“¿DE QUE SE RÍEN LOS CUERVOS?” capitulo 2


EDICIONES COLECTIVO VALLEJO
LIMA 2005

“¿DE QUE SE RÍEN LOS CUERVOS?”



Capítulo 2



     EL TÍO ABEL SE PUSO SERIO cuando me presentó a la muchacha.

     -Maggie, él es Raúl. Ocupará el cuarto del fondo. Ya hablé con Juanita.

     Ella me dio una mano delicada, y sonrió. Yo seguía sin saber quién era, quién era Juanita, y otros personajes por quienes preguntó el tío Abel.

     -Debo darme una ducha, y volver al trabajo.

     -¿Volver?- me escuché decir.

     -Sí, regreso al mediodía. Maggie es mi mujer, ella te va a indicar donde está el cuarto. Voy a llamar a Juanita para decirle que ya estás aquí.

     Yo había visto cientos de veces el diseño de la casa en las películas americanas, en la TV. La madera, el tapizón y el aire acondicionado que se respiraba adentro, le daban un aspecto acogedor. El silencio lo dominaba todo, el silencio que se percibía también a través de las ventanas, agitándose en el abundante follaje del bosque.

     Maggie me condujo hasta la puerta del cuarto que ocuparía. “!400 dólares¡”, volví a pensar. Alejándose por el corredor, Maggie dijo que me esperaban para desayunar, pero que debía apurarme. “Qué joven es”, pensé.

     Al entrar, encontré un cuarto completamente vacío, de paredes amarillas y una gran ventana por donde la luz se imponía. Puse mis bultos sobre el alfombrado, y di unos pasos reconociendo el pequeño espacio que me albergaría.

     No habían pasado ni diez minutos cuando el tío Abel abrió la puerta y me vio tendido en el suelo, apoyado en mis maletas, mirando las vigas que atravesaban el techo.

     -Me voy -dijo-. Regreso más tarde, no te preocupes, cualquier cosa que necesites o que quieras saber, pregúntale a Maggie.

     Y se fue. En los últimos treinta minutos, pero también desde que llegó a su casa, el tío Abel había envejecido algunos años. Pero no iba a detenerme a pensar en eso, y no se cuántas horas me quedé dormido sobre el alfombrado que tranquilamente hubiera admitido convertirse en mi colchón cotidiano, era realmente grueso, así que nunca escucharía los pasos de nadie anunciándose en el corredor.



     Cuando desperté eché una mirada por la ventana: las ardillas subían y bajaban traviesas por las cortezas de los árboles, hasta casi acercarse a mi ventana, mientras masticaban sus semillas. Más allá, podía ver la pista atravesada por los autos que pasaban raudamente hasta perderse en el bosque.

     Al salir del cuarto, encontré un aviso en la pared. “A la cocina”, decía. Más allá otro con una flecha. “Al baño“. Como me quedé dormido, supuse que Maggie había adoptado ese método, antes de volver a sus asuntos. En el corredor, bajando apresuradamente la escalera del segundo piso, un chino me saludó y dijo algo que no entendí. Más tarde sabría que el inglés de los coreanos era el más infame.

     -Hello, hello!- contesté, viéndolo pasar y perderse en el rectángulo que dibujaban las paredes. Poco después, escuché el motor y las ruedas de su auto peleando con las piedrecillas del estacionamiento. Después, volvió el silencio. Caminé hasta el final del corredor, crucé el cuarto que había entre el cuarto del tío Abel y el mío, tratando de adivinar lo que habría dentro. Recordé que el tío Abel dijo que volvería al mediodía, a lo mejor ya estaba durmiendo en su cuarto. Llegué hasta el living y me fijé en los diminutos adornos de cristal que decoraban los estantes, los muebles plastificados y con sábanas percudidas que llegaban hasta sus patas de león. El polvo cubría las dos aspiradoras que en un rincón esperaban arrumadas.

     En la cocina la estantería de madera sobresalía con su simetría anticuada. Me senté en una de las sillas de plástico que rodeaba la pequeña mesa. Sobre ella, había tazas y restos que evidenciaban su uso reciente. Me fijé bien, y el papel que descansaba sobre un plato estaba dirigido a mí.

     “Raúl: discúlpame, tuve que salir, no quise despertarte, sírvete lo que quieras de la gaveta primera de la izquierda, y lo que quieras del primer piso del refrigerador, nuestros cubiertos están también al lado izquierdo de la mesa del aparador, vuelvo a las cinco, Abel estará desde el mediodía, ¿qué vas a hacer hoy?, te recomiendo que descanses. Nos vemos. Ah, estamos muy contentos de tu llegada...”

     ¿Quién había dejado esa nota? No podía ser otra que Maggie. Sentí mucha calidez en sus palabras. Era una forma de darme la bienvenida. Así lo tomé, y me gustó el gesto porque en realidad aún yo no terminaba de llegar y no eran suficientes las palabras confiadas del tío Abel, seguro que a fin de mes podría pagar los cuatrocientos dólares que costaba mi cuarto. 

     Por la noche tuvimos una velada simpática en la cocina. A pedido del tío Abel, Maggie trajo de su cuarto una botella de vino tinto. Conversamos. La situación del Perú ocupaba el interés de muchos medios de comunicación de USA. Los Ramirez estaban al tanto de los acontecimientos: Fujimori se reelegiría otra vez en las próximas elecciones.

     El tío Abel no dudaba que Fujimori, a pesar de todo, era un buen presidente. “¿Acaso no le ha devuelto la paz al Perú?” dijo. En eso quería que estuviéramos de acuerdo. Pero justamente el tío viajó a USA antes que Fujimori llegara al poder, cuando el conflicto interno agitaba el país, y no se sabía qué pasaría en el futuro. Y, decía yo, había que estar en el Perú para palpar la realidad. El tío Abel llevaba la charla a la broma, y concluía risueño que estábamos en USA, que el Perú estaba muy lejos, y mejor miráramos el porvenir. Quizá tenía razón.

     -Además, ya vas a verlo tú mismo: más que un país, éste un sistema, ésta es la capital del sistema -dijo Maggie.

     El vino californiano que bebíamos alentó la charla.  Seguramente era verdad que la puntualidad, la eficacia de los servicios y las leyes podían cautivar a cualquier latino, y que hubiera trabajo para todos, claro. Maggie hablaba muy poco, aprobaba lo que decía el tío Abel.

     Pensé que por escrito era más expresiva. No hice ningún comentario, solamente la miré. Y el tío Abel comenzó a hablarle con inusitado afecto, como si se tratara de su hija. En realidad, ella era mucho más joven que él, pero era evidente que los Ramírez hacían buena pareja.

     El tío Abel recuperó el aspecto jovial que tenía cuando nos reencontramos. Nos contó de sus años de éxito en el Perú, y cómo a pesar del buen sueldo que ganaba, decidió venir a USA. Contó sus proezas como agente vendedor en una empresa muy conocida, las veces que había sido premiado, y las anécdotas innumerables que recordaba de ese periodo. “¿No es cierto, Maggie?”

     Me llamó la atención la elocuencia del tío Abel como el silencio de Maggie. Ella trabajaba eventualmente como secretaria en la oficina de un abogado latino y le gustaba su trabajo por los intervalos de descanso, aunque en ellos no ganaba nada. El tío Abel le había conseguido el trabajo porque era considerado entre muchos latinos como una persona respetable. Había visto el progreso de muchos peruanos y latinos que comenzaron como él en un cuartito de alquiler, y que ahora tenían sus casas, sus autos, sus ahorros, sus negocios.

     Más tarde, mientras Maggie salió por un momento, el tío Abel me contó en dos palabras que este era su tercer compromiso en USA, que prefirió dejar su casa propia a la mujer con que había vivido antes, era preferible antes de exponerse a las leyes americanas:

     -En este país el amor es un contrato - dijo.

     Maggie no tenía ningún problema en vivir con él en ese cuartito. Y me estaba diciendo que ella no tenía cerebro, o algo así, cuando Maggie volvió, y él cambió de tema bruscamente, y me habló de los otros inquilinos que vivían en la casa. En el cuarto situado entre el de ellos y el mío, vivía Davy, un americano, el inquilino más antiguo en la casa, trabajaba en un colegio, conduciendo uno de esos ómnibuses amarillos -bus school- desde las siete de la mañana. Por la tarde se encerraba en su cuarto y casi nunca se le veía, salvo los sábados cuando bajaba al sótano a lavar ropa. Algo quiso decirme Maggie sobre Davy, pero el tío Abel la interrumpió para decir que los ruidos que a veces salían de su cuarto eran propios de un hombre solo.

     -Arriba, vive un coreano, y un negro americano.

     -Abajo, la Señora -dijo Maggie.



     Juanita era la dueña de la casa. Estaba casada con George, un norteamericano que en los 70 junto con otros jóvenes rebeldes habían remecido la opinión pública con sus protestas contra la intervención USA en Vietnam. Durante mi estadía en la casa, solamente lo vería tres o cuatro veces, siempre manipulando listones de madera, carretas cargadas de cemento o arreglando su auto, embutido en un overol muy sucio, siempre con un tarro de cerveza en la mano. Con Juanita, formaban una extrañísima pareja, él un gringo blanco y muy alto, y ella una peruana morena y bastante pequeña. Además, estaba la madre de Juanita, la Señora, peruana de origen quechua, que llegó muy joven a USA, con sus dos hijas y hablando poco castellano y menos inglés.

     En realidad Juanita era a medias la dueña de la casa. En Estados Unidos, con buen crédito, la clase media -que constituye una gran mayoría- puede acceder a la propiedad de una casa, si se compromete a pagarla puntualmente, en plazos de 10, 20, o 30 años. La casa ya tenía su larga historia cuando fue comprada por el marido de la Señora, un norteamericano que no tuvo hijos con ella y que murió de un infarto fulminante un crudo invierno, diez años después de la boda. De modo que las hijas heredaron la deuda y debían terminar de pagarla. Pronto, la hija menor se fue de la casa, enamorada hasta el seso de un violinista cubano, y Juanita fue la única que trabajó y trabajó, hasta que pagó la casa. En veinte años de convivencia, Juanita y su madre tenían una enconada rivalidad por el control de la casa, hasta que aquella decidió irse a vivir con George, y contra la opinión de la madre, puso un aviso en el Washington Post para alquilar la casa por cuartos, y arrimó al sótano todas las cosas de su madre.

     Por eso me advirtieron que en lo posible no me acercara al sótano, y menos si no pagaba los 400 dólares pues todavía era un inquilino precario. Aunque el tío Abel aseguraba que no debía preocuparme porque él ya había hablado con Juanita y recomendaba que si la Señora me decía algo, le contestara respetuosamente y siguiera mi camino. Todavía no la conocía y ya me la representaba como si fuera el ogro del que dependía mi éxito en Estados Unidos.

     -Toma -dijo el tío Abel con un billete de 100 dólares en la mano-. Para los papeles; ya me pagarás después. Mañana Maggie te lleva a Washington.

     Maggie lo miró sorprendida, pero no dijo nada.

    

     Al día siguiente me levanté algo tarde. No había podido dormir pensando en los nuevos personajes de mi vida. Una extraña paz invadía el bosque y, asomándose otra vez por la ventanas, vi que también envolvía todas las casas. Esa desolación no me alcanzaba, yo contaba con el apoyo del tío Abel y de su joven mujer, tenía por lo menos un cuarto donde dormir y algunos muebles algo desvencijados que saqué de una pequeña cabaña construida fuera de la casa.

     No había nadie en casa. ¿Qué habría pasado con la oferta de ir a Washington? Yendo hasta la estación del metro, se llegaba a través de él en una hora, o poco menos. Todo queda lejos en Virginia, sin un auto que atraviese la enrevesada red de autopistas y lo conecte a las zonas urbanas no se resuelven las grandes distancias que hay entre un lugar y otro. Todas las casas tienen estacionamiento, y en la que empecé a vivir, solamente yo y la Señora no teníamos un auto estacionado en la puerta.



     La curiosidad me llevó hasta la escalera del sótano. Por el silencio que reinaba allí, estaba seguro que no había nadie, o que la Señora estaba en su cuarto, todavía durmiendo. Bajé cuidadosamente peldaño tras peldaño, sintiendo mis pasos ahogados en el alfombrado. Una pequeña lámpara en forma de muñeca se encendió en el descanso de la escalera, me asusté, pensé que me habían descubierto, pero era un dispositivo electrónico que se había activado al pasar delante de él. Seguí bajando, vi una gran cantidad de muebles arrumados unos encima de otros, aparadores, un ropero portátil, adornos, más lámparas, llamas y osos de peluche en el ambiente cargado del olor inconfundible desaliento que deja el tiempo estacionado. Pero lo que creí una almohada sobre un mueble era la espalda combada de la Señora. Volteó con dificultad y me miró cuando aún yo no terminaba de descender la escalera.

     -¿Qué quiere?- me dijo.

     -Disculpe, sólo miraba.

     -¡Váyase de aquí! No lo queremos en esta casa- replicó, sin soltar el teléfono celular que tenía en una mano.

     Era muy anciana, hablaba con dificultad y sin moverse. A pesar del colorete en sus mejillas, reconocí en sus rasgos a una mujer de la sierra peruana, de mirada andina, profunda y cargada de energía, solamente que no le quedaba bien la ropa que tenía encima y no había razón para que me echara de la casa. Pensé que a lo mejor no sabía que yo era su nuevo huesped.

     -Mi nombre es Raúl, y estoy viviendo aquí desde ayer.

     -Juana no tiene ningún derecho a admitir extraños en mi casa. Váyase, váyase de aquí.

     Sus poco amigables palabras me hicieron recordar la advertencia del tío Abel; por eso le pedí disculpas por la molestia, y me despedí rápidamente. En el descanso, otra vez la muñeca encendió su luz. Salí buscando la puerta de la calle.



     Decidí recorrer las calles aledañas. Las casas de Burque, así se llamaba la zona, estaban dispersas en medio del bosque, con una buena distancia entre una y otra. El cemento de las veredas y de las pistas era la señal más citadina, aunque fueran los autos, raudos, de motores silentes, los que más se imponían en este aspecto. Era raro ver un auto viejo, como a los que estaba acostumbrado en mi país. Los choferes respetaban escrupulosamente las señales del tránsito, aunque no hubiera gente en las calles, y el conjunto de casas flanqueadas por exuberantes ramajes de pinos y abetos era muy agradable a la vista.

     Las calles eran posesión casi absoluta de las ardillas que subían y bajaban a hurtadillas de los árboles, deslizándose entre las ramas, apareciendo y desapareciendo en el enmaderado de los patios traseros. ¿Dónde estaba la gente? A esa hora todo el mundo trabajaba, y las casas brillaban bajo el tibio sol de los primeros días primaverales.

     Quizá en algunas casas, las babysister latinas cuidaban niños, perros, gatos, silenciosamente. El tio Abel me había comentado que la faena comienza temprano, y termina a las cuatro o cinco. A esas horas los autos salen de sus estacionamientos, las pistas se llenan de filas interminables de máquinas, todos vuelven a sus casas, es el final de la faena y los adornos de flores artificiales que se cuelgan en las puertas dejan de ser una decoración fantasmagórica.



     Me preguntaba cuántas vueltas ya había dado entre tanto follaje y veredas circulares, cuando se detuvo a mi lado un antiguo pero bien conservado auto deportivo. No reconocí a la mujer que manejaba, llevaba unos lentes oscuros y el viento revolvía sus cabellos.

     -¡Hola! ¿Qué haces acá? -dijo con voz amable.

     -¡Ah, hola, eres tú!... No te reconocí. Salí a conocer un poco.

     -Pero estás lejos de la casa, te vas a perder.

     -Está todo fríamente calculado- le dije a Maggie, sonriendo, pasando de la sorpresa al gusto de encontrarla y poder charlar, aunque evidentemente la casualidad nos dio el encuentro. La habían llamado de urgencia del trabajo y tuvo que atender un asunto desde temprano. Si quieres, me dijo, podíamos ir ahora mismo a Washington. La idea de ir a la capital en ese momento me encendió de entusiasmo.

     -Pero no traje los dólares conmigo.

     -Te presto, luego me devuelves.

     -Okey, let’s go! 



     Juro que fue el deseo de conocer la capital de USA lo que me instaló en el auto de Maggie, y no un trato con traficantes de documentos falsificados.

     El mustang arrancó. Adentro, respiré el mismo aire acondicionado de las casas y los ascensores. Ese aire químico era preferido al que venía de la frondosidad del bosque. Llegamos a una gran autopista, los carteles electrónicos anunciaban próximas entradas o salidas. Mc Donald y Burger King nos salían al paso, como altas torres emergiendo de la arboleda.

      

     Maggie tenía poco más de treinta años. Pero la noche anterior me había parecido contemporánea al tío Abel, por su silencio, por su obediencia y un pesar que oscurecía su mirada. Con los lentes, el pelo suelto, los jeans apretados y unos aretes de azulejos que titilaban en sus orejas, parecía otra y debo confesar que me incomodé cuando, a toda velocidad por la autopista, con el filo de una media sonrisa, me preguntó:

     -¿Te quedarás en USA?

     -No se. Si vuelve a ganar Fujimori, no quiero regresar. Pronto serán las elecciones.

     -Ya se sabe que va a ganar. Así fue la vez anterior. Otra vez, el fraude.

     -Sí, sí, y la costumbre al fraude, a la mentira, y las condiciones actuales donde todo el mundo anda encerrado en su concha de caracol.

     -Dice Abel que tú debes haber estado de acuerdo con la guerrilla.

     -¿Qué? -pegué un salto. Yo no había estado con la guerrilla, como no había estado en contra. Trabajaba en un instituto tecnológico, me dedicaba a mis clases como aplicado profesor, a mis teorías, mientras afuera los bombardeos y enfrentamientos del pueblo más humilde y el ejército de las fuerzas armadas teñían de sangre las calles y el alma de los peruanos.

     -Así dice Abel.

     -No sé porqué. Quizá para él, todos los que se quedaban en el Perú eran guerrilleros. Si no recuerdo mal, esa guerra se perdió.

     -La guerra, pero no la revolución.

     Cuando Maggie dijo eso, mi teoría sobre los rostros se vino abajo. Todos tenemos muchos rostros, de hecho hace un tiempo me dediqué a hacer máscaras de arcilla y creía que a las personas se les ve de una manera de perfil, y de otra de frente, y hay ángulos y momentos en los que miramos como si fuéramos otros. En medio de estas apariencias, siempre llamaba mi atención el rostro de las mujeres, sus perfiles extraños. Cuando la comunicación no requiere precisiones y los encuentros fortuitos o repetidos dan origen a las coincidencias, acaso entonces aparecen las grandes decisiones. Por eso creo que si una mujer tiene un pensamiento exacto y una buena apariencia, en primer lugar me quedo abobado, y luego entiendo que estoy caminando en una zona de peligro.

     -Me gustaría ir a España- dije-. No se a qué. A vagabundear, supongo. Y claro, conocer aquí, un poco. Trabajar para reunir el pasaje. 

     -A lo mejor te gustan los dólares. Y te quedas.

     -No creo.

     -Aquí hay trabajo, mucho trabajo, es un país enorme, e industrializado por los cuatro costados, eso lo hace frío y mecánico, y necesita mano de obra. Y la mano de obra más abundante es la de los latinos, te va a sorprender la cantidad de latinos que viven aquí.

     Y mientras devorábamos con el auto kilómetros y kilómetros, escuchando un grupo rockero que ejecutaba su música electrónica y vociferaba en un inglés incomprensible, Maggie me contó que tenía ya mucho tiempo en USA, mucho tiempo, que algunos años después de acabar el colegio iba y venía con su visa de turista, hasta que decidió quedarse y ahora era una ilegal. Tenía poco tiempo casada con Abel, hablaba inglés a la perfección y, a pesar de las distancias, estaba al tanto de todo lo que pasaba en Perú. Sabía que durante los años que vivía en USA, justamente se había desencadenado en el país una violenta guerra, con muchos muertos y desaparecidos, y que Fujimori había vencido esa guerra, pero que pronto se convirtió en un despreciable tirano.

     Pero siempre había pensado que esa guerra se perdería, porque los políticos del Perú “son capaces de hipotecarse al diablo, antes de ceder el poder”.

     -Adivina quién es el diablo más poderoso del mundo, agregó.

     Era de ascendencia italiana y tenía un origen social alto, pero el negocio de panadería que mantenía a su familia se vino abajo a causa de las leyes adversas a la producción nacional que Fujimori promulgó. De modo que, como tanta gente, como sus hermanos mayores que vivían aquí desde antes, y como tantos de sus familiares, acompañando a su madre llegó para visitar a uno de sus hermanos, pero a la hora de regresar, a pesar que nada le atraía de USA, se vio obligada a decidir, y decidió quedarse. La madre, sin parar de llorar porque su última hija se separaba de ella, regresó sola al Perú. Y ahora no sabe cuánto tiempo hace que no la veía, porque “el tiempo no te da tregua y no se puede mirar atrás”.

     Sin embargo, a través del teléfono tenía una comunicación constante con sus padres, por cartas y encomiendas. En USA hay un mercado prolijo de encomendarías y encomenderos que vendían al peso un poquito de Perú, los discos de moda, los chocolates más conocidos, el periódico de ayer y por cinco dólares tarjetas para comunicarse con el rincón más apartado del Perú por unas horas y, estar en casa, sin estar allí, mirándolo todo de lejos, pero siempre mirándolo.

     -Vámonos a España- dijo de pronto.

     -¿Qué dices?

     -...Nada, tonto, es una broma. Debo asustarte un poco, ¿no? En este país todos estamos locos. Todos tenemos que cumplir con el crédito, con las leyes, con los impuestos, y hay que trabajar y trabajar. Aquí se le paga a la gente por hora, cuánto rindes por hora, tanto te pagan, de modo que la gente trabaja todo el día. Es el estilo norteamericano, to work and to work and to work, time is money, I pay cash.

     Maggie tenía el rostro encendido, pero mientras hablaba, manejaba con la mayor naturalidad. Tenía permiso de conducir desde los quince años, y recordó su último verano en Perú atravesando las calles de Barranco, con el auto de su padre, lleno de muchachas, con unos tragos encima y uno que otro cigarrito, lanzando sus frescas carcajadas a la brisa marina. Pero era diferente manejar en USA. Aunque la licencia de conducir es documento personal importante, las leyes de tránsito eran tan inflexibles que uno podía terminar en la cárcel por pasarse la luz roja, ni hablar de unos tragos encima, especialmente en este Estado, podías terminar deportado. “Es el Estado del poder, nada menos. Es el área de mando de la potencia mundial más importante del planeta, mal que queramos”.

     -Si fallas en la autopista, te mandan al psiquiatra, y después de pagar las multas, tienes que ir a clases de reintegración social, donde debes golpearte el pecho porque con esta máquina de cuatro ruedas, pudiste matar a un ciudadano americano por tu mala cabeza.

     -No está del todo mal. En el Perú, hay más muertos por accidentes de tráfico que por la guerra interna.

     -Bah, la muerte es la muerte.

     -No creo. Hasta tu muerte puede tener significado.

     -Raúl, estás en USA, aquí nada tiene significado, salvo el dinero que tienes en la cuenta bancaria. Es todo tan frío, tan premeditado para el flujo comercial, todo corre con el dinero, con la velocidad de las compras y las ventas, todo tiene precio, y no hay ningún espacio para nada que no sea el trabajo y el dinero.

     -¿Tanto?

     -Si por lo menos, me pagaran mejor. Porque así como se gana se gasta. Me gustaría trabajar en algo más interesante que en un despacho atiborrado de papeles, sellos y telerañas jurídicas: quisiera trabajar como traductora, ese es mi sueño. Abel se ríe, y tiene razón, no hago nada para intentarlo.

     Había amargura en sus palabras, cambié de tema, preguntándole por los edificios que asomaban en el horizonte del bosque. Pronto estuvimos en medio de una urbe de bloques gigantescos de cemento, vidrio y madera, puentes circulares de dos o tres pisos, y avisos luminosos enormes o residencias antiguas con leones de mármol cuidando puertas solitarias adornadas de flores. “¿Washington?” pregunté. Maggie dijo no, es Arligton. Me entusiasmó volver a encontrarme con ese nombre. Yo había llegado a alguna de sus esquinas, en alguna el tío Abel me había recogido, así se lo conté, y me confió que ella se había opuesto a que llegara a su casa.

     No le pregunté porqué, ni se lo preguntaría si volviera a ocurrirme lo mismo en mil años. Como mi palabra no cuenta, tú ya estas aquí-dijo. Y sonrió. 

     -Vamos al estacionamiento. La verdad que no me atrevo a manejar en Washington, los guardias son muy estrictos.

     ¿Eran las once, las doce, cuando entramos a la estación del metro? Las tres escaleras eléctricas estaban llenas de gente que descendía, como al otro lado, otras tres que subían. ¿Eran hombres? ¿Eran mujeres? Parecían de cera, no se movían, solamente descendían o subían, inmutables, sin mirarse, ensimismados. 

     En el metro de Washington hay estaciones aéreas y estaciones subterráneas, y algunas a nivel de las calles. Franconia Sprinfield Station era la última estación del metro en dirección sureste a Washington, un torreón de 100 metros de altura donde cada cinco minutos los vagones cargaban sus pasajeros, y en poco más de 30 minutos llegaban a la capital del mundo, como dijo una voz por el parlante, dándonos la bienvenida y deseándonos en inglés buen viaje. Maggie deslizó unos billetes en las ranuras de una máquina que le devolvió dos tickets y unas monedas. Una lectora electrónica nos dio acceso al corredor donde nos esperaba con las puertas abiertas uno de los quince vagones.

     Adentro, otra vez, fue el aire acondicionado lo primero que respiramos. Y la gente, claro, su silencio. Tuvimos que sentarnos en asientos separados, aunque yo hubiera preferido seguir charlando. Otra vez vi el prodigioso paisaje de arboledas salvajes y eventuales edificios, factorías, centros de educación, el horizonte de un bosque gigantesco, al otro lado estaba Washington. Algunos pasajeros eran latinos, otros negros, blancos americanos, paquistaníes, vietnamitas, coreanos, abstraídos todos en sus pensamientos, en sus papeles, en sus calculadoras, en sus agendas electrónicas. Reparé que el vagón estaba lleno de gente de todos los colores, y quizá de diversos idiomas, por sus procedencias y la evidencia de sus vestuarios impecables.

     Mientras yo miraba el ancho río desplazándose en el horizonte, de pronto el metro descendió vertiginosamente hacia un túnel profundo. Tragué saliva, estaba viajando en una montaña rusa que no tenía cuándo terminar. Las luces ni titilaron, lo único que cambió en el interior del vagón fue Maggie que se sentó a mi lado.

     -Es un túnel bajo el río Potomac- me dijo, menos crispada que yo.

     -¡Maravilla tecnológica, mujer!, y ¿a qué hora acaba?

     -Enseguida, tonto, enseguida.

     Estaba divertida con mi espanto. Largos minutos después, el metro recuperó su posición horizontal, lentamente, subiendo otra vez a la superficie. Ella estaba muerta de risa.

     -¡Es el metro de Washington, hombre!

     Reí, también yo era un extranjero provinciano, ajeno a un mundo donde las máquinas estaban en todo, máquinas de diversos tipos y automatismos. Bajamos en un punto del enorme subterráneo, y tomamos una conexión. Pronto estuvimos en la Columbia Station. En el hall de esta concurrida estación la gente se cruzaba en todas las direcciones, más escaleras eléctricas bajaban y subían, y en los corredores, planos y carteles luminosos indicaban las diversas líneas del metro, los horarios, los afiches de recomendación ciudadana, mientras un grupo de jazz rompía el silencio en esta vida subterránea, y el olor del desinfectante que los obreros latinos dejaron en sus jornadas de limpieza nocturna se sentía en el ambiente.

     -Te espero aquí -dijo Maggie-, enseñándome una hilera de máquinas de change, de cambio, de dólares de 100 en 50, de 50 en 20, de 20 en 1 y de uno en tantos centavos.

     -¡Qué! ¿No vienes conmigo?

     -Te indicaré cómo llegar, es muy fácil, además ¿a qué le temes?

     Con el valor que la muchacha estaba sembrando en mi corazón, volví a mirar a la gente. Efectivamente, ¿a qué? Le pregunté, con algo de miedo pero sonriendo, si no me estaba enviando al Bronxs de Washington, donde se decía, como en todos los barrios negros de USA, practicaban un racismo de venganza contra todos los otros colores de la gente.

     -No, hombre, este es el barrio latino.

     -Pero ¿porqué no puedes venir conmigo?- le dije serio.

     Me miró en silencio. Y más seria que yo dijo:

     -Ya te dije que soy ilegal.

     -¿Y?

     -Si hay una batida por aquí, me mandan esta misma noche al Perú.

     Esta era la zona del trafico de documentos y la policía siempre rondaba y eventualmente hacían el alarde de espectaculares batidas. En realidad, se hacen los desentendidos para facilitar los movimientos de los latinos. Después de todo, el correaje necesita brazos. Entonces, debía ir solo con mi alma. Atravesar calles desconocidas, eran cinco, vuelta a la izquierda y dar con Colon Square, un pequeño parque.



     Subí por la enorme escalera eléctrica que a través de un túnel casi vertical que me condujo a la luz del día, junto a gente que otra vez bajaba y subía. Allí me hice una pregunta descabellada. Qué pasaría si me pierdo en la enorme ciudad. Bueno, llamar por teléfono, pero sería todo un lío hasta que me encuentren. ¿Y si Maggie me había traído justamente para eso? ¿No me había confesado que mi llegada a su casa no era de su agrado? Sabía que podía llegar a eso y a mucho más.

     No debía dudar de la actitud sencilla y juvenil de Maggie. Así que di los primeros pasos hacia esas calles extrañas, armado de algo que bien mirado podía considerarse valor. Mi destino era la Columbia Road, y esperar que alguien se me acercara y me ofreciera documentos falsos. “No puedes equivocarte, el tráfico es moneda corriente”, me había asegurado Maggie. No demoraría más de una o dos horas, me esperaría en el metro, junto a la máquina del change.

     Caminé las cinco calles, cruzándome con todo tipo de personajes. Era evidente que esta era zona de latinos, los letreros de las tiendas estaban en inglés y en español, además el ambiente característico de una población similar a las nuestras se sentía en las angostas calles de caserones antiguos. ¿Esto era Washington? Era uno de sus barrios, el latino. Y no eran sólo los negocios, o los rostros y el idioma, sino la manera de caminar de la gente que se cruzaba conmigo en las veredas, su inconfundible andar, la música de sus cuerpos.



     Efectivamente había una placita. Después de esperar que el torrente de autos se detuviera, crucé la pista, mirando con recelo los cambios del semáforo. Me senté en la primera banca que vi vacía y por primera vez en USA me di cuenta que no habían perros callejeros. Encendí un cigarrillo y, no pasaron ni dos minutos cuando alguien se puso a mi lado y preguntó:

     -¿Qué hay, brother?.

     -Qué tal.

     -Qué quieres, tengo Social Segurity, Green Cart, pasaportes, hierva, algo de coca y crack.

     Era un hombre joven, con un vibidí azul, y una enorme cadena de oro colgándole del cuello. Tenía un acento centroamericano, y por los ralos bigotes que alisaba sobre su boca pensé que era mexicano.

     -Habla- me dijo.

     -Nada, los papeles de trabajo.

     -Ah, acabadito de llegar, ¿no? ¿De dónde, brother? Pareces argentino, por tu acento.

     -Soy peruano.

     -¡Ah, peruano!, mis respetos, hombre, eres de esa tierra rebelde... ¿Cómo se llama ese que dirigió la guerrilla?

     Callé, lo miré, preferí no decir nada.

     -No se a quién te refieres.

     -A ese, no recuerdo su nombre. En Honduras, hace años se hablaba que en el Perú había una revolución a muerte. ¿Qué pasó? Yo vine aquí con mi padre que es refugiado político, y él siempre decía: “!bravos los peruanos!”

     Dándole un golpe de confianza en el hombro, le dije que necesitaba los documentos ahora mismo, cuánto me iba a cobrar y cuánto demoraría.

     -Hombre, tratándose de un peruano, ciento cincuenta dólares, nada más.

     -Solamente tengo cien.

     -Vengan los cien. Dame una foto y en dos horas te convierto en ciudadano americano.

     -Primero los documentos, después los dólares. No pago nada por adelantado. Toma la foto.

     -¡Ese es mi rico Perú! Okey, te voy a hacer una Social Segurity y una Green Card, enmicada, igualita a la verídica. Regreso a este punto en dos horas exactas. Preferible es que no te quedes aquí, a veces hay redadas, la policía, tú sabes.

     Y se perdió entre la gente que trajinaba la acera.



     Decidí caminar, escudriñar las calles, la gente apurada que cruzaba las esquinas. No quería perderme entre esas avenidas extrañas, y no me quedó otra que caminar resueltamente en línea recta hacia el horizonte que anunciaba una plaza más grande, con un monumento o algo parecido. Podía regresar al metro y reunirme con Maggie, pero ella no quería acompañarme en mi excursión por el barrio latino de Washington.

     Salas de baile, de salsa, de jazz, de tango, restaurantes y negocios de comida caracterizaban la avenida llena de avisos comerciales. Miraba las vitrinas, los precios y las guapas mujeres que se asomaban en todos los negocios, los transeúntes murmurando sus idiomas, muchachas con el pelo en punta o pintado de azul. Entre latinos teñidos de rubio y negros anaranjados fue pasando el tiempo. Me sentí caminando en medio de una escenografía móvil, con colores muy vivos, es cierto, pero me preguntaba cuánto tiempo viviría esta estación, con los personajes alrededor de los que de pronto giraba mi vida. ¿Y qué me esperaría después de tener los benditos documentos?

     El hondureño cumplió con su palabra y a la hora establecida cruzó la pista y nos encontramos en la placita donde yo lo esperaba desde hacía cinco minutos. Me pareció que estaba un poco amoscado, pensé que traía alguna mala noticia. Pero, discretamente, en un diminuto sobre amarillo me dio los papeles. Les di una fugaz mirada y distinguí un par de carnets enmicados. Como nunca había visto los originales, lo mismo daba si los veía con detenimiento. Le entregué el dinero, y nos despedimos

     -Bienvenido al cautiverio -me dijo, alzando una mano.



     Después de caminar las calles de retorno a la estación del metro, encontré a Maggie en el lugar indicado. Le conté rápidamente todo, le mostré el sobre y lo abrió para ver los documentos. Me fijé en sus manos mientras los miraba, no me hubiera importado que dijera que eran demasiado falsos, porque la verdad que el paso siguiente todavía era un movimiento desconocido para mi.

     -Están buenos- dijo.

     Pasamos otra vez por las máquinas de control, enseñamos a la lectora electrónica los mismos billetes que usamos para venir y caminamos apresuradamente al vagón que estaba partiendo. Ya instalados en los asientos, Maggie soltó una carcajada. No entendí el motivo, y se lo pregunté.

     -Abel se muere si sabe que hemos venido aquí. Es la zona más peligrosa de Washington. En esta zona se reportan toda clase de crímenes. Con todos los años que tiene aquí, Abel nunca ha venido.

     -No me parecen calles tan peligrosas. Bueno, he visto alguna gente hablando a voz en cuello, pero así somos los latinos ¿no?

     -Los latinos son los más trabajadores en Estados Unidos, pero también los más ilegales, por eso son sospechosos de todo.

     -Sí, pero mira- le dije riendo y enseñándole mis papeles- soy un ciudadano americano, un poco falsificado, pero ciudadano al fin.

     Volvimos al mustang que nos esperaba en el estacionamiento. Ella manejó en silencio. Miraba el paisaje a través de la ventana, cuando reconocí las pistas aledañas a la casa, y pensé que el paso siguiente era conversar con el tío Abel, no podía olvidar que una deuda pendía sobre mi.

     -¿Puedes hacerme un favor?- preguntó Maggie.

     -Claro, cuál.

     -No le digas a Abel que hemos venido a Washington.

     -Pero ¿no fue eso lo que propuso anoche?

     -No, me dijo que te dijera cómo llegar.

     -Bueno, inventaré una historia.

     -Mejor no le digas nada. Nada. Esta tarde nunca ocurrió, ¿entiendes?

     No supe qué contestarle. Balbuceé que estaba de acuerdo, okey, okey.

     -Estamos cerca. ¿Te ubicas desde aquí?

     -Sí, creo que sí.

     -Entonces, baja del auto, y llega más tarde. Abel debe estar en casa.

  

    








ENTREVISTA DE ROLAND FORGUES A ALBERTO MEGO


La entrevista contenida en este libro fue hecha hace muchos años, y ahora reeditada. Sí pues, casi treinta años atrás, en otro siglo, en otro milenio, y vuelvo a leer mis opiniones de ese momento, debo reconocerlas como mías, aunque no volvería a repetir algunos criterios expresados allí que revelan mi ingenuidad política y/o mi petulancia en el arte. Creo que entonces, como aún ahora, pretendía ser exacto, y ese es un cuento. Los hechos posteriores me acercan a mis propias contradicciones, y me doy a ellas, sabiendo que el único tiempo es el que tenemos delante, y a pesar de todo, debemos dar el paso que nos convierte en seres activos, dispuestos a la experiencia, aunque ésta suponga errores, y principalmente al porvenir. Pero en la medida que también hay aquí aspectos positivos, pongo a consideración de los lectores estas opiniones de noviembre de 1984.




ENTREVISTA DE ROLAND FORGUES 
ALBERTO MEGO

(Lima, noviembre de 1984)












                                           MÁS ALLÁ DEL ESPEJO




Llegado al teatro por los años setenta, Alberto Mego escribirá sus principales obras teatrales, La ceremonia, La cordura, Patria o muerte, en 1973, marcadas por una fuerte preocupación social y política. Si La ceremonia expresa el drama del hambre y la miseria, traduce también el espíritu de resistencia contra la opresión: “Todos los días –dice la mujer encarcelada por haber matado a su hijo, al que no podía alimentar- voy al muelle y mato a mi hijo, y así será no hasta que se cumplan los veinte años de prisión a los que me condenaron, no hasta que el Ministerio de Justicia se compadezca y me conmute la pena, no hasta que usted, señor  Prefecto, abra sus orejas y escuche, abra sus ojos y vea, sino hasta el día en que el hambre de todos los hambrientos se convierta en furia, y esta furia en calma y esta calma en paz”.

Este espíritu de resistencia se expresa de manera todavía más explícita en La cordura. Pues si, como dice en su largo monólogo el personaje, “entre la pena y la gloria, dígame usted, hombre culto, quien va pa´allá… ¡Nadie sabe!”, ¿qué más puede hacer sino rebelarse? “Corrí con ella por las calles, dije libertad, dije basta, miseria muerta, propiedad muerta. Sofía libre, todo el mundo libre, corriendo-riendo-yendo, sacándole la lengua a los que no se resignan: no podían permitirlo…”.  Y el héroe concluirá: “Pero estamos hartos de vivir en la oscuridad, escuchando cabizbajos la voz imperiosa de los que gobiernan la injusticia. Estamos hartos de vivir en la oscuridad”.

En Patria o muerte, obra compuesta a partir de un discurso de Fidel Castro, el rumbo político y comprometido que Alberto Mego le da a su teatro se acentúa hasta llegar, en Inkarrí  y ¡Ushananjampi! (1975), a una reflexión sobre la situación de las comunidades indígenas del Perú y sobre la historia colonial en su aspecto a la vez cultural y social. Así  dice el  Anciano de Inkarrí, por ejemplo: “Abandonados de Inkarrí, de Pizarro engañados. Mi corazón se duele y quiere gritar. Acabaré de morir si esta noche no viene a buscarme una estrella”.
A veces, el autor se interroga, como hace en Identikit (1975) por la boca del Guardían, sobre la tragedia del hombre: “No quiero comprender cómo es verdadero el odio y la venganza, la vida un holocausto y el hombre pobre víctima de instintos animales”, como si ya empezara a vacilar su fe en el hombre y en su posibilidad de construir su destino.
Esto parece confirmado por las obras siguientes: Adios, señor Perez (1977), Adios, compañeros (1978), La última (1978) y, en parte, por La obra debe continuar (1977-1979), que corresponden a un periodo histórico de profunda frustración política e ideológica que el escritor definirá así: “Después de los años 75, en el Perú se inicia un periodo especialmente contradictorio: la marcha atrás. A los efectos de la recesión mundial, se agrega la cobardía para definir el carácter de la revolución militar, el endeudamiento, la crisis. Y aquí no pasó nada… frase nacional que acude a la capacidad de olvido y cicatrizamiento. Por enésima vez, los ídolos fueron echados abajo, los principios destruidos, los proyectos interrumpidos, mucha gente despedida. A los más jóvenes estos acontecimientos nos desconcertaron profundamente. Morales Bermudez, rápidamente dio los lineamientos de su gestión presidencial, procurando un sistemático desmontaje de la obra anterior para facilitar el triunfal retorno de una democracia representativa, cuya soberbia e intolerancia conoceríamos más tarde, cuando ya a nadie se le ocurriría proponer con entereza un proyecto nacional  y más bien, en los sectores progresistas, pobremente, la defensa del  pasado, de los logros reformistas que tanto se habían criticado”.
Sin embargo, la obra teatral de Alberto Mego apunta en su conjunto a la transformación de la sociedad. De aquí que el autor haya optado desde un comienzo por escribir piezas breves que hunden sus raíces en la realidad concreta; de aquí que se haya lanzado también a una verdadera renovación del  teatro para niños, dejando de lado los viejos estériles tópicos y moldes de las historias infantiles tradicionales, y procurando despertar la prodigiosa imaginación de los niños a partir de la cotidianidad.

En el prólogo de tu obra teatral publicada por las ediciones Homero Teatro de Grillos afirmas que ya a los dieciséis años eras un tímido poeta y, sobretodo, un espectador asiduo al teatro. ¿Cuándo y cómo nació esa afición tuya a la poesía y al arte dramático?
En esta parte del mundo –en lo que llevo de habitante, y ya son treinta años- no estamos seguros dónde comienza la poesía y dónde comienza la realidad. Este es un gran defecto y, si se mira de otro lado, una gran cualidad, que nos compete a los latinoamericanos, o quizá en general, a quienes la irradiación del capitalismo no alcanzó  a cubrir en forma total. En lo que a mí respecta, nunca me ha gustado repetir la experiencia, después de agotarla, he buscado dónde calar con la conciencia que de ella resulta. A pesar de que la repetición es una institución venerada no solamente en el plano de lo político sino también en el plano de la cotidianidad, pronto abandoné la fuerza embriagadora de lo poético. El teatro vino en mi ayuda. El teatro que aparece cuando las formas no pueden ser más, cuando se repiten impunemente, entonces, uno se da cuenta que más allá del espejo, difícilmente puede haber una realidad más cruda, y al mismo tiempo, más firme.

¿Qué papel desempeñaron en esa dedicación a la creación literaria y artística tu medio familiar primero y, luego, el medio escolar y universitario?
Bueno, las familias nunca se proponen hacer de sus hijos escritores o artistas. Eso viene con las cóleras o las paciencias. De esas mezclas soy producto inevitable. En mi caso, por parte de padre, soy hijo de un guerrero desocupado, entrenado contra el viento y las frustraciones metropolitanas, por parte de madre, soy hijo de una dama urbana, con sus correspondientes miedos y dignidades. Esta herencia, se procesa con mayor fuerza en los colegios de las grandes ciudades, y ya depende de cada cual si se le valora o desprecia.

¿Cómo realizaste tu formación teatral que, si mi información es exacta, empezó por la práctica de la actuación y de la dirección, antes de verse completada por el trabajo de creación?
No, primero fue la creación de una obra de teatro. Ya he explicado en el libro que motiva esta entrevista, que mi acceso al teatro se debió a la casual representación de una obra mía, con el auspicio de una institución teatral, la Mesa de Teatro, a la que pertenecía. Ver mi trabajo escenificado significó para mí una revuelta del espíritu, pues si se mira con detenimiento, para el joven que yo era, algo había de significar la poesía que escribía para algunos lectores-amigos y el teatro que empezaba a escribir para espectadores-desconocidos, era como si me hubieran volteado al revés. Después vinieron los estudios académicos y universitarios, la actuación y la dirección que enriqueció esa primera intuición teatral que experimenté al ver mi trabajo escenificado.

¿Cuándo empezaste a escribir teatro exactamente y en qué condiciones surgieron tus primeras piezas?
Después de esa primera y casual representación de  mi obra, me olvidé de los poemas y cuentos que ocasionalmente escribía. Mi pasión por el teatro empezó a desarrollarse de una manera descomunal: leía mucho teatro, las acciones de la gente me parecían muy teatrales, iba al teatro. Aunque esa pasión me permitió recuperar una antigua capacidad de observación, a veces esas mezclas me confundían y ofuscaban. Quizá por eso, durante un largo periodo, mis primeros trabajos fueron escritos bajo un estado semi hipnótico, que más bien caracteriza a los poetas; una especie de catarsis para expresar aquello de la realidad que nos conmueve, nos molesta o nos compensa.

Al mismo tiempo que hacías estudios de actuación en la Escuela Nacional de Arte Dramático, asistías en San Marcos a clases de sociología, primero, y luego de antropología.  ¿Te  han servido de algo las propuestas de estas ciencias humanas en tu propio quehacer teatral?
Feliz e inevitablemente, las Ciencias Sociales, como el arte y la cultura –a través de invisibles túneles y recovecos- en este continente van de la mano. No creo que una corresponda a la otra en forma total, ambas tienen lenguajes muy distintos, pero indudablemente se complementan y se nutren mutuamente. En esta parte del mundo, los límites apenas comienzan a ser demarcados. Sin embargo, creo personalmente, que en sí mismos el arte como la ciencia son universos del conocimiento, con métodos absolutamente diferentes que concurren a un mismo objetivo: devolvernos la conciencia perdida.

Parece que todas las nuevas generaciones de la gente de teatro en el Perú fueron irremediablemente marcadas por el teatro de Brecht. ¿Te ha servido de guía a ti también la teoría teatral de Brecht?
Indudablemente, Brecht, como Shakespeare o los clásicos griegos y latinos, poseen un peso específico en el teatro universitario, y por diferenciación, en la búsqueda de una expresión teatral nacional. Esto mismo ocurre en las Ciencias Sociales, con Marx, la filosofía clásica y la cadena de aportes al análisis de la realidad objetiva. Sin embargo, personalmente creo que Brecht se explica mejor en su obra, como no puede ser de otro modo, es el fiel reflejo de un teatro alemán, de un teatro europeo cuya idiosincrasia está muy lejos de nosotros, a pesar del esfuerzo de los medios de comunicación y de una educación occidentalizada. A excepción de las grandes urbes, Latinoamérica es silencio; es una gran oscuridad que corresponde más a los clásicos de la Antigüedad, donde los conflictos en discusión son los fundamentales: dios o el diablo, vivir o morir, tal es el estado al que ha sido postrado este continente. Entonces, a veces, Brecht resulta un exceso más de esas urbes, una gracia de intelectuales para un público que ya no va a ver teatro, teatro vivo, sino a  Brecht, el alemán de la posguerra, la pieza de museo.

Ya sé que consideras a Augusto Boal y a Atahuallpa del Cioppo un poco como a dos renovadores del  teatro. ¿Qué te han aportado sus ideas a ti, personalmente?
No he querido decir que Del Cioppo o Boal sean “renovadores del teatro”.  Para nosotros, la “renovación” se confunde con la depuración, y ese es un paso muy importante. Nuestro sustrato teatral, ese ímpetu estético, debido al estrangulamiento de nuestra cultura, desde ese remoto momento ha sido asediado por occidente, como un terco vendedor que acosa a su cliente y este termina vestido de todos los colores, con audífonos en las orejas, con un chicle en la boca, con un reloj de lucecitas en el brazo, y sin saber qué hacer con su cuerpo y su horizonte. La importancia de Del Cioppo y Boal reside en su rebeldía ante la repetición, ante el acondicionamiento. Invocando la memoria de los pueblos, a través de sus obras, terminan recordándole al público, a los actores, que el teatro no es una estampilla, sino más bien un hecho vivo, un ojo avizor que devuelve con otros colores las imágenes que consume.

En el prólogo de tu libro de teatro La obra debe continuar, te refieres brevemente a las discrepancias que surgieron entre la gente de La Mesa de Teatro, a la cual pertenecías, cuando el gobierno militar de Velasco Alvarado prohibió que se representaran El líder de Jorge Tanillama y El derecho de los asesinos de Áureo Sotelo, por “atentar a la seguridad del Estado”, y concluyes diciendo que el único que perdió fuiste tú. ¿Por qué? ¿Podrías hablarme del ambiente que reinaba en la Mesa de Teatro en aquel entonces?
La revolución militar que encabezó Velasco Alvarado desde el año 68 al 75, si bien realizó muchos  aportes en varios planos, fue al mismo tiempo una revolución muy pintoresca, muy llena de contradicciones. Si bien esta revolución tiene una explicación histórica, es también la voluntariosa decisión de un hombre y de un séquito de valientes, seguidos un poco más allá por los burócratas, los oportunistas, los ayayeros que fueron socavando las ideas primigenias y que finalmente lo arruinaron. Pero en aquel entonces había una atmósfera respirable, la gente podía pensar en cultura y cómo no si el gobierno invertía altísimas cantidades de dinero para promoverla. Sin embargo, su naturaleza de revolución pacífica le había impedido arrojar a las viejas autoridades reaccionarias de la cultura, y dos obras teatrales, que de ninguna manera merecían censura alguna –y menos en medio de una revolución- obtuvieron un veto que quebró la institución a la que yo pertenecía. Entonces, yo era muy joven y no podía dejar de desconcertarme este suceso. Lo cierto es que las obras censuradas fueron estrenadas en el teatro principal, precedidas de un gran cartel donde el gobierno recuperaba terreno mostrándose abierto a las críticas, y era auspiciador de una libertad de expresión que, en realidad, estaba lejos de propiciar.

Ya que estamos hablando de la época de Velasco, también escribes en el mismo prólogo que el descubrimiento de la realidad nacional que hiciste viajando al norte del país te llevó a repensar en los propósitos de ese gobierno, que hasta entonces considerabas como “democrático-burgués”, a tal punto que poco tiempo después decidiste entrar “como voluntario al área cultural de la regional de Lima del Sistema Nacional de Apoyo a la Movilización Social (SINAMOS). ¿En qué condiciones exactamente se produjo esta nueva actitud tuya respecto al gobierno de Velasco y cómo la explicas concretamente?
Mi generación llega a la razón política en un momento de profundo cuestionamiento al sistema, al deficiente orden social que ha amparado la vida republicana del país. La revolución cubana vertebró la rebeldía de los más jóvenes con un ideal transformador, después vinieron las guerrillas del 65, los movimientos populistas de América Latina, el Che. En esta perspectiva, los militares peruanos intentaron una revolución “civilizada” lo que considero su mejor logro, el gobierno de los militares realizó una crítica radical al pasado, y en el plano ideológico “reeducó” a una generación y, a favor o en contra, todos gravitamos alrededor del concepto “revolución”. En ese momento, después de reconocer el grado de miseria y abandono moral y material en que vivía y sigue viviendo gran parte del Perú, para mí se trataba de optar por lo concreto, abandonando las posibilidades de alcanzar una revolución como la prescribían los teóricos del marxismo, aquellos que ahora lo representan desde el parlamento, y aún cuando los hechos posteriores demostraron que aquella había sido una ilusión más, la historia política del Perú no podrá negar el lugar que corresponde a aquella época.

He observado que había en tus obras que aparecen después de la substitución de Velasco Alvarado por Morales Bermudez, como ocurre por ejemplo con Adios, señor Perez (1977), Adios, compañeros (1978), La última (1978) y, en parte también, en La obra debe continuar (1977-1979), una especie de desilusión, una suerte de desesperación y de escepticismo que, de alguna manera parece desmentir el optimismo matizado de tus primeras obras. ¿Hay alguna relación entre el contenido de estas piezas y la situación histórica de la época en que las escribiste?
Difícilmente, un escritor que se aprecie de honrado, por lo menos, respecto a sí mismo, puede alejarse demasiado del medio que lo acoge, de las circunstancias políticas que permiten su desarrollo o lo impiden en una sociedad determinada. En ese sentido, creo que siempre se es autobiográfico, dada esta inevitable refracción social que se refleja en la producción personal, sea cualquiera la forma de expresión del individuo. Lógicamente, para aquellos que habíamos participado activamente del plan político y cultural de la revolución militar, sabíamos qué significaba esa substitución: era el fin del proyecto, era el retorno a la democracia representativa, era el estallido de la pompa. Y este cambio se reflejó en los actos de todos los peruanos de entonces, tal había sido su influencia y supongo que también mis trabajos experimentaron un cambio, se tiñeron de escepticismo, de fe ahogada. Sin embargo, como parece que los seres humanos definitivamente crecemos hacia arriba, en una búsqueda desesperada del sol, nunca se sabe a la larga cuánto del error significa experiencia.

¿Suscribes tú la opinión, más bien negativa, de los intelectuales, que emite el Coordinador, justamente en Adios, señor Perez, cuando sostiene que “solo sirven para pensar” y “esa naturaleza los conduce siempre al error o a la duda”?
Ante todo, quisiera decir que, para mí, una obra publicada es una especie de descargo, de irresponsabilidad inevitable, ya no podré hacer nada por ella; habla por sí misma. Con sus limitaciones y posibilidades, está en manos de un probable director que inteligentemente levante la estructura dramática que le propongo y, de acuerdo a su rediseño, acomode e incluso modifique las paredes compactas, aparentemente, de los personajes y de la temática en general. Los directores tienen muchas cartas bajo la manga, ese es su papel en relación con una obra de teatro. Por esta razón, no siempre podría suscribir la opinión de mis personajes, aunque sí del conjunto. En este caso, puedo referirme a esa actitud “pensativa” y “ecléctica” de algunos intelectuales latinoamericanos, explicándola de una  manera muy simple: hay que considerar que vivimos en un país con una altísimo grado de analfabetismo, quebrado geográfica y culturalmente, donde casi podría decirse que el conocimiento es privativo de las clases altas y medias, que numéricamente son muy pocos. Ante este cuadro, muchos hombres de la cultura optan por refugiarse en los vericuetos técnicos de sus especialidades, ejerciendo influencias teóricas a partir de determinados niveles, en clanes de eruditos que los protegen de la contaminación. Es decir, huyendo del enemigo que les corresponde como hombres de la cultura en el Perú, esto es, la ignorancia. En este sentido, tengo que aceptar que Adios, señor Perez trasunta una opinión negativa de esta clase de intelectuales.

En cambio, una obra como Identikit (1975) me parece cruzada por varias advertencias, como por ejemplo: “Los partidos levantan la pobreza del pueblo para usarla de bandera”, o esta otra: “Se acabó el tiempo de los dueños…” pronunciadas por el Propietario I, la primera, y por el Abogado la segunda, que recuerdan indudablemente las propuestas ideológicas desarrolladas en los discursos de Velasco. ¿Se trata de algo deliberado de tu parte o tan solo de influencias exteriores inconscientes?
Creo que una propuesta ideológica progresista, para usar un término amplio, no es exclusiva de nadie en particular. La crítica a los partidos en sociedades de democracia representativa, así como la crítica a la propiedad de los medios de producción, especialmente en sociedades como la nuestra, son inherentes a cualquier plan de transformación social. Personalmente, yo suscribo estos principios e inevitablemente se confunden con aquellos que se proponían en ese tiempo, aunque ello nada más fuera en el plano ideológico, pues por todos es conocido que el gobierno de Velasco no aplicó radicalmente sus enunciados. Además, quisiera agregar que mi simpatía política con el régimen de entonces no significaba, en modo alguno, convertirme en su vocero teatral. En consecuencia, Identikit es una obra de innegable carácter político, pero de ningún modo velasquista.

¿Qué te impulsó a darle a tu teatro, en especial a tus primeras obras como La ceremonia, La cordura, Patria o muerte o Inkarrí y ¡Ushananjampi!, ese corte eminentemente social y político que tienen?
Por un lado tengo que reconocer que se debe a la atmósfera social que se respiraba entonces. Lo político estaba a la orden del día y la discusión era intensa a su alrededor. Todos nos sentíamos en la necesidad de encontrar enfoques globalizadores de la realidad. Somos un pueblo, en extremo, subjetivo y en esas circunstancias nos fuimos al otro lado, a la ciencia. Lo científico fue un principio constante, elevado a veces con exceso a la condición de supraverdad y sus métodos comprometían incluso el trabajo artístico. Había una especialidad universitaria que se puso de moda. ¿Quién no era sociólogo en ese entonces? Susceptible fácilmente de las influencias del momento y a causa de mi extrema juventud, agregado mi interés en su contenido, yo mismo estudié Sociología, contra la simpatía de mis padres, que no veían nada constante y sonante en ella. Después me trasladaría a la Antropología, harto de los esquemas y las fórmulas que reducían al hombre a cuatro trazos, pero la diferencia no fue muy notable. Por otro lado, también es cierto que ha influido una formación política que traigo sembrada desde el hogar, y que origina y explica mis vocaciones más profundas.

Patria o muerte es una obra, como señalas, que presenta textos, estructuras y desplazamientos, adaptados sobre el discurso de Fidel Castro del 4 de febrero de 1962 en La Habana. ¿Qué motivó la elección de este discurso para componer una obra teatral?
¿Has escuchado hablar a Fidel Castro? Después de escuchar una grabación que tuve en mis manos, traté de teatralizar el calor y la fe vehemente que sus palabras expresaban con tanta emoción. No sé si lo logré, pero sigo creyendo que Fidel, además de otros valores que ya son competencia de la historia, es un gran orador.

Asímismo, ¡Ushananjampi! es una pieza que relata los sucesos ocurridos en Huayanay, una comunidad campesina del Perú, en setiembre de 1974, donde los comuneros reunidos dieron muerte al asesino del pueblo, César Matías Escobar de la Cruz, porque las autoridades no cumplían con su función de justicia. ¿Qué te sedujo en esa acción de la comunidad para escenificarlo?
Bueno, este hecho de valor histórico, justamente sucedido durante la revolución militar, puso en el tapete la evidencia de que este es un país ambiguo, quebrado en su raíz. No solamente las autoridades judiciales, nombradas desde Lima no cumplían con sus funciones, sino también la tradición de ese otro lado nacional se había abstenido de hacerlo. Entre estas dos justicias que coexisten en el Perú, en un momento dado, en el momento de ajusticiar a un asesino, se impuso la fuerza milenaria de la tradición.

En Inkarrí estás mezclando el mito con la historia a través de Inkarrí y de Pizarro que, según dices, se enfrentan en una coreografía de rasgos folklóricos y describen el cataclismo cultural que significó esa acción. Finalmente, es Pizarro quien vence y le arranca la cabeza a Inkarrí en señal de victoria. ¿Cómo ves tú el problema cultural en el Perú, simbolizado por la lucha entre Pizarro e Inkarrí?
Desgraciadamente, Occidente-Pizarro no ha logrado extenderse no ha querido extenderse en las comarcas de Perú-Inkarrí. Su extrema mezquindad le ha impedido incorporarse a la cultura nativa, de allí que exista aislado, en medio del espacio nacional, en sus ciudades, algunas reconocibles, gracias a una antena que la comunica con el universo, a pesar de que la mayoría de sus habitantes pueden seguir siendo analfabetos e ignorantes de lo que puede estar pasando más de los cerros. Esta no integración, este resquebrajamiento en flor, mucho tiempo después, ahora, se muestra descarnado y sangrante ante la gran sorpresa mundial. En esto, yo creo que no hay ninguna novedad: es preciso que Inkarrí reclame su cabeza, ya que no han sabido qué hacer con ella.

En Adios, compañeros nos presentas la discusión, en un aula universitaria, de cuatro estudiantes de Antropología. ¿Qué tiene que ver esta pieza con tu propia experiencia de estudiante de Antropología y, de modo general, crees que tus vivencias personales son perceptibles en tu obra teatral?
Si mal no recuerdo, esta breve pieza me sirvió para exorcizar mi fe en la universidad. Creo que después de escribirla dejé de tomar en serio esa institución que, entre los hambrientos y desocupados del país, se ha tornado en la promesa salvadora de miles de jóvenes que todos los años se desgarran por ingresar a este templo del saber, que muy pronto se vuelve el refugio de la impunidad. Es evidente pues, que a veces la biografía se impone.

En un comienzo dirigiste el grupo de teatro El Martillo. ¿Cómo trabajabas con tus compañeros y cuáles fueron las primeras obras que montaron?
El Martillo era básicamente un grupo de teatro itinerante en la ciudad. Representábamos exclusivamente obras de autores peruanos que ofrecíamos en los distintos barrios de la capital, ante obreros, amas de casa, estudiantes. La dirección estaba a mi cargo y los actores nunca fueron los mismos en las sucesivas obras que representamos: eran aficionados, estudiantes con otras ocupaciones paralelas. Sin embargo, llegamos a realizar obras de Áureo Sotelo, Jorge Tanillama, Hernando Cortés, Juan Rivera Saavedra.  A veces invitábamos al autor a participar en el montaje, otras veces esto no era posible, pero siempre establecimos una relación de respeto con el autor de la obra, con lo cual quiero decir que, para mí, en el teatro las cosas deben estar en su sitio.

Asimismo, con el grupo teatral Yan Ken Po, te lanzaste al teatro para niños. ¿Qué te atrajo hacia ese tipo de teatro y cómo aprecias los resultados conseguidos?
Del teatro para niños, me atrajeron sus posibilidades de libertad creativa, de imaginación y de juego con los elementos convencionales del teatro. Este interés creció notablemente después de concurrir a las obras que se ofrecían a los niños. Sinceramente, nos pareció absurdo que a los niños se les cuente historias escritas hace tantos años y sin un mínimo de esfuerzo creativo, y siempre con esa melcocha moralista que más que recrear, supongo que los embrutece. Así, comenzamos a crear diversos cuentos que interpretábamos con actores y títeres, por lo general historias que tenían la realidad como punto de partida y la cotidianidad como marco de lo imaginario. Por supuesto, no había zorras, ni lobos, ni chanchitos. Y en el contexto de un trabajo orientador, en última instancia educativo, obtuvimos satisfactorios resultados, y sobre todo, la conciencia de que la infancia puede ser también un estado del ánimo en cualquier edad.

¿Estás de acuerdo con García-Julio, uno de los actores-personajes de La obra debe continuar, cuando dice: “Es que hay que darle al público lo que el público quiere, y el público a veces quiere ver sus frustraciones escenificadas, y los que no las tienen, nunca está demás alimentar el espíritu con un poco de morbo: no todos tenemos una cerradura al alcance del ojo”?


Insisto en que no suscribo todo lo que dicen mis personajes, a pesar de que el conjunto me pertenece, en intencionalidad y propósito. El personaje mencionado dice eso ironizando, resignándose por un instante a cederlo todo, a ser un títere en la escena, solamente para lograr un aplauso esterilizante del público.

El mismo personaje agrega: “Vengo creyendo en el teatro desde que sé que un hombre puede abandonar su forma miserable para transformarse en otro, en dos, en tres, en un ángel, en un diablo” y concluye: “Me estafaron. Prefiero ser un hombre simplemente”. ¿Ya no crees, como tu personaje, en el poder de transformación del teatro? ¿Cuál es o debería ser, para ti, la función más importante del teatro?

Yo creo que en esta parte del mundo el papel que deben cumplir las formas de la lectura debe ser el de ampliar la conciencia del lector, del espectador, del consumidor, del hombre común que no conoce nada sobre Stanislawsky, o Brecht o Grotowsky, pero que tiene un corazón, una sensibilidad y también un cerebro cuyas funciones debe aprender a dominar. El teatro puede contribuir en este trabajo, puede desencadenar interrogantes que acaso solo tengan respuesta en la observación de la vida, en la reflexión de la historia personal y social. Para ello, es preciso que el teatro sea un arte disciplinado, que sea capaz de convocar voluntades y omitir exhibicionismos. Por supuesto que esto está ligado a una conciencia organizada de la vida, a un propósito. De lo contrario, el arte teatral se convierte en un inútil pasatiempo.

¿Es por eso que en el desenlace de la pieza se dice que, pase lo que pase, la obra debe continuar?
Sí, pase lo que pase, la obra debe continuar. Esta es una consigna que aprendí entre bambalinas, cuando se ha caído un bastidor o la pata de una mesa se ha roto o un tacho se ha caído en la cabeza de un espectador y la carcajada es general, cuando uno no sabe dónde meterse y quiere que la tierra se lo trague con todo y zapatos, y es preciso reconocer que estamos hechos de pequeñeces, que acaso sumadas a lo largo de los años, y sobre todo en su efecto, resulten una grandeza que permita que no seamos como toros ciegos golpeándose contra las paredes del corral. Y debe continuar para los sobrevivientes, para los niños del futuro, para los dignos habitantes del próximo milenio, para los que merezcan el calor del sol.

Has cultivado preferentemente el teatro breve, ¿por qué?
No es así, exactamente. He cultivado, como dices, el teatro en general. He hecho de todo un poco. Cierto que mi labor literaria ha merecido algunos premios y menciones, es la parte que, digamos, trasciende. Esta es la fatalidad del acto escénico. Al final, lo único que queda son las palabras. Pero así como he trabajado con diversos grupos dirigiendo o actuando, también he realizado algunas obras de mayor aliento, como se les llama. Sin embargo, es cierto que tengo simpatía por los trabajos breves, creo que sucede allí algo parecido a la novela y al cuento. En este caso, la pieza breve es un improntus, una síntesis que no da lugar a respiros.

Tu obra teatral me hace pensar en el teatro de Sebastián Salazar Bondy. ¿Ha tenido alguna influencia en ti este autor? Y de modo general, ¿cuáles son los grandes dramaturgos, nacionales o extranjeros, que han marcado tu orientación teatral?
He leído y visto lo que se puede ver  y leer, en el escaso desarrollo de la teatralidad nacional, no solamente el teatro de Salazar Bondy, que sin duda alguna es uno de los más representativos, sino también el trabajo de todo el teatro contemporáneo del Perú. Algunas veces, he representado este teatro y me he visto en la necesidad de profundizar un poco más en los autores y en su filiación social e histórica. En consecuencia, supongo que he recibido la influencia no solo de Salazar Bondy, sino especialmente de mis contemporáneos vivos. Por otra parte, también me he nutrido del teatro llamado universal cuya influencia es inevitable. Sin embargo, no estoy en condiciones de objetividad respecto de mi propio teatro para personificar influencias.

Entre las múltiples tendencias que cruzan hoy día el teatro en el Perú, ¿cuál es la que más se acerca a tus preocupaciones y ¿por qué?
Creo que hay dos tendencias importantes que han fructificado con obras y grupos, en el Perú de los últimos veinte años. Por un lado, un teatro de arte, con énfasis en las variables universales de los hombres en todos los tiempos y latitudes. Este teatro ha venerado, en cierto modo, el teatro de los grandes dramaturgos europeos y norteamericanos, pero también ha cultivado las convenciones tradicionales, exigiéndose un nivel de calidad formal, aun cuando a veces se ha permitido la experimentación y la búsqueda de nuevos niveles. Por otro lado, cada vez más intensamente, es notable la presencia de un teatro político, con profundas preocupaciones por la historia, con un carácter testimonial que lo convierte en útil y necesario en la difusión de las ideas que competen a una identidad nacional. Este es, por lo general, un teatro itinerante, eminentemente experimental  e inmediato, y en sus orígenes de sincera preocupación nacional reside una nueva ética teatral. Sin embargo, creo que estas tendencias, en última instancia, no se oponen. Por el contrario, el segundo es hijo del primero y yo, personalmente, tengo simpatía por esa conjunción, pues creo que la merecemos y el teatro puede ser histórico y nacional sin olvidar que ante todo, es un espectáculo, por lo general, ofrecido a un espectador que nunca ha asistido al teatro y, en consecuencia, requiere encontrarse con él en su mayor fuerza: el impacto estético.

¿Crees tú que el teatro popular y político pueda representar un derrotero para la creación dramática en el Perú?
Sí, el desarrollo de los acontecimientos está demostrando que estos factores no solo pueden representar derroteros sino que se van volviendo inherentes a la creación cultural en el Perú.

Al final del prólogo de tu libro, escribes: “A pesar de todas mis equivocaciones, no tengo ningún arrepentimiento. Sobre esta nave he ido ganando palmas, y perdiendo humildades: lleno de soberbia, he renunciado a muchos propósitos, me he hecho muchas concesiones; he retornado, finalmente, al fondo de mi mismo. Y he encontrada intacta mi fe: la fe en un cambio, con las dolorosas implicancias que esto supone. Aunque para muchos, el Perú está en manos del caos, para mí, nunca más que ahora ha tenido un sentido”. Me gustaría que explicaras un poco más esta confesión en forma de autocrítica, revelando en especial cuáles fueron tus “equivocaciones”. También afirmas que tienes confianza en el destino de tu país, aun cuando dices: “para llegar a él sea necesario reventar toda la mierda que le estorba”. ¿Cómo ves ese destino? Y, por fin, ¿cómo asumes tú, concretamente en el Perú de hoy, tu responsabilidad de hombre y de artista?
Indudablemente, para entender al Perú hay que ser peruano, y a veces ni siquiera eso es suficiente, ya lo demostraron algunos poetas y escritores que en ese intento hasta la vida perdieron. El cúmulo de contradicciones que se mueven en el espacio nacional, donde diversos pisos de la civilización coexisten para gran entusiasmo del turismo y de las autoridades que hicieron de la miseria una tarjeta postal, ha estallado. Estos pisos son también diversas psicologías, diversos lenguajes y, en consecuencia, diversas conciencias. Entre nosotros, aquello que llamamos sistema capitalista, y que en realidad no es sino la herencia de un coloniaje que tributa sus materias primas al gran señor del norte, nunca ha buscado una verdadera integración nacional. Nuestras clases dirigentes han carecido de un proyecto nacional y es que desde sus orígenes son parasitarias del país, a favor, primero de España, luego de Inglaterra y al final de Estados Unidos. Y en medio de esta gran indiferencia, afincada en la metrópoli, en el resto del país, cercados por el hambre y la indolencia, miles de pauperizados, tocados en su dignidad milenaria (no hay que olvidar que este país no fue inventado por los españoles), reclaman ahora  su derecho a existir. No viene al caso precisar detalles, pero de lo que puedes estar seguro es que el Perú no es la nueva casa de la anarquía. Por el contrario, en su territorio converge el esfuerzo de acumular y distribuir rigurosamente una energía, que se ha propuesto transformar el país. En esta perspectiva, asumo mi condición de hombre y de artista, mis tinos y equivocaciones, es decir, mi integridad.
(Lima, noviembre de 1984)