amigas, a las hijas, con sus zapatos
blancos, sus vestidos de tul celeste, sus grandes ojos, sus naricitas, sus
cinturitas, mira. Pero los
hermanos, los primos, no tenían cara de buenos amigos.
-Van a tener que cambiar de cara si quieren
entrar al barrio- dijo Perico.
-Qué van a entrar, ni siquiera los dejan salir- dijo Pulga-.
Mira, ese de pantaloncito blanco es Erick.
-Sí, yo también lo conozco- dijo Camilo-.
No soy su amigo, pero lo conozco. Ya irán a salir, van a ver, y si no ¿para qué
les sirve la casa? Las casas sirven para salir, si no, no sirven.
Pronto la casa creció un piso más y
hubieron más familiares viviendo con los Camachos. En la vereda y el pedazo de
pista que hicieron para estacionar el camión, los muchachos jugaban pelota, a
pesar que la señora se los prohibió, a pesar del agua que echaba desde el
balcón. Pero ellos, mitad cancha de cemento y mitad de barro, metían todos los
goles.
Los muchachos y chicas que vivían en la casa salían sólo
para ir al colegio o cuando la noche fresca de la primavera reunía a los
mayores con sus sillas en la vereda. Los menores corrían de un lado a otro en
la vereda de cemento, o daban vueltas con sus bicicletas, gritándoles a los del
barrio, nada menos, que no entraran en su vereda ni en su pista, mirándolos como bichos raros,
estirando la nariz, luciendo sus juguetes, sus pistolas, sus largavistas desde
el balcón.
"Una tira de cojudos", dijo Perico que eran, que no
había que mirarlos aunque sacaran un juguete extraordinario, un juguete
increíble, un juguete de otro planeta, uno con el que hicieran toda la bulla
del mundo o algo más, porque eso quieren, que los miren, que les hagan barrita.
-Ya pues- dijo Camilo- a la una, a las dos
y a las tres...
Camacho apareció en la azotea, en medio de
los cordeles de ropa, después la mujer, y en las ventanas las hijas, las
primas. “Bonitas las
ricuritas”, pensó Camilo. Ganas de joder de los muchachos, vecino. Calabaza, calabaza.
-Oye, Camilo, te está mirando, mira cómo te
mira, Camilo. -¿Quién? ¿Quién?
Y él que avanza, y por mirar de costado, se
cae.
-¿Adónde, adónde?- sacudiéndose los
pantalones, echa a correr y alcanza a los demás que reían a carcajadas.
Pero él siguió pensando en la que lo miró. “Seguro que es Lady”. El también la
había visto, con su uniforme yendo al colegio, con los zapatitos recién
lustrados que se enterraban fuera de su vereda. Y otro día, mientras ella
jugaba con las primas, la pelota fue a dar cerca de Camilo. Y aunque ya venía
para recogerla, él se adelantó y estaba listo para darle un puntapié, cuando
Lady le dijo: “alcánzamela”.
Y él recogió la pelota, y se la entregó en
la mano.
-Qué huevón- dijo Pulga.
-Gracias- dijo ella, sonriendo mientras
recibía la pelota.
Todavía por mucho rato, Camilo siguió
caminando sin saber dónde iba. Caminó varias cuadras, llegó al mercado, ¿qué
hacía allí?, pasó cerca del puesto de su madre, cruzó todo el mercado hasta
llegar a un parque. Entre los perros y los puestos de comida al paso, los
toldos y los transeúntes acomodados en la sombra, el olor penetrante del aceite
quemado, y los predicadores vociferando ante la gente, tratando de salvar su
alma, Camilo suspiró profundamente. Al regresar al barrio, se encontró con
Pulga, le contó que había conocido a la hija de Camacho.
-Ya te templaste de la blanquiñosa- le
dijo.
Ahora que trabajaba, Camilo disfrutaba
menos las reuniones con sus amigos. El que no chupaba su fósforo o su cigarro,
se arrancaba los pelos incipientes que asomaban en su barba. Estaban dejando
los juegos infantiles, y no sabían cómo reemplazarlos. Discutían los mismos
temas o pasaban largos ratos sin decir nada. Habían perdido su afición por las
fogatas, aunque Camilo invariablemente seguía tomando el camino de la pampa
para ir a su trabajo. Tenía la secreta esperanza de encontrar al Loco, hacía
tanto tiempo que no lo veía. “Dónde se habrá ido”, se preguntó.
Lavando autos en el grifo, consiguiendo
agua en la acequia o yendo hasta las cañerías centrales, en su esfuerzo por
comprender los nuevos sucesos que vivía en el trabajo, conoció mucha gente. El
barrio estaba dividido entre hinchas del “Atlético Bilis” y los del “Unión Califa”, los equipos de
fútbol más conocidos de la ciudad. No les interesaban las historias de
inmoralidad, asesinatos por hambre o los libros que circulaban clandestinamente
en El Dorado. Con lujo de detalles, él les narraba los accidentes que había
visto, pero no lograba romper sus aburrimientos de burros desanimados, así
ensalzara los hechos, exagerando. Terminaban llamándolo “mentiroso", riéndose de él.
Más que el trabajo propiamente dicho, quizá
Camilo amaba el trabajo en las calles de la ciudad, en el trajinado movimiento
que agitaba las avenidas, la multitud con sus gestos familiares y desconocidos,
la danza de los papeles en la brisa ligera, el rugido de los motores por la
mañana, los ladridos sin convencimiento de los perros, todo. Y las mujeres en
su camino, con sus faldas al aire y sus risas jacarandosas salpicando de
alegría las veredas. Yendo dulcemente con sus bolsas al mercado, y regresando
con el rostro encendido por la escasez, siempre expresivas, incluso con el
rostro talqueado y las uñas pintadas, concentradas, para ir a la iglesia, para
implorarle a San Juan Crisóstomo que les consiga marido, de preferencia con
negocio propio, o un buen amigo para las tardes solariegas.
En La Candela, con sus pantalones
recogidos, las mujeres mayores, salían y entraban de las chozas sudando, cargando
agua, lavando, con ruleros y chancletas. Las más jóvenes de cuerpos firmes,
ondulantes en su caminar, le producían a Camilo un extraño culto y atracción, todas
lo abobaban. Ante sus carnes al descubierto o sus movimientos provocadores, no
sabía qué hacer.
Aprovechando los tumultos en el mercado y en las avenidas
principales o en el paradero del camión, provocando intencionalmente un
tropiezo, no había podido contenerse y a más de una le pellizcó la piel de
melocotón, con olor a vainilla, tersa y agradable. Más de una, molesta, con los
ojos cargados, le dijo: “aprende
a ser un hombre”. Y él, azorado, pensó que efectivamente tenía que aprender.
Pero desde que Lady lo había mirado sin
rasgos de engreimiento, y con mucho de algo que no sabía qué podía ser, Camilo
no buscaba pretextos para acercarse a ninguna mujer. Aunque estuviera
haciéndose ilusiones. Sin embargo comenzó a observar a todos los que entraban y
salían de la casa de Camacho, a los tíos, las tías, el abuelo, la comadre,
anotando la hora que Lady salía y la hora que volvía del colegio.
Disimuladamente parado en la esquina, desde la puerta de su casa, o mientras caminaba, estaba atento a los
movimientos, a las voces que salían por las ventanas. Identificó todas las
voces, pero nunca la de ella, qué tontería. Ni siquiera sabía que quería hacer en la vida, él quería
trabajar, “¿y tú?”.
Los amigos hablaban de mujeres como si
fueran de otro planeta, o se referían a ellas por partes, los senos, las
piernas, el trasero. “No
saben que las mujeres están completas y no les falta nada”, pensó Camilo y se
distanció de los amigos, especialmente de Perico que prohibió ser amigo de Erick y sus primos
malagracia. Nadie se opuso a la orden, pero todos los pensamientos de Camilo eran
uno solo: el inalterable recuerdo que tenía de sí, alcanzándole la pelota a
Lady, y ella, dándole las gracias en todos los tonos, con la sonrisa más
amable, interminablemente.
Un mediodía, mientras volvía del colegio,
quedó perplejo cuando estuvo a punto de cruzarse con ella. Alarmado, haciendo
un riguroso y rápido examen de su presencia, no tuvo más remedio que dar un
rodeo a la calle. Ya lejos, ella volteó para mirar su retirada, y él reconoció
que estaba enamorado de la hija de Camacho, como un idiota, como el ser más
feliz de la tierra.
12
Recién
en la Fraternidad, en el viejo edificio con su fachada de cornisas y relieves
llenos de diablillos, Juan conoció muchas cosas, muchas ideas nuevas, tanta
gente. Aunque la mesa directiva lo esterilizara todo con su campanilla. Pero
allí estaba la gente, los trabajadores. Mientras tomaba un café con sus nuevos
amigos, o alguna cerveza, en el mismo bar, Juan sabía que los trabajadores
venían de las pequeñas
fábricas instaladas río arriba, en el lado norte de la ciudad. Eran obreros
como él, de albañilería,
de textilería, de carpintería, de zapatería. Y los nuevos, los incorporados
recientemente, los de mecánica, los de plásticos, algunos de vidrios, los que
Juan llevó. Charlaban con los demás compañeros, escuchaban sus
ideas, sus certidumbres, sus planes.
Allí se enteró
porqué los políticos profesionales, los que aparecían en los periódicos, los
que hablaban en las radios, en los mítines, decían que la política es asquerosa, que el pueblo no debe distraer su atención
en semejante suciedad. Si se esforzaban en su trabajo, les correspondería un
puntual y buen salario.
“Ni bueno ni puntual” pensó Juan.
Comprendió
porqué la Sociedad de Mineros, con el ingeniero Secada a la cabeza, tenían el
Palacio de Gobierno rodeado de policías, camiones portatropas, patrulleros y
perros. Aunque en el Palacio no viviera nadie, las autoridades se la pasaban en
el extranjero, trasladados en los veloces aviones que salían de la rampa del
aeropuerto. Allí también se estacionaban los helicópteros tipo búfalo que las
compañías
mineras donaron al ejército de El Dorado, después que fuera desplazado por el
gobierno de los civiles.
Sin
embargo, de Palacio salían las disposiciones para el control público. Juan supo
que allí se autorizaba la explotación de nuevos yacimientos, se suscribían los
convenios, se exoneraba a las compañías de los impuestos, se acordaba las rutas
de exportación del mineral, y se daban las órdenes para aplastar las protestas
de los obreros.
Juan conoció también las células de discusión. Se
reunían en horarios y salones discretos, en la Fraternidad o fuera, discutían
enérgicamente las decisiones de la mesa directiva, criticándolas, burlándose de
sus planteamientos, y molestos por la falta de criterio de algunos obreros obtusos.
"¿Cómo no pueden darse
cuenta que el camino que propone la mesa directiva está amarrado con el
gobierno?" Dirigentes de bases importantes eran congratulados por el
gobierno, a veces nombrados como asesores o adjuntos al Ministerio de Trabajo.
¿Porqué?
Juan se
enteró que algunos recibieron dinero por cumplir secretamente labor de
información. “¿Qué quiere decir eso?”,
se preguntó cuando se divulgó esta noticia. Muchos obreros indignados se
retiraron de la Fraternidad, convencidos que la política era efectivamente una
basura. Voces razonables afirmaron que debían preservar la unidad, sin olvidar
que la inmoralidad en el seno del movimiento obrero era una realidad.
Los
obreros conscientes tenían muchas tareas por delante, así como combatir el
oportunismo y la inercia, debían constituir una vanguardia. Y asumir la lucha
como rutina, porque “sin luchas no hay
victorias”, decían.
La
libreta de identidad se convirtió en un requisito indispensable para caminar
por las calles. Los nuevos amigos le explicaron a Juan que era una medida para
controlar los pasos de los ciudadanos. El temor de las autoridades al
amotinamiento de la población tenía de sobra fundamento. Las batidas policiales
aumentaron notablemente y, los detenidos indocumentados desaparecían
misteriosamente, o eran apaleados y dejados libres después de rigurosos
interrogatorios.
-Todo está relacionado- le dijo a Juan el extraño
amigo que le invitó el café, y de quien no sabía todavía ni su nombre- !Con
nuestras libretas de identidad nos obligan a ser sus cómplices!... Puede
llamarme C. No interesa, llámeme así nomás. Bueno, le estaba diciendo que la
emoción nos gana la cabeza, y hay muchos que están con el corazón puesto en el
cielo. Mientras la tierra arde, como el sol, los seguidores de las sectas se
quieren crucificar. Esos son rezagos del atraso, oprimen el corazón de nuestro
pueblo, y su consciencia, lo obligan a mirar un abstracto infinito para no ver
el brillante perfil de la tierra, de este mundo, de esta materia. Y toda su
experiencia se vuelca en la nada. ¿De
qué depende se preguntará usted? De que reconozcamos pues, somos de carne y
hueso. Principalmente, sangre, estómago, !cerebro! brazos y piernas, músculo. Y
hay que alimentarse. Y hay que mirar esta enorme despensa, este inconmensurable
paisaje vibrando ante nuestros ojos. Y tomar sus frutos.
-Allí
está el problema- dijo Juan- los frutos son ajenos.
-Ah,
allí mismo está. Esa es la injusta realidad. Pero las masas hacen posible lo
imposible, y tienen la capacidad de voltear el mundo como una tortilla, ese es
su extraordinario destino, ellas hacen la historia.
Juan
escrutó sus ojos, su mirada profunda y un tanto enigmática, parecía un águila.
Vestía pobremente, pero siempre limpio, calzaba como él, como tantos obreros de
la Fraternidad, ojotas de jebe. Sus movimientos enérgicos le daban un porte
firme, a pesar que era delgado y a veces parecía excesivamente agotado.
-He trabajado en construcción- le dijo una vez- con
los fierros y ladrillos me he llevado bien.
-¿Y
ahora?
-No,
ahora estoy acá. Soy un trabajador como usted, en este tiempo de definiciones
hay otros trabajos. Ya le contaré.
A Juan
le entusiasmaba encontrarse con C. cuando iba a la Fraternidad. Tenía ideas muy
precisas, como algunos otros del mismo grupo. Estaba seguro que C. sabía mucho
más, que reservaba más de lo que decía. Prefería evitar encontrarse con
Ernesto, siempre estaba rodeado de dirigentes, quizá aspiraba algún cargo en la
Fraternidad. Nunca le preguntó nada más a C. sobre Ernesto, era evidente que no
tenían la misma posición, y aunque no distinguía bien las diferencias, Juan
sabía que las mayorías iban por un lado y los dirigentes generalmente por el
contrario.
Además,
C. abarcaba con su charla espacios enormes, reflexiones agudas que lo incluían todo.
Juan olvidaba preguntarle por la posición que representaba Ernesto y la gente
que lo rodeaba. Y se acordaba cuando salía del hervor de ideas que le
sobrevenía después de oírlo hablar, y ya era tarde, y no tenía importancia, o
había respondido sin referirse directamente a Ernesto. Juan revivía un antiguo
deseo de encontrar la punta de la madeja, la clave oculta que relaciona y
ordena las cosas, y acaso cambiarlas de acuerdo a la necesidad. Pero tenía que
empezar por cambiar sus propias ideas y sentimientos.
Los
amigos que acompañaban
a C. eran discretos y sencillos, aunque hablaran animadamente cuando se trataba
de fraternizar. Juan creía que ellos sí tenían un concepto correcto de la
solidaridad que se debían los obreros entre si, sin agredirse con palabras
ambiguas o apodos ofensivos. Entonces, Juan recordaba sus amigos de infancia,
los briosos caballos corriendo en la pradera, allá tan lejos, de donde llegaban
noticias sublevantes, masacres y desapariciones de campesinos que las
autoridades negaban con la complicidad de la policía y los jueces. Eran
noticias desgraciadas que quebrantaban su aliento.
-El
campesinado se está levantando- dijo C.
-Los
obreros en la ciudad estamos esperando la señal- dijo otro.
-Estamos
llamados a encabezar el gran salto- agregó C.
-¿Y
para cuándo será eso?- se atrevió a preguntar Juan.
-Ya
hemos empezado- contestó C. sonriendo.
Cuando
iba por las calles llenas de vendedores y mendigos, de desocupados que miraban
con recelo su marcha segura, otro aire silbaba en sus orejas. En la congestión
de toldos, pidiendo permiso para avanzar, para cruzar las pistas y los viejos
camiones de transporte, los triciclos y carromatos, Juan pensaba que quizá ese
era un rostro pasajero de la ciudad. En alguna parte ya estaba rodando la bola
de fuego que transformaría El Dorado.
-Todo
cambia, es un hecho- pensaba.
El
mismo, ¿acaso
no estaba cambiando? Hortensia lo miraba en silencio. Ocupada en las tareas
domésticas, él buscaba la oportunidad de hablarle, pero la desconfianza levantó
una pared entre los dos. Juan, sonriendo, una vez la invitó a sentarse junto a
él, para contarle lo que ocurría en la Fraternidad.
-Ese
debe ser un club de borrachos- dijo ella.
El se quedó callado. Quizá Hortensia no volvería a
creer en él. Mientras se peinaba frente al viejo espejo colgado en el espacio
destinado para el baño,
Juan reconoció que estaba recorriendo un camino desconocido. Y ante su familia
no sabía cómo llenar ese vacío. Hasta Camilo, cuando lo veía llegar, lo miraba
como a un extraño.
Apenas se saludaban. Camilo era casi un joven, con los ojos grandes y
brillantes que heredó de su madre, y con el ovillo enredado de los
adolescentes.
¿Porqué
en el momento de decididas reflexiones se distanciaba al mismo tiempo de sus
afectos mas queridos? El Mono y García, los primeros amigos que llevó a la
Fraternidad, asesorados por Ernesto, pronto lograron ponerse a la cabeza de sus
compañeros,
y se convirtieron en dirigentes del sindicato. Y se saludaban como siempre,
pero no era igual desde que lo veían al lado de los radicales, de los que se
negaban a dialogar con el gobierno. "Tenemos
caminos diferentes” pensó. Pero ¿por dónde estaba yendo
Hortensia? ¿Por
dónde estaba yendo Camilo? ¿Por
dónde estaban yendo sus hijos? ¿Por
dónde estaba yendo el Mono y García? Pero sobre todo ¿por dónde estaba yendo él?
Juan
condujo sus pasos al comedor donde algunas veces se encontraba con los nuevos
amigos. Era un pequeño
restaurante, en el interior de un ruinoso y estrecho local. Tenía pocos
clientes y a pesar de estar en el centro de la ciudad, no había luz eléctrica y
por las noche se alumbraba con lamparines. Caminaba por un pasaje, cuando se
encontró con Ernesto. El iba a paso apurado, pero se detuvo bruscamente al
verlo.
-!Juan!-
gritó.
El
extendió la mano, sin saber qué decirle.
-Mire,
justo necesito hablar con usted urgentemente- dijo Ernesto-, pero ahora tengo
una reunión muy importante. Lo espero esta noche en el café de la Fraternidad.
Y se
fue, sin esperar respuesta. Juan no pudo decirle que no asistiría. De todos
modos, levantó la mano, despidiéndose. Y siguió su camino. Bajó otras dos
cuadras y llegó al restaurante. Pero estaba cerrado, al parecer sin nadie
adentro. Era raro, casi nunca cerraba. Preguntó a una señora que vendía cigarros cerca,
con su bebe cargado a las espaldas. Ella, mirándolo con recelo le dijo que no
sabía nada.
-Vino
la policía y cerró el local. No se nada más- agregó.
Juan se
quedó pensativo. Dio media vuelta y se fue, tomando la calle que lo llevaba a
su casa. Pero cerca de ella, se acordó de la invitación de Ernesto. Se detuvo y
volvió atrás. “La policía cerrando el
comedor y Ernesto que quiere hablar conmigo, qué será”, se preguntó. Aunque
siempre se veían en la Fraternidad, hacía tiempo que no hablaban. Juan conocía
sus relaciones con muchas bases sindicales y sabía que era un importante
delegado de los trabajadores, pero ignoraba porqué C. y los amigos no tenían
buen concepto de él.
Aguardando
la noche, hizo tiempo dando algunas vueltas por las calles del centro. Más
tarde, atravesando los puestos de ambulantes que a esa hora llenaban los
corredores de la entrada, llegó al café de la Fraternidad. Buscó una mesa vacía
y se puso a esperar a Ernesto hojeando un periódico en el mostrador. Poco
después, llegó Ernesto.
-¿Una
cerveza?- le preguntó, sentándose.
-No,
no, está bien así- dijo él.
-Bueno,
mire, vengo de una reunión secreta, amigo Juan, secretísima, de la base de
vidrios.
-¿De
vidrios?
-Así
es, y hay un acuerdo general para proponerlo a usted como su delegado
principal.
-¿Y
porqué yo?
-Usted
es un trabajador consecuente con los principios democráticos de la Fraternidad.
Colocaremos algunos representantes de la base de vidrios en las comisiones del
Pliego de Reclamos del Pueblo de El Dorado.
Juan se
rió, mirando a otro lado. Ernesto pidió un café a la señora que atendía en el
mostrador.
-No se
ría- le dijo un tanto serio-. Hemos logrado consolidar los sindicatos de
vidrios en tiempo récord.
-Ahora
que no hay producción- dijo Juan.
-Eso es
cierto, la producción nacional está por los suelos.
-¿Es
por eso que hasta los empresarios apoyan los planes de la Fraternidad?
Ernesto
resopló.
-La
asamblea votó por un diálogo conjunto. Se que lo que quieren los empresarios no
es lo que quieren los obreros. Pero tenemos puntos en común.
-Mientras
puedan sostener sus industrias raquíticas con el sacrificio de los obreros, a
ellos no les interesa que sigan vendiendo el país.
La
música folclórica que salía de la radio se hizo más intensa en las orejas de
los dos hombres. Alguien había subido el volumen y el silencio fue más largo.
-Tendrías
licencia laboral, Juan, te dedicarías a tiempo completo a la labor dirigencial.
Esta
vez Juan resopló.
-Yo soy
un trabajador, disculpe.
Se
levantó y se fue.
A la
luz de las conclusiones a que llegaba con los nuevos amigos, Juan sabía que lo
correcto sólo podía resultar de la necesidad, y él no necesitaba ser un
dirigente. Sin embargo, con el vivo deseo de ir a lo profundo de la situación,
le confesó sus dudas a un compañero
que escribía versos.
-¿Hasta
dónde pueden llegar las luchas del pueblo? Estamos tan llenos de egoísmo.
-Más
allá de lo que puede imaginar. Al infinito, si cogemos correctamente la
ciencia, el átomo en movimiento, la agitación de nuestra sangre, si aplicamos
el pensamiento más vibrante a la transformación de nuestros pueblos, en busca
de un amanecer verdaderamente claro. Aplastaremos el caos y sembraremos un
nuevo orden. Hacia un círculo superior de la evolución humana: la sociedad
organizada en una misma energía, al servicio del hombre.
-¿Y
todo eso empezará aquí?
-Aquí
mismo. En este punto geográfico. Como dice el dicho: las grandes torres empiezan en el suelo, al ras de la vida, en la
profundidad misma de la existencia, en la lucha de los pueblos por satisfacer
su hambre más primario.
Juan lo
escuchó con sincero regocijo y comprendió el optimismo, el contagioso optimismo
de los compañeros.
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