"Juan conoció a Hortensia en una de las primeras fábricas que aparecieron en El Dorado. Trabajaban la caña que venía del norte, la miel y el azúcar. Ella era también obrera como él, dulce como todo lo que hacían allí y laboriosa como las demás. Al principio, tenían los mismos problemas que se les presentaba a los jóvenes enamorados de esta ciudad, es decir, buscando un lugar donde estar solos, iban de parque en parque al encuentro de sus cuerpos amantes. Pero el asunto del dinero, de los gastos en sus comidas pasanderas, de los pasajes y sobretodo de las camas que alquilaban en los hoteluchos del centro, los decidió a participar en la invasión para después irse a vivir juntos".
Ilustración (agregada): Francisco Izquierdo
22
Tiempo que Camilo no veía a Pulga. !Ese Pulga! Se encontraron en
el barrio, y se dieron la mano con energía, pero al paso, cada uno debía ir a
su trabajo, él al grifo y Pulga al mercado, a ayudar a sus padres, o a las
hermanas que también trabajaban allí. “Una es muy bonita”, pensó Camilo
Tantas veces lo vio pasar empujando su
triciclo cargado de papas, camotes, cebollas y verduras hasta el tope, o a pie,
con su costal al hombro. Habían jugado tanto, y recordó que en medio de los
juegos, Pulga lleno de alegría, o enfurecido y colérico decía palabras
incomprensibles, a lo mejor en el idioma de sus padres, en la profunda lengua
de sus antepasados.
Pulga estaba orgulloso de sus padres, eran muy laboriosos, y
también de sus abuelos, aunque les tiraran las orejas a los nietos y eso no le
gustaba nada. En la mañana, muy temprano, murmuraban su idioma natal, como
tantos en el mercado, especialmente los que vendían vegetales. Eran los
primeros en llegar, y Camilo que no conocía su idioma, no comprendía nada hasta
que la mañana avanzaba y, con la llegada de los clientes, ya todos hablaban
igual.
Tantas veces atento a sus movimientos y
expresiones, Camilo conocía algunas palabras, aunque no fuera fácil reconocer
sus exclamaciones. Reparaba en los sonidos de las palabras que el aire disolvía
levemente en las alturas de La Candela, sobre los miles de nuevos hombres y
nuevas mujeres que empezaban a echar sobre El Dorado sus miradas profundas y el
nuevo verbo de sus bocas doradas.
Pulga llevaba un costal de papas al hombro,
pujando. Camilo caminó tras él, ocultándose, tirándole un borde del costal sin
que lo vea. Pulga se dio cuenta y volteó.
-Ah,
eres tú, Correo del Corazón.
Al bajar bruscamente el saco hasta el
suelo, se abrió por los costados, algunas papas rodaron por la vereda. Pulga se
quedó mirándolas, perplejo por un instante. Las papas cayeron a la pista,
directamente a un charco de agua sucia. Camilo lo ayudó a recoger las que
estaban cerca. El, mirándolo con una cólera fingida, lanzó un carajo. Ese Pulga. Había crecido unos
centímetros, pero no más que Camilo. Conejo también estaba muy grande, pero no
más que Perico.
-Y qué es de la vida de ese.
Camilo levantó los hombros. Y de golpe,
Pulga le preguntó por Lady. Camilo confió que los latidos de su corazón no lo
delatara. Pulga sonrió, y cambió de tema. No le importaban sus cuitas amorosas,
ni sus poemas o las imágenes que tenía de ella, los suspiros, los hijos que
tendría con ella, la enorme descendencia, los libros que leería para investigar
los sentimientos amorosos y hasta los de brujería que casualmente encontró en
una biblioteca.
Tampoco los árboles que hirió con su cuchillo para gravar su
inicial y la de ella, atravesados en un corazón, los pretextos que inventaba
para verla cruzar la calle o para encontrarse con ella sin atreverse a tomarle
la mano y darle un beso furtivo en la mejilla.
-Estás enamorado sin remedio- le dijo
Pulga.
Camilo rió, sacando de sus pensamientos las
sombras y las penas que oscurecían su mente.
-Parece- le dijo-, parece, es una ilusión
para engañar al tiempo.
Hubiera querido decirle sin rubor que según
el célebre psicólogo José Goigoragestia, los microbios del amor están
contenidos en el ser humano en un número similar en hombres como en mujeres y que,
naturalmente, unos como otros, sufren esta extraña sensación en los terribles
años de la eterna adolescencia.
-Bueno, eso le pasa a todo el mundo- rió
Pulga-, a mi también.
Camilo no pudo evitar la carcajada, lo
abrazó y empujándolo cariñosamente recogieron las papas y lo acompañó hasta su
puerta. Allí Pulga le dijo que lo esperara unos minutos, que iba a dejar el
costal y salía.
Pasó poco tiempo y Pulga volvió, serio,
restregándose la nariz. Camilo se asombró un poco, no pensaba verlo tan pronto y
con esa cara.
-Es el hambre- murmuró Pulga.
Y dio algunos pasos, seguro de sí, pero con
alguna molestia que presionaba su corazón. Camilo lo siguió en silencio,
mientras él masticaba algunas palabras.
-Oye, a ti te pasa algo- le dijo.
-Son las papas que faltan en el costal. Y
todo por tu culpa- dijo Pulga con un tono de queja.
Preocupado por su amigo, Camilo le propuso
ir a comprarlas para reponer las que cayeron al charco, tenía algo de dinero.
Pero Pulga otra vez sonriente le contestó que eso no ayudaba en nada, que
últimamente en su casa no se echaba a perder nada y andaban midiendo todo lo
que se vendía. La gente peleaba mucho en el mercado por los precios y su mamá
no quería pelear con la gente, que debían hacerse cargo los hijos y no andar
botando las papas por el camino.
-Pero es el hambre- repitió.
Camilo lo miró sin saber qué decir. Pulga
volvió a ponerse serio.
-¿Te acuerdas del incendio?
Camilo asintió.
-Las casas de La Candela se están quemando
de diferentes maneras.
Camilo pensó que su casa también estaba
quemándose. Era una candela sin humo, y un humo sin candela.
-Tienes que darte cuenta, Camilo. La música
se ha vuelto triste, y la alegría sospechosa.
No era primera vez que Camilo se preguntaba
si por andar pensando en sus poemas, no se daba cuenta de otras cosas, que el
mundo pasa, y pasa a la velocidad del universo. Quizá ya no le interesaba el
movimiento de los seres vivos del planeta. Quizá había muerto. Y no se daba
cuenta.
¿Y en qué momento pintaron la ciudad de
gris, plomo color panza de burro? Solamente la municipalidad de esta ciudad
podía escoger ese color. Pero así fue. Y los guardias municipales multaban a
los que desacataban la disposición.
Abajo, recortaron las copas de los escasos
árboles que adornaban la escalera de cemento. Los sembraron los vecinos, “con qué derecho los recortan”. Y aunque casi
todos tenían luz eléctrica, los postes alumbraban las calles desde las seis, y
las chicas salían a conversar en sus puertas, sin temor a las violaciones, su
barrio no había cambiado. Y no se daba cuenta.
-Esto de andar pensando en Lady- murmuró.
Pulga rió otra vez, dándole una palmada en
el hombro. Le dijo que el amor no tenía que volverlo estúpido. “Es un exagerado”, pensó Camilo.
-¿Exagerado? Todo está llenándose de
sospecha. Hay soplones y policías, y ladrones, por todos lados, no se sabe
quiénes son ladrones y quiénes policías. Sólo se les reconoce cuando llegan a
medianoche a rastrear los cerros, con el pretexto de buscar a los hombres de La
Montaña.
Allí se ve quiénes son quiénes.
Extrañaba a su perro, tanto
tiempo que no lo veía. Cruzaban una calle y Camilo se detuvo a ver un carro
rompemanifestaciones asomándose en la esquina, bombardeando gas y agua sucia
contra una marcha de trabajadores. Allí se perdió Lasi.
Quizá Pulga tenía razón y era un idiota
pensando en Lady, quizá eso lo distraía de tantas cosas.
-No sé dónde está ardiendo más, todo se
derrite, como si estuviera pintado, como una caricatura de los circos o de las
películas cómicas.
Pulga lo miró.
Después hablaron de los muchachos, se veían
poco, andaban trabajando también. Pulga había dejado de estudiar para ayudar en
el trabajo, estaba a cargo de los tomates, y se malograban si no los vendía
rápido.
-¿Y tu mamá? No la veo en el puesto de
ropa.
Camilo calló. No le dijo que su madre se
fue de la casa, que estaba viviendo en casa de la abuela. Era difícil hablar de
esto con Pulga. De pronto, sintió que el tiempo pasaba más rápido que de
costumbre, que sin embargo él flotaba en una especie de burbuja, y nunca sabría
realmente la hora ni dónde estaba parado. Los años se le amontonaron unos
encima de otros y, aunque no quería reconocerlo, allí estaban los pelos que le
aparecieron en el pecho y los de más abajo, no podía seguir aferrado a su
infancia.
-La otra vez vi al Loco- le dijo, por decir algo.
La verdad que no lo veía desde la vez que
se quemaron los niños.
-Creo que ya está bien- dijo Pulga-, yo
también lo he visto, en el mercado comprando fruta, con libros, con revistas
bajo el brazo.
-¿Sí?, ¿con
libros, con revistas?
-A lo mejor quiere entrar a la universidad-
rió Pulga.
-Como los inteligentes- rió Camilo.
Todavía él dijo algo sobre su trabajo en el
grifo, “ya no es igual,
pero se gana algo”, en unos años acabaría el colegio, ya vería qué haría.
-¿Y cómo se llama la que te
quita el sueño?- le preguntó a Pulga, riendo.
Pero Pulga se tapó la boca con las manos y
se despidió apresurado.
Camilo avanzó por la calle hasta su casa.
Ya en la puerta, sabiendo que no habría nadie dentro, volteó y siguió
caminando, calle tras calle, hasta la avenida principal. Pensaba en Lady, en la
fiesta a la que estaba invitado. En realidad, no sabía si iba a ir, no tenía
nada especial que ponerse, a no ser por el pantalón verde y la camisa que
compró recientemente. En medio del gentío que por todos lados trajinaba la
avenida, entre los rostros tensos de los ambulantes ofreciendo toda clase de
cosas y los predicadores que detenían a los caminantes ofreciéndoles oraciones
o imágenes benditas, reconoció a su perro.
"¡Allí está! ¡sí! ¡es él!" Qué casualidad. Tuvo que
caminar más rápido para alcanzarlo. Lo llamó repetidas veces, la gente lo
miraba, no podía perderlo de vista. Cuando lo alcanzó, se puso delante de él,
tomando distancia por si acaso saltara sobre él. Pero el perro sólo lo miró, se
acercó brevemente para olerle las manos, y siguió su camino.
Hasta los perros debían hacer trabajos
extras para sobrevivir. Robaban las tripas que se arrojaban en las puertas
traseras de los mercados y que los basureros vendían a las chancherías. A veces
les arranchaban sus dulces a los escolares a la salida de los colegios. Habían
perdido sus estirpes de perros fieles o guardianes, esos de collar y buenos
huesos, como recordaban los más viejos y mejor situados en este dilema. Los que
cuidaban casas, guarnecidos en las azoteas, pensaban también que los tiempos no
eran como antes, y miraban con envidia a los perros vagabundos.
Era cierto que aumentaron los basurales, la
ciudad estaba llena de basurales. Pero pocas veces se encontraba un huesito de
manzana, un pedazo de sebo rompecamisa. Más eran papeles, mierda y plástico de todas las formas,
de vaso, de cenicero, de sombrero, de pantalón, nada que pudiera comerse. Las
bandas de perros aumentaban, asolaban los mercados arrebatando los pedazos de
carne colgados de los garfios o sus canastas a las pobres mujeres que
comenzaron a defenderse a palos de los perros.
En su loca huida por conservar la presa y
escapar de los castigos, muchos morían aplastados por los camiones. La mayoría,
sin embargo, moría de enfermedades que contraían comiendo restos de las
maternidades, restos no identificados encontrados en las calles, muertos de
hambre, de accidente, de frío, de inexplicable muerte.
Bajo el frío de la madrugada, los perros
más jóvenes vivían en la incertidumbre, preguntándose qué pasaría con ellos si
no encontraban alimentos. Iban de una banda a otra, buscando mejor suerte. O
merodeaban los mercados, soñando
que alguien los recogía y los llevaba a sus casas. Algunos perseguían hembras,
iban tras ellas hasta calmar completamente su ansiedad, y mejor si juntos
encontraban algo en el camino. Claro que en las calles principales o en los
barrios residenciales, a veces se veía a algunos bigotudos paseando con sus
dueños, moviendo el rabo, amarrados por el cuello, con sus medallas.
Los perros de El Dorado eran perros de una
raza típica. Pequeños, simples, con el tamaño necesario de las orejas, los ojos
normales y a veces rasgados, bajos, ni muy gordos ni muy flacos, regular pelo,
y les llamaban chuscos. Eso sí, tenían
la verga en su lugar, y no andaban -como los perros encopetados- luciéndola
sospechosamente. Para conseguir sus alimentos, algunos aprendieron a mover el
rabo, así obtenían algún resultado. La mayoría prefería deambular por las
calles, cojeando, tristes, despeinados, pero libres.
Aunque serenos ante los malos tiempos, con frecuencia
lanzaban sus dentaduras a los transeúntes inocentes y desprevenidos. Eran
deseos locos de morder que les venían cuando fallaban los planes, cuando
esperaban comer y nada, o cuando desanimada por el hambre, alguna hembra los
corría o los miraba con desprecio. Entonces, tumbados en las veredas de las
calles solariegas donde quedaban las funerarias, sacando la lengua, resoplaban
su paz y se lamían la locura.
23
El sol atardecía sobre el mar. Desde los
cerros, se le veía desapareciendo entre la bruma. Las primeras nubes de la
oscuridad avanzaban a prisa, impregnando de azul la inmensidad. Ya estaba allí
hace tiempo y se sentía un poco cansado. Todavía tenía fuerzas, aunque a veces
le sobrevenía un dolor de espalda y era difícil correr, a menos que algo lo
obligara a emprender la carrera. Entonces sin darse cuenta, era muy veloz.
Mirando a los jóvenes, pensaba que
efectivamente ya no era un cachorro, el ágil corredor que había sido. Las
calles se multiplicaron delante de su nariz húmeda y todavía con buen olfato.
Pero ya no era el mismo. Tenía que solucionar sus trechos más y más cortos, y
sin nada en la barriga.
Ya no podría volver a las casas, lo
trataron suficientemente mal como para no quedarse en ninguna. Cierto que a
veces se daba una vuelta por ellas, y congraciándose nuevamente con los niños o
los adultos, comía algo. La verdad que nunca lo echaron de ninguna casa. Al
contrario, él decidió siempre el momento de marcharse, de iniciar una nueva
vida. Acaso tampoco él decidía. Algo del ambiente lo distraía y de pronto
estaba en otra casa, con otro dueño, alguna hembrita en el camino, y otra vez a
empezar.
No quería volver a casa del Ciego. Todavía
le dolían los golpes que recibió la última vez. El solamente se acercó a oler
la carne que llevó a la choza. Pero fue suficiente, no pudo escapar, el portón
estaba cerrado, y lo agarró a bastonazos. Como si tuviera la carne en la boca,
como si la hubiera tomado de verdad. Después, lo amarró del cuello y lo
arrastró hasta la calle del hospital, para que mirara las ventanas del sótano.
Vio con sobresalto los perros encerrados en
jaulas, con el pellejo abierto de par en par, o con la barriga parchada de
cueros, y adormecidos ¿o estaban muertos?, entre medicinas que olían a diez
cuadras. Después de resondrarlo o de amenazarlo, qué sería, el Ciego lo soltó y
él no paró de correr hasta que el olor a muerte se desvaneció en el aire. Pero
solamente cuando encontró a Camilo pudo respirar tranquilo.
Había pasado mucho tiempo y a primera vista
Camilo no lo reconoció. Tampoco él, pero después ambos se acercaron y mientras
Camilo pasó las manos por su cabeza, él gruñó jactancioso y risueño. En ese
instante, reparando que tanto tiempo nadie lo llamaba Lasi, entendió que mucha
hambre contuvo en sus tripas retorcidas, recorrido tantos caminos e
innumerables hembras, desde la última vez que se vieron. Ya no eran los mismos.
Aún miraron el resto de luz y de aventura
que quedaba en sus ojos, antes que siguieran sus caminos. Camilo pensando en
Lady, y él sin ninguna gana de volver con el Ciego. Le molestaba tanto esperar
los mendrugos, mientras el ciego roía los panes duros que mendigaba, como un
conejo desmuelado.
Hurgó en una vieja lata, metiéndole la
lengua hasta el fondo para arrancarle algún sabor descompuesto pero todavía
gustoso en su paladar de siete sabores. Después de alisarse los bigotes
hirsutos, el perro se detuvo a pensar otra vez.
¿Había llegado el momento de desandar lo
andado, y regresar al principio? Ajustado por el hambre y las hembras, vivía
sin quitarle lo suyo a nadie. A cada cual según su aventura, pensaba. Y así
avanzó en la vida, de dueño en dueño, sin novedad, llegando y yéndose, quizá
era hora de volver con el Ciego. No
conocía a alguien más indiferente que él. Sin embargo, no sabía cómo lo pillaba
por sorpresa, a pesar de su cojera y de la ceguera, maldito viejo, amarrándolo
por el cuello, fuertemente contra el suelo.
-!Gustaff, perro miserable, a ver si te
vuelves a escapar!
Después, lo arrastraba y comenzaban los
palos. Cuántas veces pensó Gustaff agarrarlo por la espalda, saltar hasta su
cabeza y de un solo mordisco, arrancarle las carnesitas que colgaban a los
costados de su cara, y que lo invitaban a una fiesta de sangre y locura.
Seguramente el Ciego gritaría de dolor, pero su deseo de venganza estaría
satisfecho.
Le daba pena el hombre. A veces lloraba.
Cuando no había pleito entre los dos, cada uno en su lugar, él en un rincón, acurrucándose
del frío, el Ciego en una vieja silla de paja, delante de la vela titilante,
sollozaba en silencio. Qué tristeza habría en su corazón. Qué malestar
horadaría su alma, qué perdón imploraba, qué arrepentimiento y qué necesidad de
volver atrás, lo hacían llorar hasta provocarse una tocesilla que lo tumbaba en
su camastro. Qué desilusiones, qué vanidades inútiles querría desaparecer en el
tiempo.
Nada le calmaba la sensación de muerte que
abrazaba su alma como una llama tibia, y lo rondaba, lo enamoraba, lo
aguijoneaba dulcemente en las costillas. Gustaff lo miraba oliendo algo raro en
el aire. El viejo se levantaba, abría la ventana y, secándose el llanto con un
trapo sucio, buscaba el cielo con su mirada hueca, adivinando alguna estrella,
alguna luz que alumbrara su oscuridad.
Desde tempranos años había abandonado a los
dioses, ¿O
los dioses lo abandonaron a él? Como tantos, llegó a El Dorado tras una
ilusión. Todavía era un niño cuando vio la extraña aparición en la falda de
una colina: los ojos le sangraron durante una semana. Estaba seguro que era un
pequeño sol que bajaba y subía, desaparecía y volvía a aparecer. Nadie le
creyó, hasta que vieron sus lágrimas sanguinolentas.
Dijeron que había visto a Dios. Los
incrédulos decían que se restregó limón en los ojos para llamar la atención. "A lo mejor fue
helicóptero", pensaron otros. En su pueblo no se conocían aún los
helicópteros. Pero él dijo que no era ni Dios ni limón ni helicóptero, sino sol, solcito, así, chiquito.
-Milagro- dijeron las mujeres
resueltamente, imponiéndose en una discusión que ya asustaba al niño.
Y lo llevaron a la parroquia del pueblo. Lo
vistieron de blanco como un angelito y le dieron una campanita para que la haga
sonar cuando el sacerdote bebía vino, mientras dirigía la misa. Quizá de allí
le venía la afición al vino, después al ron y luego al kerosene.
Pasándole la mano por sus cabellos
rebeldes, los priores más jóvenes, bromeando, burlándose, le dijeron que
seguramente en la ciudad encontraría una cruz y una iglesia para sus historias.
El pensó que efectivamente tenía que irse a la ciudad, a lo mejor eran
importantes, no lo sabía. Pero como no tenía medios para venir hasta El Dorado,
mientras los curas reposaban su opíparo almuerzo, una tarde no le quedó más que
desvestir las imágenes guardadas en las hornacinas de la liturgia. Conocía
dónde se escondían las llaves, y fue fácil quitarles las joyas a las vírgenes,
alguna copa de oro y tres o cuatro clavos de plata.
Le alcanzó de sobra para los pasajes, las
comidas y varias semanas mientras veía qué hacía. "Total, pensó aquella vez, no se puede llegar a una gran ciudad
sin un dinerito que lo respalde, que lo anuncie desde lejos", como los señores
y príncipes que según las leyendas existieron en El Dorado.
Pero a pocos días de llegar comprendió que
a nadie le interesaba en El Dorado que de niño viera un sol pequeñito, flotando
en sus narices. Aquí lo único que importaba era la plata, plata constante y
sonante, chin chin, decía todo el
mundo. No le quedo más que arreglárselas vendiendo secretamente las joyas. Pero
pagando las borracheras que lo acercaron a los círculos altos del clero, donde
se accedía con tarjetas de recomendación y buen vino, se quedó sin dinero.
Trabajó en numerosos empleos, compró
papeles, timbres y sobornos para encontrarse con personajes del culto oficial.
Lo escucharon risueños, después de los vinos, pero no consiguió nada. Con los años,
el recuerdo de su visión se fue agotando. Además, tempranamente perdió la vista
por completo, y pronto quedó convencido de estar demostrando algo que no
recordaba bien. Arruinado por completo, sólo le quedó implorar la caridad
pública, utilizando los argumentos más lastimeros.
Por pura lástima, unas ancianas devotas le
dieron un terreno al otro lado de los basurales. Allí levantó una choza,
todavía veía algo con un ojo, y llegaba por las noches apoyándose con un bastón
de diente de ballena, para tentar sus pasos siguientes, y para apalear, cuando
le robaba la comida o se le escapaba, a su perro Gustaff.
Ultimamente tantas cosas le salían mal. Le
dolían las rodillas y un dolor constante en la espina dorsal casi no lo dejaba
andar. Lloraba sin razón por las noches, como un niño al que se le ha golpeado.
Entonces, se volvía contra el perro y por sorpresa mientras dormía, le
reclamaba la carne que robó tanto tiempo atrás, olvidando que ya lo había
castigado.
En la parte final de esta nueva angustia,
como si lo hubiera adivinado, Gustaff levantó la cabeza y lo miró. Tenía mal
sueño hacía días y se notaban las huellas de su vida trasnochada. El viejo
lleno de miedo quedó quieto, pensando que el perro podía olerle los
pensamientos y morderlo. Pero a pesar de los duros momentos que pasó con él,
Gustaff nunca se hubiera atrevido. Además, estaba tan cansado, como él. Sólo lo
miró, aún sin entender porqué el Ciego, inmóvil y en silencio, proyectaba con
su mirada ploma una sombra sobre él.
Aquella noche el Ciego lloró como nunca.
Recordó su vida en breves minutos, las mujeres que estrechó valiéndose del
misticismo de sus palabras, los hijos que se negó a reconocer, los joyas que
arrebató a las vírgenes. Abrió la ventana, otra vez se secó el llanto con un
trapo y después de suspirar largamente el aire de la noche, con una decisión en
el corazón, volteó hacia Gustaff.
Con los intactos nervios de su olfato, el perro vio la
próxima muerte del Ciego.
24
No quedaba lejos la casa de su madre.
Cambiaron tanto los barrios intermedios, y aparecieron otros. Antes todo era
una arenal, hasta ya casi en la loma. Así empezó también el barrio de La
Candela, cuando no había nada, cómo es, nadita. Con todas estas casas sobre el
cerro y los edificios de las urbanizaciones en el llano, la pampa era ahora una
pampita, y la acequia que
cortaba los arbustos y los matorrales fue cubierta bajo el suelo, con tubos de
cemento tendidos bajo la tierra, ya no se le ve.
Eran pequeñas urbanizaciones, con casas de
uno o dos pisos, entre los barrios de los cerros y los barrios más antiguos,
los del centro, que limitaban por un lado con la pampa y por otro con las
calles y plazas principales de El Dorado. "Quién iba a imaginar tanto cemento en tan poco
tiempo", pensó Hortensia. Apenas se veían los cerros del fondo, por las
siluetas de los edificios que los cubrían. O por los carteles de la propaganda.
Además, el humo de las minas a veces no dejaba ver ni la esquina. Pero también era
el humo de los carros, el de las fábricas, el del aceite quemado en los puestos
callejeros de comida, y la garúa caliente cayendo en los rostros de la gente,
como un arenal húmedo salpicando insistentemente.
Desde la casa donde vivía ahora, Hortensia
no distinguía bien La Candela. Estaba tan lejos de todo. Los vecinos habían
envejecido, ella los recordaba cuando era una niña y ellos jóvenes y
risueños. Sus bocas se deformaron con el tiempo y andaban siempre molestos,
hablando del apocalipsis que cualquier día sobrevendría o de la maldición que
venía de las montañas, con sus guerrilleros decididos a destruirlo todo, para que quede el amor.
Quizá cuando todavía vivía en La Candela,
las pocas veces que volvió a su antiguo barrio no miró bien las calles ni los
rostros de los vecinos. Su madre también había cambiado. Ya no pintaba sus
canas de rocío violeta, sino de negro, como todo el cabello, pero andaba mal de
la espalda. Entre tanto lío en su corazón, Hortensia no se dio cuenta que ya
nada era como antes, y todo le parecía muerto. Los días pasaban y no sabía qué
decisión tomar. “¿No seré yo la que muero?”, se preguntó.
Volvió a hacerle los mandados a su madre,
volvió a conversar y reñir con ella, como si fuera su hermana mayor, o su hija,
mientras en el techo las telarañas cobijaban las mismas arañas. No se cansaba
de mirarlo todo, con nuevos ojos, con los mismos ojos. Todavía colgaba en la
habitación principal la misma lámpara que dejó cuando se fue con Juan. La
cocina seguía oliendo a ruda, su madre ahuyentaba con ella los fantasmas de la
fatalidad.
De los cuartos vacíos, un día cualquiera
podían salir las hermanas, riéndose de alguna ocurrencia real o inventada, o
corriendo a abrirles la puerta a los pretendientes. El arrullo constante de las
palomas seguía dominando la azotea y, abajo, el perfume de los geranios,
apostados en macetas sobre la escalera de la azotea, la hacían suspirar, como
cuando también esperaba que fueran a buscarla.
-Ah, la vejez prematura- dijo su madre,
sorprendiéndola, mirándola fijamente-. Recordar el pasado es volver... a
mentir, hija.
-Solo estaba pensando.
-¿Pensando? Se debe mirar para adelante,
así nos esperen mil diablos calatos para quemarnos en sus brazas calientes.
Y sin embargo a la madre de Hortensia la
asaltaba cada día un miedo terrible a no poder despertarse y quedarse muerta en
su cama. Cuando alguna vecina moría, y ya habían muerto varias, corría a la
iglesia y confesaba todos sus pecados al cura de turno. "Salvo los que pueden
ocasionar escándalos en la vecindad, Dios mío". Sabido era que los curas
traficaban con datos de infidelidad, de asesinatos misteriosos, de
envenenamientos, abortos y toda clase de chismes que les proveían un dinero
extra. Las limosnas y las colaboraciones de la población eran cada vez más
escasas, no les quedaba más recurso que colaborar con la policía.
-Es
tan barato recordar- dijo Hortensia, suspirando.
Pero sí, también ella estaba poniéndose
vieja, quizá faltaba un día para morirse, quizá unos minutos. Entonces, lograba
ajustar unas lágrimas que otras veces desbordaban sus ojos.
Una mañana no pudo evitar volver a La
Candela.
Seguían dejando la llave del candado bajo
una tabla de la puerta. Entró sigilosamente temiendo que hubiera alguien
adentro. No, no había nadie. Todo estaba oscuro, las ventanas cerradas y olía a
carbón húmedo. ¿Le dijo Camilo que se malogró la cocina de kerosene y habían
vuelto al carbón? De pronto, el rostro se le humedeció de llanto, buscó en
todos los rincones a sus hijos, se acercó a sus camas vacías, besó las
almohadas, tendió las sabanas. Estaban en el colegio. Quizá los vería más
tarde, en casa de su madre.
Tomó la escoba, se puso a barrer, cocinó
algo rápidamente, no sabía para quién si sus hijos almorzaban con ella. Juan se
reunía con ellos por las noches y Elías ya no vivía allí, había conseguido un
cuarto lejos de La Candela. Ese día Camilo encontraría la olla llena de arroz
todavía caliente.
Hortensia salió aprisa, cuidando no
encontrarse con alguna vecina. Y no volvió más. Una fuerte presión en el pecho
no la dejó respirar largo rato después. Simplemente no volvió más, y nunca le
contó a sus hijos, ni a Elías, ni a nadie que ese día trató de volver.
"Parece que el mundo da vueltas más rápido que de
costumbre", pensó Hortensia. Y llegó a comentárselo a su padre. El
acercó su cabeza blanca para decirle:
-Y marea.
Era todo tan distinto desde que se fue de
su casa, sus hijos parecían extraños, lejanos, ajenos. Por todos los medios
procuró no encontrarse con Elías, pero él apareció rogándole, suplicándole que
volviera, que por lo menos lo dejara verla, sino se moría. A ella le dio pena, y no
sabía porqué le dijo bueno.
¿Volvería a su puesto en el mercado? Por un
tiempo se lo dejó a una amiga. Iba al taller, o recogía el trabajo para hacerlo
en casa, cuando se trataba de coser botones o planchar. A este paso, cabizbaja
y cansada, sintió un ligero fastidio en las piernas, un fastidio que le subió
por los tobillos, se apoderó de sus rodillas y sus muslos, tratando de llegar
hasta su vientre, ahora que la luna se llenó de brillante blanco, y la regla
abandonaba su exacta ley de sangre, negándose a descender.
No quería pensar, no quería saber.
Hubieron explosiones sucesivas que se escucharon cerca de su
casa. Pensó que eran los sonidos finales de su existencia. En casa de su madre
creyeron que las explosiones fueron en el mercado. Pero no. Había sido en una
delegación policial, lejos de allí. “Cómo retumba la pólvora”, pensó. Mientras su madre miraba en la televisión el
recuento de los muertos y el llanto de las viudas, su padre resopló en el sofá:
-¿No les dije? Es el fin del
mundo.
Hortensia no sabía qué hacer. Recordó a sus
primeras amigas, ahora casadas con los vecinos y formando nuevas familias en
todo el barrio. Recordó a Juan. ¿Porqué tuvo que irse con un obrero? Muy poco
después de conocerla, ya le estaba pellizcando las nalgas.
¿Y acaso ella no era también una obrera?
Recordó a sus hijos más niños. Cerró los ojos y se vio desnuda, caminando en un
desierto, a lo lejos veía las primeras casas que daban inicio a El Dorado, y
caminaba, caminaba como si nunca fuera a llegar, como si nunca hubiera existido
y todo fuera solo un sueño que ahora estallaba. Entonces, despertaba de su
inconsciencia, pensando que no servía para nada, que todo lo había hecho mal y
a nadie le importaría si se arrojaba al paraíso de los suicidas.
Los días eran interminables. Y las calles
más oscuras. Tres o cuatro días a la semana desaparecía el fluido eléctrico por
las explosiones de las centrales eléctricas. Los hombres de la Montaña
no cesaban con sus atentados. La ciudad volvía a los tiempos modestos, a las
velas y los lamparines. La oscuridad se apoderaba de la noche, solo en algunas
calles del centro había siempre alumbrado eléctrico. Y todo crecía sin ningún límite.
Aparecieron nuevos barrios, nuevos distritos, calles y calles, innumerables
calles con nombres extraños
y miles de negocios, tiendas infinitas, en las veredas y en las pistas,
ambulantes y mendigos por millares.
Cuando los apagones la sorprendían en la
calle, Hortensia caminaba más rápido y llegaba a su casa, asustada. En su casa,
los lamparines ya estaban prendidos, su madre estaba prevenida.
-No se sabe cuándo va a acabar este apagón,
hija.
Bajo la luz del lamparín, descubría otra
realidad.
-Es la pobreza- le decía a su madre.
-Sí- contestaba la madre-. Pero no te
alegres.
-No me alegro. Cómo me voy a alegrar. Son
los pobres que se han levantado.
-¡Los pobres! ¿Acaso no somos pobres?
-Los más pobres, mamá.
-No sé en qué andas pensando, pero cuídate
de volver con Juan.
¿A qué se refería su madre?, ¿lo
habían visto? ¿qué andará haciendo? Seguía en su trabajo, eso era seguro, el
marido de una conocida trabajaba en la misma fábrica. En este aspecto, tenía
una guerra secreta con su madre. Nunca le recriminaba nada, pero sus ojos
siempre le encaraban una ruina que adjudicaba a Juan. A lo mejor la única ruina
era la de su madre, había tenido todo lo que quería, pero para conseguirlo
mentía o callaba tanto.
Había discordias en todas las familias de
El Dorado. De una y otra manera, las familias más humildes hasta las acomodadas
tenían un pariente involucrado en la política. Se habían construido centros
penitenciarios especialmente para encarcelar a los hombres de La Montaña Más
Alta, y a cuanto huelguista o manifestante cayera en manos de las tropas del
ejército y la policía, y donde se les castigaba duramente o se les aniquilaba.
A ratos Hortensia creía que era poco el
esfuerzo que ponía la gente en sobrevivir. Pero mirando bien, comprendía que no
había trabajo para nadie, que las cosas eran tan caras y que muchos niños
estaban condenados a morir antes de llegar a los diez años. Nuevas lágrimas de
un fastidio inexplicable brotaban de sus ojos. Una sensación de inutilidad, de
no servir para nada, de estar nadando en la nada, en esa nada vacía que
encontraba en las noches cuando dormía, y no podía soñar.
Margarita le habló seriamente en el taller
de costura. Iba dos veces por semana, a recoger el trabajo de los demás días.
Ella era una compañera
decidida a dejar el trabajo. Cómo podía hacer eso en estos tiempos, le exigió
que lo pensara bien. Los ojos de Margarita se iluminaron sorprendentemente. Su
esposo había sido detenido y ella estaba resuelta a defenderlo, no sólo por su
vida o por sus hijos, sino porque los dos tenían principios.
-Qué importancia tiene el dinero, hay otros
trabajos que nos esperan: debemos mirar las cosas en perspectiva y no como las
hemos visto siempre, planas y sin solución- le dijo.
Hortensia se estremeció cuando agregó:
-Tú puedes incorporarte, ¿acaso no eres una
mujer?
Me encanta tua literatura Alberto Mego!
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