"Juan conoció a Hortensia en una de las primeras fábricas que aparecieron en El Dorado. Trabajaban la caña que venía del norte, la miel y el azúcar. Ella era también obrera como él, dulce como todo lo que hacían allí y laboriosa como las demás. Al principio, tenían los mismos problemas que se les presentaba a los jóvenes enamorados de esta ciudad, es decir, buscando un lugar donde estar solos, iban de parque en parque al encuentro de sus cuerpos amantes. Pero el asunto del dinero, de los gastos en sus comidas pasanderas, de los pasajes y sobretodo de las camas que alquilaban en los hoteluchos del centro, los decidió a participar en la invasión para después irse a vivir juntos".
Ilustraciones: Francisco Izquierdo
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En la oficina de trámites de la Scooper Scooper Trading Cía.,
Elías pasaba el trapo a los muebles en las tardes y por las mañanas estaba
atento a lo que pudiera mandarle la señorita Sofy, una de las secretarias del
jefe encargado de compras y tramitaciones de la mina. No era que le molestara
su trabajo, pero primero dijeron que sería ayudante del portapliegos y, al poco
tiempo, cuando a éste lo despidieron, Elías terminó dedicado a todos los
mandados. Antes de comenzar el nuevo trabajo, él creyó que su puesto estaría en
la puerta, atendiendo en un escritorio, pidiendo documentos a los que entraban
a las oficinas y, ciertamente, haciendo algunos mandados, pero principalmente
cuidando que nadie ingrese sin permiso. Como era un poco alto y preferían a los
altos para cuidar las puertas, estaba seguro que allí lo pondrían. Pero apenas
llegó, despidieron al otro y él se dedicó los mandados, convirtiéndose en un
bueno para todo.
No se quejaba, a veces pasaba el tiempo en la calle, haciendo
compras, pequeños encargos de las secretarias, o llevando paquetes al correo
internacional que quedaba en el aeropuerto. También ayudaba a otros
trabajadores en sus tareas, sobretodo si tenían trabajos especiales como la
reparación del desagüe, que andaba siempre atorado, instalaciones eléctricas de
los ambientes y pintado. Ahora, trabajando con los carpinteros que levantaban
compartimentos y puertas para nuevas oficinas, aprendía de todo un poco.
Mientras ordenaba unos listones serruchados un día antes, sobre el aserrín que
aún tamizaba el piso, Elías pensó “cómo
pasa el tiempo, ya estamos en abril y tengo un buen trabajo”.
Desde pequeño en Huantarí, escuchando a los que viajaban a El
Dorado con entusiasmo, o con pesar, porque debían arriesgarse en una tierra desconocida,
él ya sabía que tarde o temprano también tendría que viajar. Las posibilidades
de sobrevivir en este arenal, flanqueado de cerros áridos y llenos de gente,
eran pocas sin ayuda de Dios y de los familiares. Trabajando con los
carpinteros, se daba cuenta que depende cómo se ajusten los tornillos para que
las bisagras no crujan. ¿Cuántos
trabajos tuvo antes de la Scooper?, hasta limpiador de baños públicos había
sido, mozo, mensajero, y nunca puso mala cara a las oportunidades. "Trabajo es trabajo", decía.
Ya tenía una libretita de ahorros en uno de los bancos que
llegaron con las compañías.
De allí sacaba poco a poco, mientras ganaba intereses, para sus gastos
personales y para ayudar a Hortensia en algunos gastos de la casa, ir al cine o
fumarse un cigarro, contemplando el cielo con sus lentes ahumados, acicalándose
los pelitos del bozo. No sabía si los ojos de Juan estaban cargados de envidia
cuando se encontraban en la mesa o en el camino de escaleras de La Candela.
Difícil adivinarlo, pocas veces pasaban del saludo y, como se compró un reloj,
de alguna pregunta sobre la hora. Estaba tranquilo con su consciencia, aunque
pensaba buscar un cuartito cerca de su trabajo. Pero le daba pena irse.
Lo que no entendía de esta ciudad eran las mujeres. Siempre
sonrientes. No podía menos que corresponder su simpatía con alguna palabra
bonita que mostrara su afecto. Pero no lo dejaban avanzar. Si sus cuerpos
llegaban a encontrarse en algún rincón oscuro, sabía que las estremecería de
gusto. Ellas imaginaban sus intensiones, y creían que era tonto andar con
rodeos, si sabían lo que quería. Para eso, primero tenían que casarse, o
comprometerse seriamente. Y eso era demasiado, pensaba él, sólo por un rato de
amor.
Además, no había compromiso serio en sus planes. Solamente
quería calmar la ansiedad que lo despertaba a medianoche. Bien le había
advertido su madre sobre las mujeres de El Dorado, eran muy interesadas. Pero
Elías comprendía que esa era la única manera de vivir en El Dorado. “Todo el mundo baja la cabeza delante de los
patrones y no le queda más que hablar a media voz sin dinero en el bolsillo”.
Había tenido suerte consiguiendo un trabajo con los más poderosos, porque las
compañías
eran más poderosas que las familias acomodadas de El Dorado, más que los
empresarios, más que los señores del gobierno, más que ellos no había. Su
futuro estaba asegurado si cumplía bien las órdenes.
El
trabajo lo aliviaba, distrayéndolo, despreocupándolo de su soledad. Aunque las
provocativas caderas de las mujeres transitando las oficinas de la Scooper, sus
vestidos de colores y pilismilis en
el cabello, le subían la presión o le quitaban el sueño. En este trance, echado
en su cama, una noche escuchó sin querer las opiniones de Hortensia sobre las
mujeres malas, indignada porque debían vender sus cuerpos para sobrevivir. Con
un calor extraño
que le subió a la cabeza, se levantó y salió a buscarlas.
En abril la noche de El Dorado es cerrada. Las estrellas titilan
con dificultad junto a una luna blanquecina cubierta de manchas negras. Elías
descendió por el lado izquierdo del cerro, entre las casas más apartadas de La
Candela. Ya en el llano, llegó a la Costanera, la pista que conducía a las
ladrilleras y las chancherías. Allí tomó un camión de transporte que atravesaba
la ciudad de un extremo a otro. Con Elías adentro y con sus pasajeros
enfundados de chalinas y los cuellos levantados, dando tumbos en la pista
irregular, el auto marchó al "Loco
Amor", el más conocido y antiguo prostíbulo de El Dorado. En las
calles principales del lado viejo de la ciudad, decenas de hoteluchos llenos de
tabiques vendían amor a todo precio. Decían que no había control sanitario de
ningún tipo y por temor a las enfermedades venéreas, Elías prefirió el "Loco Amor".
Imperturbable hacia el amor a esa hora de noctámbulos, desde las
ventanas rotas del camión, Elías veía chozas muy pobres al borde de la pista.
Inquietos, los pasajeros protestaban cuando el chofer detenía el auto para
llamar a más pasajeros, invitándolos a gritos al "Loco Amor". Después, el auto seguía su camino entre
comentarios jocosos, llenando de aliento cargado el interior. Elías empezó a
sudar. Otra vez estaba acalorado.
A ratos quería bajarse, en medio del
camino, qué diablos. Pero en el carro
del amor, todos buscaban lo mismo, y nadie tenía derecho a ser diferente.
Recordó a Hortensia diciendo: “ésta es la
ciudad de los sacrificios inútiles, donde el placer se paga muy caro, a pesar
de ser tan barato”. A pesar de sus ganas de bajarse, como estaba previsto,
el camión llegó al "Loco Amor",
la enorme casa que alojaba a las más reputadas mujeres malas de la ciudad.
Los vendedores de perfumes, huevos duros y calzoncillos,
salieron al encuentro de los pasajeros. Intermitentemente, luces rojas y verdes
daban al ambiente un aspecto festivo que desde algún rincón oscuro del salón la
orquesta subrayaba con sus tambores y maracas. Elías avanzó en la penumbra de
un corredor lleno de puertas entreabiertas con mujeres asomándose, enseñando
una pierna, los senos, sus cabezas frondosas de pelucas rubias, o simplemente
avisos con mensajes lascivos y provocadores. Se asomó por las puertas, mirando
con rubor a las mujeres. Algunas eran muy bonitas, o así parecían bajo la
escasa luz del corredor. Vestían calzones con arreglos de plumas y lentejuelas
que destellaban en sus traseros, mientras seguían el ritmo de la música,
suavemente, masticando chicle para el mal aliento.
Amontonados en las puertas, los hombres las contemplaban con
ojos libidinosos, preguntándoles sus nombres, cuánto cobraban. Ellas decían maritza cincuenta, elizabet sesenta,
jannette cincuenta. A Elías no le gustaba ninguna, o tenía miedo de todas,
pero siguió caminando, yendo y viniendo por el corredor. Los tambores hacían
añicos el aire caliente. Una puerta se abrió violentamente y él se detuvo,
asustado. Una mujer desnuda, abanicándose, retrocedió hasta la cama. “Hola, dijo, estaba esperándote, entra cariño”.
El quedó inmóvil, tratando de distinguirla en la penumbra. Ella
abrió más la puerta.
-Pasa- le dijo, empujándolo sobre la cama.
Y se le echó encima, susurrando palabras que no entendía,
besando sus oídos. Después, despacio mientras lo desvestía, dando extraños
ronquidos, dijo: "el hombre busca
siempre a la mujer, es justo, no todo tiene que ser trabajo". Aunque
ella trabajaba ya tiempo en esto, y no tenía verguenza. Había criado a sus
hijos con su trabajo, podían estar orgullosos de ella.
Elías
ardía como un incendio. Sin entender lo que decía, se abandonó a sus
movimientos exactos y eficaces, oyéndola decir: "tengo experiencia, tengo lo que necesitas, tengo un diamante
entre las piernas, tócalo con tu sexto dedo, y el cielo se convertirá en
tierra, la oscuridad en luz, el final en principio, ven para lavarte".
Después, lo lamió de pies a cabeza, cuidadosamente, deteniéndose en la verga,
besándola con ternura, hablándole, como si fuera un niño. A punto de estallar,
Elías vio que lo cabalgaba, llevándolo al trote y luego muy rápido a una
alegría infinita que lo hizo sentirse el ser más importante del universo, y al
poco tiempo, el más insignificante, antes que un vértigo de luces, con música
de fondo, soltara todas sus amarras de su pensamiento y se desparramara en la
mujer, con los pálpitos declinantes de su corazón clavado para siempre en este
punto de la ciudad.
Sabiamente, sin decir palabra, ella se levantó y luego volvió
con un lavatorio y agua tibia. Mientras lo lavaba, mirando sus ojos encendidos,
le dijo: “esto es el comienzo”.
Poniéndose la ropa que ella le alcanzaba, a Elías se le mezclaron los
compromisos, el que tenía con Dios, con su familia y consigo mismo. Después de
cobrarle la tarifa, ella lo empujó, aconsejándole que volviera, "todas las puertas están en mi puerta
y, por más que te alejes, esperaré esperaré, con mi abanico y mi diamante".
El no entendió bien a qué se refería, aunque después de esa noche, no había
nada en El Dorado que él no conociera.
Afuera, los vendedores seguían vendiendo calzoncillos, huevos
duros, con ají o sin ají a los clientes del burdel. Una brisa con olor a
mariscos llegaba desde el puerto. Mientras esperaba el camión que lo llevaría
de regreso, compró algunos caramelos para quitarse la acidez que le quedaba en
la boca, deseando irse con su satisfacción a otra parte. El auto demoraba. A la
luz pálida de los fluorescentes, cabizbajos, con las manos en los bolsillos y
los ojos quebrados como cristales rotos, otros esperaban con él.
Por fin, llegó el camión y los pasajeros bajaron ansiosos. Ocupó
uno de los asientos vacíos, adelante. El chofer con una sonrisa pícara, le
preguntó:
-¿Ya?
Y Elías, como tantas veces, sin saber si reír o ponerse serio,
aún en el limbo recién descubierto, en esta ciudad, en este país, en este
mundo, resoplando el perfume de mujer que todavía le quedaba en la piel,
respondió:
-Ya.
Volvió muchas veces, buscando siempre a la misma mujer. Era
curioso, siempre había una larga fila de hombres en su puerta, leyendo
periódicos, mirando a ninguna parte, encogidos, con los brazos cruzados,
esperando su turno ordenadamente. Elías no tenía más remedio que ponerse a la
cola y esperar como los demás. Ya la conocía mejor y, como él suponía, también
era de provincia. Se llamaba Elvira. Aunque algunas veces escuchó a los hombres
de la fila preguntar por ella con otros nombres, ella le dijo que Elvira era su
verdadero nombre, que solamente se lo confiaba a él porque le simpatizaba, que
era un joven respetuoso y que le gustaba hacer el amor con él, ningún otro
amaba con tanta ternura y auténtica pasión.
En el breve tiempo que quedaba después del amor, mientras se vestía,
ella le contó que en realidad tenía siete trabajos. Era costurera, cocinera,
jardinera, lavandera, enfermera, madre de sus hijos cuando tenía tiempo y chuchumeca por las noches. “Pero ya nada es como antes, suspiraba, todo se ha puesto tan difícil, hay tanta
competencia, y los policías no nos dejan trabajar, quién puede creer, el amor
está prohibido en El Dorado”. Estaba segura que solamente el amor podía
salvarlo, el amor.
El
padre de sus hijos la había abandonado tiempo atrás y se sentía sola y desprotegida,
sólo en las noches con tantos hombres esperándola, se sentía acompañada y
querida. Mirándolo con sus ojos brillantes, con el maquillaje negro y rojo de
sus párpados, una vez le dijo:
-No vayas a creer que todo es color de rosa, no. Solamente puedo
trabajar hasta la medianoche, y en realidad es poco lo que gano.
Desde entonces, Elías agregó algunos pesos a la tarifa
establecida.
-Eres consciente- le dijo ella, agradeciéndole las propinas que
se incrementaban cuando le contaba sus penas, sus necesidades, mientras lo
cabalgaba. Después de persignarse por pensar en su santo nombre, Elías se
preguntaba porqué Dios era injusto con las personas buenas o inofensivas y tan
generoso con otros. Ella era amable con él, no había noche que no lo desnudara
con cuidado, lamiéndolo de pies a cabeza, como le gustaba, abrazándolo con sus
pechos tibios y, atenazándolo con las piernas, mientras le ofrecía su hoguera
encendida.
Después, le daba un palmazo, pidiéndole que se vistiera rápido
porque tenía compromiso con sus hijos y faltaban muchos clientes. Siempre
hablaba de sus hijos. Una noche lo conmovió tanto su amor de madre, su
abnegación en ese trabajo repudiado, que le pidió conocer a sus hijos, pensando
que nada le costaba regalarles una alegría, comprarles una golosina o sacarlos
a pasear un sábado. Ella se opuso terminantemente.
-Nunca llegaré con un hombre a mi casa- le dijo en seco- para
ellos soy una santa.
De acuerdo con eso, Elías quedó profundamente conmovido. Vació
sus bolsillos y le dio todo lo que tenía, menos su pasaje. Afuera, mientras
esperaba el camión, estuvo contento por haber encontrado una buena mujer mala,
aunque no supiera de dónde le venía una desolación que entristecía su alma.
Después de tomar el camino de escaleras, atravesado por
pensamientos que oscurecían su mente, entró en silencio a la casa. Todos ya
estaban durmiendo y solamente se oían los ronquidos de Juan. Furtivamente, para
no despertar a nadie con los crujidos del catre, se echó en su cama sin
quitarse las ropas, y dormir las pocas horas que faltaban para el amanecer.
Pero no tenía sueño. Se propuso no volver a ver a Elvira, era
claro que su vida estaba trazada de cabo a rabo, hasta tenía sus propias penas.
¿Porqué iba a sobrellevar penas ajenas? Antes de caer en las primeras olas de
sopor, un sentimiento de compasión lo envolvió. Pensó que debía buscarla al día
siguiente por última vez, para que sepa que estaba decidido a no verla, para
que no lo espere más.
Volvió por última vez muchas veces. Ella le contaba sus tristezas
más recientes, su alegría cuando Elías llegaba llevándole choclo con queso,
flores o maní confitado. Sazonaba la visita con cuentos colorados que lo
ruborizaban, él prefería que le cuente cómo era el "Loco Amor" cuando los clientes se marchaban y ellas
quedaban solas. Pero Elvira lo apuraba dulcemente, diciéndole "justo ahora van a reunirse las
muchachas para exigir mejoras, la dueña está llegando al colmo cobrando tanto
por los cuartos". Y él terminaba vaciando sus bolsillos, como siempre,
pero nunca sin arrancarle un cariñoso beso de despedida.
Así pasaban los días de Elías. Hasta que una noche, después de
tomar el camión en la Costanera, no la encontró en su cuarto. En su lugar halló
a otra que para nada se parecía a Elvira, pero que se llamaba como ella,
Elvira. No era casual, evidentemente, era una impostora. Corrió por todos los
cuartos, buscándola con agitación. Sin encontrarla, casi desalentado, se cruzó
con la mujer de la limpieza, la que proveía agua a los cuartos y que él ya
conocía. Le preguntó por Elvira, pero ella mirándolo con sorpresa después de
olerle el aliento para cerciorarse que no estaba borracho, le dijo que en los
diez años que trabajaba allí no conoció jamás a ninguna Elvira. Elías recordó
que nadie más que él sabía su verdadero nombre, y entonces, con los ojos
cubiertos de lágrimas, se echó a buscar a Elvira por las calles del mundo.
Llegaba a la oficina con la misma puntualidad, peinando
cuidadosamente sus cabellos, atento a lo que mandaran sus superiores. Así era
él, también en la casa, con Hortensia y los muchachos, llevándoles sus víveres,
contribuyendo con las cosas que necesitaban para espantar las urgencias, como decía ella. En realidad él solamente
pensaba en Elvira, la mujer que le había enseñado a ser hombre, la que lo
desnudaba con los ojos, esa. Cuando
su imagen se borraba en su pensamiento, él se detenía, allí donde estuviera,
para reconstruirla.
Un día, andando por las calles, buscándola en los paraderos, no
supo cómo describírsela a un vendedor de periódicos, los que se paseaban por la
ciudad, mirándolo todo. Es que cada vez que la había visto, Elvira usaba una
peluca o un peinado diferente y distintos maquillajes que cambiaban la forma de
sus cejas y su boca. Solamente sus ojos, sus profundos ojos negros eran siempre
los mismos, mirándole el pensamiento. Si tampoco su nombre era verdadero, no
sabía qué referencias dar. No tuvo más remedio que emprender una búsqueda
personal, agudizando al máximo su sentido de la observación. A veces le parecía
verla a lo lejos, de espaldas, llevando un niño de la mano, entre los cientos
de transeúntes de las calles principales, a las horas más concurridas, y la
alcanzaba, corriendo a toda velocidad, pidiendo permiso, atropellando, pidiendo
perdón, pero siempre terminaba disculpándose por el error.
Otra vez creyó verla agazapada en un camión de ejército,
detenida junto a trabajadores que protestaban. Recordando que habría reclamos
en el "Loco Amor", corrió
como un caballo desbocado hasta alcanzarla. Los soldados pararon el camión y lo
subieron a la fuerza. Arriba, él se acercó hasta la mujer y, otra vez
equivocado, le suplicó al oficial, él no era un despedido exigiendo su
reposición como los demás. Solamente en el cuartel lo dejaron ir, después de
mostrar el documento que le dieron en la Scooper. En otra ocasión, confundió a
Elvira con un hombre que paseaba abrazado de otro hombre, vestido de mujer. En
un arrebato de desilusión, aplastado por el chasco, decidió olvidarla para
siempre.
Comenzó a enamorar a sus vecinas, salía con ellas, las llevaba
al cine, tratando de conocerlas en la oscuridad. Incluso, seguro que ya era
tiempo, le propuso matrimonio a la hija de Julito, el de la tienda. Tenía un
empleo estable y como no veía a Elvira, sus ahorros se incrementaron, podía decirse
que era un joven con un futuro que muchos en El Dorado envidiarían. Los
preparativos para el matrimonio se iniciaron apresuradamente, y faltaba poco
para la boda que se celebraría en la casa de ella.
Pero todo se echó a perder, una tarde saliendo del trabajo,
Elías encontró en su camino a una niña que se había perdido y lloraba
amargamente llamando a su mamá. El le preguntó por su nombre y el de su mamá, y
como ella le contestó, sollozando, Elvira
Elvira, Elías palideció. En ese momento comprendió que no quería saber nada
con la hija de Julito. Después de consolarla comprándole maní confitado y
cancha, zapatos y un vestido, llevó a la niña de la mano hasta el local de la
policía, seguro que su madre aparecería en cualquier momento, y se pondría
contenta al encontrarlos felices a los dos. Esperó mucho en el local de la
policía. Al anochecer la madre apareció, y el corazón quiso salírsele por la
boca no sólo porque no era la Elvira que él quería ver, sino porque la mujer lo
miró con cólera y suspicacia, mientras le revisaba el calzón a su pequeña hija.
14
Después de ser elegido presidente de El Dorado, el ingeniero
Secada inició un plan de gobierno que tenía el propósito de acabar los reclamos
de la población, sin la crueldad establecida como método por los militares.
Pero fueron los mismos militares los encargados de aplicar el plan, y cambiaron
efectivamente su imagen sanguinaria regalando máquinas de escribir y víveres en
los barrios y aldeas pobres que rodeaban El Dorado, después que las tropas las
saquearan a medianoche, buscando agitadores. A veces el presidente llegaba
también, acompañado
de periodistas de radio y televisión, una comitiva de secretarios y
guardaespaldas armados hasta los dientes, junto a tanquetas artilladas que
bloqueaban la entrada a las pistas.
Tomadas
las previsiones, se anunciaban los regalos ruidosamente para que los vecinos
aplaudieran cuando los fotógrafos dispararan sus cámaras. Muchos aplaudían con
verdadero entusiasmo y recibían sus regalos obligados por la necesidad, nunca
habían visto un presidente ni una comitiva de ese tamaño, y estaban satisfechos
con la luz eléctrica y las cañerías
de agua potable que ya se conocían en casi todos los barrios de El Dorado,
incluso en la parte alta de La Candela, gracias al ingeniero Secada.
Con grandes ademanes, valiéndose de un altoparlante, el
ingeniero Secada decía que estaba sacando
al pueblo de la oscuridad para llevarlo a la luz del progreso, como ya lo
había hecho en los barrios residenciales. La luz eléctrica a lo largo de las
avenidas troncales uniría a los barrios hacia el norte y el sur, era el sueño
de toda la población porque reemplazaría para siempre los mecheros de kerosene
o gas, las velas y los lamparines, que todavía defendían El Dorado de las
tinieblas de la noche. Sin embargo, cuando los primeros focos del alumbrado
público se quemaron y nunca fueron repuestos, muchos pensaron que la luz de
luciérnagas encerradas en un pomo duraba más.
Los negociantes de aparatos eléctricos al crédito se
multiplicaron. Buena parte de la población estaba enlazada a las corrientes de
opinión que propiciaban la radio y la televisión. En las calles principales,
las tiendas vendían aparatos increíbles que llenaban las veredas de transeúntes
asombrados delante de sus vitrinas. Novedosas máquinas mataban a los chanchos
y, en un dos por tres, los convertían
en embutidos y, apretando un botón, en sanguches con cebolla. Máquinas para
cortar el pelo, para rizarlo, para afeitarse. Pero el ingeniero Secada sabía
que en la ciudad las máquinas más impresionantes -porque más se necesitaban-
eran los ómnibuses de transporte, los inmensos autos de dos pisos con una
chimenea que botaba humo transparente. Pronto las calles se llenaron de nuevos
ómnibuses, bautizados con nombres de santos varones o destacados representantes
del gobierno. A velocidad de carretas, entre el tráfico enredado discurrían
atestados de pasajeros, de pie o durmiendo en sus asientos, agarrados de sus
boletos.
El Dorado crecía sin esperanzas en el futuro. Frecuentemente,
los buses interprovinciales llegaban cargados de pasajeros que traían noticias
terribles del interior. Con un hambre intolerable, los campesinos más pobres
invadían las tierras prósperas de los terratenientes y las aledañas
de los centros mineros, donde además se apropiaban de dinamita. En los enfrentamientos
con la policía local hubieron decenas, cientos de muertos, de ambos lados. Los
periódicos ocultaban las noticias llenando sus páginas de horóscopos y
acertijos, concursos para ganarse refrigeradoras, grabadoras y televisores a
color. Sin embargo, en los boletines que publicaban los ingenieros de las compañías
mineras, reconociendo que la superproducción era un objetivo patriótico,
advertían que la ola de insurrección y saqueo que se gestaba en las alturas era
el suceso más grave de la historia de El Dorado.
En los círculos oficiales, desde el ingeniero Secada hasta el
empresario más desprevenido, todos estaban al tanto de la situación. Los
militares ya movilizaban tropas antisubversivas al interior del país.
Modernidad era la
palabra de moda. Había luz eléctrica, y los autos nuevos daban vueltas por las
desvencijadas calles del centro, hasta los barrios más pobres y las invasiones.
Modernidad era la palabra que justificaba los desalojos de los callejones
tugurizados para levantar en su lugar edificios de veinte pisos, con ascensores
automáticos, como lo exigía el pujante movimiento comercial. Las oficinas,
concentradas en puntos estratégicos de la ciudad, eran resguardadas por
soldados del ejército. “Modernidad”
decían los pequeños comerciantes cuando revolvían sus costumbres pueblerinas y
se cambiaban a la religión más exitosa, "La Iglesia de los Dioses de los
Ultimos Días" que recomendaba a sus feligreses invertir en negocios de
toda clase, por más turbios que fueran, siempre que colaboraran con el
sostenimiento del templo que, casualmente, dirigían comerciantes de éxito.
Modernidad, decía el amigo C., también quiere decir más hambre,
con los adelantos adornando las vitrinas del centro, como un biombo ocultando
la corrupción. Y abandonar las tradiciones más saludables arraigadas en el
pueblo, sus voces profundas, que desde cientos de años, le enseñaron a
reconocer lo correcto.
Las luces de neón en los avisos publicitarios ilusionaban a la
población con pollos de artificio, friéndose al contraste de la noche, y
después desapareciendo. “Como si se los
tragara el diablo”, decía la gente. La pavorosa desocupación, los bajos
sueldos obligaba a trabajar horas extras en empleos adicionales. "¿Porqué vivir en este valle
de lágrimas, trabajo forzado y muerte?", se preguntaban muchos. Otros,
entusiasmados por la llegada de la modernidad, seguros que trabajando más y
más, con la voluntad de todos y la ayuda de Dios, creían que llegaría el
destino que merecía El Dorado.
La muerte por enfermedad y desnutrición aumentaba día a día. A
la entrada de la ciudad, los cementerios clandestinos lucían sus cruces de
ramas secas sobre la tierra arenosa, ocultando a medias los cadáveres de niños,
de hombres y mujeres, enterrados en precarias bolsas de plástico. En la misma
orfandad de sus muertos, los familiares carecían de medios para comprarles un
ataud de madera, vestirlos de negro y enterrarlos en los camposantos de la
iglesia, como mandaba la ley. Los saqueadores de los cementerios clandestinos,
revolvían por las noches los cadáveres, y si tenían suerte, les encontraban
alguna sortija, o las curaciones metálicas de sus muelas que vendían por gramos
en el centro.
Nunca como en esos días, a Juan le sobrevenía una terrible
impaciencia. Nada lo revelaba más que oír a sencillos hombres y mujeres repetir
ciegamente los estribillos de las propagandas radiales y la televisión. Eran
arranques de un desencanto desmesurado que no podía contener. En los ómnibuses,
llenos de gente, la radio a todo volumen difundía canciones aparatosamente
sensuales. Mientras los niños subían a pedir limosnas o los obreros despedidos
vendían caramelos, él hubiera querido dirigirse a todos los pasajeros,
exigirles que no perdieran la cabeza y que observaran en rigor la vida que
vivían. Pero le faltaba aliento y debía bajar, seguro que esa lata de sardinas
y con ruedas viajaba hacia un incierto destino.
En cambio, Elías estaba convencido que uno podía procurarse una
felicidad personal en este mundo. La música estereofónica llegaba a sus oídos
por los auriculares que compró para escuchar la canción que le recordaba a
Elvira.
Mientras tanto, haciendo algunos ahorros, Hortensia se compró el
pañuelo de seda con que soñaba,
y tan pronto lo compró se lo puso. Tuvo una sensación extraña
cuando, regresando del mercado con su pañuelo al cuello, un hombre la miró con
insistencia y, sonriendo, le dijo un piropo. Hortensia regresó turbada y
confundida a su casa. Allí se lo contó a Elías, y fue peor.
-Es que eres bonita- le dijo, mirándola con unos ojos que nunca
le había visto.
-Déjate de disparates, Elías, y alcánzame la tabla de picar-
contestó ella, sobreponiéndose.
Decidió entrar a trabajar por horas en un taller de costura
abierto cerca de su casa, donde confeccionaban camisas, pantalones y faldas. Se
pondría fuerte con Juan si se oponía. Pero no hubo problemas y el trabajo le
cayó como anillo al dedo.
Y se olvidó del pañuelo, más que nada por los cambios que
presentía.
A las penumbras habituales, en casa de Camilo se añadían señales
extrañas. Su padre llegaba por las noches y se tiraba en la cama, arrojando sus
ojotas contra la pared, absorto en los libros que ocupaban su atención. Con tal
indiferencia, Hortensia temía hacerle alguna pregunta, y por la forma como se
conducía, a veces creía que andaba mal de la cabeza. Pero no mostraba
preocupación. Tanto tiempo sus cuerpos no se encontraban, que ni siquiera
llevaba la cuenta de sus reglas. Aunque una noche, borracho y torpe,
apretándola al filo del catre, sin esperar que ella se acomode, la penetró.
Juan estaba volviéndose un desconocido, y ella sabía que si le daba
importancia, restándosela a sus hijos, terminaría desconociéndose también.
En el horizonte de su pensamiento, con terca obstinación, Camilo
deseaba encontrarse otra vez con Lady y confesarle que pensaba en ella todas
las horas del día. Le disgustaba que su madre no se esforzara por hablar con su
padre, y que discutiera sólo con Elías los sucesos domésticos, aunque reconocía
que él llevó nuevos aires a su casa, la radio, la plancha y, después, la cocina
a gas de kerosene. ¿Acaso no era por él que tenían luz eléctrica? Sus hermanos
también lo reconocían. Pero cuando Elías conversaba animadamente con su madre,
y ella le daba órdenes al oído, o él hacía alarde de su cuenta en el banco con
los pantalones acampanados, sonriente con sus lentes ahumados, Camilo no quería
regresar a su casa.
Elías pensaba igual, pero al revés. No quería perderse en el
mundo de tentaciones que aparecía con el dinero en los bolsillos. “No es pecado ahorrar”, pensaba. Tenía
su libreta en el banco, y descontando los gastos que ocasionaban las
invitaciones que hacía a algunas vecinas, no le preocupaban ni la luz ni otros
pagos. Además, preocupado por sus ahorros, se le quitó la manía de preguntar
por Elvira en las calles.
Camilo
no tenía tanto dinero como Elías, pero el que conseguía con su trabajo, le
enseñaba que solamente sirve para comprar ilusiones. “Lo verdadero no tiene precio, se consigue con el corazón y el
pensamiento bien puesto”, pensaba, silabeando una vieja canción, allá él, allá él, allá él.
Había visto a algunos en el grifo, y también en el barrio,
desgañitarse por más y más plata. Pero en el clima de creciente violencia, el
que menos andaba armado. Los revólveres eran muy baratos en el mercado negro, y
los cuchillos se procuraban fácilmente. Un conocido formó una banda. En el
barrio todos lo sabían. Caminaban en grupo y armados, y seguramente les iba
bien en sus atracos, siempre andaban invitando a todo el mundo. Hasta que uno
cayó muerto, apedreado en la cabeza, por tratar de robarle a otro pobre.
Camilo quería trabajar honradamente, pensando en Lady.
Pensando en Lady, en su casa agujereó la pared de madera que
daba a la casa de ella, para no perderla de vista mientras distraído en sus tareas
escolares, ella salía a su puerta. El agujero fue creciendo y pudo colocarle un
pequeño espejo para verla en dos direcciones, si acaso iba a comprar o si
alguna amiga la buscaba. Pero el que salía siempre era Erick, el hermano
dientudo que lo miraba con cólera cuando se cruzaba con él. !Todo lo que
soportaba el pobre Camilo!, hasta se quedaba callado si Erick lo insultaba
tontamente. Algo tenía que sacrificar para seguir soñando con sus labios, con
sus manos suaves y pequeñas, con su cuerpo ondulado y ligero, pensaba.
Estaba enamorado. Y como decía la canción, quería ser su dueño. Cuando ella salía al colegio, un ómnibus la
recogía y la devolvía hasta su puerta. Otros alumnos viajaban con ella,
muchachos y muchachas que alborotaban por las ventanillas, arrojando papeles o
piedrecillas a los vecinos. “Ella viaja
adelante, sentadita y sin moverse,
¿pensando en mí?”, reía Camilo. Viéndola con su uniforme de colegiala,
abrazando sus cuadernos y con los cabellos atados con una cinta, Camilo
suspiraba.
Sin que ella lo supiera, al influjo de no sabe qué hechizo, una
vez corrió tras el auto. Cortó camino por el cerro, sin quitar la mirada del
asiento donde ella asomaba en la ventana, deslizando media sonrisa por un
costado de su rostro. El ensueño acabó de pronto cuando Erick, sacando el
cuerpo por la ventana, gritó:
-!Oye, oye! !No nos sigas, cojudo de mierda!...
Se detuvo bruscamente. ¿Qué había dicho? Sus
zapatos quedaron destrozados, pero más que nada se desgastaron sus sentimientos
porque, mientras se sacudía el polvo, pensó que de verdad ella nunca iba a
corresponderle con ese hermano, con esos padres, con esa casa, con ese ómnibus.
Ya casi terminada, la casa tenía dos pisos con un balcón, donde
nunca se le veía a Lady. Con la cabeza llena de canas, Camacho siempre tenía la
ropa limpia, pero los sábados él mismo lavaba el otro carro que compró, un auto
negro bien conservado, que cuidaba celosamente como si fuera una persona. La
madre pasaba de largo, sin detenerse a conversar con las vecinas, luciendo sus
zapatos de taco y su cinturón de moda en las caderas. En verano, Camacho empezó
a llevar a sus hijos y a todos los sobrinos a la playa. Con sus pelotas, sus
carpas y sus salvavidas, entraban apretados en el asiento de atrás mientras los
adultos iban adelante. A Camilo se le veía la tristeza en los ojos cuando Lady
y los muchachos salían alborozados subiendo al carro para tomar la pista que
llegaba al puerto.
Un día Perico le dijo a Camilo:
-El amor lo vuelve a uno maricón.
Camilo se molestó mucho. Maricones son los cobardes y los
hombres que no le gustan las mujeres, respondió. A él no sólo le gustaban,
además les escribía poemas.
Perico lanzó una carcajada. Era evidente que sus amigos no
tenían las mismas preocupaciones. ¿No trabajaban como él? Ya ni se veían,
aunque a veces los domingos salían a caminar o iban al cine de la avenida.
Junto a su hermano mayor, Pulga atendía el trabajo con las verduras. Perico
trabajaba como albañil, y lo buscaban para pintar paredes. Había crecido mucho,
pero siempre miraba por encima del hombro los problemas de los demás y les daba
soluciones crudas y directas. !Ese
Perico! Su padre vendía materiales de construcción y necesitando ayuda con
el cemento y los ladrillos, él decidió no ir más al colegio. Era humilde como
Camilo y Pulga, pero siempre parecía saberlo todo. Y aunque no les gustara a
muchos, Perico era el más resuelto y consciente.
A su lado, era fácil que
su asunto con Lady fuera pura tontería. Pulga no era tan terminante en sus
opiniones. Aunque en el fondo le parecía que eso de enamorarse y escribir
poemas era para idiotas. Apenado por los comentarios de sus amigos, aquella vez
recordando al Loco, casi sin darse cuenta, Camilo tomó el camino que conducía a
la pampa, como tanto tiempo atrás.
Ya no tenía el ánimo de hacer fogatas, como antes, a pesar que
los cerros de basura aumentaron notablemente. Sólo quería volver al chispoteo
de la candela, aunque sea en su memoria. Más abajo, en la parte más rocosa de
la pampa, donde las lagartijas y las iguanas tenían sus madrigueras, vio una
fogata encendida seguramente por los basureros o por los más pequeños que
siguieron las costumbres de los grandes. Se acercó, sus llamas rojas y azules
reverberaban con fuerza en medio del basural, iluminando el entorno. Pero
alguien más estaba allí. Al contraste de las sombras, al otro lado del humo,
vio dibujarse una silueta en cuclillas. Camilo rodeó la fogata tomando
distancia, después se acercó: era una figura conocida. Cuando se acercó más, la
silueta se incorporó y, alisándose el cabello grasiento, le dijo:
-Ah, eres tú, miserable.
Era el Loco. Fue difícil reconocerlo, había cambiado mucho,
tanto en el atuendo como en su rostro.
-Quería reparar esta batea- dijo señalando un recipiente de
plástico cerca de la fogata-, pueden darme algo por ella, pero ya no sirve,
está demasiado rota.
Y se alejó. Pocos pasos después se detuvo.
-Tú eres Camilo, ¿no?- le preguntó.
-Sí- contesto Camilo, todavía perplejo.
-Toma, te regalo- dijo él, después de meterse la mano al bolsillo.
Era el cuchillo. El cuchillo con mango de nácar que Camilo ya
conocía.
15
Las grandes chimeneas de las fábricas y de
las minas cercanas echaban un humo negro que se descargaba sobre la ciudad. El
viento del este estacionaba el humo en las faldas de los cerros, en los
declives aledaños a la ciudad, en las calles. Todo se llenaba de un tizne
grasoso que ensuciaba las rostros de los habitantes de El Dorado. La gente se
refería a él como "el humo moderno", y se preguntaban si los
problemas gástricos, las ganas constantes de escupir, las frecuentes intoxicaciones
de los niños,
¿no
tendrían relación con el humo?
La Asociación de Astrónomos Aficionados,
más de una vez emitió informes alarmantes acerca del grave riesgo epidémico que
acechaba a El Dorado, ya no sólo por el hacinamiento en los estrechos barrios
del centro y en las paupérrimas condiciones de vida de los más pobres, sino
también por efecto del colchón de gases desconocidos que flotaban en el cielo.
El oxígeno que se respiraba tenía contenidos extraños y mala calidad. Sin
embargo, a pesar del humo y de las condiciones de sobrexplotación que les
imponían a los trabajadores, las esperanzas de muchos estaban puestas en las
nuevas fábricas, en las minas.
Y al mismo tiempo, los hijos de los
trabajadores más antiguos, muchos jóvenes, recogiendo el eco de las tradiciones
colectivas que heredaron de sus padres, rememorando leyendas trasmitidas de
generación en generación, armados de la experiencia de los pueblos del mundo y
formándose en ciencias y filosofía, entendiéndolo todo como un constante
debate, comenzaban a definir posiciones frente a la realidad. Cada día eran
más. Eran los desempleados, los obreros más humildes, los campesinos pobres, y
a la cabeza los hombres de la Montaña. Se reunían en las
plazas, en los acantilados, discutían agitadamente, y eran generalmente
confundidos con las sectas religiosas.
Y cada día aumentaban los cultos nuevos.
Aparecían en las calles ruidosamente, con predicadores y profetas de todos los
aspectos. La religiosidad de las familias, el profundo deseo de unidad, las
conducía a los templos buscando palabras de aliento, una fe que explique el
destino, razones contra la decadencia. Los jóvenes conscientes criticaban la
gratuita confianza que sus padres daban a sus creencias, y se oponían
enérgicamente a que entregaran sus pobres salarios al mantenimiento de los
templos. "El
problema no está en el cielo", decían.
Y efectivamente, no fue casual que el
gobierno del ingeniero Secada terminara de construir la catedral y, reunido con
las cúpulas eclesiásticas y militares, prometiera el apoyo del Estado para
levantar más iglesias en los barrios humildes.
-Para que la doctrina llegue a todos por
igual y enriquezca la cuota de oración que garantiza un lugar en el paraíso-
dijo por la televisión.
En las campañas de evangelización el alto clero
participaba activamente, sin mezquinar una hostia, una misa al aire libre o el
reconocimiento de santos de dudosa reputación, como tantos que aparecieron en
el culto popular, con milagros fabulosos a orillas del río o proezas místicas
que testimoniaban sus seguidores apasionadamente. Valiéndose además de
bendiciones por correo y perdones tanto por cuanto, para los creyentes en desgracia, siempre que volvieran al
culto y apoyaran el sostenimiento del clero, la iglesia se las ingenió para
recuperar su antigua influencia. La
Iglesia de los Dioses de los Ultimos Días tuvo que actualizar su decálogo para
competir con una iglesia secular modernizada que le pisaba los hábitos,
dispuesta incluso a legalizar el pecado.
Mirando las iglesias, con sus bóvedas llenas
de gallinazos o sus gigantescas torres, y los estadios o las losas de cemento
construidas en los barrios, muchos, en el ensueño de la fe o la emoción por el
éxito deportivo, remojado en alcohol, pensaban que verdaderamente en El Dorado
quedaba la tierra prometida.
Una cadena de explosiones, más fuertes que
las que se escuchaban los años bisiestos por las tormentas tropicales, remeció
profundamente las montañas
y serranías de El Dorado. Como si estallara una montaña. Los hombres del campo
se levantaban en armas y declaraban la guerra al Estado que dirigía el
ingeniero Secada. Todo el mundo se enteró, pero del Departamento de Seguridad
del Estado salió la orden de restar importancia a la noticia, para no generar
expectativas ni comentarios en la población urbana. La noticia no se publicó ni
en la primera plana de los periódicos nuevos ni en alguna de los antiguos,
aunque en una revista de acontecimientos provincianos, al lado de estampas
costumbristas, aparecieron reseñados los primeros enfrentamientos, con su
nefasta secuela de muertos y heridos.
Aún cuando se quisieron ignorar los hechos,
éstos eran demasiado elocuentes y resonaron como truenos en la conciencia de
los trabajadores. No había base sindical que no comentara los sucesos, entre
amigos, o en las cantinas, a baja voz, los soplones apostados en todas partes
buscaban datos de células urbanas para venderlos a la policía o al ejército.
Las voces discretas fueron creciendo hasta convertirse en un sordo rumor.
Pronto el comentario, tenso y crispado, era el mismo: algo está pasando en El
Dorado, los pobres del campo se levantaron.
Elías podía considerarse muy afortunado.
Siguiendo su propio camino, había llegado a trabajar en la Scooper, aprender
varios oficios, tener algún dinero ahorrado y conocer todas las canciones de
moda. Un dolor, sin embargo, crecía en su espalda, a la altura de los
omóplatos. A veces no lo dejaba caminar de frente, como si tuviera alguna
vértebra dislocada. “No
es nada, al lado de tanto enfermo que se ve en las calles”, pensaba. Era su
sentido de la oportunidad, creía, el que le sirvió, a la hora de cumplir con el
trabajo que se acomodara mejor a sus deseos. Y hasta la fecha nada era mejor
que trabajar con la compañía,
es decir, modernidad de verdad, máquinas de todo tipo y sobre todo resultados
automáticos.
En el almacén ayudaba a descargar máquinas
increíbles, para contar dinero, para dar vuelto, pequeños bancos electrónicos,
computadoras y calculadoras de bolsillo. Sin mucho pensarlo, estaba en El
Dorado, y bien, sin problemas en medio de tanto malestar. Era sensible a los
problemas de los demás, principalmente en su casa, siempre colaboraba.
Una vez se cruzó con Juan en la calle, y se
saludaron. Juan deteniéndose brevemente le dijo “!ah, mi hermanito!”. Después le habló de los
grandes cambios que se anunciaban en El Dorado, de los importantes
acontecimientos que se aproximaban, de la urgente conciencia que exigían los
tiempos. Elías le dijo sí, claro, sabiendo que los murales de la Scooper no
decían nada de eso, solamente dijo sí si.
“Así es él”, le dijo Hortensia después.
Seco en su espíritu el recuerdo de Elvira,
buscando el milagro que transformara su vida, volvió a detenerse delante de los
predicadores. Con frecuencia escuchaba sus historias conmovedoras, enlazaban a
la perfección con las que escuchó en su lejano pueblo, en su escuelita rural.
Decidió participar en un curso superintensivo que unos monjes de blanco
dictaron en la plaza principal. Allí, desde los púlpitos ambulantes, a través
de parlantes, reclamaban a los transeúntes convertirse a sus dogmas como
respuesta a la indolencia del alto clero, que en complicidad con el gobierno
hacían de esta tierra un mundo de pecadores, con una felicidad fugaz y
pasajera. Recomendaban la lectura memoriosa de unos evangelios adaptados donde
establecían como únicos deberes el amor de unos a otros y la entrega del diezmo
de fe.
Llegaron a traer hasta El Dorado a su
predicador principal, el apóstol Kalito Lito. Elías fue a escucharlo, como
tantos, como miles, esperanzados en su verbo divino, en sus poderes curativos y
en los milagros que impresionaron a numerosos testigos y que convertían al
incrédulo en un hombre nuevo, aureado de una luminosidad azul que le abría las
puertas del éxito y de la salvación.
Cientos de inválidos llenaron el estadio
recientemente inaugurado y entregado a las Ligas Deportivas. Miles de hombres y
mujeres, convencidos de la magia que Dios entregó al santo varón, lo vieron
subir al tabladillo levantado en el centro de la cancha. El apóstol Kalito Lito
pronunció con acento extranjero oraciones que muchos ya conocían y que
repitieron llenos de fervor. Cuando pidió que se acercaran los enfermos, de
manera ordenada, en filas, Elías no dudó en ponerse a la cola para preguntarle
por su dolor en la espalda, que ya lo obligaba andar de costado.
Ya en la madrugada, le tocó su turno. El
apóstol lo miró, le pasó la mano por la espalda y le dijo:
-Usted está enamorado o lo están
enamorando, una de dos, pero enfermo no está.
Elías regresó a casa un tanto confundido.
No le pasaba la impresión de ver tanta gente en las colas, suplicando,
llorando, pidiendo milagros imposibles, y después, lo que le dijo Kalito Lito.
Enamorado de Elvira ya no estaba, eso era seguro, aunque pensando en los
milagros que prestigiaban al apóstol, su infinita capacidad de ver los residuos
de una emoción intensa en su corazón, decidió llevar en el pecho la cruz que
caracterizaba a los seguidores de Kalito Lito, vestir preferentemente de blanco
y dar sus votos de fidelidad a la secta.
Cuando lo vio Hortensia, contrito y lleno
de una fe sin más asidero que su credulidad y su deseo de solucionar
preocupaciones íntimas, teniendo resuelto el bolsillo, ella se rió de buena
gana.
-Hay un dicho, "a Dios rogando, y con el mazo dando"- le dijo-. Todo eso
es pura charlatanería, Elías.
Ciertamente, Dios vigilaba cada paso de los
hombres sobre la tierra, pero no creía que hubiera autorizado a alguno expresar
en su nombre los sagrados designios establecidos para el mundo, y menos para El
Dorado. “¿O sí?”
La verdad que tenía tantas dudas. También
ella estaba preguntándose por Dios, tenía que reconocerlo, sí. A veces le
parecía que se había olvidado de los hombres, o que estaba enfermo, como decía
el poeta. O quizá Dios era la canción de arrullo para adormecer a los
trabajadores, como dijo tontamente Juan, cuando la sorprendió poniéndole velas
al Señor de la Exaltación.
“Ese es un pecador, un diablo, en eso se está convirtiendo...” pensó. Lo
extrañaba, sí, pero ya no la salvaría de ninguna duda, aunque a veces pensaba
como él: ¿porqué salían las procesiones a las calles, se organizaban jornadas
de penitencia y los bautizos eran gratuitos cuando se convocaban elecciones de
autoridades, alcaldías y diputaciones?
-El diablo también usa sotana- dijo riendo.
-¿Tú crees?
-No sé qué pensar, Elías, discúlpame la
risa. Miramos tanto al cielo, la verdad no sé, pero ese Kalito Lito me parece
un falso.
-Tienes que verlo. No te imaginas la gente
que sana, con sólo poner su mano en el ojo tuerto para que vea, en la pierna
coja para que ande, en la...
Y se detuvo, mirándola a los ojos.
-Mira- agregó, sacándose la camisa- yo
tenía una curva aquí.
Hortensia observó su pecho desnudo y los hombros redondos.
No pudo contener una mezcla de curiosidad y de atracción. “Entonces le han hecho un
milagro”, pensó. Dejó la sartén donde freía huevos y se acercó, conteniéndose,
le pasó las manos por la nuca diciéndole suavemente por la espalda “eres un hombre bueno, Elías, pero
un poco ingenuo”. Y volvió a la cocina.
Elías sintió una brisa fresca que le
ventiló el corazón. Se abrochó la camisa. Los miles de seguidores de Kalito
Lito se redujeron a nada en su cabeza. Hortensia decía las cosas con tanta
seguridad. De todos modos, siguió asistiendo a las reuniones de su iglesia,
pero pronto comenzó a mirar las cosas con detenimiento. Verdaderamente, habían
cosas un poco turbias. La iglesia oficial estaba en conversaciones con la
Iglesia de los Dioses de los Ultimos Días, y ambas delegaron a Kalito Lito como
embajador ante las multitudes. Entonces Elías se preguntó ¿dónde
está la diferencia? Ella tenía razón, ella siempre tenía razón. Después de la
oscuridad tenebrosa y la secuela de angustia que le dejó Elvira, aún cuando
creía que Kalito Lito era un ser prodigioso, Elías veía en los ojos de
Hortensia la luminosidad suficiente para alumbrar su camino diario a la
Scooper.
Le gustaba su trabajo, estaba contento con
lo que le pagaban, no lo trataban mal, y sin embargo, pensaba que tanto tiempo
en El Dorado y después de conocer a tantas mujeres, solamente Elvira logró
penetrar en su corazón, aunque en realidad sólo confiara en Hortensia.
Caminando con las manos en los bolsillos,
por las calles de El Dorado, bajo el cielo gris de la ciudad, cruzando las
esquinas hediondas y los charcos llenos de zancudos, pensó que el dinero no era
nada sin amor y para llegar a él no necesitaba ni un apóstol ni una mala mujer.
La canción de moda recomendaba tener salud, dinero y amor, sino la vida no vale
nada, pensaba. La salud y el dinero se consiguen con trabajo, pero el amor, qué será, una pena en tu corazón.
Le habían pagado, tenía el sobre en el
fondo del bolsillo, intacto, sin abrirlo. Así se lo entregó a Hortensia.
-Guárdamelo- le dijo-. Si necesitas algo,
lo tomas, déjame un poco para los pasajes y para comprar fruta.
Hortensia lo miró apenada. Estaba tan solo.
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